miércoles, 6 de marzo de 2013

Los imperios efímeros



Europa ha sido la cuna de varios grandes imperios, algunos de los cuales han sido capaces de pervivir durante mucho tiempo. Pero ninguno de ellos ha sido capaz de integrar a toda la ecúmene dentro de sus fronteras. Y a su núcleo duro nunca más de dos o tres generaciones.

Los imperios más extensos y los más duraderos originados en el ámbito europeo han tenido siempre como núcleo fundacional y como eje a una ciudad o a una región que, dentro del conjunto, era periférica. Y se han expandido desde ese punto hacia el exterior de Europa. Cuando alguno de estos prósperos imperios ha decidido darse la vuelta y volver sus ejércitos hacia el interior, esa decisión no ha dejado de traerle más que desgracias y/o problemas. Ya comenté en su día la presencia, en este espacio geográfico, de una serie de “fronteras intangibles” [1] que nadie ha sido capaz de romper hasta el día de hoy.

Vimos como en la antigüedad y la Alta Edad Media, tanto Roma como Bizancio supieron prosperar en el ámbito mediterráneo, como desde el siglo XV españoles, portugueses, británicos, franceses y holandeses supieron crear cada uno su propio imperio ultramarino y como, por el este, los rusos hicieron lo propio apuntando hacia oriente por las estepas de Asia septentrional. Todos ellos pueden ser denominados imperios eurífugos, porque se expandieron desde Europa hacia el exterior.

Sin embargo, esos romanos que fueron capaces de crear un sólido imperio mediterráneo no pudieron, en cambio, consolidar sus posiciones más allá de las fronteras del Rhin y del Danubio.

En la Alta Edad Media será Carlomagno el primero que intente desarrollar un proyecto imperial específicamente europeo. Proyecto que duró sólo un poco más que la vida de su fundador. Después lo intentarán, de forma reiterada, los alemanes, desde los otones (allá por el siglo X) hasta Carlos V (en el XVI). En los siglos XVII y XVIII la empresa será abordada desde Francia, Prusia y Austria, con idéntico resultado.

El intento austro-español de imponer la unidad religiosa en Alemania en la Guerra de los Treinta Años acabó en un baño de sangre que, de alguna manera, fue una especie de anuncio de lo que estaba por venir.

Ya en la Edad Contemporánea se abordará el asunto con mucha más decisión. Primero lo hará la Francia napoleónica, tiñendo de rojo, como una reproducción ampliada de la guerra citada, toda Europa, desde el Cabo San Vicente hasta Moscú.

Y los dos intentos de expansión militar llevados a cabo por parte alemana, en el siglo XX, se transformaron respectivamente en la primera y la segunda guerras mundiales. Creo que después de esto hay poco más que añadir.

¿Qué sucede en el corazón de Europa que no pase cuando nos alejamos de él? ¿Por qué los intentos de crear imperios han cuajado históricamente en la periferia de la ecúmene y, sin embargo, han degenerado en una espiral de muerte y de violencia cuando han tenido lugar cerca de su centro de gravedad?

De entrada advierto que no tengo la llave de la explicación de tal fenómeno. Son preguntas que me vengo haciendo desde hace tiempo y que me llevaron a escribir el artículo que cité al principio, que fue el que abrió (en enero de 2012) la serie que etiqueté como “Dinámica Histórica” y que vengo publicando desde entonces. En los distintos pueblos que habitan esa zona también se han producido reflexiones al respecto ante la contundencia del dato. En Polonia se hacen comentarios -con cierta frecuencia- sobre España, en los que se envidia nuestra posición geográfica y no sólo por razones climáticas. Recuerdo el medio chiste que dice que los españoles tenemos la suerte de estar rodeados por los portugueses, los Pirineos y los peces. Está claro que son tres vecinos con los que resulta más fácil convivir que con los alemanes y los rusos.

Lo que la historia ha dejado muy claro es que todos los proyectos imperiales “eurípetos” han acabado mal. Moderadamente mal cuando se han abordado de manera gradual y estrepitosamente mal cuando lo han hecho con decisión y con fuerza.

Parece como si rodeando a las etnias germánicas hubiera una especie de muro invisible que debe ser atravesado de forma muy suave y consensuada, si se quiere después vivir para contarlo. Cruzarlo viene a ser algo así como entrar en la atmósfera desde el espacio, que hay que hacerlo a una velocidad y con un ángulo de penetración muy precisos si no se quiere morir en el intento.

Y puesto que de lo que estamos hablando es de fronteras invisibles en el seno de las sociedades humanas, es obvio que debe tratarse de verdaderas barreras mentales que separan a determinados pueblos de sus vecinos.

