En el artículo anterior vimos como los diferentes proyectos
hegemonistas europeos, a lo largo de la historia, han ido modulando su
estrategia en función de los acontecimientos. Cuando tales proyectos han podido
poner a sus vecinos ante hechos consumados y obligarlos a entrar en ellos, lo
han hecho sin la más mínima reserva moral. Cuando, por el contrario, la
correlación de fuerzas les impedía forzar el proceso, entonces han atemperado
sus discursos y se han vuelto “tolerantes” de la noche a la mañana. Esto es algo que ya vimos cuando
hablamos de las guerras de religión entre católicos y protestantes a lo largo
de los siglos XVI y XVII.
“Siempre hay agazapado, detrás de los discursos europeístas,
algún proyecto hegemonista”, dijimos hace poco[1], que
se plantea de manera pragmática y posibilista porque las circunstancias han
vuelto inviable el sometimiento directo, por la vía militar. En los procesos de
unificación política de ámbito regional que han ido teniendo lugar en la
ecúmene europea a lo largo de los últimos siglos (Alemania, Italia,
Yugoslavia...) siempre ha habido un estado (Prusia, Piamonte, Serbia...) que ha
arrastrado al resto de formaciones políticas menores y ha impuesto la unidad,
aunque esgrimiera para ello un discurso pan-nacional. Cuando se han encontrado
con una estructura política lo suficientemente potente como para poder frenar
el proceso (Austria en el caso alemán, el reino de las Dos Sicilias
en el italiano) la han laminado. Por tanto podríamos aventurar una primera
hipótesis de trabajo: Para conseguir la unidad política hace falta construir
un discurso que sea congruente con ese objetivo y, además, una estructura que
lo lidere y que se imponga a las demás. ¿Hay alguna excepción a esta regla?
Pues sí. Se me ocurre una... ¡¡España!! España aparece
cuando dos estados bajomedievales consolidados (Castilla y Aragón) deciden, de
manera libre y pacífica, unirse en un plano de igualdad. Algo relativamente
raro en la Historia Universal.
Bueno. En realidad no es tan raro, al menos en la Península
Ibérica, ya que cada uno de esos dos estados había surgido, a su vez, de la
misma manera (los reinos de Castilla y de León se unieron para
dar lugar al castellano-leonés en 1230. El Reino de Aragón y el Condado
de Barcelona se unieron en 1164, manteniendo el nuevo estado unificado la
denominación del primero). Se ve que las dinámicas históricas peninsulares se
rigen por unas reglas diferentes a las que lo hacen las continentales. Por eso
los españoles, cuando actúan en el ámbito europeo, han pecado siempre de una
gran ingenuidad política, atribuyéndoles a los otros unas actitudes mucho más
altruistas y generosas de las que en realidad tenían. Por eso cuando un poder
extranjero se extiende por España se encuentra frente a la respuesta
multimodal española, de la que ya hemos hablado en muchos de nuestros
artículos, que le rompe todos sus esquemas.
Hace tiempo que vengo hablando del desarrollo diferencial de las
dinámicas históricas que han tenido lugar en la Península Ibérica, si las
comparamos con sus equivalentes de otros espacios geográficos (no sólo
europeos), y de la relación que esa dinámica guarda con las variables
ecológicas, orográficas, climatológicas y geoestratégicas. La Península Ibérica
es un territorio muy compacto, que ocupa una posición única en el mundo: Es uno
de los tres cruces de caminos más importantes del planeta (junto al Istmo/canal
de Panamá y el Istmo/canal del Sinaí/Suez. Pero, sin embargo, está muy
fragmentada desde el punto de vista ecológico, lo que provoca una reacción “diferida,
escalonada y múltiple”[2]
de los agentes sociales frente a las agresiones externas, que llamé “respuesta
multimodal española”. También hablé hace tiempo de la “profundidad
estratégica”[3]
que convierte a la Península en un subcontinente desde el punto de vista
subjetivo[4], y de
que eso es perfectamente constatable históricamente: como continente respondió
cuando fue atacada por los romanos, por los árabes o por las fuerzas
napoleónicas.
