sábado, 4 de abril de 2015

Homo Ibérico

En el artículo anterior intentamos dar una idea de la magnitud de los profundos cambios sociales que tuvieron lugar en España desde la llegada al poder de Almanzor (980) hasta la expulsión de los benimerines (1344). Fueron quince generaciones durante las cuales cristalizó el modelo social que ha caracterizado históricamente a nuestro país y al que denominé: “el mundo de la frontera”.

Durante ese tiempo la Península Ibérica fue un inmenso campo de batalla dónde se batieron ejércitos de decenas de miles de hombres, dónde chocaron dos mundos, dos proyectos de civilización alternativos y mutuamente excluyentes; proyectos de naturaleza continental, surgidos en lo más profundo de las masas de tierra que se asoman al Mediterráneo. En esas profundidades terrestres los paisajes son monocromáticos: el verde del universo germánico o el pardo de los desiertos africanos y asiáticos. Ya dijimos en su día que los monoteístas se despliegan a partir de estructuras imperiales o de paisajes monocromáticos (lo que hay en el cielo es reflejo de lo que hay en la tierra).

El Islam es una cosmovisión surgida en el corazón de las tierras más áridas del suroeste asiático, concebido para que el fiel asuma su dura realidad y la convierta en un activo social. Esa es su gran fortaleza y, también, su mayor debilidad. Son los especialistas de los entornos áridos y, por eso mismo, cuando se alejan de ese medio se vuelven mucho más vulnerables que el resto de pueblos que los rodean. En su proceso expansivo de los siglos VII y VIII avanzaron con rapidez por la franja árida del Viejo Mundo, pero se detuvieron cuando alcanzaron las praderas atlánticas de la España septentrional y de Francia. Allí se las verían con los especialistas de esos otros paisajes.

La variada y -a la vez- compacta geografía peninsular reunía las condiciones precisas para articular una respuesta cultural, filosófica, política y militar a esa cosmovisión. La yihad musulmana actuó como desencadenante de la anti-yihad ibérica, que estructuró su discurso a través del santiaguismo, núcleo duro fundacional de un proyecto político al que hoy llamamos España.

“España, mucho antes de ser un estado, era un proyecto político compartido por todos los pueblos cristianos que vivían en la Península Ibérica. Era la utopía de los cristianos medievales peninsulares que se fue construyendo paso a paso, ladrillo a ladrillo, por todos y cada uno de ellos. Utopía por la que murieron centenares de miles de personas a lo largo de los siglos medievales. España era la unidad, el futuro. Y se construyó libremente, por millones de hombres libres que nacieron, vivieron y murieron pensando que algún día sus descendientes vivirían en paz, protegidos por la fuerza de un gran estado unido en el que todos se incorporarían en pie de igualdad.”[1]

España era una nueva sensibilidad mediterránea que añadía nuevos matices -una nueva música- al viejo tronco de los pueblos que se han proyectado histórica y políticamente a través del Mare Nostrum (fenicios, cartagineses, griegos y romanos).

¿Qué es lo que tiene el mundo peri-Mediterráneo que lo singularice frente al resto de tierras que lo circundan? Tiene un paisaje diferente en cada valle. Una riqueza infinita de colores, de formas, de rostros... Es un lugar cálido y acogedor donde la gente sale de sus casas, se sienta en las calles a hablar con sus vecinos y se comunica con ellos. Un mundo urbanizado e intercomunicado desde hace miles de años, donde el mar hizo de puente y puso en contacto a los hombres que vivían junto a sus riberas. Un facilitador de intercambios que hizo posible que los productos elaborados en el desierto argelino pudieran distribuirse, dos días después, en la verde Francia desde el puerto de Marsella, o que el garum gaditano estuviera en Roma tres o cuatro días después de haberse elaborado. El lugar donde florecieron los experimentos multiecológicos que hicieron posible articular la civilización occidental.

