El
Franquismo fue un Régimen personalista en el que el dictador mantuvo un poder
absoluto hasta el último momento de su vida. Conforme fue pasando el tiempo,
entre los colaboradores más cercanos del “Caudillo” se fue extendiendo la
preocupación acerca de lo que podría pasar en España tras la muerte de su líder
carismático.
Tras
la Segunda Guerra Mundial el Régimen se dedicó a marcar distancias con el resto
de fascismos europeos que acababan de ser derrotados en el campo de batalla, en
un proceso de lavado de imagen que le permitiera resituarse en el mundo de la
postguerra, que era el que los aliados habían impuesto. Los cambios estéticos
que se introducen en la legislación buscan presentar a nuestro país como una
monarquía autoritaria:
“Franco
declaró que a su régimen lo acabaría sucediendo una monarquía tradicional. El
18 de julio de 1945, retiró de su gabinete a los ministros más estrechamente
relacionados con el Eje e incorporó a democratacristianos conservadores como
Alberto Martín Artajo como ministro de Asuntos Exteriores, lo que dio
credibilidad a su nueva imagen como católico autoritario.”[1]
Para
visualizar esta nueva estrategia política se promulga, en 1947, la Ley de sucesión a la jefatura del Estado,
en la que se establecía:
“…la
constitución de España nuevamente en reino (tras 16 años) y la sucesión de
Francisco Franco como el jefe de Estado español, al disponer que el sucesor
sería propuesto por el propio Franco a título de rey o de regente del reino,
pero que tendría que ser aprobado por las Cortes españolas.” [2]
Aunque
Franco no tenía la más mínima intención de ver limitados sus poderes, era
evidente para todos que el régimen español no era homologable con casi ningún
otro sistema político europeo de su tiempo y de esta forma se creaban unas expectativas,
de cara al futuro, que le permitía explicar en el exterior la anomalía española
como una consecuencia de la excepcional historia reciente de nuestro país y de
la amenaza comunista latente que acechaba, en un contexto (el de la Guerra
Fría) en el que el comunismo internacional se había convertido en el gran
enemigo a batir.
Y España se
convirtió en reino…
de nuevo… aunque la fecha en la que se concretaría esa declaración estaba por
determinar (el dictador la retrasó todo lo que pudo, ya que lo único que
pretendía era ganar tiempo) y el sucesor tampoco estaba designado.
La
definición de España como reino
contaba con la oposición de importantes sectores de la Falange, que decían
defender la República Nacional
Sindicalista, de evidentes resonancias fascistas. Pero de lo que se trataba
era precisamente de invisibilizar a esos sectores en el exterior, de aparentar
la superación de ese modelo. La necesidad de mejorar la integración del Régimen
en su entorno geopolítico lo fue arrastrando hacia un proceso evolutivo que, de
manera lenta pero inexorable, lo conducía hacia la Comunidad Europea.
Franco
había dejado claro que lo sucedería un rey, pero aún no había decidido quién
sería ese rey. No debemos olvidar la importante participación de los carlistas en el alzamiento del 18 de
julio, y que éstos habían sido integrados después en la estructura política de
la Falange con el Decreto de Unificación
(1937). Así que éstos podían pensar que la Ley
de sucesión a la jefatura del Estado lo que pretendía era sentar las bases
jurídicas que permitirían en el futuro coronar a su candidato. La existencia de
dos facciones monárquicas enfrentadas en el seno del franquismo (carlistas y alfonsinos)
daba al Dictador un importante margen de maniobra y le permitía hacer una especie
de subasta a la baja del cargo de “futuro
rey” ¿Quién estaría dispuesto a ceder más?
En
ese contexto tuvo lugar una reunión entre Franco y el heredero de Alfonso XIII,
Don Juan de Borbón, a bordo del yate Azor,
frente a San Sebastián, en 1948, en el que se acordó que su hijo, el príncipe Juan Carlos, sería educado en España por
preceptores designados por el propio Franco. De esta manera el dictador
pretendía formar a su futuro sucesor imbuyéndole los valores políticos de su
Régimen, garantizando así una senda evolutiva por la que debía transitar todo
el proceso. Esto no significaba, todavía, un reconocimiento explícito de que él
fuera el sucesor, pero sí lo convertía en la persona mejor situada para serlo.
El equipo de Carrero Blanco
En
1951 Franco nombra a Luis Carrero Blanco
Subsecretario de la Presidencia del Gobierno, que termina convirtiéndose en
algo así como su secretario particular. Desde entonces (hasta su muerte en
1973) el poder de Carrero Blanco en
el seno del régimen franquista no dejará de crecer y con él el de sus
colaboradores más cercanos, dirigidos por Laureano
López Rodó, que se rodeó de un equipo de colaboradores que, en su inmensa
mayoría, militaba en la organización integrista católica Opus Dei
El
equipo de Carrero Blanco tenía un proyecto político diferente al de la Falange
y, por supuesto, al de los carlistas. Constituía el núcleo duro de lo que ha
dado en llamarse “nacionalcatolicismo”.
Eran autocráticos, pero querían marcar las distancias con los elementos más
fascistas del Régimen. También poseían una elevada cualificación técnica en el ámbito
económico. Su estrategia consistía en romper con los esquemas autárquicos que
en ese momento eran predominantes en el franquismo, estabilizar la economía
para poder después diseñar planes de desarrollo, liberalizar económicamente el
país, abriéndolo a los inversores extranjeros, integrar España en las grandes
organizaciones internacionales (ONU, OCDE, FMI, Banco Mundial, CEE…), acercarse
a los partidos más conservadores del Eje
París-Bonn (democristianos alemanes y, sobre todo, gaullistas franceses) y
preparar una estrategia de salida para el Régimen que le permitiera seguir
controlando el proceso evolutivo después de que Franco hubiera muerto. Ésta
pasaba por la restauración de la monarquía tradicional española, manteniendo la
línea sucesoria alfonsina y crear en esa futura monarquía un sistema de
contrapesos políticos que garantizara la supervivencia de los elementos
esenciales del Régimen, una vez desaparecido el dictador.
De
manera lenta pero inexorable Carrero
Blanco y su equipo tuvieron tiempo de ir desarrollando buena parte de ese
programa, todo lo que podía llevarse a cabo antes de la muerte del dictador ya
que, contra todo pronóstico, el almirante desapareció físicamente antes que
Franco, lo que tendrá un efecto desestabilizador en los momentos finales del
franquismo como ya veremos.
España
entró en la UNESCO en 1952, en 1953 firmó el Concordato con el Vaticano y el Pacto
de Madrid con los norteamericanos (que permitió a este país establecer
bases militares en el nuestro[3]),
en la ONU en 1955, en el FMI y el Banco Mundial en 1958, la OCDE en 1961…
El
siguiente paso de los hombres de Carrero fue la puesta en marcha del Plan de Estabilización (1959), la
devaluación de la peseta, que pasó de un cambio de 42 pesetas por dólar a 60 (mucho
más realista), la congelación de los salarios, subidas de impuestos y apertura
del país a la entrada masiva de capitales extranjeros. De esta manera pudieron
conseguir por fin un superávit en la balanza de pagos ese mismo año, la bajada de
la inflación desde el 12,6 % de 1958 al 2,4 % de 1960, un incremento importante
de la inversión extranjera en nuestro país y de la llegada de turistas (desarrollando
el modelo que hoy llamamos de “sol y
playas”), así como de la emigración exterior de nuestras poblaciones
rurales hacia los países más desarrollados de Europa Occidental. Será el
comienzo de la política económica que ha dado en llamarse “el desarrollismo”. A partir de entonces España empezó a obtener
importantes créditos del FMI y del Banco Mundial y, bajo el mando del poderoso López Rodó, que acababa de ser nombrado Comisario del Plan de Desarrollo, surgió
una oficina de planificación económica que diseñó la política de planes de desarrollo, que se mantuvieron
ya activos hasta la muerte de Carrero (momento que marcó el fin de la época de
los ministros del Opus Dei en los
gobiernos de Franco). Hubo tres planes de desarrollo, que cubrieron
respectivamente los cuatrienios 1964-1967,
1968-1971 y 1972-1975, aunque el último se canceló antes de su
finalización.
La
hoja de ruta de los ministros del Opus, respaldada plenamente por Carrero,
apuntaba hacia la integración económica en la Comunidad Europea, aunque los
importantes obstáculos de tipo político derivados de la propia naturaleza autoritaria
del régimen franquista marcaron los límites de esa integración.
En
ese contexto se desarrollaron igualmente los planes nucleares de Carrero Blanco,
un área del programa político que él controló directamente (la parte militar de
esos planes fue supervisada por los colaboradores castrenses del Almirante, al
margen del Opus). Como dijimos en otro artículo anterior, en 1958 se inauguró
el Centro de Energía Nuclear Juan Vigón,
en 1969 la primera central nuclear, la de Zorita
(en Guadalajara), en 1971 la de Garoña
(Burgos) y en 1972 la de Vandellós (Tarragona).
La dos primeras con tecnología y control norteamericano, pero la última, de
tecnología francesa, nos daba acceso a la posibilidad de un desarrollo militar
de esa tecnología, que se estaba llevando a cabo de hecho, en secreto, con el
nombre en clave de Proyecto Islero,
bajo la dirección de Guillermo Velarde,
militar del ejército del Aire. La existencia de estos planes de utilización
militar de la tecnología nuclear llevaron a Carrero
Blanco a negarse a firmar el Tratado
de No Proliferación Nuclear de 1968, lo que tendrá importantes
consecuencias políticas para España de las que todavía hoy apenas se habla en los
libros de historia y que la mayor parte de los autores prefieren ignorar.
“Todo
está atado y bien atado”
Pero
el nudo gordiano de la estrategia de futuro del Régimen franquista, a largo
plazo, era ¿Qué pasará el día que Franco
desaparezca? En torno a 1960 los médicos le detectaron la enfermedad de Parkinson, que pudo ser
mantenida bajo control durante años gracias a la medicación a la que fue
sometido. Pero ésta, aunque con lentitud, no dejó de avanzar de manera
inexorable. El orden post-franquista, pese a la nula disposición del Dictador a
ver limitado su poder de decisión, le obligaba a definir un marco jurídico que
permitiera una transición ordenada tras su muerte o incapacidad manifiesta para
gobernar y la designación explícita de un sucesor.
