lunes, 28 de noviembre de 2011

Ecologismo y población

¿Hay alguien que no sea partidario de la conservación del Medio Ambiente? Si preguntásemos a los miembros de cualquier formación política, parlamentaria o extraparlamentaria, de izquierdas o de derechas, acerca de su programa medioambiental, se apresurarían a explicarnos que, si llegaran a tener responsabilidades de gobierno, pondrían en marcha diferentes medidas encaminadas a la preservación del mismo y a la concienciación de la población en ese sentido. Todo el mundo, de una u otra manera, en mayor o en menor medida, se siente un poco ecologista.
Y sin embargo, a la hora de emitir nuestro voto, las organizaciones que, específicamente, enarbolan esa bandera raramente obtienen representación parlamentaria, y cuando lo hacen, su influencia es relativamente marginal. Parece como si el electorado no se acabara de fiar de ese tipo de formaciones. Y es que a todos nosotros nos preocupa un poco el medio ambiente, pero hay otros asuntos que nos preocupan mucho más y que tienen un impacto más inmediato en nuestra vida y no estamos dispuestos a relegarlos a un segundo plano a cambio de una declaración de buenas intenciones en este tema.
Una organización política que aspire a gobernar tiene que tener un programa completo, que cubra todas las facetas de la vida que les preocupan a los ciudadanos. Tiene que presentarnos un proyecto de sociedad, una ética asociada a ese modelo, un programa económico y, por supuesto, un modelo de relación del hombre con el medio que sea sostenible pero, también, congruente con el resto de aspectos que integran ese programa.
El hombre ocupa un nicho en los diversos ecosistemas que existen en nuestro planeta. No es la posición originaria que tenía en los de los tiempos prehistóricos. Tampoco es una situación estable, puesto que no para de evolucionar, en un proceso de aceleración continua y, obviamente, ese lugar que ocupa en la naturaleza, de facto, debe ser replanteado globalmente, teniendo en cuenta el estado actual de los conocimientos científicos, en la perspectiva de buscar un modelo de relación que no dañe nuestro entorno y que nos permita entregarlo a las próximas generaciones de la mejor manera posible.
Y el conjunto de los humanos, a su vez, forman entre sí un “ecosistema” social. Dentro de las diversas sociedades que existen en el mundo, los diferentes grupos mantienen entre sí una relación estructural compleja que es, en buena parte, asimilable a –y comparable con- los ecosistemas biológicos. Además, los diversos países del mundo, igualmente, articulan otra estructura que se superpone a la anterior, y los tres sistemas –el biológico, el intrasocial y el internacional- son congruentes entre sí. Por tanto, podemos afirmar que nuestra relación con el medio forma parte de un entramado complejo que está vinculado a la estructura económica y social en la que vivimos y que ambos aspectos guardan relación también con el país del mundo en el que vivimos y la posición que este ocupa en la división internacional del trabajo.
Esta explicación tal vez pueda parecer un poco enrevesada, pero estoy seguro de que la mayoría de la población, aunque no sea capaz de verbalizarla, la intuye de alguna manera y por eso no acaba de fiarse de los discursos ecologistas puros, que se articulan al margen de las relaciones sociales y que no tienen en cuenta la posición estructural que nuestro país ocupa en el mundo.
En la exposición que desarrollé hace un par de semanas, en el artículo “Democracia y Medio Ambiente” hablé de cómo, en la reacción europea que se produjo frente a la crisis del petróleo de los setenta, muchos gobiernos decidieron impulsar decididamente la energía nuclear en el continente y de cómo esa decisión provocó una importante respuesta social que dio origen al movimiento verde, ya en los años ochenta.
Siempre he compartido la repulsa a las centrales nucleares, que sentimos muchos millones de personas en el planeta. Creo que su existencia representa un importante riesgo para la vida o la salud de los centenares de millones de ellas que viven en un radio de varios cientos de kilómetros alrededor de cada central y suscribo plenamente los argumentos de los militantes antinucleares al respecto. Pero también desconfío bastante acerca de las razones que, a veces, conducen a determinados sectores de las clases dominantes y del gran capital internacional a apoyar a movimientos de este tipo. Por eso me llamó bastante la atención la fuerte cobertura mediática que en su día disfrutó este movimiento y como esta ayudó bastante a su cristalización como proyecto político autónomo y diferenciado y a la expansión de su modelo por otros países.
