miércoles, 1 de abril de 2020

La Restauración borbónica


La llegada a Madrid de Alfonso XII, el hijo de Isabel II, marca el punto de arranque de la etapa histórica conocida como “La Restauración”, que en términos estrictos dura 48 años (1875-1923), aunque hay autores que incluyen en ella también a la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1931).
Hasta el día de hoy (escribo esto en 2020) la Restauración sigue siendo el período más largo de la Historia de España en el que el sistema parlamentario ha funcionado de manera regular, sin golpes de estado ni revoluciones. Los hombres que diseñaron el modelo político de la misma tenían un gran bagaje histórico tras de sí, pertenecían a una generación que había vivido una revolución, depuesto a dos reyes, proclamado –primero- y enterrado –después- una república, enfrentado militarmente con carlistas, cantonalistas e independentistas cubanos; que había experimentado diversas formas de gobierno y conocía multitud de maneras de fracasar políticamente.
Y también habían visto como, mientras tanto, en el resto de Europa y en América se ensayaban igualmente otros tantos proyectos. Habían visto unificarse a Alemania e Italia, cómo fracasaba en Francia el II Imperio y triunfaba la III República. También contemplaron, desde la distancia, el fracaso del II Imperio Mexicano y el resultado de la Guerra de Secesión Norteamericana. Vivieron una época intensa, cargada de proyectos y de ideas que fueron puestas en práctica y que corrieron suertes muy diversas.
Los padres fundadores de este sistema político eran -desde el punto de vista ideológico- liberales; pero muy pragmáticos y bastante conservadores, y representaban a las clases oligárquicas de la España de su época.
Por el camino habían aprendido que es imposible parar el curso de la Historia, pero que se puede intentar gestionar sus procesos, y que la labor de un político consiste en canalizar todos los impulsos de cambio que vienen del fondo de la sociedad de una manera reglada. Habían aprendido, igualmente, que había que mantener a los militares lejos del gobierno, que había que saber ejercer la autoridad manteniendo cierta proporcionalidad; que había que saber modular la respuesta del poder en función de la gravedad de la amenaza.
La España de 1875 era sociológicamente mucho más compleja que la isabelina, y esa complejidad social no dejará de incrementarse a lo largo del tiempo. Están ya empezando a aparecer los partidos obreros, los sindicatos y, a lo largo del período, tanto los federalistas de “La Gloriosa” como los carlistas irán mutando, dando origen a multitud de movimientos de carácter regionalista y nacionalista.
Estos 48 años de regularidad institucional son también una época de profundas transformaciones sociales que cambiaron por completo la faz de nuestro país.
Es un lugar común hablar de las indudables corruptelas de su sistema político. A través de una intensa manipulación de los procesos electorales y de una complicidad evidente con los sectores sociales más oligárquicos y conservadores, los que hasta entonces habían administrado España como una finca de su propiedad intentan frenar el avance de las fuerzas democráticas, de los republicanos, del movimiento obrero y de las fuerzas regionalistas y nacionalistas. El fuerte desgarro social se hace cada vez más patente, especialmente a partir de 1890.
La implantación definitiva del sufragio universal masculino fue en buena parte neutralizada por la descarada manipulación de los procesos electorales, por la compra de votos en determinadas áreas rurales, etc., lo que permitirá a las fuerzas políticas del sistema mantener el control hasta el golpe de estado de Primo de Rivera (1923).
Pero este medio siglo fue, también, un período de industrialización, de crecimiento demográfico y económico, de florecimiento cultural. Es la época de los realistas, los modernistas, de la Generación del 98 y de la de 1914, la del arranque de la Edad de Plata de la Cultura Española (1900-1936), de la creación de la Institución Libre de Enseñanza y de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas... La de Benito Pérez Galdós, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Ramón y Cajal...