Esa reacción “diferida, escalonada y múltiple” hace que
cuando un agresor destruye o somete a la estructura política del país se
termine encontrando con la realidad subyacente del mismo, ecológicamente
diversa, muy poco estructurada y, desde luego, absolutamente ajena a las
dinámicas continentales. El poder político español ha venido actuando
históricamente como una especie de “interfaz” que ha traducido el “software” de
alto nivel de la alta política europea al “hardware” singular de la Península,
que funciona con un “sistema operativo” diferente al europeo, aunque casi
transparente desde fuera, cuando el “software” funciona, claro. El problema
surge cuando éste deja de funcionar.
Hace tiempo les hablé de mi particular interpretación de la estructura
del sistema europeo, que plasmé interpretando la realidad política de Europa
tras la Paz de Westfalia (1648), uno de los momentos más cruciales de la
historia europea. Difícilmente podremos entender nuestra realidad presente sin
saber de dónde venimos:
“A lo largo de la Edad Moderna, en Europa, hubo una
serie de pueblos que fueron asumiendo una cierta función de élite que maneja
los hilos de la política en la ecúmene europea desde arriba. Hubo otros, más
masivos y centrales, empeñados en crear un proyecto nacional desde el cual
poder forjar un imperio “europeo” cuya centralidad aspiraban a tener. Hubo
países cuya función consistió en mantener aislados a estos últimos para que no
pudieran culminar su proyecto, Y otros que se encargaron de proteger al
conjunto de las agresiones exteriores. Había, igualmente, una serie de pueblos
atacando la fortaleza exterior del Sistema Europeo para intentar resquebrajarlo
al menos. El esquema sería más o menos éste:
Ahora veamos un
mapa de la Europa de 1648, surgida tras la Paz de Westfalia, que puso fin a la
Guerra de los Treinta Años:
Y traslademos esos colores al mapa
anterior para hacernos una cabal idea de la estructura de poder europea, allá por
el siglo XVII:”[5]
Europa sufrió una transmutación profunda durante la Guerra de
los Treinta Años (1618-1648). La criatura que creó los imperios globales,
la Revolución Industrial, la religión laica que usa a la ciencia como argumento
y a la que llamé “cientifismo”[6],
vino al mundo durante esa guerra y el momento del alumbramiento fue 1648.
En el último artículo estuvimos viendo someramente la evolución
de los diversos discursos “europeístas” anteriores al siglo XX. Y dijimos que
siempre había agazapado tras ellos un proyecto hegemonista. También hablamos de
la tensión histórica que ha habido entre imperios “eurífugos” (que se extienden
hacia el exterior de Europa) y los “eurípetos” (que lo hacen hacia el
interior), y de como, entre estos últimos, ha habido un cierto movimiento
pendular entre las iniciativas hegemonistas francesas y las alemanas.
Si ponemos esto en conexión con la estructura que surgió tras la Guerra
de los Treinta Años y que presentamos más arriba, vemos como las dos
potencias continentales de las que hablamos en el artículo cuya cita hemos
reproducido son los dos imperios eurípetos de los que hemos hablado y que entre
ellos se han interpuesto históricamente los países de la barrera interior, que
han sostenido durante siglos el “Limes Renano” y que han ejercido lo que en su
día llamé “la función borgoñona”[7],
cuyos últimos restos en la actualidad son los países del Benelux y Suiza.
Cuando hablamos de la Europa de Westfalia, nos referimos a las
“potencias diplomáticas”; son estados con un menor poder militar que los
“continentales”, pero con una extraordinaria capacidad de maniobra política.
