La llegada a
Madrid de Alfonso XII, el hijo de Isabel II, marca el punto de arranque de la
etapa histórica conocida como “La
Restauración”, que en términos estrictos dura 48 años (1875-1923), aunque
hay autores que incluyen en ella también a la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1931).
Hasta el día
de hoy (escribo esto en 2020) la
Restauración sigue siendo el período más largo de la Historia de España en
el que el sistema parlamentario ha funcionado de manera regular, sin golpes de
estado ni revoluciones. Los hombres que diseñaron el modelo político de la
misma tenían un gran bagaje histórico tras de sí, pertenecían a una generación
que había vivido una revolución, depuesto a dos reyes, proclamado –primero- y enterrado –después- una república, enfrentado militarmente con carlistas, cantonalistas e independentistas
cubanos; que había experimentado diversas formas de gobierno y conocía multitud
de maneras de fracasar políticamente.
Y también habían
visto como, mientras tanto, en el resto de Europa y en América se ensayaban
igualmente otros tantos proyectos. Habían
visto unificarse a Alemania e Italia, cómo fracasaba en Francia el II Imperio y triunfaba la III República. También contemplaron, desde
la distancia, el fracaso del II Imperio
Mexicano y el resultado de la Guerra
de Secesión Norteamericana. Vivieron una época intensa, cargada de
proyectos y de ideas que fueron puestas en práctica y que corrieron suertes muy
diversas.
Los padres
fundadores de este sistema político eran -desde el punto de vista ideológico-
liberales; pero muy pragmáticos y bastante conservadores, y representaban a las
clases oligárquicas de la España de su época.
Por el camino
habían aprendido que es imposible parar el curso de la Historia, pero que se
puede intentar gestionar sus procesos, y que la labor de un político consiste
en canalizar todos los impulsos de cambio que vienen del fondo de la sociedad
de una manera reglada. Habían aprendido, igualmente, que había que mantener a
los militares lejos del gobierno, que había que saber ejercer la autoridad
manteniendo cierta proporcionalidad; que había que saber modular la respuesta
del poder en función de la gravedad de la amenaza.
La España de
1875 era sociológicamente mucho más compleja que la isabelina, y esa
complejidad social no dejará de incrementarse a lo largo del tiempo. Están ya
empezando a aparecer los partidos obreros, los sindicatos y, a lo largo del
período, tanto los federalistas de “La Gloriosa” como los carlistas irán
mutando, dando origen a multitud de movimientos de carácter regionalista y
nacionalista.
Estos 48 años
de regularidad institucional son también una época de profundas
transformaciones sociales que cambiaron por completo la faz de nuestro país.
Es un lugar
común hablar de las indudables corruptelas de su sistema político. A través de
una intensa manipulación de los procesos electorales y de una complicidad
evidente con los sectores sociales más oligárquicos y conservadores, los que
hasta entonces habían administrado España como una finca de su propiedad
intentan frenar el avance de las fuerzas democráticas, de los republicanos, del
movimiento obrero y de las fuerzas regionalistas y nacionalistas. El fuerte
desgarro social se hace cada vez más patente, especialmente a partir de 1890.
La
implantación definitiva del sufragio universal masculino fue en buena parte
neutralizada por la descarada manipulación de los procesos electorales, por la
compra de votos en determinadas áreas rurales, etc., lo que permitirá a las
fuerzas políticas del sistema mantener el control hasta el golpe de estado de Primo
de Rivera (1923).
Pero este
medio siglo fue, también, un período de industrialización, de crecimiento
demográfico y económico, de florecimiento cultural. Es la época de los realistas,
los modernistas, de la Generación del 98 y de la de 1914,
la del arranque de la Edad de Plata de la Cultura Española (1900-1936),
de la creación de la Institución Libre de Enseñanza y de la Junta
para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas... La de Benito Pérez
Galdós, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Ramón y Cajal...
