domingo, 27 de octubre de 2013

La frontera oriental




La Frontera Oriental Europea aparece mucho antes de que lo hiciera el reino moscovita. Los colonos germanos que cruzaron el Elba en la Alta Edad Media en dirección hacia el este la van abriendo paulatinamente. Más adelante surgirán Polonia, Lituania y el reino de los teutones, que serán los estados que marquen los límites orientales del Occidente Cristiano durante siglos. Pero la poderosa irrupción del Imperio Ruso en las estepas orientales a lo largo de la Edad Moderna alteró radicalmente la correlación de fuerzas existentes en la zona y también las reglas del juego. Los eslavos de religión cristiana ortodoxa no pertenecen al conglomerado de pueblos que formaron parte de la tensión dialéctica que surge alrededor de los dos poderes universales. Rusia abre en el Este una nueva dinámica histórica que tiene sus propias reglas de juego, diferentes de las occidentales. Su lógica interna es imperial, concebida en el sentido más clásico y primigenio. El poder político-militar aquí es omnipotente y condiciona a todas las demás facetas de la vida. La burguesía es muy débil y la Iglesia está mucho más subordinada al poder de lo que está en Europa Occidental. El individuo, en las vastas estepas orientales, se siente inerme en medio de la inmensidad. Sólo el grupo puede ofrecer ciertas seguridades y, como contrapartida, impone su ley. Al final quien lidera el grupo termina acaparando casi todo el poder.

Desde el siglo XV el reino moscovita se había ido transformando paulatinamente en el gran Imperio Ruso. En el siglo XVII se había constituido en una gran potencia que impondrá su ley en las estepas orientales europeas y a lo largo del XVIII y XIX extenderá también su influencia por toda el Asia Septentrional. Los rusos se convertirán en el grupo étnico que termine encuadrando a todos los pueblos que habitan esos inmensos territorios, de dimensiones continentales. Sin embargo, desde un punto de vista europeo, son un pueblo exterior o, al menos, periférico. Su formación política no se ajusta a la definición de imperio continental, al estilo del francés o del alemán. Es un imperio de frontera. Comparte función estructural con el austriaco y el español que, juntos, constituyen el Cordón Sanitario que históricamente ha protegido a la ecúmene europea de las incursiones de los pueblos del mundo exterior. La estructura social y política de éste es muy diferente de la del resto de estados europeos contemporáneos suyos. Su influencia sobre los grandes conflictos que tienen lugar en Europa es prácticamente nula antes del siglo XVIII. Es a partir de esta centuria cuando su presencia se hace notar en sus límites orientales –sobre Prusia, Austria y Polonia- y cuando las corrientes intelectuales europeas comienzan a penetrar en su inmenso territorio. A finales de ese siglo Francia e Inglaterra comienzan a considerar a Rusia como un contrapeso político, por el este, que les puede ayudar a controlar la expansión de los prusianos, austriacos y turcos.

Este imperio no forma parte del despliegue europeo, aunque su evangelización y su proximidad geográfica la terminen conectando con él. Su particular evolución es independiente, en sus orígenes, de la que protagonizan sus vecinos más occidentales. Pero como ambos procesos históricos son claramente expansivos estaban condenados a encontrarse. Y el encuentro se produce a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Desde entonces cada generación ha ido reajustando paulatinamente la relación entre ambos mundos, que no ha parado de evolucionar desde el punto de vista estructural. 

Rusia fue invadida por las tropas napoleónicas. Allí tuvieron ocasión de comprobar los ejércitos franceses que no estaban ante un país europeo más, sino en un inmenso espacio fronterizo donde regían leyes y costumbres diferentes a las que se aplicaban en el resto de la ecúmene. A lo largo del siglo XIX su creciente poder imperial se va haciendo cada vez más visible, y en la mente de los europeos la palabra “Rusia” se asocia con reacción política, siervos de la gleba, visión del mundo profundamente conservadora y atávica...

Europa y Rusia son dos mundos en expansión que terminan colisionando. El peso del “encontronazo” lo soportarán los pueblos que -antes de ese momento- formaban la Frontera Oriental (polacos, prusianos, lituanos...). El estado ruso era muy poderoso, pero su estructura menos compleja que la de sus vecinos del oeste. Le fue relativamente fácil someter a los reinos orientales, pero mucho más complicado digerir a pueblos que estaban bastante más evolucionados que los que habitaban las estepas.