Europa es un mosaico de grupos étnicos diferentes que han sido capaces de mantener su identidad a lo largo de los siglos. No es el único lugar del mundo donde ocurren estas cosas. En su día también puse ejemplos semejantes ubicados en el Próximo Oriente[2]. Entonces expliqué que no es necesario conservar la religión, ni la lengua, ni la cultura, ni las vestimentas originarias para mantener en pie las viejas rivalidades. Los sunitas de Irak probablemente ignoren que su rivalidad con los chiitas de su país es el viejo enfrentamiento de acadios y sumerios de hace cinco mil años, en el que sus protagonistas han cambiado de religión y de lengua varias veces, pero han conservado las rivalidades mutuas.

¿Por qué es esto así? Tal vez la Psicología Social tenga algo que decir al respecto, pero yo vengo hablando, desde el principio, de los “ecosistemas sociales” y de sus nichos internos. Y vengo poniendo el énfasis en el parecido que guardan con los ecosistemas biológicos.

En un ecosistema biológico las diferentes especies que lo componen evolucionan juntas, pero tienden a mantener sus funciones. Digamos que defienden su nicho. No les preguntéis a los individuos por qué lo hacen, ya que, sencillamente, lo ignoran. Preguntadle a un leucocito por qué acude a combatir al virus invasor que acaba de colarse por una herida en el cuerpo del humano que lo alberga y os dará la callada por respuesta. Sencillamente ignora que tal humano exista. Y si alguien se lo explicara y él fuera capaz de entenderlo, ese conocimiento no le serviría de nada. No cambiaría para nada su prosaica realidad. Ese ser vive en un plano de la existencia diferente al que lo hace el hombre que lo contiene. Y ambos pueden perfectamente ignorar la presencia del otro, pese a la íntima relación mutua que guardan entre sí.

Hay realidades que están condicionando nuestra vida, que nos trascienden, que nos superan, que nos arrastran. Una de esas realidades son los procesos históricos, que poseen una lógica interna propia que es distinta de la de las personas que participan en ellos. Los individuos nacen, crecen, se reproducen y mueren integrados en el seno de una estructura que es un ecosistema social. Dentro de él actuamos buscando nuestro propio interés, defendiendo nuestras ventajas comparativas, nuestra posición social. Y al hacerlo estamos sosteniendo la estructura que sostiene el gran edificio que nos alberga. Es algo así como el ejemplo del leucocito.

Ya vimos -en otro de nuestros artículos- como en Europa, cada uno de los grandes países que han sido capaces de mantener su identidad a lo largo del tiempo cumple una función diferenciada dentro de su estructura política[3]. También hablamos de los pueblos que habitan en la ribera occidental del Rhin y de la función de barrera que han desempeñado históricamente[4], de cómo los romanos los estructuraron mentalmente para desempeñar la función de “Limes” y de cómo han mantenido esa función en el tiempo, después de que hubiera desaparecido la estructura política que la creó y en cuyo seno tuvo sentido. Hoy, igual que hace mil años, sigue ejerciendo su función de barrera entre alemanes y franceses, como en tiempos de Carlos el Temerario, de Carlos V, de Napoleón Bonaparte, como en las dos guerras mundiales…

En los albores de la contemporaneidad, a finales del siglo XVIII, tuvo lugar la Revolución Francesa. Como consecuencia de ella se produjo un salto cualitativo en el proceso de estructuración política de la sociedad francesa. Los importantes cambios que se venían gestando desde mucho antes en la base de la sociedad alcanzaron una masa crítica que exigía ya, que necesitaba imperiosamente, otra manera de organizar las relaciones sociales y políticas entre los humanos. Como las viejas estructuras se defendieron de forma violenta, violentamente fueron derribadas, y esa nueva forma de organizar la sociedad, que también se estaba ensayando en Estados Unidos de Norteamérica y, de forma más gradual, en la Inglaterra surgida de la revolución puritana del siglo XVII, situó a estos tres países en un nuevo tiempo político, les dio varios cuerpos de ventaja sobre el resto de sus competidores que aún se mantenían dentro de los esquemas organizativos del Antiguo Régimen.

Estados Unidos estaba ubicado en un continente que era nuevo para los europeos. Frente a ellos un conjunto de pueblos con muy bajas densidades de población y tecnológicamente situados en un incipiente Neolítico. Su rápida expansión hacia el oeste por la inmensa frontera del “Far West” estaba cantada, ante la ausencia de estructuras sociales mínimamente consistentes que pudieran frenar su avance por las inmensas praderas norteamericanas. Sólo cuando se encontraron con los hispanos comenzaron a enredarse en su malla defensiva, frenándose su avance, pero de esto hablaremos otro día.

Inglaterra es, como España, un país periférico dentro del contexto europeo y, en consecuencia, su salto organizativo tuvo más consecuencias fuera que dentro de la ecúmene. Desde este punto de vista su expansión naval conocerá un nuevo impulso, coincidiendo con los procesos revolucionarios que estaban teniendo lugar en Francia. El Imperio Británico -como vimos al principio- figura en la lista de los imperios eurífugos y, por tanto, no tuvo mayor problema para crecer y expandirse por el mundo, convirtiendo a este país en la primera potencia naval del planeta.