Han sido históricamente los “cerebros” del Sistema del Equilibrio Europeo,
moviendo sus hilos a través de la diplomacia y el espionaje para articular
alianzas que impidieran la aparición de hegemonismos continentales. Han
procurado actuar como el fulcro de la balanza para mantener la rivalidad y un
cierto equilibrio de fuerzas entre franceses y alemanes. En el siglo XVII esa
función las ejercían el Papado, Inglaterra y Holanda. Aunque en este sentido ha
habido una evolución significativa.
Durante la Edad Media sólo el Papado la desempeñó, desde los Territorios
Pontificios, apoyándose en la supremacía moral que le daba su preeminencia
religiosa. El Papado movió sus hilos durante mil años para mantener el
equilibrio de fuerzas entre francos y germanos, apoyando a las diversas
estructuras políticas que prosperaron en el Limes Renano (Lotaringia,
Borgoña, Franco Condado, Milán, Confederación Helvética, Países Bajos...)
Desde la época de las cruzadas los ingleses empiezan a ganar peso
específico al norte del Canal de la Mancha y, poco a poco, van ganando
influencia en el continente, hasta que llegaron a controlar una parte
importante del territorio francés durante la Guerra de los Cien Años (1337-1453).
Durante esa guerra, además, se van tejiendo alianzas con otros señores feudales
no sometidos a su influencia directa, en especial con los duques de Borgoña.
Durante el siglo XV las diplomacias pontificia e inglesa, pese a
poseer agendas y prioridades claramente diferenciadas coinciden, sin embargo,
en una línea estratégica fundamental: el reforzamiento del Limes Renano
y, en consecuencia, ambos apuntalan el poder del Duque de Borgoña, para atar en
corto al rey francés.
La unión política, ya en el siglo XVI, de la España de los Reyes
Católicos con los flamenco-borgoñones y con los austriacos, en la persona de
Carlos I (Carlos V para los alemanes) cambió por completo las reglas del juego.
Ahora el peligro número uno para el equilibrio europeo pasa a ser la
superestructura política de los Habsburgo. Hay un momento en el que el Papa,
los protestantes, los franceses y los turcos llegan a coincidir en una cosa: Hay
que acabar con el poder de los Habsburgo. Para encontrar una entidad
política en Europa con un poder relativo comparable al imperio de Carlos I
había que remontarse hasta los tiempos de Carlomagno, más de 700 años antes.
Esta situación condujo al estallido de la guerra abierta entre el Papado y el
Imperio (1526-1529). Es en ese contexto político en el que tiene lugar el
famoso Saco de Roma (1527), en el que un ejército imperial amotinado, en
el que había “unos 5.000 españoles a las órdenes de Alfonso de Ávalos,
marqués del Vasto, 10.000 lansquenetes [alemanes] al mando de Jorge de
Frundsberg, 3.000 soldados de infantería italiana comandada por Ferrante I
Gonzaga y los 800 soldados de caballería ligera [flamencos] los debía
gobernar Filiberto, príncipe de Orange”[8]
ocupan y saquean la ciudad de Roma, obligando al Papa Clemente VII a
refugiarse en el Castillo Sant'Angelo:
“Tras la ejecución de unos mil defensores comenzó el
pillaje. Se destruyeron y despojaron de todo objeto precioso iglesias y
monasterios (excepto las iglesias nacionales españolas), además de palacios de
prelados y cardenales. Incluso los cardenales proimperiales tuvieron que pagar
para proteger sus riquezas de los victoriosos soldados.”[9]
Más de una vez me he preguntado si no fue la unión política de
flamenco-borgoñones, austríacos y españoles, que se produjo tras la Coronación
del primer Habsburgo español y que coincidió en el tiempo con la difusión de
las “95 tesis de Lutero”, la que provocó la conversión masiva al luteranismo
de los príncipes del norte de Alemania, dando alas así a la Reforma
Protestante, pues necesitaban un marcador ideológico que estableciera la
diferencia entre unos y otros y permitiera cerrar filas a los disidentes
políticos, convertidos entonces -también- en disidentes religiosos.