A finales del XIX prenden en este país los grandes movimientos revolucionarios que la clase obrera había ido desarrollando en Europa. Pero las peculiares características de estos territorios les hacen alcanzar un mayor radicalismo. En 1905 intentaron, por primera vez, asaltar el poder, pero el gobierno zarista ahogó en sangre la revuelta y reforzó, aún más, los aparatos represivos del estado.

El estallido de la Primera Guerra Mundial creó las condiciones idóneas, por fin, para que la revolución tuviera lugar, lo que ocurrió en 1917. El mes de octubre de este año –el Octubre Rojo- marcó -como el julio del 1789 francés- el comienzo de una nueva era, la del Poder Soviético. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) irrumpe en ese momento en la historia.

El proceso que se abre a partir de la satelización de toda la Europa Oriental, después de la Segunda Guerra Mundial, terminó abarcando mucho más de lo que era capaz de controlar y se derrumbó debido a su incapacidad para estructurar adecuadamente a un grupo de pueblos tan heterogéneo en un contexto político extraordinariamente complejo y competitivo como el de la segunda mitad del siglo XX.

El poder revolucionario soviético, como el francés siglo y medio antes, transformó de manera radical la correlación de fuerzas existentes a escala planetaria. La Segunda Guerra Mundial convirtió a la Unión Soviética en la segunda potencia mundial, extendiendo su área de influencia política por toda la Europa Oriental, Asia Septentrional y Oriental y países dispersos y diversos del resto de Asia, América y África.

Entre 1945 y 1991 se desarrolló a nivel mundial un sistema de relaciones políticas conocido como “Guerra Fría”, que dividió al mundo en dos zonas enfrentadas: El Este, liderado por la Unión Soviética y el Oeste, que lo estaba por los Estados Unidos de Norteamérica.

En 1985 llegó al poder Mijail Gorvachov, que trazó las líneas estratégicas para poder democratizar la estructura política de todo el bloque de países que constituían el COMECON (alianza económica comparable a la Unión Europea) y el Pacto de Varsovia (alianza militar equivalente a la OTAN). Pero la estructura imperial que caracterizó a este bloque de países se reveló como poco compatible con los procesos de democratización política. Desde 1989 empiezan a producirse movimientos revolucionarios que van desvinculando, uno tras otro, a los distintos estados satélites que se hallan bajo la égida soviética y en 1991 se produce la desintegración política de la propia URSS, que ve como sus quince repúblicas constitutivas se transforman en estados independientes, el más importante de los cuales es Rusia, que alberga al sesenta por ciento de la población de la antigua Unión Soviética y es considerado como el heredero político de aquella.

La nueva Rusia que nace en 1991 sigue, no obstante, lastrada por la vieja estructura imperial del estado zarista que heredó el poder soviético y que, a través suyo, ha llegado hasta nuestros días. Si bien los ciudadanos étnicamente rusos son mayoritarios dentro de este inmenso país, coexisten dentro de él con varios millones de individuos que pertenecen a otros grupos que, en su momento, formaron parte de la estructura del estado ruso-soviético. Sus ciudadanos se encuentran repartidos por un inmenso territorio de 17 millones de kilómetros cuadrados, muy diverso y disperso desde el punto de vista geográfico y sometido a presiones, tanto económicas como políticas, muy heterogéneas que no ayudan precisamente a mantener su cohesión étnica. El propio autoritarismo político que sigue caracterizando al régimen surgido en 1991, pese a la existencia de una democracia formal, tampoco ayuda a integrar tanta heterogeneidad dentro del sistema. 

La etnia rusa constituyó el núcleo duro del Imperio, aunque los ucranianos y bielorrusos se integraron dentro de él, en el pasado, como aliados estratégicos. Ese núcleo de poder impuso su ley a varias decenas de pueblos diferentes que habitan las grandes llanuras de la Europa Oriental y todo el norte de Asia, integrando dentro de su estructura  a pueblos que habitan un territorio que se extiende desde las regiones polares hasta la meseta Iraní y desde el Océano Pacífico hasta el Mar Báltico. El Imperio Ruso ha desempeñado el papel de importante difusor cultural dentro de esta zona, ha bombeado recursos hacia el oeste y cultura y organización política hacia el Este, sus colonos se fueron adentrando por todo ese inmenso espacio hasta el puerto de Vladivostok en el Océano Pacífico, constituyéndose en la avanzadilla de la civilización europea en los vastos espacios siberianos. 