El caso francés, en cambio, es un ejemplo de imperio eurípeto. Al igual que norteamericanos y británicos tenderá a rentabilizar la superioridad política que había alcanzado sobre sus competidores  en la reciente revolución de 1789. Es en ese contexto histórico en el que se despliega el Imperio napoleónico.

Pero Napoleón apuntó hacia el interior de la zona continental de la ecúmene europea. Sus ejércitos -como ya dijimos- se expandieron desde Portugal hasta Rusia. El suyo fue el más serio y poderoso intento de crear un imperio europeo que había tenido lugar hasta entonces. Cosechó éxitos fulminantes, rotundos, pero efímeros. Es el más claro ejemplo (junto con la Alemania nazi) de imperio eurípeto efímero.

¿Qué fue lo que falló? Fallaron muchas cosas. Primero la propia velocidad del proceso, demasiado rápido para poder consolidarse. Hace algunos meses hablamos del imperio de Alejandro Magno y dijimos:

“El Imperio persa y el griego de Alejandro Magno son, en realidad, la misma estructura política, cuya dirección se transfirió tras las campañas del macedonio desde la meseta iraní hasta... Babilonia, en Mesopotamia, por más que nominalmente fueran griegos los que se situaran a la cabeza de esa organización. Era obvio, incluso para Alejandro, que ese imperio no podía dirigirse desde Grecia, como la propia evolución histórica ulterior terminó demostrando. La conquista del Imperio persa por los greco-macedonios fue una operación que sirvió para elevar a este hasta el Olimpo de los dioses y a convertirlo en fuente de inspiración para literatos y ególatras diversos, pero no era algo que sirviera a los intereses del pueblo griego. Unas conquistas más modestas, desde el punto de vista territorial, hubieran sido más útiles para sus impulsores en el plano estratégico y le hubieran dado a los griegos la centralidad política que finalmente asumirían los romanos.”[5]

La Europa “desde el Atlántico hasta los Urales” (de la que tanto le gustaba hablar a Charles de Gaulle) no puede dirigirse desde Francia si no es con el permiso de Alemania (el equivalente a la Babilonia del imperio alejandrino). Sólo si los alemanes estuvieran dispuestos a aceptar una subordinación estratégica con respecto a Francia (que era lo que pretendía Napoleón) puede ser esto posible. Pero Bonaparte era demasiado autoritario para poder consolidar tal modelo. Y, en cualquier caso, ¿Por qué iban a estar los alemanes dispuestos a aceptar ese proyecto? 

Es obvio que no había ninguna razón que permitiera consolidar el modelo. Las victorias militares no sirven para nada si después no puede articularse un modelo de dominación política viable y sostenible en el tiempo.

La Revolución dio a los franceses una ventaja política sobre sus adversarios como dijimos al principio. El Viejo Topo de la Historia llevaba siglos horadando los cimientos del Antiguo Régimen europeo y sustituyéndolo por un nuevo modelo de relaciones económicas que necesitaba ahora encontrar su reflejo político. Francia estuvo entre las primeras naciones que consiguieron hacerlo (junto con las ya citadas Inglaterra y Estados Unidos). Pero Francia no era una isla, y los procesos sociales de los que estamos hablando estaban teniendo lugar en toda Europa, aunque el resto de países fuera a la zaga de los franceses.

¿Para qué sirvieron las guerras napoleónicas? Pues para difundir el modelo político francés por el resto de la ecúmene. Para extender el salto cualitativo que representa la Revolución Francesa al resto de Europa. Para salvar –en cierta forma- el desnivel -la diferencia de potencial- que se había producido como consecuencia de ella. Pero no para imponer ninguna estructura política nueva, de carácter supranacional.

La lección que podemos extraer de este episodio de la Historia de Europa es que nuestra ecúmene es muy diversa desde el punto de vista cultural, pero está muy igualada desde el tecnológico y presenta elevadas densidades de población hacia donde dirijamos nuestra mirada. ¿Qué pueden ganar los pueblos sometidos dentro de una nueva estructura imperial?



[1] Las fronteras intangibles (http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html )
[2] Ibíd.

2 comentarios:

  1. La identidad humana /la individualidad/ tambien se forja en cierta medida del rechazo de lo ajeno y sin explicacion aparente.

    ResponderEliminar
  2. Tendremos que aprender a conocernos y reconocernos entre nosotros tal y como somos, lo que nos evitará males mayores como los vividos. Ahora se trata de volver a plantearnos la Union Europea desde la diversidad de sus pueblos. Hay un sistema para ello: confederal. Y deberemos disolver los viejos caducos Estados-Nación y activar un proyecto social de colaboración convivial y de respeto a la diversidad también individual... Nos demostraremos asi que sabemos aprender de nuestros catastroficos errores. Claro, los que estan en el poder de dominio no se van a apear voluntariamente de el, y...?!

    ResponderEliminar