domingo, 11 de marzo de 2012

El rey sabio




 
Alfonso X el Sabio (1252-1284) es un personaje histórico cuya trayectoria merece ser analizada con cierto detalle porque sintetiza algunas de las características estructurales y de las contradicciones esenciales de las clases dominantes españolas del último milenio. Es mucho más que un rey medieval. Es la consecuencia de la trayectoria política seguida por todos los monarcas castellano-leoneses desde la llegada de los cluniacenses y los borgoñones a la Península y representa la culminación del proceso histórico que se inició en ese momento pero, también, es una avanzadilla de los Habsburgo que aterrizarán en España en el siglo XVI e, incluso, de los déspotas ilustrados del XVIII. Su reinado tiene algo de intemporal que trasciende los estrechos límites de su tiempo político y de su coyuntura histórica.

El sobrenombre de “Rey Sabio” no es anecdótico. Es, ciertamente, el más culto de los reyes medievales españoles. Además de una gran trayectoria política -que tuvo una triple dimensión: ibérica, africana y europea-, presenta una sobresaliente trayectoria intelectual como escritor, poeta, mecenas, traductor… Es uno de los más brillantes intelectuales de su tiempo y, asimismo, un hombre de acción; monarca que, además de gobernar en el reino más poderoso de la Península Ibérica, era hijo de la alemana Beatriz de Suabia y, a través suya, descendiente tanto de los emperadores alemanes de la casa de Staufen como de los de Bizancio, confluyendo de esta manera, en su persona, varias de las tradiciones dirigentes europeas. Un individuo que ocupaba, por tanto, una posición de privilegio en la Europa de su época, que miraba al mundo desde una atalaya única, con una clarividencia especial que le hacía plenamente consciente de las características de la sociedad de su tiempo y que era capaz de ver lo que le estaba vedado a la inmensa mayoría de sus contemporáneos. Todo esto hace que sus estrepitosos fracasos políticos -que también los tuvo-, no sean meros errores de cálculo, sino que nos muestran, y también mostró a sus propios conciudadanos, los límites estructurales de su estrategia política que son, en definitiva, los del proyecto de sociedad católico-romano-cluniacense-borgoñón del que venimos hablando desde hace varias semanas. Esos fracasos no son imputables, en su caso, ni a falta de capacidad, ni de información, ni de tiempo, ni de medios, ni de voluntad política. Es, simple y llanamente, el fracaso de una concepción del mundo determinada.

Nuestro “rey sabio” no fue, desde luego, un personaje caído del cielo ni ningún cuerpo extraño dentro de la estructura social castellana. Su formación intelectual es deudora de los maestros que le educaron. Él representa la culminación de un trabajo que había venido desarrollándose durante los cien años anteriores, cuyos referentes más destacados son Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) y Tello Téllez de Meneses (muerto también en 1247), que contaron con los apoyos decididos de los monarcas Alfonso VIII y Alfonso IX que, como sabemos, promovieron respectivamente las fundaciones de las universidades de Palencia (1208) y Salamanca (1218).

La Escuela de Traductores de Toledo venía desarrollando una ingente labor -ya desde el siglo XII- de difusión por Occidente de todo el legado cultural que circulaba por Oriente, convirtiendo a España en una poderosa bisagra que articuló buena parte de la relación entre ambos mundos. Fruto de ese proceso de difusión de las ideas que recorrían el mundo árabe son algunos de los debates intelectuales que se desarrollan en Europa a partir de la centuria citada y que tienen a Santo Tomás de Aquino, en particular, y a la gran corriente de pensamiento conocida como La Escolástica, en general, como sus referentes más destacados, a través de los cuales las ideas de los filósofos musulmanes Avicena y Averroes ejercerán una importante influencia sobre la filosofía occidental y, también, sobre la teología católica. Esta influencia ha sabido sobrevivir, de manera claramente reconocible, hasta el día de hoy en algunos sectores del pensamiento contemporáneo y, desde luego, entre los grupos más tradicionalistas del universo católico.

La poderosa influencia que Alfonso X ha ejercido en el desarrollo de las lenguas castellana y gallega en sus orígenes es innegable y, como consecuencia, en la Eclosión cultural del Mundo Ibérico. La extraordinaria vitalidad cultural de la Castilla bajomedieval es deudora, en parte, del gran trabajo desempeñado por estos primeros pioneros.

