Carlos V a caballo en Mühlberg por Tiziano
Para todos aquellos que ven la Historia como una sucesión de grandes personajes que se elevan por encima de la multitud y la dirigen como si fuera un rebaño, Carlos I es uno de los más grandes monarcas de la Historia de España. Ya dije en otro artículo[1] que este monarca es el único ser humano del que tengamos noticia que heredó reinos de cada uno de sus cuatro abuelos, acumulándolos todos. Dominios que eran, en todos los casos, una compleja amalgama de reinos, reinecillos, principados, condados, etc., a los que había que añadir, además, la corona imperial alemana. Es probable incluso que ni él mismo supiera cuantos títulos tenía.
Aquella amalgama heterogénea de estructuras políticas de todo tipo, en la que se hablaba multitud de lenguas, regida por una sinnúmero de tradiciones jurídicas diferentes, en la que se profesaban todas las religiones que existían en la Europa de su tiempo, que se comerciaba con una infinidad de monedas distintas, con aduanas interiores que separaban a los unos de los otros, con sistemas de pesos y medidas diversos, etc., no creo que la podamos definir con una palabra más precisa que “engendro”. Esa estructura política era una máquina cuya mecánica de funcionamiento probablemente nadie, ni siquiera los burócratas más viejos del lugar, alcanzaran a conocer en su totalidad.
Carlos I es el oligarca por antonomasia. El hombre más poderoso de su tiempo, sin que él hubiera hecho nada en particular para merecerlo. Como emperador del “Sacro Imperio Romano Germánico” era –desde el punto de vista ceremonial- la máxima autoridad política de la cristiandad y, por tanto, depositario de las más rancias tradiciones medievales en una de las coyunturas históricas más dinámicas y vivas que podamos imaginar.
Un suceso que puede parecer anecdótico, pero que está cargado de simbolismo, trascendiendo la coyuntura en que se dio y sintetizando como ningún otro las contradicciones de su tiempo político es que, mientras él intentaba comprar el voto de los siete electores que tenían que proclamarlo “Emperador” -a base de dinero procedente de los impuestos recaudados por toda España- le llegan enviados desde México, mandados por Hernán Cortés, cargados de oro de procedencia azteca, que será finalmente usado por el Habsburgo para financiar sus proyectos políticos continentales. Cortés, nítido símbolo del nuevo tiempo que se estaba abriendo en el mundo globalizado, acaba financiando y, por tanto, sosteniendo a la estructura política más obsoleta de su época. Al símbolo más genuino de la vieja Europa.
Aunque se apellidaba Habsburgo, en realidad actúo más bien como el biznieto -que era- de Carlos el Temerario (cuyo nombre llevaba precisamente para subrayar esa relación), haciendo prevalecer en sus decisiones de gobierno la tradición política borgoñona. Siempre fue, ante todo, flamenco (Flandes se convirtió a finales del siglo XV en el último refugio de la aristocracia borgoñona, paulatinamente arrinconada por el ejército francés).
Carlos nació en Gante, donde pasó la infancia y los primeros años de su juventud. De su educación se hará cargo nada menos que Adriano de Utrecht, uno de los más brillantes intelectuales de su tiempo, rector de la Universidad de Lovaina, que será elegido papa con el nombre de Adriano VI[2]:
“Fue elegido por Maximiliano de Austria, para que fuera maestro de su nieto Carlos de Gante. Ejerció su cometido durante diez años (1505-1515), que desarrolló con eficacia, llevando a cabo importantes misiones en defensa de los intereses de su pupilo, al que educó desde la temprana edad de seis años.”[3]
Adriano aterrizó en España, ya en 1516, para preparar la llegada de su discípulo a nuestro país, en 1517. Desde ese momento y hasta que fue designado como papa -en 1522- viviría aquí, actuando como intermediario entre Carlos y sus nuevos súbditos españoles, ejerciendo como monarca en funciones cuando el joven rey se marchó a Alemania para hacerse cargo de la corona austriaca y del Imperio alemán. A partir de 1520 tuvo que hacer frente a la sublevación de las Comunidades de Castilla:
“La Guerra de las Comunidades de Castilla fue el levantamiento armado de los denominados comuneros, acaecido en la Corona de Castilla desde el año 1520 hasta 1522, es decir, a comienzos del reinado de Carlos I. […] En octubre de 1517, el rey Carlos I llegó a Asturias, proveniente de Flandes, donde se había autoproclamado rey de sus posesiones hispánicas en 1516. A las Cortes de Valladolid de 1518 llegó sin saber hablar apenas castellano y trayendo consigo un gran número de nobles y clérigos flamencos como Corte, lo que produjo recelos entre las élites sociales castellanas, que sintieron que su advenimiento les acarrearía una pérdida de poder y estatus social (la situación era inédita históricamente). Este descontento fue transmitiéndose a las capas populares y, como primera protesta pública, aparecieron pasquines en las iglesias donde podía leerse:
«Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres al sufrir que un tan noble reino como eres, sea gobernado por quienes no te tienen amor»”[4]
En el artículo “La génesis de nuestra identidad”[5] dijimos que los monjes cluniacenses diseñaron, en el siglo XI, el modelo de relación que España mantendría con el resto de Europa desde entonces. Pues bien, a principios del siglo XVI Adriano de Utrecht rediseña ese modelo y lo actualiza. Ya hemos dicho que, en ese momento, Flandes es la continuadora de la “función borgoñona”[6], su sucesora orgánica. El modelo de Adriano, que recoge lo esencial del cluniacense, está pensado para integrar a España en la Europa del Renacimiento, haciéndose eco de los profundos cambios políticos que se habían producido en el mundo durante los 500 años que separan a los dos escenarios políticos.