Antonio Cánovas del Castillo

Cánovas del Castillo
El gran arquitecto del sistema de La Restauración fue, sin duda, Antonio Cánovas del Castillo. Cánovas es un hombre que procede de la Unión Liberal, de los equipos de O'Donnell y de Serrano. En consecuencia, participó en la revolución de “La Gloriosa”, apoyó al gobierno provisional de 1868-1871, se opuso a la coronación de Amadeo de Saboya y a la proclamación de la República y boicoteó las elecciones republicanas de mayo de 1873. Durante la dictadura de Serrano se convertiría en el patrocinador más activo del príncipe Alfonso, al que indujo a firmar el Manifiesto de Sandhurst, que él mismo había redactado.
El sistema político que Cánovas diseñó descansaba sobre un bipartidismo muy sólido. Usó como referencia el sistema parlamentario inglés. Desde su punto de vista el sistema bipartidista debía tener una gran flexibilidad, una gran capacidad de adaptarse a los cambios y de fagocitar cualquier nuevo movimiento social que pudiera surgir en el futuro. Debía canalizar, como dije más arriba, todos los nuevos impulsos surgidos en el fondo de la sociedad.
Y para no perder el rumbo por el camino, este sistema debía sustentarse sobre un gran pacto de estado con las fuerzas de la oposición política. Una alianza estratégica que delimitara de manera estricta el terreno de juego, los puntos básicos de su acuerdo y, también, los márgenes exteriores de los posibles desacuerdos. Para eso era vital tener enfrente un interlocutor fiable, que compartiera lo esencial de ese proyecto, pero que tuviera también el suficiente ascendiente entre las fuerzas liberal-democráticas como para poder ejercer un sólido liderazgo sobre ellas. Ese hombre que Cánovas necesitaba se llamaba Práxedes Mateo-Sagasta.

Práxedes Mateo-Sagasta

Sagasta
Práxedes Mateo-Sagasta procedía del Partido Progresista, y había sido uno de los colaboradores más estrechos de Prim. Participó en la sublevación del Cuartel de San Gil, en 1866, por la que fue detenido, juzgado y condenado a muerte. Pero logró huir y exiliarse en Francia. Volvió a España tras la Revolución de Septiembre de 1868. Fue Ministro de Gobernación en el Gobierno Provisional de Serrano. Apostó por la monarquía democrática de Amadeo de Saboya, en la que presidió uno de sus gobiernos. Durante su efímero mandato (diciembre de 1871-mayo de 1872) intentó diseñar un modelo bipartidista muy parecido al de Cánovas, pero la ruptura en dos de su propio partido se lo impidió. Cuando los progresistas se escindieron lideró el grupo de los constitucionalistas. Como Cánovas, se opuso a la proclamación de la Primera República y boicoteó las elecciones de mayo de 1873.