El
primer paso en esta dirección fue la promulgación de la Ley Orgánica del Estado, en 1967, en la que se definen los poderes
que debía ostentar en el futuro el Jefe del Estado, que estaría vigilado por
una serie de instituciones (las Cortes, el Consejo del Reino y la falange
fundamentalmente), que servirían de contrapeso frente a posibles planes
liquidacionistas del Régimen. Todos esos mecanismos de control entrarían en acción
una vez que Franco hubiera dejado de ser Jefe del Estado.
“La
Ley
Orgánica del Estado viene a ser algo así
como el testamento político de Franco, en el que establece lo que hay que hacer
cuando él muera. Era a esto a lo que se refería cuando decía que “todo está
atado y bien atado”. El Régimen
franquista tuvo tiempo más que suficiente como para consolidarse en el poder y
diseñar después su propia estrategia de salida.”[4]
La
citada ley fue obra del equipo de Carrero, aunque bajo la supervisión directa
del Dictador, que no dejó nunca de defender sus propias prerrogativas como
gobernante absolutista.
Una
vez establecido el marco jurídico post-franquista, tocaba ahora nombrar un
sucesor:
“…amparándose
jurídicamente en la Ley de Sucesión de 1947, en julio de 1969 Franco designó a
Juan Carlos como sucesor a título de rey, nombramiento que sería ratificado por
las Cortes Españolas el 22 de julio de 1969. Ante la Cámara, ese mismo día el
joven príncipe juró guardar y hacer guardar las Leyes Fundamentales del Reino y
los principios del Movimiento Nacional, es decir, el ideario franquista.”[5]
Luchas intestinas
A
partir de ese momento se desencadena una feroz lucha por el poder entre las
diferentes facciones franquistas, intentando posicionarse cada una ellas de
manera lo más ventajosa posible para el
día después de la muerte del Dictador. Los síntomas de senilidad crecientes
del propio Franco servirán de estímulo para esa lucha de facciones.
Hay
dos grandes bloques enfrentados: los falangistas
y los nacional-católicos. Pero dentro
de cada uno de ellos hay sub-bloques peleando a su vez entre sí.
La
prensa del Movimiento comienza a airear
escándalos económicos en los que supuestamente estaban implicadas personas muy
cercanas a los ministros del Opus o afines.
Los más importantes fueron los casos MATESA y SOFICO, verdaderos ajustes de
cuentas entre las familias del Régimen, que llevaron a Franco a cesar a Manuel Fraga Iribarne (que era Ministro de Información y Turismo,
considerado un tecnócrata, que se presentaba como la cara más aperturista y
moderada del franquismo) y José Solís
Ruiz (Secretario General del Movimiento,
el falangista con mayor proyección pública que había en ese momento y que
representaba su versión más oficialista). Ambos, pese a tener perfiles políticos
muy diferentes, tenían en común su rechazo al asfixiante poder del Opus Dei y eran los personajes públicos
más importantes que, en ese momento histórico, podían plantarle cara a dicha
organización.
“En
el mes de octubre de 1969 el tándem Franco-Carrero hace una profunda
remodelación del gobierno que rompe los tradicionales equilibrios internos de
las “familias” franquistas y que la historiografía ha bautizado como “Gobierno
Monocolor”, ya que los ministros del Opus dominan por completo la escena, y los
falangistas que hay en él son dirigentes de segunda fila.”[6]
Los
miembros del Opus Dei habían
alcanzado la cima de su poder, pero a un alto precio: se habían quedado solos en la cumbre. Todos estaban contra ellos,
incluyendo en ese “todos” al resto de
familias políticas del franquismo.
Hasta
la propia Iglesia Católica se alejaba de un Régimen que se suponía que era
nacional-católico. El Cardenal Primado de España
“…el
13 de septiembre de 1971 inauguró una asamblea conjunta de obispos y sacerdotes
que rechazó la ideología divisiva y guerra-civilista de la dictadura con estas
palabras: «Reconocemos humildemente y pedimos por ello perdón, por no haber
sabido ser, cuando fue necesario, verdaderos ministros de la reconciliación»”[7].
Los
conspiradores actuaban de manera cada vez más abierta. Había comenzado la lucha
para definir el futuro modelo de estado de la España postfranquista. A este
periodo histórico se le ha dado en llamar “Tardofranquismo”
(1969-1975).
La
más derechista de las facciones políticas tardofranquistas
nació en el propio Palacio del Pardo, y tuvo como impulsores a la mujer y al yerno
de Franco, Carmen Polo y Cristóbal Martínez-Bordiú. Alrededor de
ellos se agrupó lo más rancio del franquismo (García Carrés, Girón de Velasco,
Raimundo Fernández-Cuesta, Iniesta Cano…) que serán conocidos genéricamente
como “El Búnker”, y también como “La Camarilla del Pardo”. Y la Camarilla del Pardo comenzó a apostar
por uno de los suyos, Carlos Arias Navarro,
como su propio referente para liderar la futura transición hacia el postfranquismo.
Arias, alcalde de Madrid, fue promovido a ministro de gobernación en el último
gobierno de Carrero, desde junio hasta diciembre de 1973, el único en el que éste
ostentó el título de Presidente del Gobierno.
Ese fue el único nombre que Franco impuso a Carrero en ese gabinete, como concesión
a su propia esposa, que cada vez se implicaba más en las tramas conspirativas y
presionaba a un “Caudillo” cada vez
más senil y ausente de la realidad.
Entre
los diversos grupos falangistas se abría paso la idea de regular, de alguna
manera, la lucha de facciones que estaba teniendo lugar en el seno del propio Régimen,
y muchos empezaron a pedir una Ley de Asociaciones
Políticas que reglara “el contraste
de pareceres” (esa era la expresión que utilizaban) dentro del marco
jurídico de los Principios Fundamentales
del Movimiento. Ese “pluralismo, pero
dentro de un orden” que se defendía desde diversos sectores del Régimen, lo
vendían a través de la prensa como una especie de “democracia a la española”.
Había
más facciones políticas actuando en aquel magma fluido del Tardofranquismo. Manuel Fraga Iribarne, tras su cese como
Ministro de Información y Turismo, fue enviado a Londres como embajador de
España en el Reino Unido. Y desde su “exilio” londinense se dedicó a montar su
propio lobby, buscando apoyos internacionales para su proyecto, que venía a ser
una democracia a la occidental, pero muy conservadora. Se proponía avanzar
gradualmente hacia una homologación del régimen político español hacia los
estándares europeos. En el extranjero, especialmente en Inglaterra, se le veía
como el político con más futuro que había en España en ese momento.
A
una mayor distancia del núcleo duro del Régimen, pero sin romper con él, se movían
otras propuestas que pretendían también homologarse con diversas fuerzas
políticas internacionales. Podemos citar al grupo Tácito, de orientación demócrata cristiana (Alfonso Osorio,
Fernando Álvarez de Miranda, Pío Cabanillas, Íñigo Cavero, Leopoldo Calvo
Sotelo, Landelino Lavilla, Marcelino Oreja…) o al grupo de personas que lideró Joaquín Garrigues Walker, que tenía
importantes contactos en Estados Unidos y pretendía crear en España un partido demócrata
liberal.
Todas
las facciones de las que hemos hablado hasta ahora tenían una gran proyección
pública y contaban, cada una de ellas, con editoriales, revistas y/o periódicos
afines que amplificaban sus propios discursos políticos.
Pero
había otros grupos más discretos, trabajando en la sombra, con planes tan
elaborados como los demás. El más importante de estos grupos, sin duda, era el
de Torcuato Fernández-Miranda.
Fernández-Miranda había sido profesor del príncipe heredero y contaba con el
respaldo del que estaba llamado a ser el futuro Jefe del Estado. Aunque
falangista (fue Secretario General del
Movimiento entre 1969 y 1974) iba por libre y tenía sus propios planes, que
pasaban por la vuelta a un régimen parlamentario de corte europeo ¡sin romper con la legalidad franquista!
Era algo así como la cuadratura del círculo ¿Cómo podía ser posible que un
régimen político que había nacido fascista se reciclara desde dentro y
alcanzara, por evolución y sin rupturas, homologarse con los estándares
vigentes en el resto de Europa en la década de los 70? A ese proyecto, que supo
venderle al propio Juan Carlos de Borbón, le llamó “De la ley a la ley”, es decir, desde
la legalidad del Régimen franquista hasta la legalidad democrática.
Fernández-Miranda,
un jurista que conocía perfectamente la legalidad y, sobre todo, la manera de funcionar
del Régimen, así como las facciones que lo dividían, había ido acumulando
información detallada acerca de cualquier persona que tuviera cierta relevancia
pública dentro del Sistema (sus fuentes de financiación, amistades, amantes,
puntos vulnerables diversos…), con objeto de tener instrumentos de presión
sobre ellos cuando llegara el momento. Éste era, básicamente, el panorama de
las facciones políticas que había en el Régimen durante los últimos años del
franquismo.
El periodo 1969-1973
Desde
la remodelación del gobierno de octubre de 1969 hasta junio de 1973, Carrero y
su gobierno monocolor domina la escena política, y las demás facciones conspiran
contra él. Su estrategia de salida del Régimen no era otra que la que había ido
reflejando en las diferentes leyes. Por su cabeza no pasaba la legalización de
partidos políticos ni elecciones libres. Su proyecto de la España postfranquista
era una dictadura coronada e institucionalizada, con un sistema de contrapesos
estructurales que permitiera la cooptación de sus grupos dirigentes de una
manera reglada, que impedirían al propio rey dirigir el proceso de manera
autónoma. Para ellos, todo estaba “atado
y bien atado”. Aunque era obvio que los planes de Juan Carlos no iban en
esa dirección, nada podía hacer mientras Franco estuviera vivo, ya que todo el
proceso había sido consensuado entre éste y su segundo al mando, y se había
concretado en leyes.
Carrero
y los ministros del Opus se habían convertido, en los últimos años del
franquismo, en los guardianes protectores de un Régimen que habían estado
modelando a su imagen y semejanza durante más de 20 años. Ese franquismo
institucionalizado del Desarrollismo
y primer Tardofranquismo empezaba a
parecerse al régimen salazarista portugués en sus mejores tiempos. Aunque el
Estado español seguía al margen del núcleo duro europeo, había ganado una gran
respetabilidad en una Iberoamérica que giraba cada vez más hacia la derecha y en
el mundo árabe (España seguía sin reconocer al estado de Israel, lo que era muy
valorado en los países musulmanes, y sin condenar al régimen cubano de Fidel
Castro, lo que le daba importantes réditos en los países de habla española y
portuguesa del continente americano). Además, Carrero había llegado a estrechar
importantes lazos, tanto económicos como políticos, con los gaullistas
franceses (hasta el punto de que éstos estaban dispuestos a apoyar el
desarrollo militar de la energía nuclear en España). También había llegado a establecer
una relación cordial con los democristianos alemanes de Konrad Adenauer.
