Dentro de las acepciones que da el diccionario de la RAE a la palabra “autómata” figura: “Persona estúpida o excesivamente débil, que se deja dirigir por otra”. Esta definición sería aplicable a los llamados “austrias menores” (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), que reinaron en España durante todo el siglo XVII, monarcas que entregaron el poder a sus respectivos validos, dejándose dirigir por ellos.
Pero si le damos a la palabra “autómata” un sentido más amplio y se la aplicamos a todo aquél que se deja llevar por las inercias históricas, sin plantearse en ningún momento si tienen sentido en su particular coyuntura política o si coinciden con sus verdaderos intereses estratégicos, entonces se la podemos aplicar a toda la dinastía e, incluso, a todos sus colaboradores, a todos los que a lo largo de los siglos XVI y XVII, tuvieron alguna responsabilidad de gobierno en España, con la notable excepción, claro está, de Adriano de Utrecht.
La semana pasada analizamos el reinado del fundador de la misma: Carlos I. Vimos como el diseño del modelo político que este monarca instauró corrió a cargo de su mentor. Un autómata es un ser que ha sido programado por alguien distinto de él y, a partir de ese momento, se limita a desplegar esa programación recibida, sin apartarse de ella en lo más mínimo.
Carlos I fue programado en su día para continuar el proyecto político de su bisabuelo, Carlos el Temerario. De la actualización de ese proyecto a las circunstancias del siglo XVI se encargó el ya citado Adriano de Utrecht, que falleció en 1523. Al final de su vida el “Emperador” tuvo la suficiente clarividencia política (o la tuvieron sus asesores) como para darse cuenta de que el conglomerado alemán debía ser segregado del resto del engendro político que él dirigía para que el conjunto pudiera seguir siendo mínimamente viable.
Supongo que en esta decisión tuvo mucho que ver su propio hermano, Fernando de Habsburgo que, no en vano, había recibido su nombre en recuerdo de su abuelo –Fernando el Católico- que se encargó personalmente de orientar su educación (los nombres, en los reyes, no suelen ser casuales, como tampoco lo son en los papas. Detrás de ellos siempre hay toda una declaración de intenciones, son algo así como el símbolo de su programa político). Ni Carlos ni Fernando eran verdaderos Habsburgo. Ya dijimos que el primero era un auténtico borgoñón[1], y el segundo era un verdadero “Trastámara”, que fue arrancado de su tierra y trasplantado hacia Austria. Allí fue donde –finalmente- terminará desplegando su programación “Trastámara”, es decir, española.
Si al final del reinado de Carlos I hubo gente a su alrededor lo suficientemente sensata como para darse cuenta de que Alemania tenía que ser segregada de España, no la hubo, en cambio, que se percatara de que con los dominios flamenco-borgoñones había que hacer exactamente lo mismo. Una España unida al rosario de dominios que los Habsburgo tenían desplegado por la antigua Lotaringia no obedecía al interés de ninguno de los pueblos que constituían esa unión sino, por el contrario, al de los grupos oligárquicos transnacionales europeos empeñados en que todas las energías de los españoles se emplearan en anular las energías de los franceses. La estrategia consistía en enfrentar a los pueblos entre sí, para mayor gloria y poder de los oligarcas. Y Carlos I compartía plenamente esa estrategia porque, como ya dijimos[2], era el oligarca por antonomasia, el súmmum de la oligarquía del Renacimiento.
Y su hijo –Felipe II- fue educado en la corte por los mentores que él le asignó y con los que, lógicamente, compartía plenamente su estrategia oligárquica. Así pues, desde la coronación como rey de España de Felipe II (1556) hasta el fallecimiento del último Habsburgo español –Carlos II- en 1700, los monarcas españoles no hacen más que desplegar, como verdaderos autómatas, la programación recibida, sin apartarse de ella en un punto ni en una coma.
Durante ese tiempo la voluntad política del pueblo español es secuestrada y puesta al servicio de un fin “superior”, que no es otro que el sostenimiento de una estructura política concebida en la Alta Edad Media –el modelo de los dos “poderes universales”, corregido por Adriano de Utrecht- cuyos adversarios principales, en los siglos XVI y XVII, son las emergentes naciones-estado del Occidente europeo (España, Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra). El “nacionalismo” –aunque suene anacrónico aplicado a esta época- que caracterizaría a algunos de los dirigentes políticos de este quinteto, ayudaría bastante a los grupos defensores de ese modelo reaccionario porque les permitiría enfrentar a unos con otros en provecho del Papado y del Imperio, lo que les serviría para alargar en tres siglos su propia agonía.