No hay civilización sin intercambios, sin que los que son diferentes encuentren la forma de colaborar entre sí y de enriquecerse mutuamente. Si todos producimos lo mismo ¿para qué vamos a comerciar? ¿Para qué vamos a organizar complejos sistemas de redistribución? ¿Para qué vamos a fundar un estado? Podemos vivir autárquicamente, como en lo más profundo de los tiempos medievales o de la Protohistoria europea. El estado, las sociedades complejas, la cultura, la civilización... son la consecuencia del encuentro entre los que son diferentes y del establecimiento de un modelo de relaciones estable entre los mismos que sea aceptado por la mayoría. En ese modelo de relación todos deben tener algo que ganar, deben tener un estímulo que los empuje a colaborar. Los sistemas de relación impuestos no son estables si los dominados, después de haberlos aceptado -aunque fuera de mala gana- no encuentran una razón para dar por buena la dominación. Los romanos sometieron a los celtíberos por la fuerza. Pero después construyeron acueductos y calzadas, trajeron productos exóticos, máquinas... elevaron la producción agraria, permitiendo así alimentar a muchas más personas... por eso pudieron imponer su sistema político. Si no hubieran elevado los niveles de vida de la gente su sistema no habría sobrevivido.

A lo largo de la Edad Media se produce en la Península Ibérica un proceso de acumulación de fuerzas. La tensión interior del Homo Ibérico se va elevando bajo la tremenda presión a la que lo someten las fuerzas invasoras, y se recrea de una nueva forma el viejo experimento multiétnico que los romanos fueron construyendo a lo largo de medio milenio en el Mar Mediterráneo. Pero aquí tiene lugar en un espacio más reducido y compacto que, sin embargo, albergaba en su seno casi toda la variedad de entornos físicos que se pueden encontrar a lo largo de ese inmenso espacio geográfico y cultural. Durante ese tiempo se estructura lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”[2], es decir, la Civilización Hispana.

Cuando los ibéricos desbordan los límites físicos de su península originaria y se hacen a la mar, los vientos atlánticos canalizarán su impulso vital hacia el oeste y lo proyectarán sobre todo un continente que los estaba esperando al otro lado del océano.

Recapitulemos: En las orillas del Mediterráneo se estuvo gestando desde los tiempos de las civilizaciones cretense y egipcia un nuevo proyecto cultural que fenicios y griegos difunden por las mismas y que los cartagineses primero y los romanos después van transformando en la estructura política más poderosa que se había conocido nunca en el Viejo Mundo -al menos, al oeste de China-.

Cubierto su ciclo histórico primigenio, dicho proyecto se desintegra durante el primer milenio de nuestra era y cede ante la presión de sus adversarios que no paran de hostigarlos desde los continentes que circundan el Mare Nostrum y que articulan dos respuestas culturales alternativas al impulso mediterráneo: la germánica y la musulmana.

Pero en los campos de batalla donde ambos proyectos se encuentran, que representan a su vez los límites ecológicos de los mismos, se irá incubando durante un milenio el segundo ciclo mediterráneo, que protagonizaron españoles y turcos desde los comienzos del siglo XVI.

Hasta la construcción del Canal de Suez, el Mediterráneo sólo tenía una puerta de salida hacia el exterior: el Estrecho de Gibraltar. El Imperio Turco se despliega desde el fondo de ese callejón sin salida (marítima, se entiende), en el área de solape entre el viejo proyecto político del Próximo Oriente que culminó con el Imperio Persa y el siguiente que lo hizo por el Mediterráneo. Estaba atrapado en un viejo espacio cultural donde los diversos grupos étnicos que se lo disputaban estaban ya presentes allí varios milenios atrás.

Pero en el occidente de la Península Ibérica se encontraba todavía, a finales del siglo XV, el Finisterre europeo, El Fin de la Tierra medieval al que acudían buena parte de los peregrinos que hacían el Camino de Santiago. Hacia poniente se extendía la Mar Incógnita, el Océano Atlántico que seguía ocultando a los hombres buena parte de sus secretos más preciados.

Y los pueblos ibéricos, al franquear los límites de su espacio peninsular, tras hacerse a la mar y dejarse llevar por los vientos atlánticos, se convirtieron en el proyectil que disparó hacia el oeste el cañón mediterráneo, que era el más acabado proyecto cultural que se había conocido nunca en el occidente del Viejo Mundo.

Todo el bagaje acumulado durante milenios en las orillas del Mare Nostrum salió, como una saeta, lanzado hacia el oeste desde la Balsa de Piedra ibérica, incorporándose a los flujos y a la dinámica que la naturaleza creó hace millones de años y que canaliza a través de las corrientes y de los vientos oceánicos.