Algunos autores llegaron a hablar, a finales de los años 60, de la posible
construcción de un eje París-Bonn-Madrid, lo que causaba escalofríos en Washington.
Todas
estas estrategias de política exterior que hemos brevemente citado, unidas a
los propios proyectos continuistas de la versión del franquismo que Carrero
encarnaba, convertía a éste en un objetivo a batir para el presidente
norteamericano Richard Nixon, cuyo
secretario de estado era Henry Kissinger,
el más poderoso enemigo que podamos imaginar. Una dictadura española
institucionalizada y consolidada, desarrollándose económicamente, bien
relacionada en Iberoamérica y en el mundo árabe y con acceso a la tecnología
nuclear iba mucho más allá de lo que los norteamericanos podían tolerar.
La crisis del petróleo y la ofensiva
neoconservadora en el mundo
Los
años 1969 y 1973 son muy importantes, tanto en España como en el mundo. En
España 1969 es el año en el que Juan Carlos de Borbón es designado por Franco
como su sucesor a título de rey y se desata la lucha de facciones en el
franquismo. En el mundo, 1969 es el año el que Richard Nixon llega a la presidencia de los Estados Unidos y da un
giro brusco tanto en la política exterior como en la económica del país. Como
consecuencia de ello, en el plano económico el dólar se desvincula del patrón
oro en 1971, y en el político comienzan a producirse golpes de estado en Iberoamérica
patrocinados desde Washington (Bolivia en 1971, Chile y Uruguay en 1973,
Argentina en 1976). También comienza el acercamiento entre EEUU y China, a
través del cual el primero pretende cercar a la Unión Soviética y sus aliados
europeos del COMECON y del Pacto de
Varsovia…
1973
es el año en el que se libra la Guerra
del Yom Kipur entre Egipto e Israel y, como consecuencia de ella, se
desencadena la Crisis del Petróleo.
Es, también, el año del golpe de estado
de Pinochet en Chile… y del asesinato
de Carrero Blanco. Por tanto, podemos decir que el periodo 1969-1973 marca
un brusco giro en la evolución de los acontecimientos políticos, tanto en
España como en el mundo. A partir de entonces comienza la gran ofensiva neoconservadora que ha llegado hasta
nuestros días… y comienzan también los primeros movimientos de la transición
española hacia la Democracia. Dos procesos que, en principio, avanzan en
direcciones contrarias ¿no?
A
los norteamericanos les preocupaba seriamente la situación política española.
Pero la salida aquí no pasaba, desde luego, por un golpe de estado militar como
en los países iberoamericanos, ya que eso sería más de lo mismo y evidentemente
tendría muy poco recorrido en un país en el que, pese a ser probablemente la dictadura
más sólida en el plano institucional de Europa Occidental, estaba siendo
seriamente erosionada desde abajo por el movimiento obrero más potente de todo
el continente y por unas fuerzas clandestinas que se movían como pez en el agua
en el seno de la Dictadura. La continuidad del franquismo que representaba
Carrero no era tampoco una opción válida por las razones que hemos expuesto
hasta aquí. Había que avanzar hacia la democracia de una manera controlada
desde los círculos dirigentes mundiales.
Los
contactos se multiplicaban entre los dos lados del atlántico para intentar
reconducir el proceso político español hacia una salida compatible con los
estándares europeos. El señuelo de la posible entrada de España en la Comunidad Económica Europea podía ser el
motor que impulsara el mismo. No obstante, en ese proceso de acercamiento entre
España y la CEE también había algunas líneas rojas. Desde Washington se
descartaba cualquier posible colaboración francesa en el mismo. Francia, aunque
participaba en el grueso de las instituciones europeas y era considerado por
todos un país occidental y democrático era, sin embargo, un estado muy
singular, en torno al cual se había ido estableciendo una especie de cordón
sanitario suave.
Francia,
al estar en la lista de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial había
disfrutado en la postguerra de un mayor margen de maniobra política que los
países que pertenecieron al Eje (Alemania e Italia) pero, al contrario que el Reino
Unido, había sabido mantener ciertas distancias con los norteamericanos,
establecido lazos poderosos con sus viejos enemigos alemanes e italianos para
crear con ellos un foro económico y político propio llamado Comunidad Económica Europea, había
tendido puentes autónomos de colaboración con la Unión Soviética y con el Régimen
español, había desarrollado su propio programa de investigación nuclear, al
margen de los americanos, que le había llevado a fabricar su propia bomba
atómica con una tecnología cien por cien francesa, se había convertido en el
país del mundo que producía un mayor porcentaje de energía eléctrica a partir
de centrales nucleares y, aunque pertenecía a la OTAN (como alemanes, italianos
y británicos), se había salido de su estructura de mando militar en 1966, lo
que disparó todas las alarmas en Washington. Desde el punto de vista
norteamericano había que mantener a Francia fuera del proceso de evolución
hacia la democracia en España.
Los
ingleses habían tendido algunos puentes con los sectores más liberales del
franquismo, especialmente con la facción que lideraba Manuel Fraga Iribarne. Pero el problema era la izquierda
clandestina, ya que no paraba de crecer, liderada por el Partido Comunista de España (PCE) sin que nada se pudiera hacer
para evitarlo, pues este proceso tenía lugar… ¡a pesar de la fuerte represión policial! La base fundamental de
ese crecimiento de las fuerzas clandestinas estaba en un poderosísimo
movimiento obrero que en los años setenta escapaba ya a todo posible control
que se pudiera ejercer desde el ámbito institucional. A esto hay que sumar la
consolidación de una organización terrorista (ETA) que no paraba de crecer y
que estaba creando, de hecho, una situación prerrevolucionaria en su zona de
actuación (País Vasco y Navarra) y que con su ejemplo estaba contagiando a
otras zonas del estado, donde aparecían nuevas organizaciones terroristas (FRAP,
GRAPO, MPAIAC…). Alguien tenía que ocuparse de actuar en ese ámbito político
antes de que fuera demasiado tarde.
Esa
tarea se le adjudicó a la Internacional Socialista,
que contactó a principios de los 70 con la facción del PSOE que tomó poco
después el mando en el Congreso de
Toulouse de 1972, y que estaba liderada por un abogado sevillano llamado Felipe González. A partir de entonces
comienza un proceso de formación de cuadros y de diseño de una estrategia que
debía empezar a contrarrestar la hegemonía comunista dentro del movimiento
obrero español. El peso de ese programa recayó en el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), que gobernaba en ese momento
en su país y que comenzó a canalizar sus esfuerzos en España a través de la Fundación Friedrich Ebert, que abrió
oficinas, oficialmente, en Madrid en 1976, con el visto bueno del entonces
ministro de Gobernación Manuel Fraga
Iribarne precisamente.
Carrero Blanco, Presidente de Gobierno
En
junio de 1973 Franco da un paso atrás y cede el control definitivo de la
política cotidiana a Carrero Blanco. Hasta ese momento Carrero había ostentado
el cargo de Vicepresidente del Gobierno,
y aunque había estado llevando la iniciativa política de hecho, los consejos de
ministros (cada vez más espaciados en el tiempo por los evidentes problemas de
salud del Dictador) los seguía presidiendo el propio Franco. Pero entonces éste
decide que había llegado el momento de nombrar, por primera vez en la historia
del franquismo, un Presidente de Gobierno
que fuera una persona diferente del Jefe
del Estado (cargo que seguía reservándose para sí). Esto ya había sido
previsto en la Ley Orgánica del Estado
de 1967 y viene a significar algo así como el reconocimiento implícito de que
la transición política hacia el postfranquismo había comenzado. Desde ese
momento el Dictador deja de asistir a los consejos de ministros y oficialmente
toma el mando la persona que lo tenía, de facto, desde hacía mucho tiempo.
Como
dije más arriba, Franco le impuso un nombre, dentro de su gobierno: el Ministro
de Gobernación (el jefe de los policías y de la guardia civil) debía ser Carlos Arias Navarro, que antes había sido
alcalde de Madrid. Arias era el infiltrado del búnker en el gabinete que presidía Carrero (algo que todo el que se
movía en las altas esferas del franquismo sabía) y estaba patrocinado por la Camarilla del Pardo.
Pero
había otro gran “infiltrado” en aquel gobierno, como se terminó sabiendo: el
nuevo Vicepresidente del mismo, Torcuato
Fernández-Miranda, pero éste trabajaba para el príncipe heredero, Juan Carlos de Borbón. Fernández-Miranda
era una concesión formal a los falangistas, ya que también era (desde la
remodelación de 1969 en la que se cesó a Solís
Ruiz) Secretario General del Movimiento.
Era una manera de visualizar públicamente que la Falange seguía siendo la
columna vertebral del Régimen franquista y que se seguía contando con ella.
Pero
ese gobierno, el último de Carrero Blanco,
duró poco. El 20 de diciembre de 1973 el almirante fue asesinado en un extraño
atentado del que ya hemos hablado en un artículo anterior[8].
La repentina e inesperada muerte de Carrero en un momento tan crítico en la
historia de España como 1973 fue un mazazo para un franquismo agonizante.
Carrero representaba la mayor y mejor esperanza de supervivencia del Régimen.
Era el único político del mismo que podía darle garantías de continuidad.
Cualquier otra alternativa, en ese momento histórico, abría grandes
incertidumbres… y también grandes
oportunidades.
Visto
desde la distancia, ese atentado no puede considerarse más que como un acto de
ingeniería social y política: demasiado
oportuno. Demasiado preciso. Hasta ahora casi todos los autores que han
abordado el tema se han centrado en la política local española, pasando por alto
el contexto internacional en el que se produce.
El
11 de septiembre de 1973 tuvo lugar el golpe de estado de Augusto Pinochet en Chile contra el gobierno legítimo de Salvador Allende. Un golpe dirigido
desde la Secretaría de Estado norteamericana como ya prácticamente todo el
mundo (incluidos los propios norteamericanos) reconoce. El Chile de Allende se
había convertido en un símbolo para la izquierda en todo el orbe. Con este
golpe se estaba mandando un mensaje global. Era un aviso de lo que venía.