Antonio
Cánovas del Castillo
Cánovas
del Castillo
El gran
arquitecto del sistema de La Restauración fue, sin duda, Antonio Cánovas del Castillo. Cánovas es un hombre que procede de
la Unión Liberal, de los equipos de
O'Donnell y de Serrano. En consecuencia, participó en la revolución de “La
Gloriosa”, apoyó al gobierno provisional de 1868-1871, se opuso a la coronación
de Amadeo de Saboya y a la proclamación de la República y boicoteó las
elecciones republicanas de mayo de 1873. Durante la dictadura de Serrano se
convertiría en el patrocinador más activo del príncipe Alfonso, al que indujo a
firmar el Manifiesto de Sandhurst,
que él mismo había redactado.
El sistema
político que Cánovas diseñó descansaba sobre un bipartidismo muy sólido. Usó
como referencia el sistema parlamentario inglés. Desde su punto de vista el
sistema bipartidista debía tener una gran flexibilidad, una gran capacidad de
adaptarse a los cambios y de fagocitar cualquier nuevo movimiento social que
pudiera surgir en el futuro. Debía canalizar, como dije más arriba, todos los
nuevos impulsos surgidos en el fondo de la sociedad.
Y para no
perder el rumbo por el camino, este sistema debía sustentarse sobre un gran
pacto de estado con las fuerzas de la oposición política. Una alianza
estratégica que delimitara de manera estricta el terreno de juego, los puntos
básicos de su acuerdo y, también, los márgenes exteriores de los posibles
desacuerdos. Para eso era vital tener enfrente un interlocutor fiable, que
compartiera lo esencial de ese proyecto, pero que tuviera también el suficiente
ascendiente entre las fuerzas liberal-democráticas como para poder ejercer un
sólido liderazgo sobre ellas. Ese hombre que Cánovas necesitaba se llamaba Práxedes Mateo-Sagasta.
Práxedes
Mateo-Sagasta
Sagasta
Práxedes Mateo-Sagasta procedía del Partido Progresista, y había sido uno de
los colaboradores más estrechos de Prim. Participó en la sublevación del
Cuartel de San Gil, en 1866, por la que fue detenido, juzgado y condenado a
muerte. Pero logró huir y exiliarse en Francia. Volvió a España tras la
Revolución de Septiembre de 1868. Fue Ministro de Gobernación en el Gobierno
Provisional de Serrano. Apostó por la monarquía democrática de Amadeo de
Saboya, en la que presidió uno de sus gobiernos. Durante su efímero mandato
(diciembre de 1871-mayo de 1872) intentó diseñar un modelo bipartidista muy
parecido al de Cánovas, pero la ruptura en dos de su propio partido se lo
impidió. Cuando los progresistas se escindieron lideró el grupo de los constitucionalistas. Como Cánovas, se
opuso a la proclamación de la Primera República y boicoteó las elecciones de
mayo de 1873.
El diseño
del modelo político
Cánovas y su equipo se tomaron su tiempo
para diseñar el modelo. El 30 de diciembre de 1874 asumirá el mando. Recibe el
poder, como muchos de sus predecesores del siglo XIX, de un pronunciamiento
militar; pero inmediatamente procede a distanciarse visualmente de los
generales, a los que alejará de los ministerios civiles. A partir de entonces
empieza a inventarse ficciones jurídicas para legitimar su régimen, que
encuentran un eco indulgente en la mayor parte de sus contemporáneos. Aunque
afirma respetar la Constitución vigente, elude todos aquellos aspectos de la
misma que le estorbaban para consolidar su poder. Restringe la libertad de
prensa, prohíbe los periódicos republicanos, determina la inviolabilidad de la
corona, que es apartada del debate político y protegida contra cualquier
posible crítica, también prohíbe “injuriar” a diputados, senadores y militares.
Se prohíbe publicar noticias de guerra que puedan favorecer las operaciones del
enemigo, descubrir las del ejército o quebrantar la moral de la tropa (Aún
había focos carlistas combatiendo en el norte de España e independentistas en
Cuba).
Inmediatamente se establece una distinción
entre las fuerzas políticas “dinásticas” y las “no dinásticas”. Estas últimas
quedaron prohibidas “temporalmente”. El 20 de mayo convocó una reunión oficiosa
en el Senado (que seguía suspendido) a la que invitó a un gran número de
ex-diputados y ex-senadores, para celebrar una asamblea, en la que habían sido
excluidos todos aquellos que formaban parte del poder judicial o del ejército.