Y la vieja civilización mediterránea, en su versión ibérica, se encontró con otros pueblos, con otras culturas que llevaban milenios evolucionando de manera independiente y paralela a la de los europeos. Y se hibridó con ellos, creando una civilización mestiza que integró en su ADN elementos de sus dos mundos originarios, provocando una descarga energética, un cortocircuito de alcance mundial que cambiaría, ya para siempre, las relaciones económicas, culturales, políticas... que se dan entre los dos electrodos de ese sistema y que provocaron el salto energético hacia el mundo global e interconectado que se ha venido construyendo desde entonces.

Esa conexión intercontinental marca el arranque del mundo moderno, su estallido primigenio, la vinculación -ya consciente y explícita- de todos los ecosistemas culturales que los humanos habían venido creando por toda la Tierra. Pero también es el preludio, el primer aviso, de otras conexiones futuras. Aquellas que pondrán en relación a los hombres con otros entornos culturales más allá de nuestro planeta.


El Eje del Imperio español

Y, sin embargo, cuando el Homo Ibérico desborda los límites de su península originaria, no sólo parte hacia el oeste. También lo hace hacia el este, donde protagoniza el encontronazo que abrirá el ciclo del Duelo Mediterráneo con los turcos, que ya describí en su día[3] y hacia el nordeste, desplegándose por los campos de batalla continentales europeos a partir de la franja flamenco-borgoñona (la vieja Lotaringia altomedieval) que, como hemos visto también, lleva consigo una vieja función política, cargada de historia, que llamé “la función borgoñona”[4], y que nos conecta con tiempos remotos, con el mundo de los celtas y de los germanos, con el limes renano de los romanos...

La unión de las coronas de España y de Borgoña, en la persona de Carlos I, vuelve a vincular (quinientos años después) a españoles y borgoñones: dos pueblos fronterizos, dos guardianes del mundo mediterráneo, dos defensores de la vieja Roma. Los españoles frente al Islam, la expresión ideológica de los habitantes de “Aridalandia”, los borgoñones frente al universo germánico. Es la conexión entre las dos fuerzas que llevaban un milenio combatiendo a los que en la Alta Edad Media derribaron los muros del Imperio Mediterráneo.

Y los españoles, desde la vieja Lotaringia, junto a borgoñones y flamencos, le dan al viejo limes renano una nueva utilidad. Hasta entonces esa línea había servido para separar -para aislar- a los viejos celtas romanizados de la Galia Trasalpina, que en la Edad Media se integran en el reino de Francia, de los germanos, que durante el milenio medieval se estructuraron políticamente a través del “Sacro Imperio Romano Germánico”, la pata laica, guerrera y secular que sostenía el orden social feudal que, como sabemos, descansaba sobre la estructura de los dos poderes universales: papado e imperio.

Roma y Germania, el Papa y el Emperador, poder espiritual versus poder secular representaron, durante mil años, el núcleo duro en torno al cual se estructuró aquel mundo estático que cubrió el interregno entre el primer y el segundo ciclo mediterráneo.

Pero la presencia de los españoles en la línea de contención histórica de los germanos, a partir del siglo XVI, transformó radicalmente la correlación de fuerzas de los pueblos europeos y sus dinámicas históricas. De entrada los hispanos de estáticos no tenían nada. Era un pueblo que se había puesto en movimiento y que se encontraba, en ese momento, en pleno proceso expansivo. No estaban allí para contener a nadie sino, por el contrario, para cambiar el curso de la historia. Para establecer unas nuevas reglas de juego.

Y el viejo reino flamenco-borgoñón de Carlos el Temerario, que a duras penas había conseguido sobrevivir durante la Baja Edad Media a la presión combinada de los franceses –por el oeste- y los germanos –por el este-, recibe una inyección de savia nueva y se transforma en el estado gendarme de la Europa Occidental, distribuyendo sus fuerzas de choque por todas las direcciones y construyendo, desde sus bases de la vieja Lotaringia, el nuevo orden europeo que consta, como explicamos en “La estructura del sistema europeo”[5] de ocho burbujas estancas, ocho nichos ecológicos diferenciados que los españoles articulaban de manera orgánica desde sus bases borgoñonas, mediterráneas y peninsulares y que –como recordará- eran:

·         Francia
·         Holanda
·         Inglaterra
·         Alemania
·         La Italia del norte
·         Los territorios pontificios
·         Portugal
·         Marruecos
Cada uno de los cuales representaba una función diferente dentro de ese sistema, que ya expliqué en el artículo citado y que actuaban como órganos dentro de un cuerpo único europeo, que se estructuraban a partir de su esqueleto organizativo, de su estructura de mando y de sus canales o flujos de distribución.

