martes, 29 de mayo de 2012

La Torre de marfil europea


La semana pasada les hablé del Cordón Sanitario europeo y lo describí como la barrera protectora de la europeidad, que la aisló desde finales de la Edad Media del resto del mundo. Desde su constitución, los países situados detrás quedaron envueltos y protegidos, por tanto, de cualquier agresión que pudiera proceder de alguno de los muchos pueblos exteriores al conjunto de la Ecúmene Occidental.

Los pueblos situados a retaguardia del “Cordón” constituyeron un conjunto al que denomino “Torre de Marfil Europea”. Estos perciben su aislamiento como una especie de protección divina, como algo que  viene dado por la naturaleza de las cosas.

Que se hallen protegidos de las agresiones exteriores no significa que lo estén de cualquier ataque. Es obvio que, dentro de esa burbuja, se producen conflictos muy serios y que sus vecinos de la barrera protectora no son precisamente inofensivos. Si han sido capaces de crear esta es precisamente porque son muy poderosos y, dada la formidable potencia de sus ejércitos, cada vez que golpean en lo que para ellos es su retaguardia hacen bastante daño. De todas maneras, una parte muy importante de sus efectivos militares y de sus recursos económicos tienen que destinarse de manera permanente a cubrir su frontera exterior y las estructuras políticas y sociales que la sostienen, lo que les impide emplearse a fondo en los frentes “interiores”.

Esa malla protectora que los países del Cordón Exterior fueron tejiendo a lo largo de la Edades Media y Moderna, sumada a los grandes descubrimientos geográficos que los pueblos ibéricos llevaron a cabo a partir del siglo XV, servirá para trazar el camino de salida de la envoltura europea a los países que se hallaban en mejor posición para seguir la estela de los ibéricos (Inglaterra, Francia y Holanda) y lo harán libres de las servidumbres que la condición fronteriza de los primeros y los roles que los Habsburgo añadieron a la misma les impuso. Así, conforme vaya pasando el tiempo y los hispanos vayan acusando la fatiga del esfuerzo que la multitud de frentes que sostenían por doquier les impuso, la burbuja protectora europea servirá de plataforma de lanzamiento de los pueblos de la “Torre de Marfil”, produciéndose el relevo en el liderazgo, primero en Europa (siglo XVII) y más adelante en el resto del mundo (siglos XVIII y XIX).

De todas maneras, la sustitución en el liderazgo de España por el conjunto de países que formaron el “Equilibrio Europeo” no alteró la estructura protectora básica que existía en Europa, ni tampoco la lista de sus beneficiarios interiores.

Escandinavos, británicos, franceses, holandeses, alemanes e italianos del norte y del centro quedaron dentro de la burbuja que protegían los imperios español, austriaco y ruso (Polonia y Lituania -mientras existieron como estados independientes- actuaron de colchón amortiguador frente al gigante ruso, por tanto también pueden ser considerados parte del Cordón), totalmente aislados del resto de pueblos del Viejo Mundo, que son percibidos desde dentro de esa burbuja como algo exótico y bárbaro.

En el interior de Europa nunca se percibió la verdadera entidad del peligro turco, como nadie se percató tampoco en la Edad Media de la potencia de los almorávides o de los almohades (si los españoles habían sido capaces de neutralizarlos no debía ser muy seria la amenaza ¿verdad?).

Los turcos siempre tuvieron muy buena prensa en Francia, porque todos los saqueos que llevaban a cabo fueron en países o regiones vinculadas con España, con Austria o con Rusia. Es decir, eran enemigos de sus enemigos, buena gente por tanto. Los piratas del Atlántico y del Mediterráneo se han incorporado a la literatura occidental con una aureola romántica porque, al fin y al cabo, la mayor parte de sus ataques se produjeron contra buques o poblaciones que obedecían al rey de España. A nadie se le ha ocurrido bautizarlos como los “terroristas del siglo XVII”.

Los españoles, que formaban parte del Cordón Sanitario Europeo y que, junto con los portugueses, se constituyeron en la vanguardia de la europeidad a través de las rutas atlánticas, hicieron posible que ingleses y holandeses (de los franceses hablaremos otro día) vivieran en el mejor de los mundos posibles, ya que sistemáticamente paraban las agresiones de cualquier enemigo exterior (incluso de otros europeos como veremos en los próximos artículos), bombearon durante siglos recursos económicos procedentes de los nuevos espacios descubiertos al otro lado del mar, asumiendo los costes humanos  derivados de la conquista y de la extensa infraestructura que había que sostener para que tales recursos fluyeran hacia Europa y, además, les abrieran las rutas ultramarinas para que ellos pudieran escoger, sin presiones de ningún tipo, el lugar del mundo donde posarse o, incluso, donde golpear para conseguir el mejor botín al menor coste posible.