El diseño del modelo político
Cánovas y su equipo se tomaron su tiempo para diseñar el modelo. El 30 de diciembre de 1874 asumirá el mando. Recibe el poder, como muchos de sus predecesores del siglo XIX, de un pronunciamiento militar; pero inmediatamente procede a distanciarse visualmente de los generales, a los que alejará de los ministerios civiles. A partir de entonces empieza a inventarse ficciones jurídicas para legitimar su régimen, que encuentran un eco indulgente en la mayor parte de sus contemporáneos. Aunque afirma respetar la Constitución vigente, elude todos aquellos aspectos de la misma que le estorbaban para consolidar su poder. Restringe la libertad de prensa, prohíbe los periódicos republicanos, determina la inviolabilidad de la corona, que es apartada del debate político y protegida contra cualquier posible crítica, también prohíbe “injuriar” a diputados, senadores y militares. Se prohíbe publicar noticias de guerra que puedan favorecer las operaciones del enemigo, descubrir las del ejército o quebrantar la moral de la tropa (Aún había focos carlistas combatiendo en el norte de España e independentistas en Cuba).
Inmediatamente se establece una distinción entre las fuerzas políticas “dinásticas” y las “no dinásticas”. Estas últimas quedaron prohibidas “temporalmente”. El 20 de mayo convocó una reunión oficiosa en el Senado (que seguía suspendido) a la que invitó a un gran número de ex-diputados y ex-senadores, para celebrar una asamblea, en la que habían sido excluidos todos aquellos que formaban parte del poder judicial o del ejército. Allí se fundó el Partido Liberal Conservador, que más adelante se llamaría Partido Conservador a secas. Y también se creó una comisión de trabajo que debía redactar la nueva Constitución.
El 31 de diciembre de 1875 se convocan elecciones a Cortes que “con carácter excepcional” y “por esta vez”[1] se harán por sufragio universal (masculino), y cuya organización se encarga al entonces ministro de Gobernación, Romero-Robledo, que se convertirá en el arquetipo del manipulador electoral. A Romero-Robledo se le fijaban unos objetivos electorales determinados e invariablemente los conseguía.
Las elecciones tuvieron lugar entre los días 20 y 23 de enero de 1876:
“La lucha electoral careció del interés que las elecciones habían despertado en recientes consultas anteriores, puesto que los resultados finales se consideraban establecidos en los despachos ministeriales del “encasillado” romerista. La implantación del régimen no podía detenerse en el escollo electoral. La celebración de los comicios bajo el ritual democrático servía de justificación política para depurar las responsabilidades en que se había incurrido con el pronunciamiento militar. Operaba además como fundamento aparente para la revisión real de la Constitución, acatando la legitimidad de la voluntad general manifestada por la consulta a la soberanía nacional. Respeto formalizado a la tesis liberal-democrática aunque violando realmente su contenido, el liberalismo doctrinario modelaría a través de las Cortes una revisión constitucional del Estado y del sistema institucional.”[2]
El Sistema nació manipulando elecciones y murió, 48 años después, de la misma manera. Pero sus dirigentes eran conscientes de que estaban jugando con fuego, que había una profunda discrepancia entre la España real y la oficial, que el volcán español podía entrar en erupción en cualquier momento y llevárselos por delante. Mientras los fundadores estuvieron al mando del mismo nunca corrió serio peligro, eran “perros viejos” que venían de vuelta de muchas guerras. Cuando la presión de la caldera se elevaba demasiado activaban sus válvulas de seguridad y la contenían, hacían las concesiones que tuvieran que hacer y seguían adelante. Ellos sabían que no podrían impedir, de manera indefinida, el avance de las fuerzas democráticas. Sólo pretendían retrasar ese momento y gestionar el proceso.
Cuando Cánovas y Sagasta  murieron, alrededor del cambio de siglo, el sistema empezó a dar señales de agotamiento, señales que irán creciendo de manera paulatina, entre otras razones por las torpes intervenciones en el terreno político de un rey adolescente (Alfonso XIII) al que le gustaba jugar con los soldaditos.
Los resultados de estas primeras elecciones fueron los siguientes:[3]
·         Conservadores:               333 escaños
·         Liberales                          32
·         Republicanos                     1
·         Otros                               19

Una cuasi dictadura, que respetaba las formalidades del sistema parlamentario y que a nadie sorprendió. Todos sabían que esos resultados eran artificiales y que si a Romero-Robledo le hubieran pedido que llevara al poder a los liberales lo habría hecho igualmente.
Esa aplastante mayoría le permitió a Cánovas diseñar el Régimen a su antojo. La  nueva Constitución se promulgará el 30 de junio de 1876, y comienza con este texto:
“Don Alfonso XII, por la gracia de Dios Rey constitucional de España. A todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: que en unión y de acuerdo con las Cortes del Reino actualmente reunidas, hemos venido en decretar y sancionar la siguiente CONSTITUCION DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA.”
“Constitución de la Monarquía Española”, toda una declaración de intenciones. Se están rescatando conceptos (rey “por la gracia de Dios”, Constitución “de la Monarquía”) que tienen un evidente sesgo absolutista. La soberanía ya no pertenecía a la “nación española”, como establecía la Constitución de 1869, sino al rey que, graciablemente, comparte con las “Cortes del Reino”.
Se volvía al sufragio censitario (la del 69 establecía el sufragio universal) y se restringían bastante todos los derechos y libertades. La Constitución de 1876 marca un retroceso evidente con respecto a la de La Gloriosa. El nuevo régimen partía desde posiciones muy defensivas, porque sabía que la lucha con las fuerzas democráticas sería larga y quería asegurarse una buena posición de partida y un importante margen de maniobra.