Este monarca no fue simplemente un rey culto que escribía. Como vemos, su fuerte implicación con el saber de su tiempo fue, para él, una razón de estado; tan firme como la que llegaron a tener los monarcas ilustrados del siglo XVIII. Estamos por tanto ante un personaje con un perfil muy moderno si tenemos en cuenta que toda su vida transcurrió dentro de los estrechos límites del siglo XIII.

Desde el punto de vista jurídico el reinado de Alfonso X tendrá profundas repercusiones históricas, pues a través del Espéculo y, sobre todo, de las Siete Partidas levantará las bases del orden jurídico castellano del Antiguo Régimen, que será trasplantado, tras la conquista, al continente americano y sobrevivirá hasta el siglo XIX en las inmensidades territoriales que constituían el Imperio Español.

Las Siete Partidas constituyen un cuerpo normativo que pretendía uniformar, desde el punto de vista legal, al reino castellano-leonés; pero lo hacía con una gran visión de futuro, con la mirada puesta en el “Imperio”, teniendo en cuenta que el rey se consideraba a sí mismo un Staufen, que aspiraba a ceñir algún día la corona del Imperio Germánico y que quería tener, para entonces, un instrumento jurídico idóneo para gobernarlo. Por tanto, detrás de sus textos subyace una cierta idea de universalidad, de creación de doctrina, de racionalización profunda del orden social de su tiempo. En definitiva de permanencia en el tiempo y de trascendencia del estrecho marco de su coyuntura histórico-política. Las Siete Partidas no llegarían a servir para gobernar el Imperio Germánico pero sí lo terminarían haciendo en el Imperio Español, por tanto sus pretensiones se cumplieron plenamente.

“En los comienzos de su gobierno, Alfonso X retomó un viejo proyecto de su padre, el de continuar la Reconquista allende el Estrecho de Gibraltar. Finalizó las grandes atarazanas de Sevilla para construir la flota necesaria para la invasión de África, nombró un almirante mayor de la mar, y consiguió de Roma la autorización para predicar la Cruzada en Castilla, lo que significaba poder recaudar dinero a cambio de beneficios espirituales. Se nombraron incluso cargos episcopales para las futuras diócesis magrebíes, y se iniciaron contactos diplomáticos con distintos reyes del Norte de África.

No obstante todos estos preparativos, no se emprendió la invasión a gran escala del Magreb. Todo se redujo a unas cuantas expediciones de rapiña y a la captura de alguna plaza costera aislada. La incursión más conocida fue la de Salé, puerto marroquí saqueado en el verano de 1260 por la flota del almirante Juan García de Villamayor. Pero el objetivo principal de esta Cruzada, Ceuta, permaneció en manos islámicas.”[1]

El salto hacia el Magreb, es decir, la continuación de la “Reconquista” en territorio africano -que en su tiempo se conoció como “el fecho de Allende”-, era casi un imperativo moral para Alfonso X a comienzos de su reinado. De hecho los últimos preparativos militares de su padre, poco antes de morir, tenían como objetivo organizar la que iba a ser su primera expedición africana. África, por tanto, era un objetivo estratégico para los reyes castellanos durante la segunda mitad del siglo XIII y esta política contará con el respaldo de la mayor parte de la población castellana y, también, del Papa y de la opinión “pública” europea –pese al evidente anacronismo que esta expresión pueda tener refiriéndonos a la Baja Edad Media- en general, que veían los avances militares castellanos en esta zona como la Cruzada Occidental y le aplicaba, por tanto, las mismas categorías mentales que empleaba con la Oriental.

Por todo esto, la evolución de la política norteafricana de Alfonso X –el fecho de Allende- nos va a servir de termómetro para medir el impacto que tuvo en su reinado la otra gran operación de política exterior que se le cruzó por el camino: El fecho del Imperio, y que dará un vuelco radical a todos sus objetivos políticos.

El rey sabio era biznieto de Federico I Barbarroja, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. También de Isaac II Ángelo, Emperador de Constantinopla. Ambos parentescos le venían dados por línea materna, puesto que su madre, Beatriz de Suabia, era hija de Felipe de Suabia, hijo menor del emperador Federico y hermano del también emperador Enrique VI (1191-1197). Felipe fue Duque de Suabia y Rey de Romanos (1198-1208). Las luchas intestinas por el trono del Imperio y su asesinato en 1208 le impidieron suceder a su hermano al frente del mismo. La madre de Beatriz era Irene Ángelo, hija del emperador bizantino que citamos más arriba.