En concreto no me pareció casual que fuera la Alemania Occidental de los años ochenta -precisamente- el país en el que cuajara esa resistencia. Ahí, indudablemente, debieron confluir muchos factores. Me imagino que algún dinero procedente de los antiguos países comunistas ayudaría a la difusión del mismo (la polémica sobre la implantación de los misiles de crucero, un tema muy sensible en ese momento, tendría algo que ver), pero era obvio que el movimiento antinuclear a quién de verdad beneficiaba, en ese momento, era al lobby del petróleo. ¿Qué sentido tenía que la mayor resistencia contra las centrales se produjera precisamente cuando el precio del barril alcanzó sus máximos históricos? ¿Por qué no en los sesenta o en los primeros setenta? ¿Por qué no ahora que hay verdaderas alternativas verdes, que no había en aquél momento? ¿Por qué aquella repulsa antinuclear no vino acompañada de propuestas concretas que, a la vez que combatían esta energía lo hacían también contra nuestra dependencia del petróleo? Ya conté en el artículo citado como la reacción brasileña a las subidas fue impulsar los vehículos con motores de alcohol, cuya tecnología está madura desde hace décadas (hay más de siete millones de ellos circulando con estos motores en Brasil, los primeros ya en 1979). Sin embargo la prensa europea de la época silenció esas alternativas mientras ponía en primera plana las fotos de los antinucleares bloqueando la marcha de algún tren que llevaba piezas para la construcción de las centrales.
También vimos a los “heroicos” militantes de Greenpeace impedir la detonación de alguna bomba nuclear francesa en el Pacífico, pero no los vimos protestar contra las de los israelíes, los británicos o los propios norteamericanos. Algunos de ustedes dirán: es que esas pruebas eran secretas. Claro, y también las francesas. ¿Quién creen ustedes que pudo soplar a Greenpeace el secreto y mandó a filmar a los periodistas? Pues, obviamente, alguien que lo sabía. ¿Y quién podía saberlo? Estoy seguro que los americanos.
¿A qué conclusión nos lleva esta disertación? Pues a que algo tuvieron que ver las “siete hermanas”[1] y la CIA en los orígenes y en el desarrollo de ese movimiento. ¿Qué pretendían con ello? Pues, sencillamente, poner a los europeos de rodillas, especialmente al “eje París-Bonn” en sus veleidades europeístas, cuando parecía que los “Estados Unidos de Europa” podían ser una verdadera alternativa al Imperio Americano. Aunque hoy parezca un contrasentido el Mercado Común Europeo era, junto con Japón, uno de los “emergentes” de los años 60 y 70, los que tenían un modelo alternativo de desarrollo con verdaderas posibilidades de plasmarse a medio plazo. Como fuimos apeados de ese tren (también los soviéticos), Estados Unidos ha reinado en solitario desde entonces, hasta que la siguiente generación de “emergentes” ha tomado el relevo. Es significativo que entre los miembros de este último grupo también esté Brasil, un país que con menos margen de maniobra aparente ha sabido, sin embargo, jugar sus cartas con una visión estratégica mucho mayor.
Hubo un libro profético, publicado en Francia en 1967 -y en España en 1969 por Plaza & Janés-, de J.J. Servan-Schreiber titulado “El desafío americano”, que en su día fue un best seller y cuyo capítulo más clarividente se titulaba “Europa sin estrategia”, cuya lectura hoy quizá pueda devolvernos algo de lucidez en medio de esta época decadente en la que estamos cosechando la siembra de varias generaciones de política del avestruz. Desgraciadamente la crisis europea que hoy estamos contemplando ya había sido prevista entonces por su autor. Nadie hizo caso a sus advertencias y hoy sufrimos las consecuencias.