El Partido Liberal
Los hombres de Cánovas se tomaron su tiempo para consolidar su modelo político. Las siguientes elecciones fueron en 1879 y las volverían a ganar. Pero eran conscientes de que necesitaban enfrente un partido opositor “progresista” que aceptara los elementos fundamentales de su régimen y que se turnara con ellos en el gobierno. Durante cinco años (1876-1881) observaron el proceso de evolución política de sus “adversarios”, intentando influir en ellos, hasta que consideraron que su grado de aceptación del nuevo sistema había cruzado el umbral que les permitiera ensayar la alternancia política.
La vieja rivalidad, dentro de los progresistas, entre constitucionalistas y radicales, liderados respectivamente por Sagasta y por Ruíz Zorrilla (que acabaría en las filas republicanas), se va resolviendo paulatinamente a favor del primero. Sagasta acepta la monarquía alfonsina, pero pretende volver a la constitución de 1869. A su derecha aparece un “Partido Centralista”, dirigido por Alonso Martínez, un hombre que procede, como Cánovas, de la Unión Liberal y que sí está dispuesto a entrar en el juego que proponen los conservadores.
En 1880 ambos grupos se fusionan, aceptando los “centralistas” el liderazgo de Sagasta, a cambio de que éste asumiera el rol que todo el mundo esperaba que desempeñara. El grupo unificado se llamará “Partido Liberal-Fusionista”. Más adelante “Partido Liberal” a secas.
Sagasta será llamado al gobierno por el rey en 1881. Disolverá las cortes y convocará elecciones... que ganará, lógicamente.

El turnismo bipartidista
Entre 1876 y 1923 tuvieron lugar 21 convocatorias de elecciones generales en España, con los siguientes resultados:

El gráfico en el que quedan reflejados los escaños que fueron obteniendo los partidos del “turno” durante ese tiempo fue el siguiente:

Curioso ¿verdad? Es comprensible la fama de manipuladores que tenían los políticos de la Restauración ¿no cree?
Pero esa “regularidad” en el funcionamiento del sistema parlamentario era una pantalla que ocultaba una sociedad muy viva, con luchas sociales intensas, que tenían un profundo calado.