Los abuelos paternos de Alfonso X eran Alfonso IX (rey de León) y Berenguela (reina de Castilla). Los dos tronos serían unificados por su padre Fernando III de Castilla y de León. Por tanto, analizando someramente esta genealogía saltan a la vista los extraordinarios parecidos que se dan con la de Carlos I de Habsburgo (1516-1556).

Carlos I y Alfonso X tienen en común que cuatro casas reales, de las más poderosas de Europa, se cruzan en sus respectivas genealogías y que de todas heredan algo. En la mayoría de los casos reinos, y en todos ellos problemas. También tienen en común sus responsabilidades políticas en España y en Alemania; que su fuente de poder primaria, tanto desde el punto de vista militar como desde el económico estaba en España y que la herencia alemana, en ambos casos, se terminó revelando como un regalo envenenado. Tienen igualmente en común que sus obligaciones alemanas les hicieron retirar poderosos ejércitos de los frentes norteafricanos y que esto terminó teniendo profundas consecuencias históricas en la evolución de los pueblos ibéricos, frenando su expansión militar y económica y debilitando su posición estratégica. Igualmente, y como consecuencia de todo lo anterior, que España dejó pasar, de esta manera, dos grandes oportunidades de dejar de ser un país de frontera.

“En 1256 Alfonso X recibía una embajada de la república de Pisa en Soria. Venía para ofrecerle su apoyo para ser candidato a "emperador" y "rey de romanos", cargo vacante desde la muerte de Guillermo de Holanda. Y es que Alfonso pertenecía, por ser hijo de Beatriz de Suabia, a la familia alemana de los Hohenstaufen, que alegaba ser la depositaria de los derechos al Imperio.

Alfonso X aceptó la oferta pisana y procedió, mediante el envío de diplomáticos, dinero e incluso tropas a las ciudades gibelinas de Italia, a recabar apoyo para su aspiración imperial. Sin embargo, encontró muchas dificultades en este empeño, pues a la existencia de un candidato alternativo, Ricardo de Cornualles (hermano de Enrique III de Inglaterra), se unía la enemistad del Papado, interesado en debilitar el Imperio. Por otra parte estaba el complejo sistema de elección del emperador, que correspondía a siete príncipes electores. Tres de ellos votaron por Ricardo, mientras que cuatro lo hicieron por Alfonso (1257). Sin embargo, el inglés viajó rápidamente a Aquisgrán, donde fue coronado junto a la tumba del primer emperador medieval de Europa Occidental, Carlomagno. El castellano, en cambio, permaneció en sus reinos, con lo que perdió su oportunidad de hacer valer su elección como Rey de Romanos. Nunca pisaría tierra germana.

En los años posteriores Alfonso obligó a sus súbditos a desembolsar enormes cantidades de dinero para sufragar sus gestiones para ser coronado emperador por el papa, así como para apoyar militar y financieramente a sus partidarios en Italia y Alemania. Desgraciadamente para el monarca castellano, la Iglesia romana fue alargando el pleito hasta que Alfonso se vio obligado a renunciar en 1275, tras una entrevista en Beaucaire con el papa Gregorio X.”[2]

Esta es resumidamente la secuencia de los hechos. Es evidente que, desde España, era bastante complicado ejercer un liderazgo efectivo en el Imperio Germánico por más agentes que se emplearan y por más medios que se pusieran y, también, que el desvío de recursos castellanos hacia los escenarios imperiales no podía ir más que en detrimento de la propia autoridad del monarca en el reino que constituía la verdadera fuente de su poder. Quien mucho abarca poco aprieta y que un castellano pretendiera la corona imperial era, ciertamente, mucho abarcar. Así pues los 19 años que Alfonso estuvo corriendo detrás del señuelo imperial terminaron pasándole una elevada factura, tanto a él como a su reino.
Ya en las Cortes de Toledo de 1260 su, entonces, vasallo y aliado, el rey musulmán Muhammad I de Granada “al desconfiar de la aventura alemana… [Le presentó]… al rey Sabio las conquistas norteafricanas como ‘un mayor e meior imperio que aquel’[3]. La opinión, en este punto, del rey de Granada era bastante representativa de lo que pensaban la mayoría de sus súbditos sobre el asunto. En este sentido también se manifestaría con bastante claridad D. Remondo, el arzobispo de Sevilla.