Allí se fundó el Partido Liberal Conservador, que más adelante se
llamaría Partido Conservador a secas. Y también se creó una comisión de
trabajo que debía redactar la nueva Constitución.
El 31 de diciembre de 1875 se convocan
elecciones a Cortes que “con carácter excepcional” y “por esta vez”[1] se harán por sufragio universal
(masculino), y cuya organización se encarga al entonces ministro de
Gobernación, Romero-Robledo, que se convertirá en el arquetipo del
manipulador electoral. A Romero-Robledo se le fijaban unos objetivos
electorales determinados e invariablemente los conseguía.
Las elecciones tuvieron lugar entre los
días 20 y 23 de enero de 1876:
“La lucha electoral
careció del interés que las elecciones habían despertado en recientes consultas
anteriores, puesto que los resultados finales se consideraban establecidos en
los despachos ministeriales del “encasillado” romerista. La implantación del
régimen no podía detenerse en el escollo electoral. La celebración de los
comicios bajo el ritual democrático servía de justificación política para
depurar las responsabilidades en que se había incurrido con el pronunciamiento
militar. Operaba además como fundamento aparente para la revisión real de la
Constitución, acatando la legitimidad de la voluntad general manifestada por la
consulta a la soberanía nacional. Respeto formalizado a la tesis
liberal-democrática aunque violando realmente su contenido, el liberalismo
doctrinario modelaría a través de las Cortes una revisión constitucional del
Estado y del sistema institucional.”[2]
El Sistema nació manipulando elecciones y
murió, 48 años después, de la misma manera. Pero sus dirigentes eran
conscientes de que estaban jugando con fuego, que había una profunda
discrepancia entre la España real y la oficial, que el volcán español podía
entrar en erupción en cualquier momento y llevárselos por delante. Mientras los
fundadores estuvieron al mando del mismo nunca corrió serio peligro, eran
“perros viejos” que venían de vuelta de muchas guerras. Cuando la presión de la
caldera se elevaba demasiado activaban sus válvulas de seguridad y la
contenían, hacían las concesiones que tuvieran que hacer y seguían adelante.
Ellos sabían que no podrían impedir, de manera indefinida, el avance de las
fuerzas democráticas. Sólo pretendían retrasar ese momento y gestionar el
proceso.
Cuando Cánovas y Sagasta murieron, alrededor del cambio de siglo, el
sistema empezó a dar señales de agotamiento, señales que irán creciendo de
manera paulatina, entre otras razones por las torpes intervenciones en el
terreno político de un rey adolescente (Alfonso XIII) al que le gustaba jugar
con los soldaditos.
Los resultados de estas primeras elecciones
fueron los siguientes:[3]
·
Conservadores: 333 escaños
·
Liberales 32
·
Republicanos 1
·
Otros 19
Una cuasi dictadura, que respetaba las
formalidades del sistema parlamentario y que a nadie sorprendió. Todos sabían
que esos resultados eran artificiales y que si a Romero-Robledo le hubieran
pedido que llevara al poder a los liberales lo habría hecho igualmente.
Esa aplastante mayoría le permitió a
Cánovas diseñar el Régimen a su antojo. La
nueva Constitución se promulgará el 30 de junio de 1876, y comienza con
este texto:
“Don Alfonso XII,
por la gracia de Dios Rey constitucional de España. A todos los que las
presentes vieren y entendieren, sabed: que en unión y de acuerdo con las
Cortes del Reino actualmente reunidas, hemos venido en decretar y sancionar
la siguiente CONSTITUCION DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA.”
“Constitución
de la Monarquía Española”, toda una declaración de intenciones. Se están
rescatando conceptos (rey “por la
gracia de Dios”, Constitución “de la Monarquía”) que tienen un
evidente sesgo absolutista. La soberanía ya no pertenecía a la “nación
española”, como establecía la Constitución de 1869, sino al rey que,
graciablemente, comparte con las “Cortes del Reino”.