El sistema electoral
El sistema electoral había sido diseñado para garantizar el control de la oligarquía dominante, pero activaba algunas “válvulas de seguridad” que saltaban cuando la presión subía.
“Básicamente el sistema electoral, configurado en 1878 y renovado parcialmente en 1890 y 1907 con las leyes electorales respectivas [...] poseía los siguientes caracteres:
1º) En 26 circunscripciones, radicadas en 24 capitales de provincia y en capitales importantes (Cartagena, Jerez), se elegía un mínimo de tres y un máximo de ocho diputados, en función de la población respectiva. Estas circunscripciones fueron creadas casi expresamente para que en ellas obtuviesen representación las minorías opositoras, fenómeno que efectivamente se produjo desde el primer momento, llegando en ocasiones a ganar las oposiciones más del 50 por 100 de los escaños circunscripcionales, y determinando indirectamente el famoso tema de las “victorias morales”.
2º) 25 Distritos, correspondientes a capitales de provincia no muy pobladas, elegían un diputado cada una. Alcanzaban una personalidad política menos acusada que las circunscripciones aunque más intensa que los distritos [uninominales].
3º) 282 Distritos uninominales, que elegían un solo diputado. Sufrieron algún incremento o refundición [...] Son los feudos de hecho de los gabinetes ministeriales, que aseguraban las mayorías parlamentarias de cada grupo de poder.”[4]
En el reparto territorial de los escaños había una sobrerrepresentación de las zonas rurales que permitía mantener a las fuerzas democráticas, de clara implantación urbana, absolutamente controladas en el Congreso de los Diputados. Las 26 circunscripciones citadas más arriba se mantuvieron durante todo el período entre los 86 y los 88 escaños, menos de la cuarta parte de una cámara que osciló entre los 400 y los 409 diputados.
En los distritos, que eran uninominales, si había cierto equilibrio de fuerzas en ellos entre conservadores y liberales, era muy fácil forzar mayorías en una u otra dirección, según conviniera, siguiendo las consignas del “encasillado”. Unos centenares de votos que cambiaran de signo tenían un efecto amplificador formidable.
El sistema se refinaría aún más a partir de 1910, cuando se introdujo el artículo 29 en la Ley electoral:
“Dicho artículo estatuía que cuando en un distrito o en una circunscripción no se presentaban más candidatos que el número de puestos a cubrir, automáticamente los candidatos únicos quedaban proclamados diputados sin necesidad de someterse necesariamente a la prueba electoral.”[5]
Con el artículo 29 ya no había que ejercer presión sobre los votantes, sino sobre los candidatos, que eran muchos menos y estaban sometidos a la disciplina de partido. Así se eligieron muchos de los diputados a Cortes entre 1910 y 1923, con un mínimo de 61 (en 1918, el 11,3% de los escaños) y un máximo de 146 (en 1923, el 35,1% de ellos). El sistema se fue enrocando conforme avanzaba el siglo XX.
Para completar el cuadro hay que decir que, ante la evidente dualidad política que presentaba el sistema electoral entre las áreas urbanas y las rurales, y dada la extraordinaria presión social que se producía en estas últimas sobre los posibles candidatos republicanos o socialistas, teniendo en cuenta además la práctica imposibilidad de obtener escaño en los distritos uninominales, las fuerzas de la izquierda decidieron centrar su esfuerzo electoral sobre las circunscripciones, que eran plurinominales, es decir en las grandes ciudades, dónde ese esfuerzo sí merecía la pena y tenía alguna posibilidad de fructificar. Eran conscientes de que por esta vía nunca podrían llegar al poder mientras siguiera vigente este sistema. Su esfuerzo se centraba en intentar conseguir una “mayoría moral”, es decir, ganar en las áreas urbanas. Pensaban que cuando este hecho tuviera lugar, el cambio de sistema se terminaría volviendo inevitable. Esta estrategia alcanzaría plenamente sus objetivos en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, que abrieron paso a la Segunda República.
Es en esta época en la que Antonio Machado escribió: “Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”.

El Pacto de El Pardo
La inminente muerte de Alfonso XII, a finales de noviembre de 1885, activó todas las alarmas del Sistema Canovista. El rey moría sin heredero, aunque su esposa estaba embarazada de tres meses. El vacío político que esta situación creaba era evidente y daba alas a los republicanos por todo el país. Cuando el Régimen parecía mínimamente consolidado se quedaba sin cabeza visible, en un estado cuya carta magna  se presentaba a sí misma como “la Constitución de la Monarquía”.
Las elecciones de 1884 habían dado la victoria al Partido Conservador, liderado por Cánovas. La experiencia le decía que esa era la peor fórmula política para afrontar una crisis de ese calado. Había que cerrar filas con los liberales para defender juntos su modelo político. La relación personal entre Cánovas y Sagasta no era buena, en contra de lo que mucha gente supone. Ambos dirigentes habían aprendido a respetarse como los interlocutores capaces de liderar, cada uno de ellos por separado, su propio espacio político, pero sus diferencias eran muy sustanciales y representaban a sectores sociales muy distintos; los conservadores tenían una implantación rural muy poderosa, mientras los liberales representaban a una España más urbana. Ambos estaban convencidos de la necesidad de la alternancia para consolidar el Sistema Constitucional, pero no había (hasta 1885) ningún acuerdo explícito. Simplemente era algo tácito, sobreentendido. Pero había gente muy preocupada con las incertidumbres derivadas de la coyuntura política que necesitaban algo más.
En ese contexto el general Martínez Campos presionó a ambos y concertó una entrevista en el Palacio de El Pardo, de la cual saldría un compromiso explícito, aunque puramente verbal entre los dos, que se conoce como “El Pacto de El Pardo” y al que muchos atribuyen el funcionamiento regular de la alternancia política entre ambos partidos que se mantendría vigente ya hasta el final del período. El problema más inmediato que había que resolver era como gestionar el vacío político que se crearía con el fallecimiento del monarca. Se acordó que la reina consorte asumiera la regencia en nombre del heredero que aún estaba por nacer y que ésta, inmediatamente después, llamara al gobierno a Sagasta, que disolvería las Cortes y convocaría elecciones (las de 1886) que, lógicamente, ganaría. Para ambos estaba muy claro que la “izquierda” constitucional estaba mucho más capacitada para garantizar la continuidad del Sistema y la neutralización de las fuerzas republicanas en la crisis política que se abría.

