domingo, 22 de enero de 2012

El futuro de nuestras pensiones

Dicen los voceros del Sistema, los ecos serviles de la reacción política, que corre peligro el futuro de nuestras pensiones, por aquello de la curva demográfica, que no para de envejecer. Para lo cual se me ocurre una respuesta inmediata, casi automática: rejuvenezcámosla. Si ha leído mis anteriores artículos ya estará al tanto de lo que pienso al respecto. Y si me preguntan cómo hacerlo, mi respuesta es igual de automática: bajen el precio de las viviendas sociales y pongan en el mercado el número suficiente para satisfacer la demanda. Sólo eso, no hace falta más. Que cada familia determine libremente su propia estrategia vital, con los menores lastres -de por vida- posibles. Entonces verán como el número de sus miembros aumenta de manera espontánea, sin las camisas de fuerza con que el Sistema lleva dos generaciones intentando extinguirlas.
Pero el asunto merece un análisis más detallado, porque detrás de esa afirmación se esconde todo un modelo de sociedad, una manera de entender las relaciones entre los hombres, una ética mercantilista, que reduce el valor de la vida humana a lo que esta representa para el mercado. Un mercado –además- monopolista en el que el que está emitiendo esos mensajes controla algunas variables determinantes y puede forzar, a voluntad, las crisis financieras, energéticas y políticas, poniendo así de rodillas a los representantes sociales para obligarlos a comulgar con ruedas de molino.
Pero vayamos por partes, para desmenuzar un poco sus diversos componentes. Empezaré por lo más concreto y local, para ir trascendiendo después hacia lo general y lo mundial.
Llevo treinta años observando anonadado como, en este tema concreto, el discurso de los socialistas españoles es uno de los más reaccionarios de todos los que escuchamos en el país, claramente alineado con la gran patronal y con la banca. En la práctica, la edad con la que los españoles se jubilan no se ha movido hasta las recientes reformas de Zapatero, pero sí que se aumentó, varias veces, el período de cotización necesario para jubilarse y el número de años que entran en el cálculo de la media para determinar la cuantía de la pensión. Lo más llamativo del mandato de los diferentes gobiernos socialistas (tanto de los de Felipe González como de los de Rodríguez Zapatero) ha sido el discurso apocalíptico que se apoderó de los medios, con el que colaboraron activamente los miembros del gobierno. La política de amedrentamiento de las clases populares, que auguraban una quiebra de la seguridad social, ha servido de coartada para la adopción de medidas impopulares con el fin sacrosanto de “garantizar la viabilidad del sistema”.
En los años 90 comenzó a abrirse paso el debate sobre el modelo chileno de pensiones, como una manera de independizar la garantía del cobro de las pensiones futuras de la evolución de la demografía. En resumen el dilema era el siguiente: Las pensiones públicas se basaban –hasta entonces- en un sistema de reparto del dinero que estaban cotizando los trabajadores en cada momento. Según este, los trabajadores actuales deben pagar las pensiones de los jubilados actuales. Con este sistema, aparentemente –ya veremos más adelante como eso es muy relativo- la demografía resulta determinante y pasado un cierto umbral –relativo también- de miembros de clases pasivas con respecto al de los de las clases activas, se supone que el modelo se vuelve insostenible.
Sin embargo, si cualquier persona contrae un seguro privado de pensiones, el sistema es muy diferente. Cuando suscribe un seguro de este tipo lo que está haciendo, en realidad, es metiendo dinero en una hucha, que recuperará cuando decida jubilarse. Mientras tanto el dinero se puede invertir y puede ir produciendo a su vez más dinero, lo que ayudará a capitalizar aún más ese fondo.
La pregunta es ¿por qué no se gestionan las pensiones públicas con la filosofía de las privadas? ¿Por qué no se crea un fondo público de capitalización para pagar las pensiones del futuro? En eso consiste el modelo chileno. En Chile, hace muchos años que se decidió crear un fondo de este tipo para cubrir las pensiones futuras. Teóricamente, a cada persona debe importarle un bledo –con este sistema- si en el futuro habrá suficientes trabajadores en el país para pagar su pensión, puesto que lo que hará será recoger el dinero que él ha ido aportando al mismo. Aquí no nos importa para nada la demografía, aunque sí la longevidad, porque no es lo mismo vivir 20 años más después de jubilarse que vivir 40. En el segundo caso hay que generar un fondo mucho mayor.