Volviendo a nuestra primera línea argumental, creo que he dejado claro que el modo y el momento en el que los discursos ecologistas se articulan nunca deben pasarnos desapercibidos, como esos discursos siempre están integrados en una estrategia más amplia y forman parte de los conflictos que las diversas facciones que llevan la iniciativa dentro de las dinámicas sociales están librando entre sí; como, con frecuencia, este no es más que un subproducto al servicio de una estrategia concreta de dominación.
Fijémonos por un momento en el continente africano. Todos hemos quedado alguna vez subyugados por la belleza de las imágenes de algún documental sobre la vida salvaje, rodados en alguno de los escenarios privilegiados que nos presenta esa región del mundo. Hemos contemplado escenas captadas en alguno de los grandes parques nacionales africanos, como el Serengueti o el Ngorongoro y probablemente nos parezca fundamental que esos parques existan para que en ellos se puedan preservar los extraordinarios ecosistemas de una de las zonas con mayor variedad de flora y de fauna de La Tierra. Esos parques, sin embargo, están enclavados en países del tercer mundo en los que, con frecuencia, la vida humana tiene escaso valor. Vemos natural que se invierta mucho dinero en la defensa de esos santuarios y muchas universidades europeas o americanas, a través de diferentes convenios de colaboración, que contemplan la presencia de biólogos de las mismas ocupados en diversas tareas de investigación, que financian tales instituciones o, incluso, fundaciones altruistas privadas, emplean mucho dinero en tareas como, por ejemplo, estudiar las migraciones de los herbívoros a través del continente. Pero, a veces, sería mucho más barato salvar millones de vidas humanas en esos mismos países con diversos programas dedicados a combatir enfermedades, a educar a las jóvenes generaciones o a capacitarlos profesionalmente para que sean mucho más eficientes en la búsqueda del sustento cotidiano.
A veces se nos explica desde los medios de comunicación que la presión demográfica, unida a la utilización de técnicas agrícolas primitivas está esquilmando los pocos recursos disponibles en las zonas áridas, transformando en desiertos zonas esteparias, como por ejemplo el Sahel. Sin embargo, sabemos que tecnológicamente es posible hoy alimentar a toda la población africana, con mucho menos impacto ambiental, con técnicas, por ejemplo, de riego por goteo, cuya implantación podría transformar los paisajes de muchas zonas de África. Pero para eso hace falta inversión de capital, formación y, sobre todo, voluntad política para hacerlo. ¿Se imaginan un continente africano próspero y autosuficiente? Ese sería un escenario congruente con un mundo en el que la justicia y la igualdad formen parte de los valores a defender por todos, pero en absoluto con el mundo cainita en que ha derivado el sistema capitalista.
Con frecuencia se nos presenta a la población como incompatible con el Medio Ambiente. Los discursos maltusianos que nos dibujan un panorama apocalíptico si dejamos que los ignorantes y los pobres se sigan reproduciendo a su antojo, además de ser racistas y clasistas son, sencillamente, falsos. Las tesis de Malthus ya fueron refutadas en el siglo XIX por la propia dinámica de los acontecimientos y es inexplicable, desde un punto de vista científico, que hayan sido recuperadas y difundidas como válidas, por los medios de comunicación, a partir de la publicación del libro Los límites del crecimiento, en 1972. Como es inexplicable científicamente que se haya abierto paso el neoliberalismo en la Economía o el creacionismo en la Biología. Los tres discursos son, en realidad, diferentes caras del mismo proceso que ha permitido a los sectores más reaccionarios e intransigentes de nuestra sociedad lanzar un contraataque general contra el progreso y contra la propia civilización.
La especie humana viene demostrando, con su comportamiento, desde la revolución neolítica (hace nueve mil años) que cada vez que se presenta una crisis de subsistencia, por el agotamiento de los recursos, la resuelve incrementando la tecnología, permitiendo así, nuevos incrementos de población. Esta afirmación ha sido particularmente cierta desde que tuvo lugar la revolución industrial, hace ahora doscientos años.