El sufragio universal
En el apartado que dediqué al Partido Liberal vimos como el constitucionalista Sagasta no se encontraba cómodo, sin embargo, con la Constitución de 1876 y siguió reivindicando durante años una vuelta a la del 69 o, al menos, rescatar algunos de sus artículos. El asunto del sufragio fue siempre una de las discrepancias más visibles entre los conservadores y los liberales. Estos últimos, cada vez que volvían al poder, intentaban seguir ampliando los límites del sufragio censitario. Y en 1890, al final de uno de los mandatos más largos que se dieron en la Restauración (aún resistían las Cortes liberales de 1886), el que había conseguido salvar de forma airosa la crisis dinástica de 1885, decidieron cobrarse la factura que sus adversarios les debían y recuperaron, ya de manera definitiva, el Sufragio Universal Masculino. Esta era, para los conservadores, una línea roja que no debía haberse cruzado:
“Según la doctrina canovista, que seguía a la habitual ideología liberal-doctrinaria del conservadurismo liberal europeo, el sufragio universal conduciría irrevocablemente a la anarquía social, en la que desembocaría el comunismo, o el cesarismo del poder personal.”[6]
Las alarmas volvieron a saltar, y los hombres de Cánovas pusieron en marcha toda su artillería mediática y ejercieron las presiones palaciegas necesarias para forzar la salida de los liberales del gobierno. Aunque éstos habían garantizado el sufragio por ley, el reglamento que lo aplicó fue obra de los conservadores. La regente, como en tiempos de Alfonso XII o de Isabel II, volverá a llamar al gobierno al jefe de la oposición:
“Los conservadores obtuvieron la confianza de la reina-regente, el decreto de disolución y la convocatoria de nuevas elecciones para el año 1891, también orientadas y ganadas por el partido en el poder, aunque en ellas el porcentaje de escaños registrado por los conservadores (65,6 por 100 del congreso popular) indicase una reentrada en la arena política de algunas fuerzas más amplias –republicanos, socialistas-. Merced también a la suave mano del ministro de la gobernación, el futuro jefe del partido conservador y presidente, Francisco Silvela, quien albergaba mejores creencias en las capacidades electorales del pueblo que las profesadas por la mayoría de las figuras del partido, incluidas las dos tan determinantes de Cánovas y del gran muñidor y experto en lides electorales, el súper-notable rey del caciquismo rural, Romero Robledo.”[7]
Aunque el derecho del sufragio fuera uno de los más amplios de la Europa de la época, en la España de la Restauración:
“Las elecciones generales venían a rubricar a posteriori un acto político y de poder sustanciado con anterioridad en otras dos decisivas instancias. Por un lado, en las negociaciones de los hombres de partido en las cámaras parlamentarias; por otro, en la cámara del rey. Lo que pudo justificarse durante los primeros años, en rigor hasta 1890 (la “época fundacional”), como confluencia de esfuerzos para superar la inestabilidad de los regímenes políticos, no encuentra justificación plausible desde el momento en que el rutinario turno de gobierno –establecido regularmente desde 1885- alejaba de la intervención electoral a la opinión pública, puesto que las elecciones no representaban más que de manera relativa las opciones para el cambio de los gobiernos y gabinetes. Repetido el mecanismo una y otra vez, terminó quebrantando profundamente las posibilidades de democratización progresiva de todo el sistema.”[8]