El
16 de octubre, una reunión de la Organización
de Países Árabes Exportadores de Petróleo decide
“…no
exportar más petróleo a los países que habían apoyado a Israel durante la
guerra de Yom Kipur, que enfrentaba a Israel con Siria y Egipto. […] Arabia
Saudita, Irán, Irak, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Catar suben los precios
unilateralmente en un 17 % hasta los 3,65 dólares por barril y anuncian cortes
de suministro.”[9]
El
precio del barril de petróleo entró en una espiral de subidas desde los 3,12
dólares/barril de septiembre de 1973 hasta los 35,52 que alcanzó en 1980. Este espectacular incremento del precio de la energía tuvo las consecuencias económicas,
sociales y políticas que nos podemos imaginar: una brutal crisis económica que
disparó el desempleo y degradó el nivel de vida de las clases populares en todo
el mundo y que trajo consigo un proceso de involución política generalizado,
que hizo retroceder en el tiempo a nuestro planeta varias décadas y que cortó
las alas a los gobiernos progresistas del Tercer
Mundo, a la Comunidad Económica Europea
y a Japón, demasiado dependientes de
los hidrocarburos.
El 19 de
diciembre
(un día antes del atentado) Henry Kissinger
estuvo en España, hablando con Carrero Blanco precisamente. Fue una reunión
dura, según todas las versiones que hay de ella, en la que se pusieron las
cartas sobre la mesa y se habló abiertamente del programa nuclear español.
“En
el mensaje de fin de año de 1973 que Franco dirigió por televisión a todos los
españoles, pocos días después del atentado contra Carrero, intercaló una frase
que causó desconcierto: “No hay mal que por bien no venga” y que disparó todo tipo de especulaciones.
Algunos la tradujimos como “He captado el mensaje”, e interpretamos que estaba dirigida claramente al gobierno
norteamericano.”[10]
Como
ya vimos, el Vicepresidente de ese
gobierno era Torcuato Fernández-Miranda,
que también llevaba la cartera de Ministro
Secretario General del Movimiento. Oficialmente era el jefe de los
falangistas en ese preciso momento. Pero también dijimos que iba por libre, que
en realidad mantenía una estrecha relación con el príncipe heredero y que tenía
como proyecto político el desmantelamiento de la estructura política del
franquismo y su transformación en una democracia homologable a los estándares
europeos. Eso lo sabemos hoy porque conocemos todo lo que ocurrió después, pero
en ese momento no era, obviamente, tan evidente, aunque está claro que, pese a
su filiación falangista, los miembros del búnker
no lo reconocían como uno de los suyos, y era bastante conocida su amistad con
el príncipe heredero, de quien había sido profesor. De hecho, si había
sobrevivido políticamente e incluso prosperado durante la etapa del gobierno
monocolor era, precisamente, porque no pertenecía al núcleo duro del falangismo
y compartía con Carrero Blanco la necesidad de una salida monárquica del Régimen.
La confianza que disfrutaba por parte del príncipe heredero había sido un aval
para promocionarlo, desde el punto de vista de Carrero. Era una manera de “domesticar”
a su través al falangismo.
Como
Vicepresidente del Gobierno en ese momento le tocó asumir la presidencia de
manera provisional, tras la muerte del Presidente, como establecían las leyes.
Estuvo al mando desde el fatídico 20 de diciembre hasta el 3 de enero de 1974.
Durante ese breve tiempo manejó la situación con bastante sangre fría, contuvo
a los militares y a los ultras, que querían declarar el Estado de Excepción y organizar redadas masivas entre los
militantes de los partidos de la izquierda clandestina y dio una respuesta
solvente y bastante institucional. La prensa, de hecho, dio por supuesto que Franco
lo dejaría al frente del gobierno. Pero no fue así. Desaparecido Carrero, las
personas que tenían una mayor capacidad para influir en las decisiones del Dictador
eran los miembros de su círculo familiar, la Camarilla del Pardo, y éstos tenían un candidato propio desde hacía
tiempo: Carlos Arias Navarro.
Carlos Arias Navarro
Arias
era un falangista de toda la vida, con un historial que se remontaba hasta la Guerra
Civil:
“Su
participación como fiscal en los consejos de guerra que el bando franquista
promovió para castigar y, en su caso, ejecutar a los partidarios significativos
de la República durante la Guerra Civil y la posguerra en la ciudad de Málaga,
le valió el apodo de «El carnicero de Málaga»[11].
Debido a esta represión, se le atribuye haber participado en la muerte de más
de 4300 leales al Gobierno de la República.[12]”[13]
En
los últimos años anteriores a 1973 se había comportado como un verdadero
cortesano, frecuentando asiduamente el Palacio del Pardo y ganándose la confianza
de los miembros de la camarilla homóloga, especialmente la de la esposa del Dictador,
Carmen Polo. De esta manera se fue
convirtiendo en el candidato favorito del Búnker,
lo que le llevó a dirigir el Ministerio de la Gobernación desde octubre de
1969. Y como jefe supremo de la policía franquista había sido, lógicamente, el
responsable último de la seguridad del gobierno, incluido el Presidente. Por
tanto, el asesinato de Carrero Blanco era, de manera implícita, la demostración
de que no había hecho bien su trabajo. Por eso sorprendió a todos que Franco lo eligiera como el sucesor de Carrero.
No tenía mucho sentido desde el punto de vista político, pero obedecía a la
lógica de la lucha sorda de facciones que caracterizó al Tardofranquismo.
Arias,
como ya he dicho, no era más que un cortesano de la Camarilla del Pardo. Arribista, obediente e inseguro. Era la antítesis de un estadista. El cargo
de Presidente del Gobierno le venía demasiado grande. Pero fue a él a quien le
tocó estar al mando en el momento más crítico del Régimen franquista.
Desde
mediados de los 50 Carrero y sus hombres venían controlando y diseñando a su
medida el aparato del Estado. Conocían todos sus resortes y entramado legal
porque lo habían hecho ellos. Pero, durante todo ese tiempo, no había hecho más
que crecer la lista de sus enemigos. Todas las facciones falangistas ansiaban
liquidar la estructura de poder que Carrero había creado. Del gobierno de Arias
desaparecieron, ya para siempre, todos los ministros del Opus, y volvieron algunos falangistas de “pata negra”, como José
Utrera Molina o Francisco Ruiz Jarabo.
Aunque la situación política desde luego no estaba para experimentos y, al
margen de los miembros del Opus y de
Torcuato Fernández-Miranda, intentó hacer una especie de gobierno de
concentración del resto de familias del franquismo, pues necesitaba que todos
remaran en la misma dirección.
A
las pocas semanas de su toma de posesión, el 12 de febrero de 1974, tuvo una
intervención en las Cortes que sorprendió a todos, por su pretendida audacia.
Presentó el Proyecto de Ley de Asociaciones
Políticas que varias facciones falangistas llevaba pidiendo desde hacía
algún tiempo.
“Arias
Navarro, que carecía de proyecto político propio,[14]
pareció que se alejaba de las posiciones «inmovilistas» cuando pronunció el
discurso de presentación del nuevo gobierno ante las Cortes franquistas el 12
de febrero de 1974, ya que en él hizo ciertas promesas «aperturistas»
—asociaciones políticas «dentro» del Movimiento, elección «orgánica» de los
alcaldes y presidentes de las diputaciones provinciales, reconocimiento legal
de los conflictos laborales—. Arias Navarro habló de proseguir la «continuidad
perfectiva» del régimen, procurando el «ensanchamiento de los cauces de
participación» y buscando «nuevas fórmulas para dar proyección política al
pluralismo real de nuestra sociedad». Y por primera vez en la historia del
franquismo la «Cruzada» era calificada como «guerra civil», aunque también se
decía que «la legitimidad del 18 de julio no es susceptible de reinterpretación
ni de debate». Según Paul Preston, el discurso fue escrito por dos miembros del
grupo «reformista» Tácito, Gabriel Cisneros y Luis Jáudenes, por encargo de su
superior, el ministro «aperturista» de la Presidencia Antonio Carro, quien por
otro lado había situado a otros miembros del grupo como subsecretarios en
diferentes ministerios[15].
Según Luis Suárez Fernández, el texto fue elaborado por Antonio Carro y por Pío
Cabanillas y redactado finalmente por Cisneros.”[16]
A
partir de entonces la prensa del sistema empezó a hablar del “Espíritu del 12 de febrero”, como una
especie de proyecto de refundación del franquismo sobre nuevas bases. Algunos,
incluso, se atrevieron a presentarlo como el primer paso hacia una democracia
parlamentaria de corte europeo. El proyecto se estuvo debatiendo en las Cortes
durante el resto del año 1974 y vio la luz finalmente, bastante descafeinado
con respecto a la propuesta inicial, el 21 de diciembre. En 1975 se legalizaron
varias decenas de asociaciones políticas ajustándose a dicha ley (Reforma Democrática, de Manuel Fraga, Reforma Social Española, de Cantarero
del Castillo, Unión Nacional Española,
de Gonzalo Fernández de la Mora…).
El
25 de abril de 1974 se produjo, en la vecina Portugal, la Revolución de los Claveles, un golpe de estado, dirigido por el general
António de Spínola al frente del Movimiento de las Fuerzas Armadas, que
cerró definitivamente la etapa del Estado
Nuevo portugués y abrió un nuevo proceso histórico que parecía apuntar
hacia una revolución socialista.
La
noticia, en España, actuó como un verdadero revulsivo y precipitó todo tipo de
contactos políticos. De pronto surge la remota posibilidad de una salida a la portuguesa,
es decir, de un golpe de estado dirigido por militares liberales. En ese
contexto surge la Unión Militar Democrática
(UMD), una organización militar clandestina que busca una salida a la portuguesa
para el Régimen español, y se disparan todas las alarmas.