Sin embargo las imágenes que nos muestra la televisión de países como Etiopía, Somalia o Chad pretenden ser la prueba que refuta esa constante histórica, ocultando al telespectador la responsabilidad que la mano del hombre blanco tiene en esos resultados.
Desde hace varias generaciones se viene construyendo un discurso neo maltusiano que en realidad bebe en las fuentes del eugenismo, aquella doctrina del siglo XIX que pretende una selección artificial de la especie humana, para eliminar a los individuos “menos aptos”. Esta corriente, que alcanzó un alto grado de respetabilidad social antes de la Segunda Guerra Mundial, fue desacreditada por la brutal utilización que los nazis hicieron de la misma, provocando una reacción mundial contra ella. Pero no sólo los nazis se excedieron en sus prácticas eugenésicas. A lo largo de las últimas décadas han ido llegando a la prensa espeluznantes relatos de prácticas eugenésicas planificadas desde el estado en países tan poco sospechosos como Australia o Suecia, donde se ha practicado la esterilización planificada y controlada, a través de la Seguridad Social, de mujeres indígenas (en Australia) o de sectores marginales de la población (en el caso sueco). En España tuvimos algo parecido, aunque sin esterilización, con el trato que se dio a los hijos de “madres rojas” durante la guerra y la postguerra y con los episodios, que la prensa nos está descubriendo últimamente, de robo de niños en determinados hospitales.
Ya dije más arriba que los argumentos maltusianos recibieron un nuevo impulso “científico” a raíz de la publicación del libro Los límites del crecimiento, en 1972.

Los límites al crecimiento (en inglés The Limits to Growth) es un informe encargado al MIT por el Club de Roma que fue publicado en 1972, poco antes de la primera crisis del petróleo. La autora principal del informe, en el que colaboraron 17 profesionales, fue Donella Meadows, biofísica y científica ambiental, especializada en dinámica de sistemas.
La conclusión del informe de 1972 fue la siguiente: si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la tierra durante los próximos cien años.”[2]

Hay un tremendo cinismo en este discurso. Se parte del supuesto de que la Humanidad va a dejar que se deteriore el medio sin hacer nada para impedirlo. Están tratando a la especie humana como si fueran manadas de cebras o de ciervos, que son incapaces de evitar el deterioro de su medio cuando se produce una superpoblación.
Pero hay algo mucho más sangrante y obvio todavía: en 1972 un grupo de expertos, americano por más señas, que está intentando hacer previsiones de desarrollo a largo plazo, no utiliza, en ningún momento, la variable espacial, teniendo en cuenta que, supuestamente, la Luna ya había sido o estaba siendo visitada por las tripulaciones del Apolo 11 (16 de julio de 1969), Apolo 12 (19 de noviembre de 1969), Apolo 14 (5 de febrero de 1971), Apolo 15 (30 de julio de 1971), Apolo 16 (21 de abril de 1972) y Apolo 17 (7 de diciembre de 1972). En pleno despliegue del programa Apolo de exploración espacial ve la luz un libro que se llama “Los límites del crecimiento”, que habla de “crecimiento cero”, tanto económico como demográfico como perspectiva de futuro. ¿Tiene esto algún sentido?
En ese contexto empiezan a ver la luz una serie de proyecciones demográficas que se han convertido ya en clásicas: La Tierra tendrá 6.500 millones de habitantes en 2000 y 9.500 en 2050. (Considerando 2050 como el momento en el que se alcanzará el esperado “crecimiento cero” demográfico).
Los 6.500 millones de habitantes del año 2000 se suponían que eran excesivos para la supervivencia del planeta. Una tesis que, por lo menos creo que es discutible, porque se hace, además, sin entrar a considerar como viven esos habitantes. Está claro que no es lo mismo que cada cual tenga un coche en la puerta que consuma 10 litros de gasolina cada 100 km. a que use para desplazarse transporte público con propulsión eléctrica que este siendo generada, a su vez, con fuentes renovables. No es lo mismo que comamos manzanas cultivadas a 10 km. de casa a que nos las traigan desde Nueva Zelanda. No es lo mismo que cada cual viva en un chalet, rodeado por una parcela de mil metros, con piscina individual a que lo haga en un apartamento de 70 en un edificio de varias plantas. El “cómo” vivimos es, probablemente, mucho más importante que el “cuantos somos”.
