El 17 de julio de 1076 Alfonso VI de León y de Castilla concederá el señorío de San Frutos, en calidad de feudo, al monasterio cluniacense de Silos. Este gesto, que se inscribe plenamente en la lógica del universo feudal de la Europa del siglo XI y que forma parte, además, del proceso político y social de asentamiento de la orden cluniacense en España que venimos describiendo desde hace varias semanas tendrá, sin embargo, unas consecuencias inesperadas, tanto para los monjes como para el desarrollo de la lógica feudal en la que se inscribe. Por sorprendente que pueda parecer, cambió el rumbo de la Historia Universal.
La escritura en la que la concesión queda reflejada determina que la fijación de los límites del citado lugar será encomendada a veintiséis personas elegidas entre los habitantes de Sepúlveda, ciudad próxima al monasterio, y establece que los pobladores de San Frutos formen “una comunidad con los habitantes de Sepúlveda y de las villas vecinas para pastar las hierbas y para cortar madera”.[1]
Parece ser que el rey, que mantiene una óptima relación con los monjes y con los representantes o intermediarios que éstos deben tener en la corte, cuando acude al lugar a plasmar la donación en una escritura, descubre sobre el terreno una realidad social mucho más compleja y consistente de la que esperaba encontrar, y un serio conflicto de intereses entre los monjes de Silos y los habitantes de Sepúlveda y “villas vecinas” que actúan como comunidad, eligiendo a sus representantes, que viven en la frontera defendiendo su territorio sin ayuda de reyes, monjes ni nobles, y al hacerlo están protegiendo los límites meridionales del reino de manera mucho más efectiva de lo que en León eran capaces de imaginar.
En Sepúlveda el rey descubre la auténtica Extremadura[2], la verdadera vida de la frontera. Con el fino olfato político que le caracterizaba, inmediatamente comprendió el gran potencial que este tipo de sociedad albergaba y decidió dotarse de los medios jurídicos e institucionales precisos para integrar a estos hombres en las estructuras del reino y canalizar sus energías en provecho de la monarquía. El lugar de San Frutos era una de las “villas vecinas” del Concejo de Sepúlveda y estaba, por tanto, integrada dentro de sus estructuras. Este concejo funcionaba a modo de república independiente, pero la forma de vida de sus habitantes no debió parecerles muy edificante a los monjes del vecino monasterio que decidieron extender su autoridad y su moralidad por el territorio, para lo cual era imprescindible el apoyo real. Al traer a Alfonso a Silos los monjes tal vez esperaban que el monarca, al ver una forma de vida tan laxa y tan poco ajustada a la moral cristiana, se decidiría a convertir al convento en el centro que dirigiera la repoblación, la organización y el adoctrinamiento de los habitantes del lugar.
Pero el Rey, que efectivamente era un señor feudal comprometido con la defensa de la fe cristiana, que mantenía óptimas relaciones con el Papa y con personajes como San Hugo, que estaba financiando la expansión de la orden cluniacense por toda Europa e indudablemente también por su reino, haciéndole importantes donaciones territoriales, que estaba impulsando la reforma de las costumbres para hacer que el clero se ajustara de manera más consecuente a los principios morales que debían regir la vida de los cristianos era, al fin, un guerrero, un individuo que sintió siempre gran respeto ante los hombres valientes, ante todo aquel que estuviera dispuesto a defender sus convicciones en el campo de batalla; y decidió integrar en las estructuras políticas del reino a los concejos de la Extremadura, aunque sus estructuras de funcionamiento y las mentalidades de sus habitantes no se ajustaran demasiado bien a la manera de concebir la vida o de estructurarse de la sociedad feudal y su moralidad tampoco se correspondiera exactamente a la que se esperaba de un cristiano practicante.
En noviembre de 1076 Alfonso regresa de nuevo al lugar y otorga a los habitantes del Concejo el Fuero de Sepúlveda, en el que se leen expresiones tales como: “si algún hombre de Sepúlveda asesinase a otro de Castilla y huyere hasta el Duero, no le persiga nadie”[3]. “Y si algún hombre trajese de otro lugar mujer ajena, o hija ajena o algún objeto procedente de sus crímenes y decidiese dirigirse a Sepúlveda, no le toque nadie”[4].
A través de esta primicia el lector tal vez imagine el tipo de sociedad al que estamos haciendo referencia, por qué los monjes de Silos solicitaron el apoyo real para hacer valer su autoridad en el territorio y por qué Alfonso necesitó cuatro meses largos para pensarse si le concedía o no el correspondiente Fuero.
