miércoles, 14 de diciembre de 2011

Construir el futuro

En el anterior artículo les expuse las razones por las que pienso que los principios neomaltusianos son demagógicos, no producirán los efectos que sus partidarios vaticinan y nos conducen hacia un callejón sin salida cuya consecuencia última será la desaparición de la civilización occidental, tal y como hoy la conocemos. También como el hombre ha ido posibilitando a lo largo de la historia nuevos incrementos de población, inimaginables para sus congéneres de épocas anteriores, gracias al incremento de la tecnología aplicada a los medios de subsistencia.
Los pueblos cazadores del Paleolítico Superior alcanzaron en su día unas densidades que, desde el punto de vista de la tecnología de su época habría que calificar de “superpoblación”, porque estaban en el límite máximo de lo que la naturaleza toleraba. Esa “superpoblación paleolítica” estaba muy por debajo del nivel de un habitante por kilómetro cuadrado. Una densidad que hoy nos puede hacer sonreír y, sin embargo, es absolutamente cierto que, con una forma de vida puramente depredadora, el medio ambiente no soporta más humanos.
Por eso se produjo la revolución neolítica y el hombre dejó de ser un depredador para convertirse en productor. Desde la primera invención de la agricultura hasta ahora no han dejado de tener lugar una infinita sucesión de pequeños descubrimientos que han ido volviendo más eficientes y sostenibles las técnicas agrícolas, permitiendo unos incrementos en la productividad por cada unidad de superficie que han multiplicado por muchos dígitos las densidades de población humana. Con esos incrementos se ha ido liberando mano de obra que se ha desplazado hacia otros sectores económicos, como la industria y los servicios. Hoy la productividad agraria se ve muy incrementada, a su vez, por la utilización de máquinas o componentes químicos que han sido fabricados por esos productores no agrícolas, en un proceso de retroalimentación positiva en el que, de alguna manera, se refleja el potente efecto que la demografía humana ejerce sobre todo tipo de actividades económicas.
Y con todo ese bagaje histórico y tecnológico nos enfrentamos hoy a los retos que nos plantea el mundo del siglo XXI, entre los que cabe destacar, por su trascendencia, el cambio climático, el deterioro creciente del medio ambiente por efecto de la acción humana y, también, los masivos procesos migratorios que caracterizan este tiempo, el cambio del modelo energético y la galopante crisis económica.
Todos esos aspectos que he citado están conectados entre sí y creo que se pueden sintetizar diciendo que estamos en un proceso de transición hacia una nueva civilización.
Desde este blog he venido analizando algunas de las muchas incongruencias y contradicciones que, desde mi punto de vista, plantea la sociedad actual y que son un obstáculo para el desarrollo de los pueblos. El capitalismo ha construido un modelo de relaciones sociales insolidario que hoy no está demostrando claramente cuáles son sus límites. Tenemos ante nosotros la enésima crisis de subsistencia por agotamiento –esta vez- no ya de los recursos, sino del sistema de distribución de los mismos. Lo que hemos agotado es la potencialidad del sistema en el que hemos vivido hasta ahora. Necesitamos dar un salto adelante y barrer todas las ineficiencias que nos impiden continuar el proceso de desarrollo histórico que el hombre empezó a desplegar hace nueve mil años, cuando decidió dejar de ser un mero depredador para ponerse a producir, él también, reforzando de esta manera la potencialidad del planeta para sostener una demografía creciente.
Basta echar un vistazo a nuestro alrededor para percatarnos de cuales son los términos en los que se plantea, en estos momentos, el dilema demográfico a escala mundial. Los pueblos del norte terrestre (norteamericanos, europeos, japoneses y rusos) han apostado decididamente por el modelo neomaltusiano e intentan imponérselo al resto de la humanidad. Lo están consiguiendo de manera parcial, de hecho creo que podemos incluir ya a China en esa lista (así como a Australia, Nueva Zelanda y los países del “Cono Sur” americano). Pero la incorporación de China a ese club ha sido reciente y, todavía, las inercias que traía del período anterior, así como su potente demografía histórica y su gran consistencia cultural le han convertido en la punta de lanza de los pueblos emergentes del tercer mundo y, aunque dejara de crecer hoy mismo, el hecho de que un pueblo de 1.300 millones de habitantes, en pleno desarrollo económico, con unidad de mando y regido por unos patrones culturales muy diferentes de los propios del mundo occidental irrumpa en el panorama internacional será suficiente para desestabilizar profundamente la estructura de poder planetaria actual e iniciar una nueva dinámica histórica.
Basta echar un vistazo a las pirámides de población de los grandes bloques culturales del mundo actual, así como a sus dinámicas económicas, para adivinar lo que va a suceder en él durante los próximos cincuenta años, como mínimo, y lo que aparece meridianamente claro es que, salvo conflagración nuclear generalizada, el “sorpasso” de los chinos sobre el Imperio norteamericano se producirá alrededor del año 2020, y el siguiente relevo, el de la India sobre China, antes de 2050. Así que ya podemos imaginar las dinámicas políticas que estos cambios van a traer consigo: la pérdida de protagonismo global del mundo occidental en general y como, a partir de 2040 aproximadamente, los países que han liderado la escena mundial durante los últimos 500 años se van a convertir en el lugar donde se va a librar el pulso de las influencias políticas de las superpotencias de esa coyuntura, los dos gigantes de Asia.
Creo que no hay que tener dotes proféticas para darse cuenta que la Unión Europea se puede desintegrar antes, incluso, de que concluya el mandato de Rajoy, que el tándem franco-alemán camina derecho hacia la irrelevancia política, que el Reino Unido ha ligado su futuro al del “gran hermano” norteamericano y que Rusia va ser satelizada, antes de que se desintegre también, por la gran potencia China.
En el caso de España, y también en el de Portugal, haríamos bien en cultivar nuestros tres grandes activos políticos estratégicos con que contamos (los mismos que teníamos ya en el 1500 y que nuestros dirigentes llevan 500 años despreciando):