“el mitrado hispalense fue siempre reacio a las aventuras e iniciativas imperiales; y por el contrario, entusiasta partidario del “fecho de allende”, es decir, de la continuación de las conquistas castellanas por el norte de África. No fue el único en aquella España de mediados del siglo XIII a los que el tiempo le daría progresivamente la razón.

En su férrea voluntad imperial, el rey de Castilla, que generalmente había escuchado los consejos de los que le rodeaban en otras cuestiones políticas, en esta nunca presentó la más mínima indecisión. Fue demasiado autócrata y tal vez obstinado. Así lo describe casi un siglo después, el autor de su crónica, Fernán Sánchez de Valladolid, para quien “el fecho del imperio” ocasionaría en todo el reino de Castilla un “gran empobrecimiento”.”[4]

El despliegue diplomático castellano por todo el continente para recabar los necesarios apoyos que precisaba para lograr las pretensiones imperiales de su monarca le llevaron, por ejemplo, a firmar un tratado de amistad con… ¡¡el rey de Noruega Haakon IV!! en 1257 y concertar el matrimonio entre su hermano Felipe y la infanta Cristina de Noruega.

La política de debilitamiento de las fuerzas señoriales seguida por Alfonso X, de centralización política, de unificación de normas, de implantación creciente del Derecho Romano y la creciente voracidad fiscal que buscaba un aumento importante de la recaudación, para poder atender así a las crecientes exigencias impuestas por su política exterior, acabará desencadenando un creciente malestar entre las clases aristocráticas que terminará rayando la rebelión abierta a partir de 1272. Para pacificar los ánimos el rey se avendrá a una solución de compromiso con los nobles, a los que terminará haciéndole importantes concesiones. Cuando creía que tenía la situación más o menos controlada dentro del reino, acude a Francia a una reunión concertada con el Papa Gregorio X, ausentándose del mismo durante varios meses. Esa era, precisamente, la ocasión que estaban esperando los musulmanes para lanzarse al ataque. En ese momento se produce la invasión de los benimerines que acechaban desde la orilla sur del Estrecho, el momento propicio para saltar sobre la Península.

Como consecuencia de la misma, el príncipe heredero, D. Fernando de la Cerda, falleció cuando se dirigía al frente de guerra para ponerse al mando de las tropas castellanas. La muerte del heredero abrirá el problema sucesorio y brindará a los enemigos de Alfonso X nuevas bazas para combatirlo. El asunto se plantea en los siguientes términos: Fernando de la Cerda estaba casado con Blanca, hija del rey de Francia Luis IX y dejaba dos huérfanos, el mayor –Alfonso- con 5 años y el menor –Fernando- que estaba recién nacido.

“De acuerdo con el derecho consuetudinario castellano, en caso de muerte del primogénito en la sucesión a la Corona, los derechos debían recaer en el segundogénito, Sancho; sin embargo, el derecho romano privado introducido en Las Siete Partidas establecía que la sucesión correspondía a los hijos de Fernando de la Cerda.

El rey se inclinó en principio por satisfacer las aspiraciones de don Sancho, que se había distinguido en la guerra contra los invasores islámicos en sustitución de su difunto hermano. Pero luego el rey, presionado por su esposa Violante y por Felipe III de Francia, tío de los llamados "infantes de la Cerda" (hijos de don Fernando), se vio obligado a compensar a éstos. Sancho, conocido por la historiografía como el Bravo por su fuerte carácter, se enfrentó a su padre cuando éste pretendió crear un reino en Jaén para el mayor de los hijos del antiguo heredero, Alfonso de la Cerda.