Probablemente nunca lo sabremos, aunque creo que puede ser un buen motivo para
la reflexión.
¿Fue el hegemonismo hispano-flamenco-borgoñón-austriaco, concretado
en la persona de Carlos I, el que desencadenó la reacción ideológico-política
que se plasma en la Reforma de Lutero y en la consecuente alianza de los
príncipes del norte de Alemania? La acumulación de poder no siempre es
garantía de unidad o de victoria. A veces actúa como el catalizador de una
alianza entre sus adversarios que no se hubiera producido de otra
manera; el desencadenante de un proceso reactivo. Un rápido proceso
de unidad política que no respete los tiempos de las diferentes partes que se
están integrando puede ser contraproducente.
El Carlos I que se retira a Yuste, cansado y decepcionado, ha
empezado a comprender algunas cosas: Primero que el avispero alemán posee una
naturaleza política muy diferente a la unión de los pueblos ibéricos y que, en
consecuencia, debe ser administrado por personas distintas, que apliquen
principios de gobierno diferentes. Por eso entrega Austria y el Imperio Alemán
a su hermano Fernando y España a su heredero principal (Felipe II).
En segundo lugar también descubrió, demasiado tarde, que gobernar
es algo más que ponerse al frente de sus ejércitos para aplastar a sus
enemigos; que también hay que saber administrar. La España que Carlos I entrega
a Felipe II está en bancarrota económica. El nuevo rey tendrá que lidiar con un
tipo de problemas que su progenitor no había sido capaz de valorar
adecuadamente, o que no había querido afrontar. Dichos problemas, sumados a la
amenaza militar otomana que se estaba desplegando por Centroeuropa en ese
momento, le hicieron comprender que su tiempo político ya había pasado y que
tocaba pasar el testigo a la siguiente generación. No era muy habitual que un
rey abdicara voluntariamente. Este hecho pone en evidencia varias cosas:
1) Que la alianza política que Carlos I personificaba era contra
natura y que la percepción de ese hecho era algo generalizado.
2) Que la labor erosiva o de zapa que sus diferentes y
heterogéneos adversarios habían puesto en marcha desde el minuto uno de su
reinado fue alcanzando sus objetivos de manera lenta pero inexorable y que a
mediados del siglo XVI ya estaban apuntadas las líneas maestras del despliegue
estratégico de los diferentes actores que se enfrentarían en la Guerra de
los Treinta Años y que un siglo después de su abdicación forjarían el Sistema
del Equilibrio Europeo.
Hace tiempo que dije que “El equilibrio de fuerzas es una
característica intrínseca de la europeidad”[10];
Cuando ese equilibrio se rompe, se pone en marcha el dispositivo de relojería
que termina enterrando a las fuerzas hegemonistas que atentaron contra él. Cada
ecosistema tiene sus propios mecanismos de compensación y los europeos están
perfectamente caracterizados históricamente; presentando ciclos recurrentes que
se mueven en espiral y reproducen parecidos escenarios políticos, con varios
siglos de distancia entre un intento y el siguiente, aunque con un nivel
energético y tecnológico diferente en cada uno de ellos. Es el avance o
retroceso de ese nivel energético/tecnológico el que marca la direccionalidad
del proceso.
Cuando, en 1648, se restableció el equilibrio de fuerzas europeo
que los Habsburgo españoles habían roto en 1517, vimos la configuración más
clásica de la Estructura del Sistema Europeo y que presenté más arriba.
El Papado sigue haciendo valer, en la medida que las circunstancias se lo
permiten, su preeminencia espiritual, pero su influencia en este campo cada vez
es menor, habida cuenta de que los protestantes han escapado ya a su autoridad
y que los estados católicos actúan en el ámbito político cada vez con mayor
independencia frente a él. El ejemplo más clamoroso de lo que digo lo
constituye la Francia de Richeliu, un estado católico, gobernado por un
cardenal católico, que se alía con los protestantes para combatir a sus
correligionarios porque entiende que así defiende mejor sus intereses
estratégicos.