Durante los “años españoles” de Adriano de Utrecht es cuando llegan a la corte las noticias de la conquista de México y no creo que hubiera nadie en ese momento, en toda Europa, que fuera más consciente que él del poderoso potencial estratégico que esa conquista tenía y de cómo podía terminar transformando todo el sistema de relaciones políticas existente en el occidente europeo.
El modelo de Adriano lo podemos resumir de la siguiente manera: Austria pone la dignidad imperial, el poder que ejerce en el corazón de Europa, su influencia política, su proyecto de Imperio Cristiano y su prestigio acumulado. España aporta su músculo, su fuerza bruta y el frente meridional que abre al enemigo a batir -que es Francia- y Flandes se encarga de la estrategia, de los objetivos.
En ese modelo, por tanto, lo que se valora de España es su potencial militar. Pero Adriano no ignora que nuestro país está empezando a construir en América un poderoso imperio terrestre y que ese hecho va a tener poderosas consecuencias en el futuro a niveles mundiales, porque además se está gestando en ese momento la articulación que Europa va a tener durante los siguientes siglos con el resto del mundo. Se está construyendo la división internacional del trabajo que caracterizará al mundo moderno, y en esa relación España se inserta como la gran intermediaria entre Europa y América, como la bisagra entre los dos mundos. Los españoles están sometiendo militarmente a los grandes imperios americanos, insertándose en la cúpula de las nuevas estructuras de poder que están creándose en el Nuevo Mundo, pero en Europa están desempeñando una función subordinada. La estructura política del nuevo Imperio español en ciernes está convirtiendo de facto a las autoridades españolas en América en una especie de mandos intermedios que reciben órdenes desde Europa. En definitiva, los españoles se han convertido en los capataces del Imperio, interpretando en este caso la palabra “Imperio” en su sentido más amplio. Es cierto que, si nos ceñimos exclusivamente al reinado de Carlos I, puesto que este monarca es el emperador de los cristianos por antonomasia, podemos concluir que los nuevos súbditos americanos son mandados por el “Emperador”. Pero en realidad no hay vinculación orgánica formal alguna entre los dominios americanos y el Imperio Germánico.
Lo que está surgiendo en Europa es una especie de laxa confederación que funciona básicamente en los planos ideológico y económico, no explicitada en el plano político y que, vista desde fuera, va a ir tejiendo una relación de sometimiento político con el resto de la humanidad, es a esa imposición política que Europa ejerce sobre el resto del mundo a la que denomino “Imperio”, cuyo beneficiario concreto ha ido cambiando a lo largo de los últimos cinco siglos, llegando a situarse incluso fuera de los escenarios europeos, en algunas de las nuevas europas que los occidentales han fundado en ultramar. Esa relación a que nos hemos referido no se va a romper hasta bien entrado el siglo XXI. Es esa fase de ruptura la que estamos empezando a vivir nosotros ahora –en esta generación nuestra-, aunque será mucho más evidente dentro de 30 ó 40 años.