El Fuero de Sepúlveda reconoce la autoridad indiscutida del Concejo de Sepúlveda para juzgar cualquier asunto, civil o criminal, en el que se encuentre implicado cualquiera de sus habitantes, aunque el suceso juzgado no haya ocurrido dentro de su jurisdicción, y también le encomienda la organización del territorio y el reclutamiento y encuadramiento de los hombres para la guerra. Hay otros puntos dignos de ser citados en este Fuero:
“Todas las villas situadas en el término de Sepúlveda, ya sean dependientes del rey o de infanzones, adopten los usos de Sepúlveda y acudan a su convocatoria para el fonsado y apellido [expediciones militares]”[5]. “Alcaide, merino y arcipreste no sea sino de la villa; El juez sea de la villa y [elegido] anualmente por las colaciones [barrios o parroquias]”[6]… “En caso de que alguien tuviere algún litigio con un habitante de Sepúlveda, éste podrá testificar contra infanzones o contra villanos”[7].
En definitiva, que de privilegios nobiliarios nada. La autoridad la tiene el concejo y la palabra de un noble vale lo mismo que la de un villano, por lo menos ante la ley (estamos, no lo olvidemos, en el siglo XI, y el que otorga estos derechos es, nada menos, que la máxima autoridad de la sociedad feudal española).
Los sucesos que condujeron al reconocimiento de este Fuero tendrán una extraordinaria repercusión histórica. Desde noviembre de 1076 todos los núcleos de población de la Extremadura reclamarán para sí dicha norma, que en 1088 se hará extensiva a la ciudad de Segovia, a la que pronto seguirán Ávila, Salamanca y, poco a poco casi todos los núcleos de población de cierta importancia situados al sur del Duero. Ya en el siglo XII veremos al citado Fuero traspasar los límites de la corona castellano-leonesa y extenderse también por las ciudades fronterizas del reino de Aragón. El Fuero de Sepúlveda se terminará convirtiendo en el fundamento jurídico de los pueblos de la frontera en la Plena Edad Media española.
Ni los fueros municipales españoles empezaron en Sepúlveda, ni este de 1076 era el primero que tuvo esta localidad ni, por supuesto el primero que otorgaba Alfonso VI. Sin ir más lejos el verano de ese mismo año, semanas después del reconocimiento del señorío de Silos sobre el lugar de San Frutos, el mismo rey Alfonso concedía también su correspondiente fuero a la ciudad de Nájera, en La Rioja, que acababa de ser anexionada a la corona castellana a expensas de Navarra. Era otro tipo de fuero, que venía a reconocer los usos y costumbres que tradicionalmente habían reconocido a esta localidad los monarcas navarros, que llegaron incluso a convertirla en su capital.
Dice José María Mínguez, refiriéndose a Sepúlveda, que el fuero “no es expresión de una norma nueva emanada en ese momento de la voluntad regia; el fuero es una especie de recopilación de usos y de costumbres que ya venían rigiendo la vida de la villa, por lo que su concesión no es otra cosa que la confirmación o sanción de esos usos antiguos, la garantía de que la autoridad regia reconocía y otorgaba plena vigencia a unas costumbres que venían practicándose y desarrollándose al menos desde la época de la primera repoblación del año 940, como expresamente lo afirma el propio Alfonso VI en la introducción:
‘... confirmamos a Sepúlveda su fuero tal y como lo tuvo antiguamente de mi abuelo [Sancho III el Mayor de Navarra] y en tiempo de los condes Fernán González, de García Fernández y de Sancho... Yo Alfonso rey y mi esposa Inés confirmamos lo que oímos acerca de este fuero tal y como existió antes de mí’”.[8]
“Confirmamos lo que oímos”, es decir, el rey se pliega ante lo que le dicen que es costumbre y lo da por bueno. Implícitamente está reconociendo la existencia de una dinámica previa, aceptada por el poder político, que viene de siglos atrás, como forma natural de organización de la sociedad de la frontera y, también que, en cierta forma, esos usos y costumbres encajan dentro del modelo de sociedad que él considera normal o, por lo menos, aceptable.
Sepúlveda estuvo poblada desde el año 940, constituida como la posición más avanzada del condado castellano en tiempos de Fernán González. En esa época le fue otorgado su primer fuero. Pero conforme fue avanzando el siglo X la posición de la villa se fue volviendo cada vez más insostenible, hasta el punto de poder afirmar que los supervivientes que la habitaban en la época de Almanzor habían sido abandonados a su suerte por los reinos del norte, concentrados en la defensa de la línea del Duero. El perfil de los habitantes del viejo puesto avanzado castellano se había ido transformando hasta convertirse en pastores-bandidos capaces de sobrevivir en uno de los escenarios más violentos que podamos concebir. Los supervivientes de esa época terrible no eran precisamente -como nos podemos imaginar- personas piadosas y aunque pasarían todavía tres generaciones hasta que Alfonso VI hiciera acto de presencia por el lugar, en 1076 la zona seguía estando en el corazón de la frontera, y las costumbres de sus habitantes, así como sus actitudes vitales estaban en consonancia con la experiencia acumulada derivada de su siglo y cuarto de historia previa.