Para ingleses y holandeses la expansión ultramarina era una opción. Aquél que tuviera ganas de aventuras se embarcaba y se dirigía hacia el lugar del mundo donde más le apeteciera, sabiendo que, si alguna vez decidía dejarlo, se volvía a su respectiva metrópoli a disfrutar apaciblemente de las riquezas obtenidas en sus correrías ultramarinas. Los más feroces piratas del Atlántico o del Pacífico se podían “jubilar”, como honrados comerciantes en cualquiera de las ciudades de su país de origen, sabiendo de antemano que ninguna de sus víctimas iba a presentarse para reclamar justicia. Y si los ofendidos eran reyes, con ejércitos numerosos, a lo sumo podrían devolver el golpe a los europeos que estaban más expuestos, es decir, españoles o portugueses.

Con esta estructura de dominación montada era fácil llegar a la conclusión de que en el mundo había dos clases de hombres: los europeos y los demás. Y como –además- el coste de creación de esa estructura para ellos había sido cero –pues lo habían asumido otros pueblos- era lógico pensar que había algo de predestinación en el asunto, alguna influencia divina, algún mérito intrínseco que ellos debían tener de manera innata, aunque ignoraran en qué consistía, pero que Dios sí sabía valorar. Por tanto el discurso bíblico del “pueblo elegido” encajaba plenamente en el contexto histórico en el que estaba teniendo lugar la explosión ultramarina de la segunda generación de imperios coloniales.

Inglaterra y Holanda eran la punta del iceberg. En menor medida este análisis puede hacerse extensivo a Francia. El resto de pueblos de la “Torre de Marfil” no pudieron participar en este proceso expansivo, pero sí recibieron algún beneficio indirecto de la existencia de esta estructura, en la medida en que una parte de la riqueza que estaba fluyendo hacia Europa a través de los mecanismos coloniales se derramaba después por ella, alcanzando al resto de países de la región. Ya dije que, desde la Edad Media, Europa funciona, tanto a nivel ideológico como económico, como una confederación informal de pueblos. Por tanto las noticias que llegan de ultramar a través de la prensa y, sobre todo, la literatura y los nuevos productos exóticos que recorren de punta a punta la geografía europea crean una conciencia de pertenencia a la Ecúmene Cristiana Occidental, se va elaborando un discurso que es congruente con ella y que traspasa las fronteras, en el que lo económico se mezcla con lo religioso y con los descubrimientos geográficos y científicos. Es el discurso de la modernidad.

La Reforma Protestante tiene lugar en Europa en el momento en el que el Cordón Sanitario alcanza su configuración más clásica. El protestantismo es la teorización de los valores morales asociados a la superestructura organizativa que llamo “Torre de Marfil Europea”. Cuando Lutero afirma “sólo la fe nos salva” está reconociendo que nuestra salvación no depende de nosotros. Creo que fue Mircea Eliade el que afirmó: “Lo que hay en el cielo es reflejo de lo que hay en La Tierra”. Para los pueblos de la Torre de Marfil Dios había extendido un manto protector que los ponía a salvo de las malvadas fuerzas del mundo exterior. Ese manto tenía tres piezas, que se llamaban España, Austria y –en el siglo XVI- Polonia (aún los rusos no los habían reemplazado).

Esa afirmación básica de Lutero que acabamos de citar se conoce, a nivel teológico, como “La justificación por la fe”, a la que los católicos oponen “La justificación por las obras” (nos salvan nuestros actos). Es lógico que estos se enroquen en la ética objetiva (frente a la subjetiva del protestantismo), ¿Se imagina a Alfonso VIII en Las Navas de Tolosa, frente a decenas de miles de musulmanes, esperando a que Dios lo salvara? ¿Se imagina así a Cortés en Otumba? 

Los pueblos de la barrera exterior han construido un mundo de realidades y de compromisos objetivos, medibles, tangibles. Es un mundo de supervivientes: “Si luchamos juntos, nos salvaremos. Si lo hacemos por separado, moriremos”. Yo puedo medir el grado de compromiso de mi compañero con la causa común observando su comportamiento y, como nos va la vida en ello, me siento legitimado para censurarlo si no se compromete con los valores que todos compartimos.

El protestantismo, en cambio, surge en un mundo que se halla a resguardo de los grandes invasores, un mundo mucho más fragmentado y competitivo, entendiendo la competitividad en su acepción más individual. Para liberarme necesito alejar la mirada del vecino, hacer de mi casa una fortaleza. Para ello reivindico mi derecho a hablar con Dios directamente -es decir: con mi propio ego-, y no estoy dispuesto a tolerar injerencias foráneas.