La crisis de fin de siglo
En torno al cambio de siglo tienen lugar en España una serie de acontecimientos que transformarán de manera profunda las actitudes de todos. Se produce un relevo generacional que cambiará la faz del país, aunque siguieran preservándose todas las formalidades políticas del régimen canovista:

La Guerra de Cuba
En 1895 se vuelven a sublevar los independentistas cubanos. El apoyo norteamericano a los mismos es evidente desde los primeros momentos de este conflicto. Pronto harán lo mismo los filipinos, en Asia Oriental. En 1898 los Estados Unidos le declaran la guerra a España y sus tropas harán acto de presencia inmediata en los territorios españoles  de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, que son anexionados de facto por los norteamericanos. El Tratado de París pondrá fin a un conflicto que, para España, representa el fin de una era.
La digestión de la derrota será larga, dando lugar a un intenso debate nacional que terminará dando nombre a una de las generaciones más brillantes de nuestra historia: “La Generación del 98”. 1898 marcará un punto de inflexión para el régimen canovista, que saldrá ya tocado y que se convertirá, para los españoles del primer tercio del siglo XX, en el símbolo más claro de la decadencia de nuestro país.
“Unamuno el día de la rendición española en Cuba estaba sorprendido porque los campesinos «trillaban en paz su centeno, ignorantes de cuanto a la guerra se refiere». Y Ganivet: «Estoy seguro de que eran en toda España muchísimos más los que trabajaban en silencio, preocupados tan sólo por el pan de cada día, que los inquietos por los públicos sucesos».”[9]

Ilustración del asesinato de Cánovas en un libro de Francisco Pi y Margall

Asesinato de Cánovas, coronación de Alfonso XIII y muerte de Sagasta
En 1897 Cánovas del Castillo, presidente en ese momento del Consejo de Ministros, será asesinado en Mondragón (Guipúzcoa). El gran dirigente conservador y arquitecto del Régimen vigente moría en plena Guerra de Cuba, pasando el testigo a Sagasta y a los liberales, que arrastrarán así el estigma de la derrota y de la firma del Tratado de París.
En 1902 será coronado un adolescente de 17 años, que pasará a la historia como Alfonso XIII. Un rey que era incapaz de entender los delicados equilibrios políticos sobre los que se asentaba el sistema canovista, que abusó de las prerrogativas que la Constitución de 1876 concedía al monarca, que manipuló todo lo que pudo a las diferentes facciones de los dos grandes partidos del sistema, agravando así todos los problemas que el país arrastraba, y que alimentó de manera insensata las tendencias intervencionistas de los militares en política, ayudando de esta manera a preparar el escenario de la futura Guerra Civil Española (1936-1939).
Poco después, en 1903, morirá Sagasta, el último dirigente político de su generación. Con él se fue el siglo XIX español y entramos de lleno en el convulso y dramático siglo XX.
 
[1] MARTÍNEZ CUADRADO, MIGUEL: La burguesía conservadora (1874-1931). Historia de España Alfaguara. Tomo VI. Alianza Editorial Alfaguara. Madrid. 1974.
[2] Ibídem.
[3] Hay autores que a los 5 diputados radicales (el grupo de Ruíz Zorrilla) los clasifican como “liberales” (es el criterio seguido por nosotros) y otros que los consideran “republicanos”, por eso hay obras que contabilizan 27 liberales y 6 republicanos.
[4] MARTÍNEZ CUADRADO, MIGUEL: La burguesía conservadora (1874-1931). Historia de España Alfaguara. Tomo VI. Alianza Editorial Alfaguara. Madrid. 1974.
[5] Ibídem.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem.
[8] Ibídem.
[9] Citados por Francisco J. Laporta en su artículo El desatino, en el periódico El País el 3/11/2005.

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