Quiero subrayar aquí que, a principios del siglo XVI, reinando en España Carlos I, se diseñó, se definió y empezó a construirse el modelo de relaciones mundiales que se está rompiendo ahora. Por tanto hay una relación explícita muy poderosa entre los dos tiempos políticos. El análisis de las claves con las que nos insertamos en él puede ser muy útil, en este momento, para que no volvamos a incurrir en los mismos errores históricos que cometimos hace quinientos años, dado que ahora es el momento de definir las nuevas relaciones que nos van a vincular con nuestros vecinos durante los próximos siglos.
En la estructura política que lideraba Carlos I destacaban, entre la multitud de estructuras orgánicas que lo sustentaban, tres grandes trayectorias históricas que llevaban rumbo de colisión:
La primera de ellas es la del conglomerado germánico, que estaba sufriendo una profunda reestructuración interna, sufriendo una crisis existencial en la que se estaban redefiniendo desde la justificación ética de los comportamientos humanos hasta el sentido que tenían las formas institucionales heredadas de la Edad Media, pasando por la manera de organizar las relaciones económicas entre los hombres. Desde el punto de vista geopolítico Alemania estaba implotando y su incorporación a la macro-estructura liderada por Carlos I (al que ellos llamaban Carlos V) frenó ese proceso, fosilizando la estructura imperial con la ayuda de fuerzas venidas desde el exterior.
En el plano social, la Reforma Luterana, que aparece en esos momentos precisamente en el corazón de Alemania y que significa un replanteamiento global de las relaciones entre los hombres, una adecuación de la ética individual a los tiempos de la modernidad europea, una reformulación del papel de la Iglesia en el seno de la sociedad, etc., será, igualmente frenada en su proceso expansivo desde el exterior, impidiendo así la exportación del protestantismo hacia el sur y hacia el oeste, escindiendo de esta manera el occidente cristiano en dos bandos enfrentados (católicos y protestantes) y preparando el escenario para la primera gran contienda europea (precursora de las guerras mundiales que estallaron en Europa en el siglo XX) que fue La Guerra de los Treinta Años (1618-1648).
La segunda trayectoria histórica que se integró en la macro-estructura carolina fue el conglomerado flamenco-borgoñón, al que ya dedicamos un artículo específico (La “función borgoñona”) y que aislaba al espacio político francés del alemán, facilitaba la intervención de las grandes superestructuras ideológicas, diplomáticas, económicas y políticas en el vasto escenario de la europeidad en detrimento de los movimientos populares de gran alcance (como por ejemplo la Reforma Protestante) o para frenar la expansión de las emergentes naciones-estado (sobre todo en el caso francés).
La tercera trayectoria es la española, que venimos analizando de una manera mucho más detallada en este blog y que, como hemos venido viendo hasta aquí, es la más expansiva y ofensiva de todas, la más compacta y mejor estructurada pero, también, la más periférica y menos imbricada en el tejido europeo, que funcionaba de manera autónoma como una variable independiente, dentro de un contexto histórico en el que se alejaba por momentos de esa Europa, cada vez más remota, por obra y gracia de los vientos atlánticos que convertían a la Península –como la genial intuición de José Saramago captó- en una “balsa de piedra” a la deriva en el Atlántico, desplazándose con rumbo suroeste.
La integración de España en la superestructura del Habsburgo la amarró al puerto justo cuando estaba empezando la maniobra de salida, la volvió a conectar a la infraestructura de éste y empezó a bombear desde la balsa hombres y recursos hacia los otros dos escenarios sobre los que ésta descansaba.
España fue integrada por la fuerza en una organización multinacional, dirigida desde el exterior e integrada en una estrategia política que buscaba, en última instancia, la supervivencia del proyecto de Carlos el Temerario, pero en un contexto histórico radicalmente diferente. Lo nuevo se puso al servicio de lo viejo, lo más moderno y revolucionario fue instrumentalizado por los poderes universales (Papado e Imperio) para frenar los cambios que se estaban dando en Europa. La tradicional desconexión anímica entre los habitantes de nuestro país y los del occidente europeo permitió a las superestructuras que manejan los hilos desde la distancia oponer a una modernidad frente a otra en beneficio de lo más añejo, de lo más antiguo.
