domingo, 28 de abril de 2013

Las lecciones de la Historia




El nacionalismo surgió en su día para plantar cara a un adversario exterior poderoso. Cuando cumple bien su papel, puede terminar convirtiendo al grupo que lo utiliza como herramienta en el núcleo dirigente de una gran potencia. Pero en cada región de nuestro planeta sólo hay sitio para un número limitado de estados-nación (variable, además, a lo largo de la historia), más allá del cual esta ideología conduce hacia una atomización política fratricida que puede terminar llevando a sus habitantes a unos niveles de violencia inconcebibles entre personas civilizadas y conducir, tanto a sus agentes como a sus víctimas, hacia su autodestrucción física y hacia la irrelevancia política.

Históricamente ya vimos como la primera fase de este proceso la protagonizaron, en Europa, los cinco estados-nación surgidos en los siglos XV y XVI, cada uno de los cuales dará origen a un imperio ultramarino diferente, de carácter eurífugo como ya dijimos hace varias semanas[1], dándoles a cada uno de ellos un significativo protagonismo político, en una ecúmene que en sus regiones orientales se encontraba mucho más dividida desde el punto de vista étnico.

Durante los siglos XVII y XVIII se van desplegando en Europa Oriental varios imperios multiétnicos (Prusia, Austria, Rusia, Imperio turco), algunos de los cuales poseen un claro perfil eurípeto, que son contagiados en el XIX por el nacionalismo propio de esa centuria que evoluciona desde su originaria ascendencia francesa, volviéndose más corrosivo conforme avanza hacia el este. El nacionalismo alemán, que debía cumplir la misión histórica de situar a su país en la cumbre del liderazgo planetario, fracasó estrepitosamente, empleó unos niveles de violencia nunca antes vistos en Europa y el resultado final fue la exacerbación de una multitud de proyectos nacionales alternativos cuyo proceso de despliegue está aún lejos de haber terminado y que se disputan entre ellos un espacio vital tan limitado que es manifiestamente imposible que pueda ser satisfecho en ningún caso.

Los dos grupos étnicos más potentes de todo este fluido magma de la Europa Oriental son, precisamente, los que marcan sus límites occidentales y orientales: alemanes y rusos respectivamente (los turcos, que constituyeron su límite meridional, fueron expulsados de esa zona a lo largo del siglo XIX). Pero incluso los miembros de estas dos etnias, que son a los que les ha ido un poco mejor en esa lucha, han tenido que pagar un formidable tributo de sangre como consecuencia de los innumerables conflictos nacionales que vienen librándose en esa vasta región desde hace varios siglos. Y están lejos de haber cubierto sus propias expectativas, siquiera fuera en términos de expansión geográfica formal. Todos han tenido que corregir a la baja sus proyectos nacionales, demostrando así de manera práctica que los medios utilizados por las fuerzas nacionalistas no sirven para conseguir sus propios fines.

Y no sirven por algo que vengo diciendo a través de estas páginas desde hace ya casi año y medio: Porque toda sociedad es, en realidad, un ecosistema social, y la diversidad es algo consustancial con ella. Es cierto que es posible avanzar hacia una mayor uniformidad de tipo lingüístico o religioso, como han podido conseguir algunos grandes imperios a lo largo de la historia. El Imperio romano, el árabe o el español lo llevaron a cabo en buena medida (nunca totalmente), pero esto pudo ser posible por varias razones (que no se dan en la Europa contemporánea):

La primera es que en el espacio geográfico por el que se extendieron esos grandes imperios había importantes desniveles tecnológicos entre sus diversos habitantes en el momento en el que construyeron dichos imperios, y que los dominados cambiaron cultura por tecnología. Aceptaron la dominación porque no juzgaron viable sacudirse el yugo de los conquistadores y durante las siguientes generaciones se produjo un proceso aculturador intenso entre las clases medias de la nueva sociedad que se estaba formando que le garantizó a estos últimos los suficientes apoyos sociales como para ir integrando -de manera gradual- a las diversas poblaciones del imperio en el nuevo universo cultural.

La segunda razón que permitió la consolidación de esos poderosos imperios fue que pudieron disfrutar -durante su fase expansiva- de un relativo monopolio de la fuerza en esa extensa región. No había cerca ningún otro imperio que alimentara la disidencia de los dominados.