Teniendo en cuenta que mientras los tercios españoles se batían por toda Europa, quitando y poniendo reyes en un sitio y en otro, al otro lado del mar sus compatriotas estaban conquistando todo un continente y organizando los flujos económicos que conectarían ambos mundo. Por las mismas rutas de penetración de los tercios llegaron el cacao, el tabaco, la quinina, el oro y la plata americanos, las noticias sobre mundos remotos... Las redes comerciales europeas dan un salto, tanto cuantitativo como cualitativo, que transforma por completo toda la correlación de fuerzas y los circuitos de distribución. La competencia entre los distintos actores se intensifica en todos los ámbitos de la vida y, con ella, la tecnología, la ciencia, los debates ideológicos... y los choques armados, que desembocan en aquella gran guerra europea que conocemos como La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), primer ensayo de las guerras mundiales del siglo XX.

Durante los siglos XVI y XVII la estructura política del imperio de los Habsburgo españoles se convirtió en la columna vertebral del mundo moderno. Desde ella se asignaron roles a cada uno de los espacios políticos circundantes que enumeré más arriba y que convirtieron a Inglaterra, Holanda y Francia en potencias ultramarinas, que fueron complementando de manera creciente la función de comerciantes globales que los españoles, por razones puramente demográficas, no podían cubrir y que a la postre los catapultaría hacia el liderazgo planetario.

También la alianza austro-española, que se mantuvo durante todo ese tiempo, está en la base de la aparición, dos siglos más tarde, del Imperio Alemán, pues garantizó, a los aliados germánicos de los españoles, la estabilidad y el respaldo necesarios para ir estructurando un estado, cada vez más poderoso, que superara a la jaula de grillos que fue la Alemania medieval. Esa estructura política era ya lo suficientemente fuerte –en torno al 1800- como para ser capaz de plantarle cara con dignidad a las fuerzas napoleónicas y después poder construir el II Reich.

Asimismo, el protectorado que los españoles establecieron de facto sobre la Italia del norte y del centro fue creando las precondiciones que terminarían posibilitando la aparición del estado italiano en el siglo XIX, incluyendo dentro de esa estructura su relativa subordinación estratégica ante las fuerzas continentales europeas que lo han caracterizado.

En resumen, España construyó el modelo de relaciones europeo que nos ha traído hasta aquí. La desaparición de los tercios españoles -a partir de 1700- de los escenarios continentales, no variaron de manera significativa las funciones de cada una de sus partes porque los roles ya estaban asignados y el sistema era ya lo suficientemente consistente como para defenderse solo.

Una vez que España desapareció de la escena principal, los nuevos líderes planetarios se dedicarían de manera sistemática a borrar los ecos de su influencia pasada porque su mero recuerdo desestabilizaba las “sólidas” realidades políticas de los imperios ultramarinos del siglo XIX y de la primera mitad del XX y, en el caso norteamericano, que reemplazó en Occidente a los anteriores, porque ponía en evidencia la deuda histórica que tenía con la vieja estructura política ibérica y porque cuestionaba el monolitismo de su modelo político. Para medir la capacidad desestabilizadora que el recuerdo de aquella España tiene basta aplicar mi vieja teoría de los anticuerpos, que dice que cuanto más virulentos son los ataques, mayor es la percepción del peligro que representa.

¿Alguien critica al despótico gobierno de los faraones, de los reyes asirios o de los babilonios?  ¿Qué sentido tendría cebarse hoy con aquellos personajes? Pues ninguno, porque tal crítica no tendría ninguna consecuencia sobre nuestras vidas presentes. Pero cuestionar moralmente la acción de los conquistadores españoles en América sí que tiene sentido porque la posible legitimidad o deslegitimidad de su conquista puede tener consecuencias sobre el orden social presente en algunos o en muchos de los países americanos e, incluso, en la aceptación del actual orden político y económico internacional.

No te comportarás igual si consideras que los anglosajones son los grandes agentes civilizadores del mundo globalizado que si, por el contrario, consideras que son unos usurpadores de glorias ajenas que han cambiado la narración de los hechos históricos en su propio provecho para atribuirse méritos de otros. El potencial desestabilizador de este último discurso es formidable. Por eso hay que cebarse contra la imagen que tenemos del pasado de un pequeño país que, sin embargo, posee una gran historia y, con ella, la llave para entender nuestro presente y, a través suya, nuestro probable futuro.

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