Vemos, por tanto, que el enfrentamiento entre católicos y protestantes, que va incrementando su intensidad durante el siglo que precede al estallido de la Guerra de los Treinta Años (1618) no es más que la plasmación ideológica de las diferencias de función estructural que separaba a los pueblos del Cordón de los de la Torre. Las posibles excepciones a esta regla (Francia, Italia del Norte y del Centro o Irlanda) tienen todas una clara explicación de tipo local que veremos en próximos artículos.

Los pueblos del Cordón Sanitario no pueden evitar serlo por razones, obviamente, geográficas. Esa función histórica, que les viene impuesta, consume una gran cantidad de energías y de recursos, que deben ser canalizados hacia su faceta militar, detrayéndolo de otros aspectos de las actividades económicas. Sus ejércitos son  poderosos y están bien entrenados, por tanto, pueden aniquilar con facilidad a cualquier adversario “interior” que cometa el error de cruzarse en su camino.

Pero sus vecinos del interior no necesitan destinar tantos recursos a mantener grandes fuerzas armadas y pueden, por tanto, emplearlos en la dura competencia económica que se va abriendo por toda Europa. Dado que los imperios coloniales europeos, tanto de la primera generación (España y Portugal) como de la segunda (Inglaterra, Francia y Holanda) están ampliando de manera espectacular el comercio intercontinental, tanto a niveles cuantitativos como cualitativos y lo están diversificando, incorporándolo a los intercambios comerciales que no dejan de incrementarse en la ecúmene europea, se va produciendo un proceso de especialización y de estratificación económica cuyos mayores beneficiarios son Inglaterra y Holanda, creando así una pirámide económica que es el embrión del sistema de la División Internacional del Trabajo contemporánea.

Entre la intelectualidad europea y neoeuropea (de los países de las “nuevas europas”) sólo se ha ido tomando conciencia  de la existencia de esta superestructura económica en tiempos relativamente recientes -desde el punto de vista histórico- y a posteriori, juzgando el proceso a la vista de sus resultados finales. Esto ha introducido en el análisis un sesgo de profecía autocumplida, de cierta predestinación cuasi genética según la cual determinados pueblos estaban llamados a liderar el proceso, mientras que había otros que tenían que ocupar una posición subordinada porque se habían quedado atrás y no eran suficientemente “modernos”.

El discurso que surge en el seno de la Torre tiene, obviamente, un fuerte componente racista, que no necesariamente tiene por qué llegar a explicitarse. La mayoría de las veces sobrevuela de manera implícita. Es una sensación de superioridad sobre el resto de esa distante humanidad que se halla al otro lado de la barrera protectora.

El protestantismo redescubre el Antiguo Testamento -la Biblia judía-, retornando al discurso del pueblo elegido, con el que el Nuevo Testamento marcó distancias en la antigüedad. Los europeos recuperan ciertos atavismos de procedencia semítica y empiezan a construir la “Nueva Jerusalén” del Apocalipsis. En el siglo XVII la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) los obligará de nuevo a replantearse el paradigma. Pero ese sustrato "geológico" sigue estando vivo y presente entre los pliegues de la identidad europea, aunque sepultado bajo otras capas más recientes.

El sociólogo Max Weber (1864-1920), en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, constató la íntima dependencia entre la primera y el segundo. Las diferencias de desarrollo que él constata, en la época en que escribió su obra ya clásica, entre los países protestantes y los católicos, atribuye a la moral de los individuos los diferentes grados de desarrollo económico que constata entre unos y otros países. No se da cuenta de que la moral de cada uno viene determinada por el nicho que ocupa dentro de su ecosistema, ni que este es la consecuencia de un proceso histórico que ha derivado en una estructura social y política determinada.

Los que piensan que los pueblos del norte de Europa están mejor dotados para la ciencia o para el desarrollo tecnológico que los del sur, sólo tienen que retroceder en el tiempo unos cuantos siglos para encontrar una realidad que desmiente todas esas teorías. En realidad cualquier diferencia que podamos detectar entre las diferentes sociedades humanas es explicable siempre desde el punto de vista histórico.

El epílogo de esta historia podría ser: Hubo una serie de pueblos que blindaron a Europa contra los invasores exteriores. Los que estaban detrás creyeron que esto era una señal divina y se sintieron superiores al resto de la Humanidad. El orgullo los cegó, se subieron a lo alto de su Torre de Marfil, que cada vez se parece más a aquella de Babel cuya construcción abortó Dios confundiendo las lenguas de los albañiles que la estaban levantando.



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