Se volvía al sufragio censitario (la del 69
establecía el sufragio universal) y se restringían bastante todos los derechos
y libertades. La Constitución de 1876 marca un retroceso evidente con respecto
a la de La Gloriosa. El nuevo régimen partía desde posiciones muy
defensivas, porque sabía que la lucha con las fuerzas democráticas sería larga
y quería asegurarse una buena posición de partida y un importante margen de
maniobra.
El Partido
Liberal
Los hombres
de Cánovas se tomaron su tiempo para consolidar su modelo político. Las
siguientes elecciones fueron en 1879 y las volverían a ganar. Pero eran
conscientes de que necesitaban enfrente un partido opositor “progresista” que
aceptara los elementos fundamentales de su régimen y que se turnara con ellos
en el gobierno. Durante cinco años (1876-1881) observaron el proceso de
evolución política de sus “adversarios”, intentando influir en ellos, hasta que
consideraron que su grado de aceptación del nuevo sistema había cruzado el
umbral que les permitiera ensayar la alternancia política.
La vieja
rivalidad, dentro de los progresistas, entre constitucionalistas y radicales,
liderados respectivamente por Sagasta
y por Ruíz Zorrilla (que acabaría en
las filas republicanas), se va resolviendo paulatinamente a favor del primero.
Sagasta acepta la monarquía alfonsina, pero pretende volver a la constitución
de 1869. A su derecha aparece un “Partido
Centralista”, dirigido por Alonso
Martínez, un hombre que procede, como Cánovas, de la Unión Liberal y que sí
está dispuesto a entrar en el juego que proponen los conservadores.
En 1880 ambos grupos se fusionan,
aceptando los “centralistas” el liderazgo de Sagasta, a cambio de que éste
asumiera el rol que todo el mundo esperaba que desempeñara. El grupo unificado
se llamará “Partido Liberal-Fusionista”.
Más adelante “Partido Liberal” a
secas.
Sagasta será
llamado al gobierno por el rey en 1881. Disolverá las cortes y convocará
elecciones... que ganará, lógicamente.
El
turnismo bipartidista
Entre 1876 y
1923 tuvieron lugar 21 convocatorias de elecciones generales en España, con los
siguientes resultados:
El gráfico en
el que quedan reflejados los escaños que fueron obteniendo los partidos del
“turno” durante ese tiempo fue el siguiente:
Curioso
¿verdad? Es comprensible la fama de manipuladores que tenían los políticos de
la Restauración ¿no cree?
Pero esa
“regularidad” en el funcionamiento del sistema parlamentario era una pantalla que
ocultaba una sociedad muy viva, con luchas sociales intensas, que tenían un
profundo calado.
El sistema
electoral
El sistema
electoral había sido diseñado para garantizar el control de la oligarquía
dominante, pero activaba algunas “válvulas de seguridad” que saltaban cuando la
presión subía.
“Básicamente el
sistema electoral, configurado en 1878 y renovado parcialmente en 1890 y 1907
con las leyes electorales respectivas [...] poseía los siguientes caracteres:
1º) En 26
circunscripciones, radicadas en 24 capitales de provincia y en capitales
importantes (Cartagena, Jerez), se elegía un mínimo de tres y un máximo de ocho
diputados, en función de la población respectiva. Estas circunscripciones
fueron creadas casi expresamente para que en ellas obtuviesen representación
las minorías opositoras, fenómeno que efectivamente se produjo desde el primer
momento, llegando en ocasiones a ganar las oposiciones más del 50 por 100 de
los escaños circunscripcionales, y determinando indirectamente el famoso tema
de las “victorias morales”.
2º) 25 Distritos,
correspondientes a capitales de provincia no muy pobladas, elegían un diputado
cada una. Alcanzaban una personalidad política menos acusada que las
circunscripciones aunque más intensa que los distritos [uninominales].
3º) 282 Distritos
uninominales, que elegían un solo diputado. Sufrieron algún incremento o
refundición [...] Son
los feudos de hecho de los gabinetes ministeriales, que aseguraban las mayorías
parlamentarias de cada grupo de poder.”[4]
En el reparto territorial de los escaños
había una sobrerrepresentación de las zonas rurales que permitía mantener a las
fuerzas democráticas, de clara implantación urbana, absolutamente controladas
en el Congreso de los Diputados. Las 26 circunscripciones citadas más arriba se
mantuvieron durante todo el período entre los 86 y los 88 escaños, menos de la
cuarta parte de una cámara que osciló entre los 400 y los 409 diputados.