La Casa de Austria española (1517-1700) vivió todo su tiempo político peleando contra el tiempo, contra el viejo topo de la Historia. Una misión que, obviamente, estaba condenada al fracaso desde el primer momento. El análisis más clarividente que jamás se haya hecho de esa “misión” de los Habsburgo lo hizo nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra, y lleva el título de: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. En esa obra nos muestra, en clave irónica, el drama que esta dinastía hizo vivir a nuestro pueblo. A través de un personaje de ficción llamado Alonso Quijano, alter ego de Felipe II, programado a través de la lectura de centenares de libros de caballería ambientados en la Europa medieval, vive su locura, es decir su programación, construida para vivir en un mundo imaginario, de tal manera que es incapaz de darse cuenta que sus prejuicios son absolutamente inaplicables en su tiempo presente. Él, al menos, vivía dentro de su particular e ilusionado mundo, pero su fiel escudero Sancho Panza, que personifica al pueblo que acompañó a estos monarcas en su locura, sí se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor, al menos en tiempo presente, porque no tiene la suficiente cultura ni perspectiva como para poder evaluar los proyectos de su señor para poder adelantarse así al siguiente conflicto gratuito al que este le conducía.
Emplear la mayor parte del presupuesto español y situar a la mayor parte de su ejército en los frentes de combate que se repartían por la antigua Lotaringia, vertebrada por el Rhin, durante doscientos años, para frenar una expansión francesa… ¡hacia el este! y complementar esa acción con otras semejantes dirigidas a combatir el protestantismo en Alemania, Holanda e Inglaterra era la estrategia más absurda que podía concebir un político en España. Y sin embargo a eso fue a lo que se dedicaron nuestros “autómatas” durante esos doscientos años.
Con los turcos desplegados por todo el Mediterráneo, un imperio terrestre en expansión por todo el continente americano, el Atlántico infestado de piratas que vivían de la rapiña de las presas arrancadas a los españoles en el mar y en la costa. Con un Oranesado cercado por los berberiscos (La región de Orán-Mazalquivir, en la actual Argelia, tenía el tamaño de una de nuestras actuales provincias y fue territorio español desde 1509 hasta 1791) y las costas de Baleares, Valencia, Murcia, Andalucía, así como las entonces españolas Cerdeña, Sicilia y Nápoles asoladas por esos piratas argelinos, nuestros reyes no tenían otra cosa mejor que hacer que impedir que Francia conquistara Bélgica o que los protestantes se expandieran por Alemania.
Durante los doscientos años en los que España alcanzó su mayor potencia militar, económica y política se dedicó a emplear esa fuerza en: 1) Pelear con Francia en guerras que ni nos iban ni nos venían. 2) Apuntalar a los parientes Habsburgo de Austria. Y 3) Defender el catolicismo en cualquier parte de Europa donde pudiera estar en peligro.
Es obvio que en ninguna de esas guerras se estaban defendiendo los intereses estratégicos de España. Es obvio, incluso, que tampoco se estaban defendiendo los intereses estratégicos de la dinastía gobernante. Es obvio que el país y la dinastía estaban gastando sus ingentes recursos en un proyecto equivocado que los metía en un callejón sin salida en el que no había futuro alguno. Es obvio que los intereses que se estaban defendiendo en todas esas guerras eran extranjeros y, además, oligárquicos.
¿Cómo pudo ser esto posible? Está claro que a este punto no se llegó de un día para otro. Todo empezó con aquella visita del Duque Guillermo de Aquitania que les narré ¿recuerdan? a la corte de Sancho III el Mayor de Navarra a principios del siglo XI[3]. Y siguió con la penetración en España de los cluniacenses y de los borgoñones, con la manipulación del papado en las guerras civiles castellanas del siglo XII, con la articulación de un proyecto subordinado que nos hace asumir como propio un diseño político que es extranjero y que busca instrumentalizar nuestra posición de país fronterizo con el Islam para convertir esto en una relación de dependencia. Continúa con el golpe de estado de los Habsburgo en 1517 y con la segunda articulación estratégica de nuestro país en Europa, la de Adriano de Utrecht, que bebe en las fuentes de la primera (la cluniacense).
Nada ocurre por casualidad. Todo forma parte de un proceso. Cada proceso se halla inserto dentro de una estructura que es, en realidad, un ecosistema con todos sus nichos cubiertos y compitiendo entre sí. Cada sistema tiene su propia lógica interna, con su propia trayectoria, sus propias inercias sociales que hacen a los hombres actuar siguiendo un impulso que ha sido inducido. Pocas veces nos paramos a pensar en lo que estamos haciendo y nos preguntamos si de verdad nuestros actos tiene sentido para nosotros y no para el que está empujándonos desde fuera.
¿Nunca se le ha ocurrido preguntarse si -tal vez- se está comportando como un autómata? ¿Qué sentido tienen las cosas que hace cada día? ¿Y si esa cotidianidad suya le conduce al objetivo al que usted quiere llegar? ¿O, por el contrario, lo alejan de él?
[1] “Los capataces del Imperio”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-capataces-del-imperio.html
[2] Ibid.
[3] “La génesis de nuestra identidad: http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/la-genesis-de-nuestra-identidad.html
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