El problema está en que no es fácil pasar del primer modelo al segundo, del sistema de reparto al fondo de capitalización. La fase de transición entre ambos debe ser larga, entre 30 y 40 años, por lo menos. Y durante ese tiempo la seguridad social tiene que funcionar con superávit. Tiene que estar recogiendo dinero suficiente para pagar a los jubilados actuales y, además, para los futuros.
Pues bien, este asunto, además de otros relacionados con la Seguridad Social, se estuvo debatiendo ampliamente en España durante la primera mitad de los años 90, hasta que finalmente se llegó a un gran acuerdo entre todas las fuerzas políticas y sociales –en 1995- que se conoce como “El Pacto de Toledo”. Desde ese momento se empezó a trabajar con la vista puesta en ese fondo de capitalización que debe garantizar la viabilidad de las pensiones en el futuro. Así pues, cada año que pasa –y ya van 16- nos alejamos un poco más del sistema puro de reparto y nos acercamos un poquito al sistema de capitalización. Por tanto si los agoreros tenían pocos motivos reales entonces para amenazarnos con las penas del infierno, hoy aún tienen menos. Y sin embargo los “expertos” cada vez rebuznan más fuerte y nos ocultan que lo de verdad amenaza a nuestras pensiones es el desempleo de los “activos”, no la pensión de los “pasivos”.
Hasta aquí los argumentos que hemos utilizado han sido los que emplearía cualquier contable que no tenga la más mínima intención de tocar la naturaleza del Sistema social en el que estamos inmersos. Pero en realidad este es un falso debate, que se queda por las ramas y no entra para nada en el meollo del asunto.
Tras ellos se esconde una concepción del mundo según la cual los miembros “activos” de la sociedad son aquellos que están cobrando un salario o generando ingresos de capital –porque son los que producen- y los “pasivos” serían todos los demás. Según esa lógica, un señor que vive de las rentas (de sus inversiones) es un elemento “activo” (muy activo, además, por la “rentabilidad” que produce, aunque se llame Bernard Madoff), también lo sería el empleado de seguridad que vigila en la boca del metro, a pesar de llevarse horas cruzado de brazos durante su jornada de trabajo (porque su trabajo consiste en vigilar). En cambio una mujer, ama de casa, que atiende a tres menores y a un anciano dependiente sería un elemento “pasivo”. Por supuesto también entra en la lista de los “pasivos” el jubilado que atiende a sus nietos durante la jornada laboral de sus hijos, permitiendo así a estos trabajar sin preocupaciones al servicio del resto de la sociedad. Una empleada de un jardín de infancia sería un elemento “activo” de la sociedad porque cobra por cuidar a los niños pequeños. La abuela que la suple en las familias que no se pueden permitir el lujo de pagarlo, o sencillamente que prefieren no hacerlo, es un elemento “pasivo” porque no cobra por ello. Bastaría, por tanto, que la abuela le pasara factura a su hijo o hija, por cuidar a su nieto (y que la declarara a Hacienda) para que, estadísticamente, pasara de la lista de “pasivos” a la de “activos”. El pago en especie no vale. Tampoco en metálico si no está declarado, ni la compensación de trabajos (yo hago algo para ti a cambio de que tú hagas algo para mí).
En realidad, la utilidad social de nuestro trabajo es un dato secundario. Lo que importa, para los economistas, es su traducción monetaria. Estamos llegando a situaciones tan absurdas como que la inmensa mayoría de países, que tienen a los presos en cárceles de titularidad pública, contabilizan el presupuesto penitenciario, lógicamente, como un gasto. Pero mira por donde hay algunos (Estados Unidos o Argentina) que están concertando prisiones con empresas de seguridad privadas y generando, por tanto, actividad empresarial que factura y declara a Hacienda y de esta manera -por arte de birlibirloque como diría Don Quijote- el gasto se convierte en una fuente de riqueza y el aumento de la delincuencia termina incrementando, siempre estadísticamente hablando claro, la renta per cápita del país. (De hecho un robo, o un incendio, si se produce sobre un bien asegurado, también es una fuente de riqueza. Japón ha conseguido relanzar un poco su economía –últimamente- como consecuencia del Tsunami) ¿Habrá situación más kafkiana? ¿Comprueban como, efectivamente, los expertos cada vez rebuznan más alto?
