domingo, 19 de junio de 2011

Grullas de Isla Mayor




He vuelto a ver a las grullas
en los arrozales de Isla Mayor.
En esa tierra que antes fue marisma,
lago, en tiempos de Roma,
y bahía, en la era de los atlantes.

Bahía que en sus orillas
vio crecer al Imperio tartésico;
y al rey Argantonio recibir a la embajada de Focea,
antes del gran maremoto.

La que vio a Hércules robar los bueyes a Gerión,
que conoció a Gárgoris y a Habidis
y contempló a las flotas fenicias
llenar sus galeras de la plata, el cobre y el estaño
con los que inundaron el antiguo Oriente.
Esa que en sus orillas vio crecer unos palafitos
a los que hoy llamamos Sevilla.

He vuelto a huir de la ciudad,
de esta jungla de asfalto que nos atrapa,
nos reduce y nos ahoga,
para reencontrarme con la tierra
donde nuestros antepasados construyeron
aquel mundo misterioso y remoto
que alimentó las leyendas de los países del “Más Allá”,
de los del “Fin de la Tierra”.

¿Qué fue de todo aquello?
¿Qué quedó de aquel mundo legendario?

Quedaron las grullas, las cigüeñas y los bueyes,
quedaron la brisa del mar y el gran río.
Quedó la gente sencilla que sigue trabajando la tierra
donde sus ancestros vivieron,
quedaron la marisma ardiente, su santuario milenario
y las barcazas atravesando el río,
Los ecos de los peregrinos de las arenas
y el espíritu del pueblo de la eterna frontera,
el de las Columnas de Hércules,
los vecinos del Mar Tenebroso.

Quedaron los ecos de un país mil veces añorado,
sobre el que cada pueblo que lo visitó proyectó su propio espíritu,
le puso su propio nombre y guardó su recuerdo
como una época dorada dentro de su propia historia.

He vuelto a ver a las grullas
en los arrozales de Isla Mayor…

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