“El
Partido Comunista de España consideró entonces que había llegado el momento de
tomar la iniciativa política, diseñando una salida “a la portuguesa”. El 30 de
julio de 1974 se presenta a la prensa simultáneamente, en París y en Madrid, la
Junta Democrática, fundada por el Partido Comunista de España, Partido
Socialista Popular, Partido Carlista y Alianza Socialista de Andalucía, así
como diversas personalidades públicas (Rafael Calvo Serer, José Vidal Beneyto y
Antonio García-Trevijano). Después se adhirieron a la misma el Partido del
Trabajo de España, Comisiones Obreras, la asociación de juristas Justicia
Democrática y una serie de figuras independientes, como el aristócrata José
Luis de Vilallonga.”[17]
Pero
para avanzar en esa dirección hacía falta nada menos que un general del
ejército franquista dispuesto a dar un paso al frente. Aunque era obvio que la
situación política española en 1974 era muy diferente de la portuguesa (entre
otras razones porque los portugueses llevaban años embarcados en una guerra
colonial que les estaba pasando una dura factura y que colocaba a los militares
en la primera línea de fuego, lo que les obligaba mover ficha a ellos
precisamente) los partidarios de esa salida del Régimen creían ver importante
similitudes. En España no estábamos en guerra, pero teníamos el movimiento
obrero más poderoso de Europa, lo que para algunos venía a ser algo parecido.
El
Partido Comunista creyó haber
encontrado al António de Spínola portugués
en la persona del Teniente General Manuel
Díez-Alegría, que era hermano del cura obrero José María Díez-Alegría, y se decidió a dar un paso al frente
usando al gobierno rumano como mediador.
Para
situarnos en contexto y entender mejor el significado de la operación debemos
recordar que en 1968 había tenido lugar en Checoslovaquia la llamada “Primavera de Praga”. El régimen
comunista de este país, que era miembro del COMECON
y del Pacto de Varsovia, había
iniciado un proceso de evolución hacia una democracia más cercana a los
estándares occidentales, a la que ellos llamaron “un socialismo con rostro humano”. El resto de países del Pacto de
Varsovia… excepto Rumania, decidieron
poner fin a ese experimento político y las fuerzas armadas de todos ellos
invadieron Checoslovaquia. La negativa de la Rumania de Nicolae Ceaușescu a participar en esta invasión provocó todo tipo
de especulaciones y de sesudos análisis políticos en la prensa a través de los
cuales se daba por supuesto que Rumania podía ser el siguiente país en intentar
romper con la disciplina del Bloque del Este,
y Ceaușescu se convirtió, de la noche
a la mañana, en un “comunista bueno”,
que podría desencadenar en el futuro inmediato el proceso de ruptura del citado
bloque.
Poco
después, los partidos comunistas de Italia, Francia y España sacaron un
comunicado conjunto en el que condenaban la invasión de Checoslovaquia. A
partir de entonces estos tres partidos se desmarcan con claridad del Bloque del
Este y lanzan una serie de propuestas abiertamente socialdemócratas. Desde
entonces se autodefinirán como “eurocomunistas”.
El eurocomunismo venía a ser un
proyecto político socialdemócrata surgido desde la tradición comunista clásica,
los partidos eurocomunistas se mostraron de acuerdo con la propuesta de los
comunistas checoslovacos que habían protagonizado la Primavera de Praga. También estrecharon lazos con el régimen de Ceaușescu.
Y,
en ese contexto político internacional, un día le llega al Jefe del Alto Estado
Mayor del ejército español, Teniente General Manuel Díez-Alegría, una invitación del embajador rumano en Madrid
para visitar Bucarest y entrevistarse con Nicolae
Ceaușescu. Díez-Alegría informa al
presidente del gobierno, Carlos Arias,
de la invitación y éste le autoriza a viajar, con la condición de que lo
mantuviera perfectamente informado de todo lo que allí se tratara. El general viaja
a Rumania, se entrevista con Ceaușescu.
Y en el transcurso de la reunión, éste hace pasar al despacho al Secretario
General del Partido Comunista de España, Santiago
Carrillo, se lo presenta y, después, los deja sólos a ambos.
Esa reunión, que era
puramente exploratoria y de la que no podía salir ningún compromiso concreto,
pese a haber sido autorizada por Arias Navarro y, posteriormente, recibido el
informe correspondiente, le costó el puesto a Díez-Alegría. El hipotético António
de Spínola español fue cesado fulminantemente como consecuencia de su viaje
a Rumania.
Había
quedado claro que una salida a la portuguesa no iba a ser posible en España.
Mientras tanto la escalada de movilizaciones obreras no dejaba de crecer y la
acción de las bandas armadas, fundamentalmente ETA y FRAP, se multiplicó.
El fin de una época
La
salud del Dictador no dejaba de deteriorarse. Durante el verano de 1974 estuvo
ingresado en un hospital y transfirió, por primera vez en su vida y de manera
provisional, durante 43 días (del 22 de julio al 2 de septiembre) la jefatura
del Estado al príncipe heredero, Juan Carlos de Borbón.
“El
26 de septiembre de 1975 el Régimen volverá a ejecutar a cinco personas (3 del
FRAP y 2 de ETA), desencadenándose una campaña mundial contra él[18] […] El 15 de octubre de 1975 Franco sufrió un
infarto. Le siguieron tres más los días 20, 22 y 24. El día 30 sufrió una
peritonitis y entonces “ordenó que se aplicara el artículo 11 de la Ley
Orgánica del Estado, lo que puso fin a su regencia y pasó la Jefatura del
Estado a Juan Carlos” […] Con el
prestigio internacional de España por los suelos, el rey de Marruecos decidió
dar un paso adelante y organizó la “Marcha Verde” sobre el territorio del Sáhara español (hoy Sahara Occidental), lo
que podía llegar a degenerar en una nueva guerra contra Marruecos.”[19]
…
“En
plena Guerra Fría, EE.UU y Francia apoyaron la pretensión de un Sáhara marroquí
ya que consideraban que tras la intención española hecha pública de abandonar
el territorio la otra opción era un Sáhara títere de Argelia (rival regional de
Marruecos y con quien había tenido una guerra la década anterior), […] Que Argelia hubiera logrado una salida al
océano Atlántico por el Sáhara Occidental hubiera arrinconado a Marruecos y habría
producido un cambio geopolítico significativo a favor de Argelia”[20]
…
“Al
percibir que nuestros intereses estarían mejor servidos por una división
marroquí-mauritana del Sahara que por su independencia bajo influencia
argelina, la posición de Estados Unidos fue de neutralidad pública y de apoyo
privado, aunque limitado, a Marruecos”.
Henry Kissinger, Secretario de Estado de los Estados
Unidos (1973-1977)[21]
En
una situación de gran provisionalidad política. Con Franco agonizando y el
príncipe desempeñando en funciones el papel de Jefe del Estado, el rey de
Marruecos, Hassan II
“…instó
al pueblo marroquí a realizar una marcha «pacífica», principalmente de niños y
mujeres desarmados, para recuperar los territorios del Sahara ocupados por
España[22]. A
las columnas de civiles que marchaban hacia el sur vía Tarfaya se unieron
también 25.000 soldados de las Fuerzas Armadas Reales, que se dirigían a la
provincia española por el este[23].”[24]
Las
presiones políticas francesas y, sobre todo, norteamericanas sobre el príncipe
para que llegara a una solución negociada con Marruecos que condujera a una
cesión pacífica del territorio se multiplicaron.
[El 14 de
noviembre de 1975] “con Juan Carlos de
Borbón como jefe de Estado en funciones —Franco ya agonizaba en Madrid—,
España, Marruecos y Mauritania firmaron el Acuerdo Tripartito de Madrid, en el
que España reiteró su intención de descolonizar el Sahara «poniendo término a
las responsabilidades y poderes que tiene sobre dicho territorio como potencia
administradora» e instituyó una administración temporal «en la que participarán
Marruecos y Mauritania, en colaboración con la Yemaá», la asamblea de notables
tribal, estableciendo que ésta sería la expresión de la opinión del pueblo
saharaui. Por último, se estableció que España pondría fin a su presencia en el
territorio antes del 28 de febrero de 1976.
El
10 de diciembre, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó —España,
Marruecos y Mauritania votaron a favor— la Resolución 3458 B, en la que se
reafirmaba «el derecho inalienable de todas las poblaciones saharianas
originarias del territorio a la libre determinación» y se pedía a las partes
«una consulta libre organizada con el concurso de un representante de las
Naciones Unidas designado por el secretario general».
El
26 de febrero de 1976, el representante permanente de España ante las Naciones
Unidas comunicaba que el Gobierno español daba por terminada definitivamente su
presencia en el territorio, ya que cesaba «su participación en la
Administración temporal que se estableció para el mismo (sic)», pero matizando
que «la descolonización culminará cuando la opinión de la población saharaui se
haya expresado válidamente».”[25]
El
20 de noviembre se anunció, oficialmente, la muerte de Franco, aunque siempre ha
habido personas que afirman que el fallecimiento ocurrió antes y que su anuncio
se efectuó después de que se cerraran una serie de asuntos que estaban
pendientes y que podían haber distorsionado el proceso de relevo formal en la
jefatura del Estado.
El franquismo sin Franco
Tras
la muerte de Franco se puso en marcha el mecanismo de relevo que estaba
previsto en la Ley Orgánica del Estado.
El 22 de noviembre de 1975 el príncipe heredero “fue proclamado rey de España por las Cortes Españolas”[26]
con el nombre de Juan Carlos I,
convirtiéndose en un monarca que lideraba una dictadura autoritaria. Era el
sistema político sui géneris que
habían diseñado entre el Dictador difunto y su segundo, Carrero Blanco, con un
sistema de contrapesos políticos que debía limitar bastante el poder del
monarca.
-
«¿Torcuato, quieres ser presidente del Gobierno o presidente de las Cortes?»
Finales de 1975.
La salud de Franco empeora y el Príncipe Juan Carlos se prepara para asumir la
Jefatura del Estado. Lleva años trabajando junto a su principal consejero,
quien en los años 60 había sido su profesor de Derecho Político, Torcuato
Fernández-Miranda (Gijón, 1915-Londres, 1980), con quien desde entonces mantuvo
una excelente relación. Una vez que el Rey sea proclamado la prioridad es
cubrir los dos puestos claves para lanzar su plan reformista. Cuando Don Juan
Carlos le da a elegir, Fernández-Miranda se enfrenta a la decisión más difícil
de su vida política. La respuesta había sido largamente meditada:
-
«Señor, el hombre político que soy quiere ser presidente del Gobierno, pero le
seré más útil en la Presidencia de las Cortes».[27]
De
esta manera narró, en el diario ABC, en 2017, un hijo de Fernández-Miranda, una
reunión clave entre su padre y el Rey en la que se diseñó el comienzo de la
transición hacia el postfranquismo.