Desde el punto de vista estructural la sociedad rusa evoluciona a mayor velocidad que sus vecinos europeos, lo que la convierte en un factor de inestabilidad estratégica que no ha dejado de tener consecuencias políticas desde el siglo XVIII y que seguirá haciéndolo todavía durante bastante tiempo. Ya dije más arriba que la relación entre Rusia y el resto de Europa se viene reajustando en todas y cada una de las generaciones que han vivido en ambos espacios culturales desde entonces.

El mundo de la Guerra Fría era un gran edificio que se sustentaba sobre dos columnas: al oeste los Estados Unidos y al este la Unión Soviética. Los norteamericanos, profundizando en su proyecto hegemonista, terminaron rompiendo una estructura de dominación planetaria que ellos, en solitario, no podían controlar. La desintegración de la URSS en 1991 pudo ser vista como una victoria estratégica por los halcones yanquis, debido a su extraordinaria miopía política. Todos los vacíos se terminan cubriendo, en política especialmente. El debilitamiento soviético ha dado alas al expansionismo chino, por el este, y alemán, por el oeste, produciendo nuevos desequilibrios en esas zonas que traerán consigo nuevos reajustes y, con ellos, nuevos conflictos. 

Como consecuencia de la ventaja estratégica obtenida por los norteamericanos a partir de la caída del muro de Berlín (1989) los hemos visto dedicarse, durante el último cuarto de siglo, a protagonizar diversas invasiones en países en los que no se les hubiera ocurrido hacerlo en las décadas de los 80, los 70 o los 60, debido a la amenaza soviética (Irak, Afganistán...). Tampoco hubiera sido imaginable la desintegración yugoslava, de la forma en que se produjo, en el contexto político de la Guerra Fría. El vacío estratégico dejado por el hundimiento del poder soviético ha representado un significativo incremento de los conflictos regionales en el Próximo Oriente y en la Península de los Balcanes. La segunda invasión de Irak (2003) tuvo la virtualidad de poner al descubierto las vergüenzas del imperio norteamericano que, en ausencia del adversario soviético, se ha quedado sin coartada estratégica, y su creciente intervencionismo militar actual se ha revelado como una reedición de la vieja política de la cañonera, practicada en su patio trasero americano durante la primera mitad del siglo XX. En ambos casos las victorias tácticas se han terminado revelando como derrotas estratégicas (ya veremos la evolución de estos conflictos en el ámbito americano) y la ruptura de los equilibrios étnicos milenarios del Próximo Oriente han vuelto visibles las fronteras intangibles que las dinámicas históricas fueron construyendo a lo largo de los siglos en los territorios en los que la civilización arraigó hace miles de años, tal y como venimos describiendo en nuestros artículos desde que empezamos a publicarlos. El desprecio norteamericano hacia los diversos procesos históricos constituye su mayor vulnerabilidad estratégica y, como algunos de los grandes imperios del pasado, la ruptura de los equilibrios internos de los diferentes ecosistemas sociales no ha hecho otra cosa más que desencadenar los mecanismos de compensación que cada uno de ellos posee.

Si comparamos la campaña de legitimación previa a la invasión iraquí de 2003 con el proceso semejante que aún se está desplegando ante nosotros en Siria, percibimos claramente como los anticuerpos sociales para frenar las viejas tácticas del Imperio cada vez son más potentes; como, durante estos diez años, la alianza occidental se ha debilitado, la Rusia post soviética se ha fortalecido y China emerge, en lontananza, moviendo los hilos de la diplomacia internacional cada vez más lejos de sus bases, apoyando a algunos aliados estratégicos que alargan su brazo hasta lugares donde ellos no pueden intervenir directamente. Y la lógica interna de ese despliegue estratégico no hará otra cosa más que mantener las tendencias que hemos descrito durante la próxima generación, por lo menos.