Cuando Carlos I es coronado como rey de España se produce el encuentro entre dos aristocracias que están ideológicamente emparentadas. Los nuevos flamencos-borgoñones que acompañan al Habsburgo y los viejos borgoñones castellanizados que llevan cuatrocientos años intentando meter en cintura a un pueblo que maneja unas categorías mentales muy diferentes de los pueblos centroeuropeos. Para éstos, ponerse por fin bajo las órdenes directas del Emperador de la cristiandad era algo así como la culminación de un sueño, el ascenso a la primera división de las naciones de Occidente, la posibilidad de emplear sus energías en el papel para el que, de alguna manera, habían sido predestinados. De esta manera Carlos recoge los frutos que sus antepasados habían sembrado siglos atrás en la Península Ibérica. Los viejos y los nuevos borgoñones rápidamente conectan entre sí, reforzándose mutuamente.
Cuando el Emperador, después de una vida de combate frente a los “enemigos de la fe” y del Imperio, llega a la conclusión de que el avispero alemán necesita unos gobernantes dedicados en exclusiva a la tarea de dirigirlo y que mantenerlo vinculado al resto de la superestructura política que él había heredado era un error estratégico, ve meridianamente claro que España y Alemania debían de quedar integradas en sendas organizaciones políticas diferenciadas que había que deslindar con relativa celeridad, ante lo complejo de la coyuntura que se presentaba al final de su reinado.
Pero, para Carlos, la “joya de la corona” era su patria chica, el territorio que, por estas latitudes, recibía la denominación genérica de Flandes y que se corresponde aproximadamente con lo que hoy llamamos Benelux. Para él su doble condición de Rey de España y de Emperador de Alemania era un poderoso instrumento, una formidable palanca que debía conducirle a conseguir sus grandes proyectos políticos. Pero veía el mundo desde la perspectiva de un flamenco de Gante[8]. Podía haber dividido sus dominios de tal forma que toda la herencia que había recibido por vía paterna –Austria, los derechos imperiales y el reino flamenco-borgoñón- hubiera quedado en un lado y la materna –la herencia de los Reyes Católicos- en el otro. Pero esta solución hubiera dejado a Flandes en la órbita del Imperio Germánico y, por tanto, sumergida en los interminables conflictos que aquejaban a éste.
Una Flandes unida a España, sin embargo, presentaba la ventaja –para él- de quedar inscrita en una superestructura política mucho más estable y poderosa, recibiendo de sus socios peninsulares una reserva estratégica de potencia que le asegurara su independencia frente al potente enemigo francés. Había interiorizado el modelo político de Adriano de Utrecht de un estado unificado de flamencos y españoles en el que los primeros diseñarían la estrategia política y los segundos aportarían el músculo, la fuerza bruta. Una vez trazado el objetivo se puso manos a la obra. Decidió que la persona que debía materializar este proyecto debía ser su hijo –el futuro Felipe II-:
“Carlos V comenzaba a tener conciencia de que Europa se encaminaba a ser gobernada por nuevos príncipes, los cuales, en nombre del mantenimiento de los propios Estados, no intentaban mínimamente alterar el equilibrio político-religioso al interior de cada uno de ellos. Su concepción del Imperio había pasado y se consolidaba España como potencia hegemónica.
En las abdicaciones de Bruselas (1555–1556), Carlos I deja el gobierno imperial a su hermano, el rey de romanos Fernando y la de España y las Indias a su hijo Felipe.”[9]
Cuando Felipe II hereda la monarquía hispánica el rumbo ya estaba trazado y la nave española se desplazaba, a velocidad de crucero, hacia a su destino. La España de los Trastámara había quedado ya muy atrás y la contradictoria “modernidad” de los Habsburgo estaba cargada de arcaísmos, mezclando en el imaginario de sus dirigentes el idealizado pasado de los caballeros medievales con el presente de los imperios ultramarinos. Esa curiosa y contradictoria mezcla que Cervantes nos muestra lúcidamente en las páginas del Quijote. Estamos entrando en el Siglo de Oro español.
[1] “La eclosión del mundo ibérico”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-eclosion-del-mundo-iberico.html
[2] Adriano VI (1522-1523) será el último papa no italiano anterior al pontificado de Juan Pablo II.
[3] http://es.wikipedia.org/wiki/Adriano_de_Utrecht
[4] http://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_las_Comunidades_de_Castilla
[5] http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/la-genesis-de-nuestra-identidad.html
[6] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-funcion-borgonona.html
[8] No olvidemos que Gante“en el siglo XVI fue, después de París, la ciudad medieval más grande de Europa al norte de los Alpes” (http://es.wikipedia.org/wiki/Gante ; 15/2/2008).
[9] http://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_I_de_Espa%C3%B1a
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