Pero es importante demostrar que sobra gente en el mundo, y en este sentido los argumentos ecologistas, según como se utilicen, pueden terminar volviéndose contra los humanos, o al menos contra los humanos pobres que, mira por donde, eran las capas de la población que los eugenistas de los siglos XIX y XX querían controlar. Al final es posible que lo más “progresista” o “moderno” del espectro político puede, por arte de encantamiento, como diría Don Quijote, coincidir con la extrema derecha, brindándole argumentos para seguir “ajustando” (¿No les suena esa palabra? ¿Últimamente la estamos escuchando mucho, verdad?) las cifras de población.
En este sentido ya hay “científicos” advirtiéndonos de que la población se va a terminar reduciendo, el señor Lovelock (el creador de la teoría Gaia) se está dedicando a dar conferencias por el mundo para explicar que, como consecuencia del cambio climático, en el año 2100 la población humana estará por debajo de los 500 millones y concentrada en las actuales regiones polares y Colin Campbell habla de 1.000 millones. Es decir, que en el mejor de los casos sobramos seis mil millones, es decir, el 85% de la humanidad actual.
¿Por qué se abren paso este tipo de planteamientos? ¿Por qué esa falta de implicación de las élites en la defensa de un modelo de sociedad inclusivo en el que quepamos todos? Pues por una razón muy sencilla: Ya dije más arriba que la humanidad viene resolviendo, históricamente, cada crisis de subsistencia, incrementando la tecnología. Pero esos cambios tecnológicos también traen consigo, inevitablemente, un cambio en el modelo de relaciones sociales. Es posible que los ricos de mañana no sean los hijos de los ricos de hoy. ¿Se imaginan a un señor que se han enriquecido a base de ladrillo liderando los cambios tecnológicos? ¿Se imaginan a las compañías petroleras construyendo molinos para producir electricidad? Si todavía siguen buscando nuevos yacimientos de hidrocarburos. Si la noticia bomba de hace unas semanas ha sido el descubrimiento de Repsol en Argentina del yacimiento más grande que ellos poseen. ¿Es que no se han enterado del cambio climático? ¿O es que no quieren enterarse?
Si la población creciera a mayor ritmo de lo que lo hace hoy el problema se agudizaría y tendríamos que forzar el cambio tecnológico, y el negocio del petróleo se irá al garete, claro. Así que están intentando retrasar ese momento todo el tiempo que sea posible.
¿Creen ustedes que estos planteamientos tienen mucho futuro? Resistir agarrándose a las viejas tecnologías es la mejor receta para el fracaso. Y en eso está un sector importante de las clases dominantes del mundo occidental. Eso es regalarle el liderazgo del mundo del siglo XXI a los que tengan el coraje de apostar decididamente por las tecnologías que nos van a sacar de este pozo.
En esto, como en la manera de enfocar la crisis económica y la de plantearse el proyecto europeo, las clases dirigentes de este continente han decidido suicidarse como tales y arrastrarnos a todos hacia el abismo. Hora es ya de que empecemos a plantear alternativas.



[1] Siete hermanas: Las Siete Hermanas de la industria petrolera es una denominación acuñada por Enrico Mattei, padre de la industria petrolera moderna italiana y presidente de ENI, para referirse a un grupo de siete compañías que dominaban el negocio petrolero a principio de la década de 1960. Mattei empleó el término de manera irónica, para acusar a dichas empresas de cartelizarse, protegiéndose mutuamente en lugar de fomentar la libre competencia industrial, perjudicando de esta manera a otras empresas emergentes en el negocio. ( http://es.wikipedia.org/wiki/Siete_Hermanas 26/11/2011)
[2] http://es.wikipedia.org/wiki/Los_l%C3%ADmites_del_crecimiento

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