Finalmente, Sancho y buena parte de la nobleza del reino se rebelaron, llegando a desposeer a Alfonso X de sus poderes, aunque no del título de rey (1282). Sólo Sevilla, Murcia y Badajoz permanecieron fieles al viejo monarca. Alfonso maldijo a su hijo, a quien desheredó en su testamento, y ayudado por sus antiguos enemigos los benimerines empezó a recuperar su posición. Cuando cada vez más nobles y ciudades rebeldes iban abandonando la facción de Sancho, murió el Rey Sabio en Sevilla, el 4 de abril de 1284.”[5]

Recapitulemos un poco: El rey Alfonso X el Sabio de Castilla y de León, el más culto de todos los reyes medievales españoles, el de mayor visión estratégica, también el más poderoso de cuantos habían reinado en la península desde la invasión musulmana del 711 -dentro de las filas cristianas-, que contaba con el más brillante de los árboles genealógicos y estaba emparentado con la crema de la realeza europea de su tiempo, se pasó la mayor parte de su reinado mendigando del Papa que tuviera a bien coronarle Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, puesto que en derecho le correspondía por razones de parentesco y porque, además, había sido elegido por la mayoría de los electores alemanes –tenía el apoyo de cuatro de los siete que constituían el colegio electoral-. Por el camino fue gastando en la empresa más dinero del conveniente, que detrajo de los grandes proyectos nacionales castellanos, que fueron paulatinamente languideciendo, subordinados a su sueño europeo. Esto trajo como consecuencia la creciente desafección de sus súbditos, que lo fueron viendo alejarse anímicamente de todas las empresas que de verdad les interesaban, sacrificadas en aras de la satisfacción del ego de su monarca. Al final de su vida se encontró con una rebelión general, dirigida por su propio hijo, y tuvo que ver como lo salvaban –in extremis- los mismos benimerines a los que él supuestamente debía haber estado combatiendo. Para los musulmanes salvar al viejo rey era, a esas alturas de la historia, la mejor manera de mantener divididos a los cristianos. Para ellos el verdadero peligro, ahora, se llamaba Sancho y le apodaban el Bravo, puesto que era la persona que había sido capaz de agrupar, detrás de sí, a la mayor parte de los guerreros de Castilla. Eran esos guerreros los que inspiraban verdadero temor en las tierras de “Allende” y no los aristócratas que los dirigían con sus sueños imperiales.

El rey Sabio, que sucumbió ante los cantos de sirena del sueño europeo, será derrotado por el rey Bravo. No será la última vez –ni tampoco la penúltima- que la bravura derrote a la inteligencia en España, que el corazón derrote a la cabeza. Y la mayor parte de esas derrotas de la inteligencia vinieron siempre por el mismo camino: por la imitación acrítica de modelos extranjeros en el peculiar ecosistema ibérico, que termina provocando reacciones inesperadas en el tejido social. Los “inteligentes” siempre obviaron que la función que nuestro país desempeña en la estructura mundial es muy diferente a la de nuestros vecinos, y ese olvido nunca deja de pagarse. La demostración más clamorosa de lo que decimos fue, precisamente, la derrota estratégica de los musulmanes en la Península a lo largo de la Edad Media: Ellos pusieron la inteligencia y los cristianos la bravura.

Si nuestro rey Alfonso hubiera conseguido su sueño tal vez habría terminado comprobando que lo que en Alemania llamaban poder era algo muy distinto a lo que recibía ese nombre en España. Que la palabra “vasallo” allí significaba algo muy distinto que lo que significaba aquí. Que los rudos guerreros que se expresaban en “recio castellano” llamaban “al pan, pan y al vino, vino”, como dice el viejo refrán, pero habían nacido y crecido en el campo de batalla, compartiendo otro sueño, que se llamaba España. Que cuando alguien tocaba a rebato ante una amenaza real surgían, de entre las piedras que crecían en el país en forma de murallas, decenas de miles de hombres en formación de combate que se dirigían directamente hacia el punto de mayor peligro. Que cuando un rey se ponía al frente de los ejércitos era obedecido sin discusión. Eso era poder y no las interminables negociaciones en las que había que entrar para conseguir que una asamblea de señores feudales decidiera respaldar las propuestas de su monarca. Tal vez hubiera descubierto, como Fernando el Católico, que “no hay reinar sin Castilla”[6]

Sacrificar la propia autoridad en Castilla en aras de la corona del Imperio era cambiar poder por prestigio, realidades tangibles por parafernalia ceremonial, presente por pasado, un país unido por otro dividido.

Este reinado vino a mostrarnos el rumbo que seguiría la España del futuro. Nos reveló hasta que punto nuestras clases dominantes estaban dispuestas a subordinar sus proyectos nacionales a sus sueños europeos para convertirnos así en unos meros auxiliares de las fuerzas imperiales que fueran surgiendo en el continente. Hasta que punto estaban dispuestas a vender su derecho de primogenitura por un plato de lentejas. El reinado de Carlos I, en particular, y de los cinco habsburgos, en general, discurrirá por esa senda. También lo harán los de los borbones, a lo largo del siglo XVIII.