Más
allá de la hagiografía personal que se ha construido en torno a Don Torcuato,
lo que está claro es que en ese momento crítico de la Historia de España
desempeñó un papel discreto pero fundamental. Sin su presencia los
acontecimientos se hubieran desarrollado seguramente de una forma muy
diferente.
Los
meses que seguirían a la muerte del Dictador debían ser previsiblemente muy
duros, y lo más reaccionario del Régimen los utilizaría para debilitar la
figura del nuevo monarca. El primer gobierno de la monarquía se quemaría en unos
pocos meses. Por eso, la fría mente de Fernández-Miranda, con el visto bueno de
Juan Carlos I, diseñó un plan que consistía en dejar en el gobierno a Arias (aunque
con condiciones) y situarlo a él en la presidencia de las Cortes (que llevaba aparejado también la del Consejo del Reino, que era el órgano que debía proponer las ternas
a Presidente de Gobierno, según el sistema de contrapesos previsto en la Ley Orgánica del Estado). El plan era que
el gobierno Arias sufriera toda la impopularidad y el desgaste asociado a la
tremenda crisis, tanto económica como política, que se estaba viviendo y, con
ello, se erosionara la posición del Búnker, mientras Miranda situaba en los
puestos de salida a las personas que debían desplazar a dicho gobierno. La
estrategia daba por supuesto que ese primer gobierno iba a fracasar y que su
caída arrastraría a las fuerzas del Movimiento
Nacional. Era una calculada partida de ajedrez
Así
pues, Juan Carlos I situó a Fernández-Miranda
al frente de las Cortes españolas y
del Consejo del Reino y confirmó a Arias en su puesto de Presidente de Gobierno que había venido
desempeñando con Franco. Aunque le impuso tres nombres: Fraga, Areilza y Garrigues, con lo cual, de alguna manera, estaba
apuntando la dirección hacia la que el monarca se dirigía.
Manuel Fraga
Iribarne,
hasta entonces embajador de España en el Reino Unido, que había sido Ministro
de Información y Turismo con Franco hasta 1969 y cesado entonces por su
participación en la difusión por la prensa del Movimiento de los escándalos MATESA
y SOFICO, considerado desde mediados de los 60 como la cara más aperturista del
Régimen, presidente de la asociación política Reforma Democrática y con gran prestigio en el extranjero, fue
designado Ministro de Gobernación, es
decir, fue puesto al frente de los cuerpos represivos del Estado en un momento
en el que centenares de miles de personas salían cotidianamente a la calle a
manifestarse y las huelgas se multiplicaban por el país.
José María de Areilza, había sido Secretario
General del Secretariado Político del Conde de Barcelona (el padre de Juan
Carlos) entre 1966 y 1969, hasta que Franco designó a su hijo como su heredero.
Un monárquico de toda la vida, con buenos contactos en el extranjero, fue
nombrado Ministro de Asuntos Exteriores.
Juan Carlos quería controlar así, de manera más personal, el tipo de mensajes
que el gobierno español mandaría al extranjero, para que los falangistas no
boicotearan la imagen exterior que el monarca quería transmitir sobre España.
Antonio
Garrigues Díaz-Cañabate, casado con la norteamericana Helen Annie Walker,
que era hija del antiguo ingeniero jefe de ITT
Corporation (propietaria durante la República de Telefónica), desempeñó un
importante papel diplomático durante el franquismo como embajador en Estados
Unidos y en la Santa Sede. Padre de Joaquín
Garrigues Walker, que fue presidente, en 1976, de la Federación de Partidos Demócratas y Liberales, que se acabó
integrando en UCD. La familia Garrigues tenía, en aquél momento histórico, fama
de liberal, aunque con un historial franquista desde la Guerra Civil. Antonio
fue nombrado Ministro de Justicia en aquel
gobierno.
De
esas “imposiciones” de Juan Carlos a su nuevo Presidente, Arias Navarro, se
hizo eco la prensa, que pasó a considerar a estos tres ministros algo así como
extra gubernamentales, o no sometidos a la disciplina impuesta por el
Presidente. Pero había un cuarto miembro, un “tapado” de Fernández-Miranda, que
se había encargado de presionar directamente a Arias (al parecer al margen del
rey) para que pareciera un ministro más de los suyos. Se trataba de Adolfo Suárez, que pasó a ser el nuevo Ministro Secretario General del Movimiento,
es decir, el jefe de los falangistas. ¿Qué instrumentos de presión tenía
Fernández-Miranda sobre Arias? lo ignoramos (eran abiertos rivales políticos),
pero sabemos que el nuevo Presidente de las Cortes conocía la vida y milagros
de todo el que se movía en las altas esferas del franquismo, como demostró a finales
de 1976 cuando supo presionar a varios centenares de procuradores en Cortes
para sacar adelante la Ley de la Reforma Política.
Miranda era un frío y hábil estratega, un corredor de fondo de la política, que
había trazado un plan a muchos años vista para desmontar desde dentro el
aparato del Estado franquista.
La
misión de Adolfo Suárez era la de
desactivar desde dentro al partido del Régimen en el momento político en el que
se estaba definiendo el modelo que reemplazaría al franquismo, es decir,
continuar la labor que Fernández-Miranda había estado desarrollando en ese
ministerio entre octubre de 1969 y enero de 1974. Si alguien podía frustrar los
proyectos liberalizadores del Régimen eran los falangistas. Adolfo Suárez formaba parte de la red
clientelar de Fernández-Miranda, en la que había sido introducido por su primer
mentor, Fernando Herrero Tejedor,
fallecido en un accidente de tráfico el 12 de junio de 1975.
El
resto de miembros de aquel gobierno habían sido elegidos por Arias, que había
buscado, como en su ejecutivo anterior, equilibrar los pesos de las diferentes
familias del franquismo. Llamó la atención la recuperación en el mismo de algún
falangista “antediluviano”, como José
Solís Ruiz que, por cierto, había desempeñado un importante papel en el
acuerdo alcanzado con Marruecos y Mauritania sobre el Sahara Occidental.
En
cuanto este gobierno se puso a andar se vio que el hombre fuerte del mismo era Manuel Fraga Iribarne, un “aperturista”
muy conservador, que quería establecer en nuestro país una democracia de corte
occidental, pero que dejara fuera de la ley a los comunistas.
“…el
«ministro estrella» del gobierno es consciente de que su «plan reformista» no
se legítimará si prescinde de la oposición. Por eso se acercará a las fuerzas
opositoras más moderadas, distinguiendo entre «partidos ilegales pero
legalizables» y «partidos ilegales no legalizables». Entre los primeros se
hallan el PSOE y el PSP; los segundos serían capitaneados por el PCE, la
extrema izquierda según Fraga.
Ese
acercamiento a la «oposición tolerable» perseguía otro objetivo: promocionar al
PSOE para debilitar al PCE. Por eso Fraga miraba hacia otro lado cuando Felipe González
cruzaba la frontera española en busca de apoyos para la oposición entre sus
correligionarios socialistas europeos. No obstante, para evitar que esa
promoción del PSOE creara un grupo fuerte de oposición, Fraga cultivaba al
mismo tiempo al PSP de Tierno Galván. Consciente de la jugada, González combinará
el discurso radical y la praxis moderada para tomar avanzadas posiciones en la pugna política abierta por la crisis
de la dictadura.”[28]
El
“aperturismo” del gobierno Arias-Fraga pronto se dio de bruces con la dura realidad.
Fue contestado con fuerza en la calle y los cuerpos represivos del franquismo,
cuyo máximo responsable en ese momento era Fraga, pronto demostraron hasta
donde podían llegar:
“Cualquier
esperanza reformadora procedente del primer gobierno de la monarquía se frustró
cuando el 3 de marzo de 1976 murieron cinco obreros en el desalojo de una
iglesia en Vitoria. Aquella tarde, cientos de personas se habían reunido en la
parroquia vitoriana de San Francisco de Asís para tratar su delicada situación
laboral. La policía había acordonado el edificio y recibió la orden de
desalojarlo, con el dramático resultado de estas cinco personas muertas y
decenas heridas por los disparos policiales. En ese triste acontecimiento
comenzó a brillar, por su serenidad y moderación, el joven ministro Adolfo
Suárez, encargado de gestionar la crisis por hallarse fuera de España, en viaje
oficial, Manuel Fraga. Suárez logró impedir la declaración del estado de
excepción por el que algunas voces del propio gobierno clamaban, y contuvo la
previsible ola de violencia que las muertes de Vitoria podían haber acarreado.
Con todo, las manifestaciones de solidaridad por los sucesos de Vitoria se
multiplicaron por toda España. Dos de esas manifestaciones tuvieron también
tristes desenlaces: una persona muerta en Tarragona y otra en Basauri. La
protesta obrera alcanzaría su cénit el 8 de marzo de 1976, con la masiva huelga
que colapsó al País Vasco durante aquella jornada.”[29]
Vitoria
hirió de muerte a la “dictablanda” de
Arias. Desde ese momento se enrocaron en su estrategia puramente defensiva,
demostrando que estaban muy lejos de ser capaces de responder a las
expectativas que se habían depositado en ellos. Hasta tal punto es así que
“Aquel
verano de 1976, Juan Carlos I declara a la prestigiosa revista Newsweek que Arias es «un desastre sin paliativos».”[30]
Mientras
tanto, un joven y desconocido Adolfo Suárez
sigue dando sorpresas:
“El
9 de junio de 1976, un brillante Adolfo Suárez defendió en la tribuna de las Cortes
franquistas la Ley de Asociaciones Políticas, reivindicando que era necesario
ascender «a rango político de normal lo que la calle era, simplemente, normal».