Todavía le quedaba al Papa, y aún lo sigue haciendo, una gran
capacidad de maniobra diplomática, superior al peso que le correspondería como
gobernante temporal, y una poderosa red de espionaje que actúa por todo el
mundo conocido. Pese a todo esto, su declive es evidente.
Pero el siglo XVII ve aparecer o fortalecerse, por el norte, a
Holanda y a Inglaterra, catapultadas hacia el estrellato por obra y gracia de
la Paz de Westfalia. Sus actuaciones en el ámbito diplomático, que se
apoyan obviamente sobre poderosos servicios de inteligencia, suplen con holgura
el retroceso que, en este sentido, ha sufrido el Papado, convirtiéndose en los
apuntaladores del Limes Renano que separa a las dos potencias
continentales europeas históricas: Francia y Alemania.
Al principio hablé de la tensión histórica que se ha dado en
Europa entre imperios eurípetos e imperios eurífugos. Los grandes imperios
eurífugos de la Europa Moderna son España y Portugal, que forman parte del Cordón
Sanitario Europeo, así como Inglaterra y Holanda, que clasificamos como potencias
diplomáticas. Estos dos últimos estados, cuyo poder militar terrestre no
podía compararse con el de Francia, Austria o España, supieron desarrollar,
como contrapartida, una poderosa marina que
usaron, además, para afianzar su poder en los territorios de ultramar.
Eso los convertirá en el fulcro de la balanza, como dije al principio; rol que
supieron desplegar con suma maestría y que los catapultaría, en especial a los
ingleses, hacia el liderazgo político mundial.
Los conflictos entre las potencias continentales europeas a lo
largo de los siglos XIX y XX, serán aprovechados por el Reino Unido para
reforzar su papel de árbitro entre ellas, proyectando su creciente poder sobre
los escenarios extraeuropeos y metiéndole de lleno en todas las conspiraciones,
las mesas de trabajo y los tratados internacionales en los que, de una o de
otra manera, se estuvieran planificando o diseñando los escenarios políticos
del futuro.
Por el camino, los holandeses verán como su posición se
debilitaba por momentos y acababan convertidos en un estado más del cordón
interior separador europeo, como Bélgica, Luxemburgo o Suiza.
Después de la Segunda Guerra Mundial se producirá un nuevo
reajuste en los roles desempeñados por los diferentes países europeos como consecuencia
del nuevo liderazgo político alcanzado por los Estados Unidos de Norteamérica,
la nueva potencia anglosajona extraeuropea. En ese contexto el Reino Unido se
convierte en el embajador en Europa del poder anglosajón mundial, ejerciendo
una función delegada, aunque autónoma, que se le asigna desde la otra orilla
del Atlántico. Inglaterra ejerce también funciones de intérprete, de interfaz y
de cabeza de playa que traduce las respuestas de los agentes europeos,
demasiado sutiles y complejas para la mentalidad norteamericana, atemperando y
modulando las intervenciones imperiales en un escenario en el que los errores
de cálculo político pueden pagarse muy caros, ante la cercanía del adversario
soviético.
La maestría de la diplomacia y de la inteligencia británicas, con
un bagaje histórico secular, al que también habría que sumar las vaticanas, dos
veces milenarias, le enseñan al tosco estado mayor del nuevo imperio anglosajón
a moverse en el campo de minas europeo. Será en ese contexto en el que se concrete
el último proyecto eurípeto, al que hoy llamamos “Unión Europea”. Pero de eso
hablaremos en el próximo artículo.
[1] “Los antecedentes del proyecto
europeo”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2018/04/los-antecedentes-del-proyecto-europeo.html
[9]
Ibíd.
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