Vayamos a los fundamentos: ¿Nosotros que necesitamos para vivir? Primero alimento ¿no? ¿Quiénes producen nuestros alimentos? Las personas que se dedican a la agricultura, la ganadería y la pesca ¿no? Es decir, el 2% de la población activa, por término medio, en un país desarrollado, que no producen sólo nuestros alimentos sino, también la materia prima de nuestra ropa, calzado, muebles y muchos más objetos. Olvídense del mercado. El 2% de la población está produciendo todo lo que -de verdad- necesitamos para vivir. Cada productor del sector primario está alimentando, vistiendo y calzando a 70 u 80 personas.
¿Qué más necesitamos? Una vivienda ¿no? ¿Cuál es el coste real de una vivienda? Me refiero al valor del trabajo necesario para construirla, no al precio que los especuladores quieran pedir en función de la ubicación de la misma o de las restricciones que las oligarquías han introducido en el mercado para expulsar del mismo a las clases populares. Imaginen que el terreno ya lo tienen y que tienen que pagar al arquitecto, al aparejador, a los albañiles y a los proveedores de los suministros necesarios para construirla. Una casa aislada, de unos 100 m2 no debe costar más de 60.000 euros. Un piso en un edificio para varios vecinos, mucho menos que eso. Repartan ese dinero a lo largo de la vida adulta de una persona a modo de alquiler. Si la esperanza de vida estaba en España en 82 años en 2010, suponiendo que una persona se incorpore al mercado laboral a los 25 años (dejémosle tiempo para formarse), le quedan en ese momento 57 años por delante. Dividan los 60.000 euros entre 57 y después entre 12. ¿A cuánto sale? No llega a 90 euros mensuales. Pongamos 150 de media para absorber gastos financieros y mantenimiento básico. Estamos hablando de una vivienda aislada habitada por un solo adulto. Si dos adultos viven juntos debería dividirse el coste entre dos y si lo hacen en un edificio con muchos más vecinos debería todavía bajar mucho esa cantidad. ¿Por qué las familias, entonces, se endeudan de por vida para poder satisfacer esa necesidad básica?
¿Qué más necesitamos? Ropa, algunos muebles y aparatos, herramientas y utensilios diversos. ¿Cuánta gente hace falta para producir todo eso? Añadamos ahora los necesarios para fabricar los bienes de equipo imprescindibles para que la elevada productividad actual de los trabajadores que hemos citado se mantenga, los educadores, el personal sanitario, y la infraestructura básica imprescindible para organizar y distribuir todo esto. Quiero decir la imprescindible. Cada persona puede vivir junto a su lugar de trabajo. Los desplazamientos kilométricos diarios para ir al mismo no son necesarios, por tanto tampoco es necesario que tengamos un vehículo. ¿Se imaginan la cantidad de puestos de trabajo que nos podemos ahorrar si prescindiéramos de los vehículos privados y de toda la infraestructura necesaria para sostener ese mercado?
¿Qué porcentaje de la población total es imprescindible que siga trabajando para poder satisfacer todas estas necesidades básicas? ¿El 20%? ¿El 25%? Es altamente probable que esté inflando ese porcentaje. A todos los demás, llegado el momento, los podemos enviar al desempleo. No son estrictamente necesarios para nuestra supervivencia.
¿A quienes mandamos al paro? ¿A los más feos? ¿A los más bajitos? ¿Hacemos un sorteo? Imaginemos que ya está parado el 70% de la humanidad. ¿Qué hacemos con ellos? ¿Los subsidiamos o dejamos que se mueran? Imaginemos que hacemos lo segundo. Dentro de algún tiempo sólo tendremos el 30%  de la población que había antes de tomar esa decisión tan drástica. Entonces tendremos superproducción porque los activos de antes eran los que producían lo necesario para la supervivencia de la población de antes. Si esa población se ha reducido en un 70% ahora habría que reducir la producción en un 70%, nos sobrará el 70% de los supervivientes y vuelta a empezar.