La tercera es que los conquistadores se movieron en un ecosistema natural relativamente parecido al de su país de origen y supieron desenvolverse en él con relativa destreza, demostrando así ser “la especie mejor adaptada” a ese hábitat natural. En el caso romano el espacio peri-mediterráneo, en el árabe las zonas áridas que flanquean los desiertos del Próximo Oriente y del Norte de África y en el español la transversalidad del continente americano. Detrás de cada imperio hay una idea motriz, que genera un complejo cultural completo del que la religión y la lengua forman parte, además de otra multitud de factores y de costumbres validadas por el tiempo que garantizan tanto el salto tecnológico sobre la fase histórica anterior como su peculiar adaptación al medio al que la citada idea motriz da respuesta.

Nada de esto se ha dado en el contexto de la expansión de las fuerzas nacionalistas por Europa a lo largo de los siglos XIX y XX. Los desniveles tecnológicos y demográficos dentro de Europa no son suficientes como para dejar sin capacidad de resistencia a los dominados y, además, siempre hay alguna potencia rival cerca dispuesta a agudizar todas las posibles contradicciones internas de sus adversarios, lo que termina convirtiendo a toda agresión en el comienzo de un infierno que se realimenta a sí mismo, en una espiral de violencia autodestructiva.

Las guerras libradas en los años 90 del pasado siglo XX en los países que formaron parte de la antigua Yugoslavia constituyen uno de los ejemplos más recientes de lo que venimos diciendo. Y desgraciadamente en toda la región siguen latiendo demasiados deseos de venganza, demasiados conflictos étnicos de mayor o menor intensidad.

La política de limpieza étnica inducida por las diversas facciones nacionalistas no hace más que realimentar la espiral de la violencia, que no podrá ser superada hasta que sus habitantes sustituyan sus escalas de valores por un código ético mucho más integrador e inclusivo. El proyecto de la Unión Europea ha pretendido -durante varias generaciones- construir esa nueva escala, pero ha terminado creando un engendro político que nos recuerda demasiado al Imperio hispano-alemán de los Habsburgo, que condujo a Europa a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

Mientras existió el “Telón de Acero”, la Comunidad Económica Europea (precursora de la actual Unión Europea) supo mantener sus equilibrios internos relativos que le garantizaron cierta estabilidad interna, a pesar de encontrarse en un proceso de evolución continua. Pero cuando cayó el Muro de Berlín se inició una nueva carrera de fuerzas nacionalistas compitiendo por la expansión de su propio espacio vital en la Europa Oriental, liderada por los propios alemanes, que posee (la carrera citada) un exceso de resonancias de los grandes conflictos contemporáneos.

El proceso de atomización de los estados-nación que ha ido avanzando por la zona desde principios del siglo XIX, en paralelo (y no por casualidad) al proceso unificador alemán e italiano y el avance del Imperio ruso y sus herederos soviéticos en el Este, ha abierto una Era de enfrentamientos entre grupos étnicos y de continuos reajustes de fronteras que están lejos de haber terminado.

La falta de entendimiento entre vecinos que se da en nuestra ecúmene, el exceso de estereotipos a la hora de juzgar al otro y un cierto sentimiento de pueblo elegido de origen evidentemente bíblico que alcanzó a los movimientos nacionalistas a través del protestantismo y la relación subjetiva directa e íntima que se establece -sin mediación alguna- entre Dios y el creyente, sentó las bases para los grandes enfrentamientos armados del siglo XX.

En una Europa Oriental en la que multitud de grupos étnicos convivían en los mismos territorios, los procesos de autoafirmación nacional tenían que conducir necesariamente a un proceso de limpieza étnica, con deportaciones masivas y forzadas de poblaciones entre los diferentes países (turcos por griegos en la frontera greco-turca, expulsión de alemanes en los enclaves rodeados de poblaciones eslavas, de polacos en Bielorrusia, etc.) cuando no de puro y simple genocidio, han dejado una huella profunda en el subconsciente colectivo que no será fácil de borrar en el futuro. Y, desde luego, las actitudes maximalistas germanas han ayudado muy poco en ese sentido.

¿Se imagina a una “Unión Europea” con serbios, croatas, bosnios y kosovares dentro? ¿Se imagina a los burócratas de Bruselas imponiendo en la región la libre circulación de personas y de capitales? ¿Cómo gestionarán esos conflictos los comisarios europeos? ¿Recuerda a los “civilizados” yugoslavos matándose por las esquinas ante nuestras atónitas miradas hace menos de veinte años?

Hay demasiadas heridas abiertas a nuestro alrededor, demasiados antecedentes históricos, demasiadas profecías autocumplidas como para poder dormir tranquilos. Es hora de empezar a reflexionar con un poco de rigor, de aprender las lecciones que la historia, que es cíclica, nos está enseñando cada día.

[1]Los imperios efímeros”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/los-imperios-efimeros.html

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