En los distritos, que eran uninominales, si
había cierto equilibrio de fuerzas en ellos entre conservadores y liberales,
era muy fácil forzar mayorías en una u otra dirección, según conviniera,
siguiendo las consignas del “encasillado”. Unos centenares de votos que
cambiaran de signo tenían un efecto amplificador formidable.
El sistema se refinaría aún más a partir de
1910, cuando se introdujo el artículo 29 en la Ley electoral:
“Dicho artículo
estatuía que cuando en un distrito o en una circunscripción no se presentaban
más candidatos que el número de puestos a cubrir, automáticamente los
candidatos únicos quedaban proclamados diputados sin necesidad de someterse
necesariamente a la prueba electoral.”[5]
Con el artículo 29 ya no había que ejercer
presión sobre los votantes, sino sobre los candidatos, que eran muchos menos y
estaban sometidos a la disciplina de partido. Así se eligieron muchos de los
diputados a Cortes entre 1910 y 1923, con un mínimo de 61 (en 1918, el 11,3% de
los escaños) y un máximo de 146 (en 1923, el 35,1% de ellos). El sistema se fue enrocando conforme avanzaba el siglo XX.
Para completar el cuadro hay que decir que,
ante la evidente dualidad política que presentaba el sistema electoral entre
las áreas urbanas y las rurales, y dada la extraordinaria presión social que se
producía en estas últimas sobre los posibles candidatos republicanos o
socialistas, teniendo en cuenta además la práctica imposibilidad de obtener
escaño en los distritos uninominales, las fuerzas de la izquierda decidieron
centrar su esfuerzo electoral sobre las circunscripciones, que eran
plurinominales, es decir en las grandes ciudades, dónde ese esfuerzo sí merecía
la pena y tenía alguna posibilidad de fructificar. Eran conscientes de que por
esta vía nunca podrían llegar al poder mientras siguiera vigente este sistema.
Su esfuerzo se centraba en intentar conseguir una “mayoría moral”, es
decir, ganar en las áreas urbanas. Pensaban que cuando este hecho
tuviera lugar, el cambio de sistema se terminaría volviendo inevitable. Esta
estrategia alcanzaría plenamente sus objetivos en las elecciones municipales del
12 de abril de 1931, que abrieron paso a la Segunda República.
Es en esta época en la que Antonio Machado
escribió: “Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos
Españas / ha de helarte el corazón”.
El Pacto
de El Pardo
La inminente muerte de Alfonso XII, a
finales de noviembre de 1885, activó todas las alarmas del Sistema Canovista.
El rey moría sin heredero, aunque su esposa estaba embarazada de tres meses. El
vacío político que esta situación creaba era evidente y daba alas a los republicanos
por todo el país. Cuando el Régimen parecía mínimamente consolidado se quedaba
sin cabeza visible, en un estado cuya carta magna se presentaba a sí misma como “la
Constitución de la Monarquía”.
Las elecciones de 1884 habían dado la
victoria al Partido Conservador, liderado por Cánovas. La experiencia le decía
que esa era la peor fórmula política para afrontar una crisis de ese calado.
Había que cerrar filas con los liberales para defender juntos su modelo
político. La relación personal entre Cánovas y Sagasta no era buena, en contra
de lo que mucha gente supone. Ambos dirigentes habían aprendido a respetarse
como los interlocutores capaces de liderar, cada uno de ellos por separado, su
propio espacio político, pero sus diferencias eran muy sustanciales y
representaban a sectores sociales muy distintos; los conservadores tenían una
implantación rural muy poderosa, mientras los liberales representaban a una
España más urbana. Ambos estaban convencidos de la necesidad de la alternancia
para consolidar el Sistema Constitucional, pero no había (hasta 1885) ningún
acuerdo explícito. Simplemente era algo tácito, sobreentendido. Pero había
gente muy preocupada con las incertidumbres derivadas de la coyuntura política
que necesitaban algo más.