¿Se da cuenta del absurdo de los argumentos con que nos están bombardeando desde los medios de comunicación? Como sigamos ajustando la economía indefinidamente terminaremos sobrando todos. Si el Sistema genera una masa inmensa de desempleados la solución no es alargar el tiempo de trabajo de los que quedan trabajando, ni tampoco reducir sus ingresos, que para el caso es lo mismo. Con 5 millones de parados en España, retrasar la edad de jubilación es de juzgado de guardia, es un crimen de lesa humanidad.
¿Qué no les podemos pagar? ¿Quién ha dicho eso? ¿Qué es el dinero? El dinero es un medio, un instrumento que inventaron los humanos para flexibilizar el trueque. El dinero es una convención que hemos adoptado para intercambiar nuestro trabajo. Pero la riqueza de una sociedad sólo es el fruto del trabajo de los hombres. Somos ricos si alguien está dispuesto a trabajar para nosotros, si alguien está dispuesto a prestarnos algún servicio. Normalmente eso puede conseguirse con dinero, pero el dinero sin servicios, el dinero que no obtiene contrapartidas a cambio no sirve para nada.
En estos momentos hay millones de personas que saben trabajar y que no lo hacen porque no hay nadie que esté dispuesto a pagarles por ello. Como no trabajan y sus ingresos -cuando los tienen- son muy precarios, han reducido drásticamente su consumo y al hacerlo están provocando que algunos cientos de miles más también se queden sin empleo. Si los que saben trabajar llegaran a un acuerdo entre ellos para intercambiar su trabajo, podrían independizarse de los mercados oficiales y de sus instrumentos y volver innecesario el dinero de curso legal, para que los avaros que han coleccionado miles de millones se los coman con patatas. ¿Se imaginan a un multimillonario queriendo comprar algo mientras el tendero de turno se niega a vendérselo? Parece una situación absurda, pero no lo es más que lo que está sucediendo ahora entre nosotros. Sería algo tan sencillo como ir creando comunidades de intercambio que sólo acepten este en una relación de reciprocidad. Habría que empezar a construir un modelo de comercio ético que expulse del mercado a los delincuentes sociales.
Cómo he dicho más arriba, nuestras necesidades básicas pueden ser cubiertas por el 30% de la población activa. O por el 100% si trabajan el 30% del tiempo. Y ese 30% del tiempo se puede repartir de muchas maneras: Podemos trabajar 12 horas a la semana o bien 15 años de nuestra vida. Pero todos debemos tener acceso igualitario al trabajo y al consumo.
Ahora bien, es posible que queramos algo más que lo básico. Y entonces deberemos trabajar más, claro. Eso podría ser una opción individual o una opción colectiva. Tenemos enfrente un gran reto planetario: El cambio climático. A lo mejor habrá que poner a trabajar más personas para combatir ese problema. Podemos crear nuevos yacimientos de empleo dedicando gente a cuidar el medio ambiente, a regenerar suelos degradados, a investigar la curación de enfermedades, a atender a la población dependiente, a transformar los desiertos en tierras productivas, a explorar el espacio exterior, a sumergirse en las profundidades oceánicas, etc. etc. etc.
¿Qué tienen en común todas esas nuevas actividades que he enumerado en el párrafo anterior? Que serían tareas que debiera planificar y dirigir el estado o alguna entidad supranacional, no el mercado. Y los recursos deben salir del lugar de donde el estado los saca: de los impuestos. ¿Qué significa eso? Pues que los impuestos deben subir para que el estado pueda acometer nuevas tareas. Significa que necesitamos más estado, no menos, como ya expuse en un artículo anterior[1], que debemos construir un nuevo consenso colectivo, un nuevo pacto social en el que, para financiar nuevos objetivos muy definidos y concretos –no para sufragar corruptelas- se deben definir nuevos impuestos y nuevos mecanismos de gestión absolutamente transparentes que nos permitan detectar las posibles desviaciones de dinero hacia fines distintos de los acordados en el mismo momento en que se produzcan. Significa que debemos basar las relaciones entre los hombres en un compromiso ético en el que valoremos el trabajo de cada cual en función de su utilidad social, no de su rentabilidad económica.
Un nuevo mundo es posible. Un mundo que debemos pensar y construir entre todos. Una sociedad que trabaje para satisfacer las necesidades de todos, no sólo la de un puñado de ricachones. Es la hora de construir nuevas alternativas.


[1] http://polobrazo.blogspot.com/2011/10/mas-estado-para-salir-de-la-crisis.html

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