Ya vimos como Alfonso X sentó las bases jurídicas que regirían en el país durante los siguientes 500 años y que lo hizo pensando en un modelo que debía ser válido, teóricamente al menos, en buena parte del continente europeo. Quien diseñó el modelo, como hicieron los monjes cluniacenses doscientos años atrás, estaba pensando en Europa, no en España. Y trazó el camino para los que vinieron después.

Dijimos que éste reinado guardaba un gran paralelismo con el de Carlos I porque ambos monarcas podían aspirar, con títulos jurídicos suficientes, a la corona imperial. El resto de los habsburgos españoles siguieron igualmente ligados, por los correspondientes pactos de familia, al “sueño” del Imperio. También Felipe V (1700-1748) tuvo otro sueño imperial, en este caso ligado a Francia, que le hizo estar muy pendiente de lo que pasaba en la corte de Versalles. Durante su gobierno, además, se produjeron más paralelismos, como el fuerte impulso que dio al fortalecimiento de la lengua castellana a través de la fundación de la Real Academia de la Lengua Española y su decidida apuesta por la centralización jurídica y política. El reinado de Carlos III (1759-1788), con sus repoblaciones interiores que buscaban alterar la correlación de fuerzas sociales existentes en algunas regiones del país también nos recuerda al de nuestro rey sabio, que también repobló algunas zonas (como la de la actual Ciudad Real), para neutralizar a las fuerzas aristocráticas.

Pero quisiéramos llamar aquí la atención sobre el enésimo paralelismo existente entre nuestro monarca y otro personaje del futuro, pero éste no es histórico sino literario: Se trata nada menos que de Don Quijote de la Mancha, un hombre que enloqueció persiguiendo un sueño. Era un sueño que había ido surgiendo en su mente de la lectura de centenares de libros sobre caballeros medievales europeos, que lo llevaron a creer que vivía en un mundo diferente al suyo y que podía transformarlo y liberarlo de los malvados que lo habitaban. Es curioso cuanto se parecen los dos. El autor que dio vida a D. Quijote, Miguel de Cervantes, ignoraba con toda probabilidad las semejanzas entre ambas biografías, él se inspiró en individuos que eran contemporáneos suyos –en su época ya contaba con suficiente materia prima-. La desconexión subjetiva entre ambos personajes no hace sino subrayar la conexión objetiva y nos revela que estamos ante unos elementos caracterológicos verdaderamente estructurales dentro de la sociedad española. Aunque hay un dato sorprendente en esta conexión, incluso inquietante: Don Quijote de la Mancha tenía por nombre Alonso, un derivado de Alfonso, y su escudero se llamaba Sancho, igual que el hijo que le arrebató el poder a nuestro monarca. Es cierto que ambos nombres eran muy corrientes en España en las épocas históricas en las que ambos nacieron, pero también lo eran igualmente Rodrigo, Juan, Fernando, Jimeno, García, Pedro…. La probabilidad de que ambos nombres coincidieran era remota, y sin embargo lo hicieron.

Alfonso X el Sabio, alter ego de Alonso Quijano, salió a combatir gigantes y se encontró con molinos, no supo ver la diferencia y fue derrotado por la propia lógica interna de los acontecimientos. Su inculto escudero Sancho, que como no sabía leer ignoraba que los gigantes hubieran existido, no pudo ver algo que no estaba en su campo visual. Su falta de cultura le impidió contagiarse de las alucinaciones que sufría su señor, por eso se puso a salvo y pudo, de esta manera, salvar los restos del desastre que había tenido lugar. Gracias a esto la Edad Media española siguió –todavía- dando nuevas cosechas de reyes bravos.


[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Alfonso_X_el_Sabio (12/5/2009).
[2] Ibid.
[3] GARCÍA FERNÁNDEZ, MANUEL: Alfonso X y el sueño del Imperio. Cabildo de Alfonso X el Sabio. Sevilla. 2009.
[4] Ibid.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Alfonso_X_el_Sabio.
[6] COMELLAS, JOSÉ LUIS: Historia de España Moderna y Contemporánea. Editorial Rialp. Madrid. 1985.

No hay comentarios:

Publicar un comentario