El proyecto de ley fue aprobado a última hora de la mañana, pero por la tarde
quedó en suspenso porque su aplicación exigía una reforma en el Código Penal
que los sectores más continuistas de las Cortes rechazaron.”[31]
Y
el Rey decidió que el gobierno Arias había agotado su recorrido y que había
llegado el momento de pasar página:
“Para
llevar a efecto tal objetivo, Arias tiene que irse. Por eso el rey le pide su
dimisión el 1 de julio de 1976. Tanto Juan Carlos I como Torcuato Fernández
Miranda necesitan que el sustituto de Arias sea un hombre audaz, dispuesto a
afrontar el delicado proyecto de instaurar la democracia desde dentro de la
dictadura; un individuo dirigible, que no ponga trabas al plan que lleva
trazando Fernández Miranda y que ahora debe ponerse en práctica, una vez ha
fracasado la «reforma fraguista»; un político poco conocido, que no levante
recelos entre los continuistas ni excesivos aplausos entre los reformistas,
alguien de perfil bajo… pero ambicioso, porque para pilotar una nave con tantas
vías de agua por una ruta tan delicada debe soñar con ocupar el puente de
mando… Torcuato tiene un nombre: se llama Adolfo Suárez, ha demostrado su valía
gestionando la dura crisis de Vitoria, es un hombre identificado con el Régimen
-ministro secretario del Movimiento-, maneja bien los medios de comunicación de
masas (fue presidente de Radio Televisión Española) y no ha destacado en
exceso, como un Areilza o un Fraga… Es el caballo de Troya perfecto para el
reformismo.”[32]
Adolfo Suarez
La
terna que el Consejo del Reino,
presidido por Torcuato Fernández-Miranda, presenta al rey como candidatos a la Presidencia
del Gobierno el día 3 de julio es: Federico
Silva Muñoz, Gregorio López Bravo y Adolfo Suárez. Aunque mucho antes de
que el Consejo se reuniera Don Torcuato y Juan Carlos I habían decidido ya que
el elegido sería Suárez.
“La
prensa recibe con escepticismo el nombramiento de Suárez y la conformación de
su gabinete. Algunos comentaristas consideran la «opción Suárez» un «inmenso
error».”[33]
“El
plan del ejecutivo se concreta el 16 de julio, cuando Suárez explica su
programa de gobierno a la opinión pública. Queda claro desde el principio que
la soberanía es del pueblo, por lo que su objetivo será el tránsito a la
democracia. Asume que debe reconocerse el pluralismo existente, por lo que
resulta inevitable reformar las leyes e instituciones franquistas para
adecuarlas al nuevo juego político: abierto, plural, democrático. Y expresa un
objetivo sorprendente, sobre todo si tenemos en cuenta que Suárez es, todavía,
Presidente del gobierno de una dictadura; un objetivo rompedor, más rupturista
que reformista: la convocatoria de elecciones libres antes del 30 de junio de
1977. La principal hoja de ruta de la Transición, sin detalles, estaba ya
pergeñada en aquella declaración programática del 16 de julio de 1976.”[34]
El
19 de julio inicia una reforma del Código Penal que permita la futura
legalización de partidos políticos. El 10 de agosto habla personalmente con Felipe González (PSOE) y el 2 de septiembre
con Enrique Tierno Galván y Raúl Morodo (PSP). Después seguirán José María Gil-Robles (FPD), Joaquín Ruiz-Giménez (ID), Joan Reventós (CSC), Josep Pallach (Reagrupament Socialista i
Democràtic de Catalunya) y Jordi Pujol
(CDC). A mediados de agosto contactó indirectamente, a través del entonces presidente
de la agencia de noticias Europa Press José
Mario Armero, con Santiago Carrillo
(PCE). El audaz Suárez cogió a todos
con el pie cambiado. Aquello parecía que iba en serio.
“Torcuato
Fernández-Miranda se retira el sábado 21 de agosto de 1976 a su chalet de
Navacerrada. Durante ese fin de semana redactará las líneas básicas de la Ley
para la Reforma Política, cuyo objetivo es iniciar un cambio de régimen sin
violentar la legalidad franquista que desemboque en unas Cortes constituyentes,
a partir de las cuales pueda forjarse una democracia liberal. El proyecto de Torcuato
apela a que el apoyo del pueblo, libremente representado, legitime una reforma
que tenga en cuenta: la institucionalización de «las peculiaridades regionales»,
la regulación de las relaciones del gobierno y las cámaras legislativas, así
como el cambio en la estructura sindical, entre otras cuestiones[35].”[36]
“«Aquí
tienes esto, que no tiene padre». Otra sentencia histórica pronuncia Torcuato cuando
entrega a Suárez su proyecto para la Reforma Política, esa filigrana para
cambiar de régimen. Sin entrar en detalle, aunque describiendo las líneas
básicas que la inspiran, Suárez comunicará a la opinión pública en qué consiste
su proyecto de reforma el 10 de septiembre. Dos días antes, el presidente se
reúne con la cúpula militar para justificar el profundo cambio que se avecina. El
«régimen franquista ya no da para más». «Es necesario un cambio, adecuarse a
Europa, a los nuevos tiempos, a las dinámicas sociales. No es justo mantener a
buena parte de la población fuera de las instituciones, hay que abogar por la
representación, por la participación del pueblo en política. Con límites, claro»,
recuerda Suárez. «Todas las fuerzas que quieran participar tendrán que asumir
que vamos hacia la democracia –recalca el presidente-, aceptar sus reglas del
juego, separación de poderes, elecciones libres, lo que tienen en Europa, ni
más ni menos». «Y el PCE… ¿será legalizado?». «No», responde Suárez, «imposible
con sus actuales estatutos». […]
El general De Santiago, vicepresidente militar del gobierno, dimitió poco
después por su discrepancia con un proyecto de reforma que «traicionaba el legado
de Franco», lo cual era cierto.”[37]
La
Ley para la Reforma Política en su
artículo segundo dice:
“-Uno.
Las Cortes se componen del Congreso de los Diputados y del Senado.
-Dos.
Los Diputados del Congreso serán elegidos por sufragio universal, directo y
secreto de los españoles mayores de edad.
-Tres.
Los Senadores serán elegidos en representación de las Entidades territoriales.
El Rey podrá designar para cada legislatura Senadores en número no superior a
la quinta parte del de los elegidos.
Cuatro.
La duración del mandato de Diputados y Senadores será de cuatro años.”[38]
Y
en su disposición transitoria primera:
“El
Gobierno regulará las primeras elecciones a Cortes para constituir un Congreso
de 350 diputados y elegir 207 senadores a razón de cuatro por provincia y uno
más por cada provincia insular, dos por Ceuta y dos por Melilla. Los Senadores
serán elegidos por sufragio universal, directo y secreto, de los españoles
mayores de edad que residan en el respectivo territorio.
Las
elecciones al Congreso se inspirarán en criterios de representación
proporcional, […] La circunscripción electoral será la
provincia”[39]
Ésta
tenía rango de ley fundamental. La octava ley fundamental del franquismo
tenía la misión de liquidarlo, a esto era a lo que Fernández-Miranda
llamaba “De la ley a la ley”, desde la dictadura hasta la democracia, sin
ruptura. Toda una operación de ingeniería política diseñada desde dentro
del Sistema.
Pero
lo peor aún estaba por llegar. La ley tenía que ser aprobada, precisamente, por
los órganos de la dictadura a los que se pretendía sustituir:
“Tras
la aprobación del proyecto de ley por el Consejo de Ministros se presenta ante
el Consejo Nacional del Movimiento, siendo aprobado el 16 de octubre por 80
votos a favor, 13 en contra y 6 abstenciones.”[40]
Con
el visto bueno del Consejo Nacional del Movimiento,
el siguiente paso eran las Cortes franquistas, ante las que fue defendido por… Miguel Primo de Rivera y Urquijo nada menos, sobrino de José Antonio Primo de Rivera, fundador
de la Falange, y nieto del dictador Miguel
Primo de Rivera.
“…el
proyecto se sometió a votación a las 21:35 horas del 18 de noviembre de 1976 (a
pocas horas del primer aniversario de la muerte de Franco el 20-N de 1975) con
el resultado de 425 votos a favor, 59 votos en contra y 13 abstenciones.”[41]
Detrás
de este increíble resultado estaba la tremenda capacidad de presión que el
Presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández-Miranda, había llegado a adquirir, moviendo
discretamente los hilos que el aparato del Estado le brindaba, ayudado por un
conocimiento exhaustivo de la biografía de cada procurador en Cortes y de cada Consejero
Nacional del Movimiento.
La
Ley para la Reforma Política fue
ratificada en referéndum, el 15 de diciembre de 1976, con una participación del
77 % del censo y un 94,7 % de votos a favor. Entró en vigor el día 4 de enero
de 1977. El camino hacia la celebración
de unas elecciones constituyentes quedaba abierto.
La legalización de los partidos
políticos
“…poco
a poco, Suárez «abre la mano» y permite que el PSOE celebre en diciembre de
1976 su XXVII Congreso en Madrid, con gran despliegue de medios de comunicación
y la asistencia de importantes líderes extranjeros como Olof Palme, Willy Brandt,
Michael Foot y François Mitterrand. Aunque el discurso socialista es radical en
las formas, su moderada actitud la convertirá en una de las fuerzas más
influyentes dentro de la oposición, aunque ese papel seguía reservado, en esas
fechas, al potente Partido Comunista, aún ilegal.”
…
“Después
del XXVII Congreso del PSOE, celebrado en Madrid con permiso del gobierno, el
líder del PCE pasa a la ofensiva y poco después de la clausura del cónclave
socialista convoca una rueda de prensa en uno de los «pisos francos» que los
comunistas poseen en la capital de España. Es 10 de diciembre de 1976 y, ante
un considerable número de periodistas extranjeros y nacionales, afirma que
lleva viviendo en España desde principios de año, exige el pasaporte como
cualquier ciudadano español, compromete a su partido con la democracia y lo
muestra, incluso, colaborador con la reforma política dibujada por el gobierno,
siempre que éste le permita desarrollar con normalidad su actividad política.”
…
“El
presidente del Gobierno ordena la detención de Carrillo, que finalmente se
produce el 22 de diciembre de 1976 cuando el líder comunista se dispone a
asistir a una reunión secreta del partido. Es conducido a las dependencias
policiales en medio de un clima tenso que puede desembocar, teme Carrillo, en
un generalizado estallido de violencia. Pero ese estallido no se produce. El
líder de los comunistas es interrogado y enviado a la cárcel en vísperas de un fin
de año que, intuye, pasará entre rejas. Sin embargo, no hay argumentos
jurídicos, ni políticos, para mantener a Carrillo en prisión, por lo que el
gobierno lo libera el 30 de diciembre.”[42]
El
23 de enero de 1977 un estudiante llamado Arturo
Ruíz es asesinado, por un ultraderechista, en una manifestación en Madrid.
Al día siguiente, en una carga policial muere María Cruz Nájera, en otra manifestación improvisada para protestar
por la muerte de Arturo Ruíz. Ese mismo día era secuestrado el teniente general
Emilio Villaescusa, y horas después
unos pistoleros de ultraderecha entran en un despacho de abogados laboralistas
de la calle Atocha, asesinan a cinco personas y hieren a cuatro más. El 28 de enero
los GRAPO matan a cuatro policías.