En ese contexto el general Martínez
Campos presionó a ambos y concertó una entrevista en el Palacio de El
Pardo, de la cual saldría un compromiso explícito, aunque puramente verbal
entre los dos, que se conoce como “El Pacto de El Pardo” y al que muchos
atribuyen el funcionamiento regular de la alternancia política entre ambos
partidos que se mantendría vigente ya hasta el final del período. El problema
más inmediato que había que resolver era como gestionar el vacío político que
se crearía con el fallecimiento del monarca. Se acordó que la reina consorte
asumiera la regencia en nombre del heredero que aún estaba por nacer y que
ésta, inmediatamente después, llamara al gobierno a Sagasta, que disolvería las
Cortes y convocaría elecciones (las de 1886) que, lógicamente, ganaría. Para
ambos estaba muy claro que la “izquierda” constitucional estaba mucho más
capacitada para garantizar la continuidad del Sistema y la neutralización de
las fuerzas republicanas en la crisis política que se abría.
El
sufragio universal
En el
apartado que dediqué al Partido Liberal vimos como el constitucionalista
Sagasta no se encontraba cómodo, sin embargo, con la Constitución de
1876 y siguió reivindicando durante años una vuelta a la del 69 o, al
menos, rescatar algunos de sus artículos. El asunto del sufragio fue siempre
una de las discrepancias más visibles entre los conservadores y los liberales.
Estos últimos, cada vez que volvían al poder, intentaban seguir ampliando los
límites del sufragio censitario. Y en 1890, al final de uno de los mandatos más
largos que se dieron en la Restauración (aún resistían las Cortes liberales de
1886), el que había conseguido salvar de forma airosa la crisis dinástica de
1885, decidieron cobrarse la factura que sus adversarios les debían y
recuperaron, ya de manera definitiva, el Sufragio Universal Masculino. Esta
era, para los conservadores, una línea roja que no debía haberse cruzado:
“Según la doctrina
canovista, que seguía a la habitual ideología liberal-doctrinaria del
conservadurismo liberal europeo, el sufragio universal conduciría
irrevocablemente a la anarquía social, en la que desembocaría el comunismo, o
el cesarismo del poder personal.”[6]
Las alarmas volvieron a saltar, y los
hombres de Cánovas pusieron en marcha toda su artillería mediática y ejercieron
las presiones palaciegas necesarias para forzar la salida de los liberales del
gobierno. Aunque éstos habían garantizado el sufragio por ley, el reglamento
que lo aplicó fue obra de los conservadores. La regente, como en tiempos de
Alfonso XII o de Isabel II, volverá a llamar al gobierno al jefe de la
oposición:
“Los conservadores
obtuvieron la confianza de la reina-regente, el decreto de disolución y la
convocatoria de nuevas elecciones para el año 1891, también orientadas y
ganadas por el partido en el poder, aunque en ellas el porcentaje de escaños
registrado por los conservadores (65,6 por 100 del congreso popular) indicase
una reentrada en la arena política de algunas fuerzas más amplias
–republicanos, socialistas-. Merced también a la suave mano del ministro de la
gobernación, el futuro jefe del partido conservador y presidente, Francisco
Silvela, quien albergaba mejores creencias en las capacidades electorales del
pueblo que las profesadas por la mayoría de las figuras del partido, incluidas
las dos tan determinantes de Cánovas y del gran muñidor y experto en lides
electorales, el súper-notable rey del caciquismo rural, Romero Robledo.”[7]
Aunque el derecho del sufragio fuera uno de
los más amplios de la Europa de la época, en la España de la Restauración:
“Las elecciones
generales venían a rubricar a
posteriori un acto
político y de poder sustanciado con anterioridad en otras dos decisivas
instancias. Por un lado, en las negociaciones de los hombres de partido en las
cámaras parlamentarias; por otro, en la cámara del rey. Lo que pudo
justificarse durante los primeros años, en rigor hasta 1890 (la “época
fundacional”), como confluencia de esfuerzos para superar la inestabilidad de
los regímenes políticos, no encuentra justificación plausible desde el momento
en que el rutinario turno de gobierno –establecido regularmente desde 1885-
alejaba de la intervención electoral a la opinión pública, puesto que las
elecciones no representaban más que de manera relativa las opciones para el
cambio de los gobiernos y gabinetes. Repetido el mecanismo una y otra vez,
terminó quebrantando profundamente las posibilidades de democratización
progresiva de todo el sistema.”[8]
La crisis
de fin de siglo
En torno al
cambio de siglo tienen lugar en España una serie de acontecimientos que
transformarán de manera profunda las actitudes de todos. Se produce un relevo
generacional que cambiará la faz del país, aunque siguieran preservándose todas
las formalidades políticas del régimen canovista:
La Guerra
de Cuba
En 1895 se vuelven
a sublevar los independentistas cubanos. El apoyo norteamericano a los mismos
es evidente desde los primeros momentos de este conflicto. Pronto harán lo
mismo los filipinos, en Asia Oriental. En 1898 los Estados Unidos le declaran
la guerra a España y sus tropas harán acto de presencia inmediata en los
territorios españoles de Cuba, Puerto
Rico y Filipinas, que son anexionados de facto por los norteamericanos. El Tratado de París pondrá fin a un
conflicto que, para España, representa el fin de una era.