La Rusia post soviética ha comprobado, de manera empírica, que cuando se queda sin un proyecto propio de sociedad y se deja arrastrar por las dinámicas diseñadas por sus adversarios lo que le espera es la desintegración política, sucumbiendo ante la propia heterogeneidad étnica, cultural y geográfica de su vasto país.

Sin embargo, pese a su debilidad demográfica, consecuencia de sus extremas condiciones geográficas, cuando unifica a todos sus elementos constitutivos alrededor de un proyecto colectivo puede proyectarse sobre el exterior con una potencia inusitada. Debemos recordar que el avance de la influencia soviética en Europa y en Asia, a lo largo del siglo XX, fue extraordinariamente facilitado por las propias ambiciones enfrentadas de los imperios europeos y neo europeos. Pese al tradicional intervencionismo ruso en la vieja Polonia, sus ejércitos se abrirían paso por ella, durante la fase final de la Segunda Guerra Mundial, como una fuerza “liberadora”, y lo mismo sucedió por el resto de la Europa Oriental. Así que el poder soviético se extendió -más que por méritos propios- por deméritos ajenos. Es el mismo escenario que estamos viendo repetirse ahora en el Próximo Oriente Asiático. Sin los rusos ¿quién puede poner límites al despotismo norteamericano? No es que Rusia sea un modelo a imitar, es que nos movemos en un mundo dónde las opciones son limitadas y a veces nos vemos obligados a elegir entre lo malo y lo peor.

Estamos en este momento en el límite entre dos épocas diferentes. Agotando los últimos momentos del poder occidental. Sus adversarios aún no están en posición de reemplazarlos (aunque se preparan para ello). Si todos jugaran sus cartas de manera racional deberíamos contemplar cómo el relevo podría ir produciéndose despacio, a lo largo de todo el siglo XXI, de manera paulatina, conforme se fuera reajustando la correlación de fuerzas políticas, militares y económicas. Pero la racionalidad cada vez brilla más por su ausencia y los poderosos del pasado reciente se niegan a extraer las lecciones que se derivan de los procesos históricos en los que estamos inmersos.

El neoliberalismo no es otra cosa que el disfraz que ha adoptado la reacción política en la coyuntura histórica en la que nos ha tocado vivir. Pretenden retroceder hacia el siglo XIX en pleno siglo XXI. Es, obviamente, un error estratégico de primera magnitud. Cuando el que manda pretende retroceder hacia el pasado le está entregando la iniciativa política a los que vienen por detrás y no hace más que precipitar su propio relevo en el liderazgo político.

Desde ese punto de vista, Rusia no será ya la que protagonice ese relevo (que está reservado, como todos sabemos, para los chinos), pero es el ariete que golpea por el este en los frentes de Europa Oriental y del Próximo Oriente. Es el especialista adecuado para atacar por esta zona, el que la conoce bien y el que está recuperando la iniciativa política en la misma. Los déficits democráticos que podemos detectar en la Rusia de Putin, que serían una vulnerabilidad en el contexto político de la Europa de los años 90, en la década de los 10 del siglo XXI se vuelven una ventaja, ya que el autoritarismo político también se está extendiendo por el oeste, y si el modelo hacia el que nos dirigimos es autoritario, es evidente que los rusos juegan con ventaja porque ese escenario es para ellos más natural. Y también se mueven como peces en el agua en medio de los conflictos de tipo étnico, que para ellos son el pan nuestro de cada día.

A los rusos siempre les gustó estudiar la Historia de España (que presenta gran cantidad de parecidos estructurales con la suya). De ella han sabido extraer gran cantidad de lecciones que han sabido aprovechar. Pues bien, el Próximo Oriente cada vez se parece más a la Italia de los tiempos de los Reyes Católicos. Los aragoneses son los rusos de ahora, los castellanos son los chinos y los franceses los norteamericanos. A los antiguos soviéticos, si conservan algo de su proverbial capacidad de análisis, les bastará esperar a que los “fanfarrones” (vieja expresión andaluza que hacía referencia, en realidad, a los soldados franceses) sigan cometiendo errores estratégicos (incrementando así la lista de sus enemigos) para presentarse ellos, finalmente, como los salvadores, tal y como sucedió en Polonia hace casi 70 años.


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