“Durante
el entierro de los abogados caídos en Atocha, el PCE demostró que se trataba de
una potente organización política capaz de mantener el orden en medio del
indignado duelo, dando una respuesta serena a las provocaciones violentas de
unos extremos que sólo perseguían frustrar la reforma encabezada por el gobierno.
Esa apuesta del PCE por la reforma se evidencia aquella mañana en que los
abogados laboralistas fueron acompañados por miles de puños en alto, militantes
y simpatizantes comunistas indignados por el asesinato de sus correligionarios,
pero serenos porque sabían que caer en las provocaciones violentas suponía quebrar
la débil esperanza abierta por la Reforma Política recién aprobada en las Cortes.
Aquella impresionante manifestación de duelo será un punto de inflexión para
Suárez. «Con esta gente se puede contar», piensa el presidente, y emprende la
delicada operación de hablar en persona, y en el más absoluto secreto, con el
líder comunista de su legalización.
Cortejo fúnebre del entierro de los abogados asesinados en la calle Atocha de Madrid. Enero de 1977
Será
el 27 de febrero de 1977, en el chalet de José Mario Armero a las afueras de
Madrid, durante una tarde lluviosa, cuando el líder de la oposición y el jefe
del gobierno se conocen… y se caen bien. «Usted y yo hemos estado jugando una
partida de ajedrez -le dice Suárez para romper el hielo-, pero yo no he llevado
la delantera, usted siempre tuvo la iniciativa y me ha ganado de largo…»[43]. Así
comienza Suárez a congraciarse con Carrillo. Fuman mucho, sin tregua. Mientras el
temporal arrecia fuera, dentro se va fraguando un consenso que posibilitará la
legalización de los comunistas.
«Legalización»
a cambio de «legitimidad»: he ahí el trueque. […] el presidente del Gobierno es
consciente de que su reforma no será creída, ni en el interior ni en el extranjero,
si los comunistas quedan fuera. La legitimidad que puede dar a la reforma la
legalización de los comunistas -primer partido de la oposición- es la última
filigrana, quizá, de una Transición que aún puede salvarse in extremis, a pesar del estallido de violencia
producido durante el último mes de enero.
Aquella
tarde de febrero, en la que se fraguó la confianza entre Suárez y Carrillo,
abrió la puerta a la legalización del PCE en abril de 1977. […] Sin especificar
fechas, los dos políticos llegaron a un tácito acuerdo: «legalizaré al PCE si
no incendias la calle y aceptas la reforma» (vino a decir Suárez); «asumo tus
propuestas si mi partido es legal antes de las primeras elecciones generales» (acabó
respondiendo Carrillo).[44]”[45]
Pero
había un serio problema con los militares. La legalización del PCE era,
precisamente, la gran línea roja que el núcleo duro del franquismo no estaba
dispuesto a permitir que se traspasara. Por eso Adolfo Suárez esperó a las
vacaciones de Semana Santa para anunciarla. El
Sábado Santo, 9 de abril de 1977, el Partido Comunista de España volvía a ser
legal, casi 40 años después del fin de la Guerra Civil Española.
“El
14 de abril de 1977, cinco días después de conseguir su legalización, el Comité
Central del PCE se reunía en el hotel Meliá Castilla de Madrid. Era la primera
vez que lo hacía en público, al salir de la clandestinidad. El 11 de abril se
conocía la noticia de la dimisión del ministro de Marina, Pita da Veiga,
indignado ante la legalización de los comunistas, que, decía, conoció por la
prensa. Suárez ha tomado la decisión más difícil de la Transición, el PCE ha
sido legalizado, pero no sabe si en ese instante, allí mismo, en el Meliá
Castilla de Madrid, terminará todo. Porque aquella noche previa al inicio del
cónclave comunista se ha reunido con la cúpula militar intentando convencerla
de que la legalización del PCE era inevitable, necesaria si se quería legitimar
la democracia en ciernes… Ha estado con los militares hasta las cinco de la
madrugada y sale de la reunión sobresaltado, porque no ha logrado «templar
gaitas». El ejército está profundamente dolido por la política de hechos
consumados del gobierno, un sector se opone claramente a Suárez y la herida entre
ejecutivo e instituto armado se abre peligrosamente. La sombra del golpe de
estado se cierne sobre la Transición. Para evitarlo, Suárez llama a José Mario
Armero con urgencia: «ve al Meliá Castilla -le dice, preocupado- y arráncale a Carrillo
una declaración en la que garantice la unidad de España, el respeto a la Corona
y a su bandera y el rechazo al uso de la violencia».[46]
Al
clausurar la reunión del Comité Central, Santiago Carrillo da una rueda de
prensa el 15 de abril de 1977 con dos grandes banderas a su espalda: la roja
del PCE y la rojigualda de España. Las consideraciones de Suárez son tenidas en
cuenta: los comunistas no pondrán en peligro la unidad de la patria, aceptarán
su bandera, asumirán la monarquía y rechazarán el uso de la violencia política.
«Nos encontramos en la reunión más difícil que hayamos tenido hasta hoy antes
de la guerra -dice solemnemente Carrillo-. En estas horas puede decidirse si se
va a la democracia o se entra en una involución gravísima… No dramatizo, digo
en este minuto lo que hay»[47].
Así termina el Comité Central del PCE aquel 15 de abril. La legalización de los
comunistas habían sido una operación secreta, delicada, que a punto estuvo de
descarrilar en numerosas ocasiones, pero que se ha llevado a cabo con éxito por
la voluntad que Carrillo y Suárez han puesto en entenderse; y por los oficios,
desinteresados y audaces, de un José Mario Armero que siempre operó como «abogado
conciliador» entre ambos líderes. Un hito de la Transición acaba de producirse:
el PCE ya es legal y España se encamina, con velocidad de crucero, hacia sus
primeras elecciones democráticas después de cuarenta años de dictadura.”[48]
[1] Paul Preston: Un pueblo traicionado. Penguin Random House. Grupo Editorial. Barcelona. p. 403.
[3] Aunque parece
ser que Carrero no participó en ese proceso, que fue decidido personalmente por
Franco, con el firme apoyo del General
Muñoz Grandes, futuro vicepresidente de gobierno, que había sido mantenido en
una posición discreta por su pasado de colaboración directa con los nazis. Sin
embargo, como consecuencia de los Pactos de Madrid, su figura volverá a emerger,
convirtiéndose en el segundo hombre del Régimen a partir de 1962, hasta que el
propio Carrero Blanco lo desplazó en la vicepresidencia del gobierno en 1967.
[7] Paul Preston: Ibíd. p. 482-483.
[11] Hugh Thomas (1976); Historia de la Guerra Civil Española,
pág. 636.
[12] «Los 4.300 del
'Carnicerito' de Málaga», Público (29 de junio de 2009).
[14] Tusell, Javier (2007). «El
tardofranquismo». En Raymond Carr, ed. 1939/1975 La Época de Franco. Madrid: Espasa Calpe. p. 258: "Carlos Arias Navarro no tardaría en
mostrar sus limitaciones. Su pasado en el régimen no era especialmente
brillante... Su experiencia policial y su carencia de contactos o de
prestigio... contribuyeron a crear en él una mentalidad recelosa y seducida tan
solo por clichés elementales propios de un integrista convertido en
anticlerical como consecuencia de la evolución de la Iglesia. [...] La personalidad
del presidente del Gobierno no era, por lo tanto, la más apropiada para ejercer
un liderazgo político en un momento especialmente difícil, y en cuanto a la de
Franco solo cabe decir que los indicios de su decadencia física se fueron
haciendo cada vez más manifiestos por el puro transcurso de los días"
[15] Preston, Paul (1993). Franco «Caudillo de España» [Franco. A
Biography]. Primera edición en Mitos Bolsillo. Barcelona: Grijalbo Mondadori.
[20] https://es.wikipedia.org/wiki/Marcha_verde (18/8/2022)
[21] Ibíd.
[22] Peregil, Francisco (6 de noviembre de
2015). «Marruecos festeja los 40 años de la Marcha Verde». El País.
[23] Meneses, Rosa (6 de noviembre de 2015).
«La Marcha Verde: 40 años de una herida abierta en el Sáhara Occidental». El Mundo.
[24] https://es.wikipedia.org/wiki/Marcha_verde (18/8/2022).
[25] Ibíd.
[27] Juan Fernández Miranda: “Fernández-Miranda:
De la ley a la ley”. ABC. 9/6/2017.
[28] Antonio Pinilla García: La Transición en España. España en
transición. Historia reciente de nuestra democracia. Alianza Editorial.
Madrid. 2021. P. 85.
[29] Ibíd. p. 83.
[30] Ibíd. p. 88.
[31] Ibíd. p. 87.
[32] Ibíd. p. 88.
[33] Ricardo De la Cierva: «¡Qué error, qué
inmenso error!», El País, 8-7-1976.
Disponible en https://elpais.com/diario/1976/07/08/espana/205624843_850215.html . Citado en
Ibíd. p. 89.
[34] Alfonso Pinilla
García. Ibíd. pp. 89-90. Y Victoria
Prego: Así se hizo la Transición,
op. cit., pp.491-514.
[35] Juan Fernández-Miranda: El guionista de la Transición. Torcuato
Fernández-Miranda, el profesor del Rey. Barcelona. Plaza y Janés. 2015.
[36] Alfonso Pinilla
García. Ibíd. p. 91.
[37] Alfonso Pinilla
García. Ibíd. pp. 91-92.
[38] Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma
Política.
[39] Ibíd.
[41] Ibíd.
[42] Alfonso Pinilla
García. Ibíd. pp. 96-99.
[43] Alfonso Pinilla García: La legalización del PCE. La historia no
contada. Madrid. Alianza Editorial. 2017. pp. 189-196.
[44] Ibíd.
[45] Antonio Pinilla García: La Transición en España. España en
transición. Historia reciente de nuestra democracia. Alianza Editorial.
Madrid. 2021. pp. 100-101.
[46] Alfonso Pinilla García: La legalización del PCE. La historia no
contada. Madrid. Alianza Editorial. 2017. pp. 247-256.
[47] Mundo Obrero, nº 16, semana del 25 de
abril al 1 de mayo de 1977.
[48] Antonio Pinilla García: La Transición en España. España en
transición. Historia reciente de nuestra democracia. Alianza Editorial.
Madrid. 2021. pp. 104-105.
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