La digestión
de la derrota será larga, dando lugar a un intenso debate nacional que
terminará dando nombre a una de las generaciones más brillantes de nuestra
historia: “La Generación del 98”.
1898 marcará un punto de inflexión para el régimen canovista, que saldrá ya
tocado y que se convertirá, para los españoles del primer tercio del siglo XX,
en el símbolo más claro de la decadencia de nuestro país.
“Unamuno el día de la
rendición española en Cuba estaba sorprendido porque los campesinos «trillaban
en paz su centeno, ignorantes de cuanto a la guerra se refiere». Y Ganivet:
«Estoy seguro de que eran en toda España muchísimos más los que trabajaban en
silencio, preocupados tan sólo por el pan de cada día, que los inquietos por
los públicos sucesos».”[9]
Ilustración del asesinato de Cánovas en un
libro de Francisco Pi y Margall
Asesinato
de Cánovas, coronación de Alfonso XIII y muerte de Sagasta
En 1897
Cánovas del Castillo, presidente en ese momento del Consejo de Ministros, será
asesinado en Mondragón (Guipúzcoa). El gran dirigente conservador y arquitecto
del Régimen vigente moría en plena Guerra de Cuba, pasando el testigo a Sagasta
y a los liberales, que arrastrarán así el estigma de la derrota y de la firma
del Tratado de París.
En 1902 será
coronado un adolescente de 17 años, que pasará a la historia como Alfonso XIII.
Un rey que era incapaz de entender los delicados equilibrios políticos sobre
los que se asentaba el sistema canovista, que abusó de las prerrogativas que la
Constitución de 1876 concedía al monarca, que manipuló todo lo que pudo a las
diferentes facciones de los dos grandes partidos del sistema, agravando así
todos los problemas que el país arrastraba, y que alimentó de manera insensata
las tendencias intervencionistas de los militares en política, ayudando de esta
manera a preparar el escenario de la futura Guerra
Civil Española (1936-1939).
Poco después,
en 1903, morirá Sagasta, el último dirigente político de su generación. Con él
se fue el siglo XIX español y entramos de lleno en el convulso y dramático
siglo XX.
[1] MARTÍNEZ CUADRADO, MIGUEL: La burguesía
conservadora (1874-1931). Historia de España Alfaguara. Tomo VI. Alianza
Editorial Alfaguara. Madrid. 1974.
[3] Hay autores que a los 5 diputados radicales (el grupo
de Ruíz Zorrilla) los clasifican como
“liberales” (es el criterio seguido por nosotros) y otros que los consideran
“republicanos”, por eso hay obras que contabilizan 27 liberales y 6
republicanos.
[4] MARTÍNEZ CUADRADO, MIGUEL: La burguesía
conservadora (1874-1931). Historia de España Alfaguara. Tomo VI. Alianza
Editorial Alfaguara. Madrid. 1974.
[9] Citados por Francisco J. Laporta en su artículo El desatino, en el periódico El País el 3/11/2005.
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