Este escenario no era excepcional en el área castellana. Los historiadores encuentran antecedentes de este fuero en otros del siglo X en el que algunos de los elementos singulares que lo caracterizarán ya estaban esbozados, como es el caso del Fuero de Castrojeriz, otorgado a esta localidad del alto Duero por el Conde de Castilla García Fernández en 974.[9]
En la Extremadura está surgiendo un tipo de sociedad fronteriza que no es sino el desarrollo del núcleo original castellano de los siglos IX y X en un área geográfica cada vez más amplia. Hacia ella se dirigirán cada vez más hombres desde todos los rincones del reino castellano-leonés y también desde otras zonas geográficas vecinas. En ella se está estructurando una sociedad más igualitaria y democrática que la que vive en el noroeste del reino, pero también más guerrera. Una sociedad que no se ajusta bien al modelo feudal que impera en el resto del continente.
Los colonos de la frontera avanzarán, ahora respaldados por el rey, con relativa rapidez por las tierras situadas entre el río Duero y la línea de cumbres del Sistema Central, empezando por las zonas más orientales (actuales provincias de Soria y Segovia), situadas justo al sur del territorio castellano original, como una proyección natural de Castilla, y posteriormente continuarían su progresión más al oeste hacia Ávila y Salamanca, esta última en un territorio que todos consideraban área natural de expansión del reino de León. Sin embargo el modelo de sociedad que va surgiendo en estas zonas más occidentales no difiere de manera sustancial de las de las áreas soriana y segoviana. También allí el Fuero de Sepúlveda será el patrón que rija la convivencia de los nuevos núcleos urbanos y los concejos que en ellos se establezcan.
En la frontera, al sur del Duero, se abre un corredor donde no se diferencia la zona castellana de la leonesa. La gente se mueve con libertad a lo largo de ella. Zona de ganadería trashumante, los rebaños se desplazarán a lo largo del año desde las áreas más frías hacia las más cálidas y viceversa según las estaciones, buscando siempre los mejores pastos. Para estos hombres los reinos altomedievales se les han quedado pequeños y van abriendo nuevos espacios de libertad, construyendo una Castilla "más ancha”.
Pero será la formidable embestida de los almorávides (1086) la que muestre al mundo la consistencia de los concejos de la Extremadura y de sus milicias ciudadanas. En Sagrajas, en Uclés, en Las Navas de Tolosa, en El Salado… en los miles de batallas, de cabalgadas y de escaramuzas que se sucederán por toda España durante más de medio milenio los hombres de la frontera regarán con su sangre los campos de toda la Península y al hacerlo contagiarán por doquier el virus de la democracia municipal de los concejos de la Extremadura, que eligen a sus alcaldes, sus comandantes y sus jueces en asambleas abiertas. ¿Se imaginan a un ejército eligiendo a sus jefes en asamblea antes de entrar en batalla? A esta sociedad los historiadores se empeñan en calificarla de “feudal” (¿?) porque hacen todas estas cosas en el corazón de la Edad Media, proyectando sobre España los clichés que han fabricado estudiando la sociedad francesa o alemana de esa misma época. En esto, como en casi todo, los eruditos acostumbran a presentarnos a nuestro país como un sucedáneo barato de los modelos continentales, una vulgar imitación de que lo que sucede fuera. No se dan cuenta de que en esos campos de la Península se está fraguando un nuevo mundo que a partir del siglo XV estallará y, al hacerlo, cambiará -para siempre- el destino de la Humanidad.
Los pueblos ibéricos están empezando a ponerse en movimiento, están construyendo en España un modelo de relaciones que terminará transformando cada rincón de nuestro planeta. Pero de esa parte nos ocuparemos otro día.
[1] HUICI, Crónicas Latinas, I, p. 327. Citado en MÍNGUEZ, JOSÉ MARÍA. 2000. Alfonso VI. Hondarribia. Nerea. Pág. 72.
[2] Extremadura: En la Alta Edad Media esta palabra hacía referencia a todos los territorios del reino castellano-leonés situados al sur del río Duero. Procede de la palabra “extremo” y significa, por tanto, tierra fronteriza, entendiendo la palabra frontera no como un límite sino como un inmenso campo de batalla. Un territorio en litigio entre cristianos y musulmanes. Conforme los castellano-leoneses avancen hacia el sur las tierras definidas por esa palabra también se fueron desplazando. En la Baja Edad Media los castellanos la sustituyen por el término “frontera”, mientras que los leoneses la siguen utilizando. Por eso la Extremadura actual describe la zona que recibía ese nombre en León en 1230, cuando este reino se une, por última vez, con Castilla. Quedando ya como una simple denominación geográfica y abandonando su significado original.
[3] MÍNGUEZ, JOSÉ MARÍA. 2000. Alfonso VI. Hondarribia. Nerea.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] JOSÉ Mª MINGUEZ, p. 75-76. La cita del texto del fuero procede de: GAMBRA, A, Alfonso VI. Cancillería, curia e Imperio, I estudio, II colección diplomática. León, 1997-98.
[9] Ibid JOSÉ Mª MINGUEZ, p. 78.
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