1)      Nuestra relación estratégica con nuestros hermanos de Iberoamérica, que no van a dejar de cobrar protagonismo político y económico durante los próximos 200 años.
2)      Nuestra vecindad con los países del noroeste africano, otra zona geográfica a la que, forzosamente tiene que irle mejor de lo que le va ahora y que tienen una potencialidad de desarrollo enorme como veremos más adelante.
3)      Nuestra poderosa presencia atlántica. Los archipiélagos de la Macaronesia[1], sumadas a nuestras respectivas fachadas litorales, que nos pueden convertir en una potencia marítima formidable a lo largo de este siglo, si sabemos aprovechar nuestras ventajas comparativas.

Resulta patético comprobar cómo los representantes políticos de todos los países del mundo hacen fracasar una y otra vez las diversas cumbres sobre el clima que se han venido convocando en las últimas décadas, haciendo crecer la bola de nieve que va agrandando el problema y que está haciendo aumentar, exponencialmente, el coste de las soluciones que habrá que implementar, necesariamente, en algún momento del futuro. En esto, como en la manera de afrontar la crisis económica, nuestros dirigentes están haciendo gala de una ceguera política inaudita. Practicando la política del avestruz no se dan cuenta de que están vendiendo su derecho de primogenitura por un plato de lentejas.
Aquellos que tomen la delantera en la lucha contra la degradación medioambiental la terminarán liderando en el porvenir, y en esa guerra hay mucho en juego. Hay tecnología, negocios, futuro y está en juego, nada menos, que el modelo de civilización que queremos construir. La lucha contra el cambio climático está mucho más abierta de lo que, desde los medios de comunicación que trabajan para el Sistema, se nos está presentando.
Observen por un momento una de las muchas imágenes del continente africano de las que se obtienen vía satélite. El desierto del Sahara y sus estepas adyacentes ocupan una extensión territorial equivalente a todo el continente europeo. En ese desierto hay unas fuentes formidables de energías renovables, tanto solar como eólica, y está rodeado de mares. ¿Qué necesita el desierto para transformarse en una campiña fértil? Agua. El agua está a unos cientos de kilómetros. Las técnicas de desalación barata ya existen, y España es líder en esa industria. ¿Qué más hace falta? Energía para la desalación y el transporte, algo que sobra en África y, sobre todo, capital y voluntad política para poner en marcha un ambicioso programa de estaciones desaladoras, proyectos de colonización, construcción de sistemas de riego por goteo… Un horizonte de desarrollo de nuevos negocios para las empresas, de empleo para los técnicos en paro del sur de Europa y del norte de África, así como para la gran masa de desheredados que viven en ese continente, un vasto programa de investigación y el despliegue de un panorama de progreso para un par de siglos a las puertas de casa, una nueva sociedad que construir en medio de la nada y millones de toneladas de CO2 fijadas en tierra en los cientos de millones de hectáreas nuevas dedicadas a la agricultura, a la repoblación forestal y a la recreación de viejos y nuevos ecosistemas africanos.
¿Se imaginan a los paleo-botánicos y paleo-zoólogos recuperando especies extinguidas, aplicando las nuevas técnicas de clonación y de secuenciación genética[2], recreando ecosistemas antiguos en los nuevos espacios robados al desierto?
Ante nosotros se abre un espacio inmenso para el trabajo, para la cooperación internacional, para la construcción de un nuevo orden social planetario y para que el hombre construya una nueva relación con el medio, reparando buena parte de los entuertos cometidos en épocas anteriores por la especie humana.
Habrá quien piense que ese programa es irrealizable, que alguien lo detendrá o, incluso, que no es conveniente. Pero estén seguros de una cosa: eso va a suceder. Más tarde o más temprano, con mayor o con menor capital, con mayor o con menor voluntad política. Porque la tecnología existe, porque existe la imperiosa necesidad de dar de comer a los millones de personas que, en el continente africano, viven sin perspectivas de futuro, porque los países de la zona necesitan desarrollarse, porque ya se están poniendo en marcha los primeros proyectos que van a marcar el camino para los que vengan detrás[3] y lo lógico es que las nuevas técnicas se extiendan por la zona como una mancha de aceite. Así que podemos optar por situarnos en la vanguardia del proceso o en el furgón de cola, que cada cual decida.
Y hay otro inmenso frente situado más al oeste, en el Atlántico, rodeando a los archipiélagos de los países ibéricos. El mar, en el siglo XXI, no va a ser sólo un lugar por el que transitan los barcos y en el que se practica una actividad –la pesca- que es tan depredadora como lo era la caza, para los humanos, en los tiempos paleolíticos. En materia de pesca estamos empezando a transformarnos –como hace nueve mil años- de predadores a productores. Y cada vez más veremos como este medio no es sólo un sitio de paso, sino un lugar en el que los hombres van a empezar a practicar actividades más estables, más productivas y más sedentarias. Donde se genere riqueza. Los humanos, más tarde o más temprano van a terminar viviendo en él y construyendo en él sus ciudades.
¿Cuántos millones de personas creen ustedes que van a asentarse en los nuevos espacios que se abren ante nosotros? ¿Dónde creen que darán sus discursos los agoreros neomaltusianos dentro de treinta o de cuarenta años? Tal vez en los asilos de ancianos, porque los jóvenes y los adultos de entonces estarán todos trabajando.


[1] Macaronesia es el nombre colectivo de varios archipiélagos del Atlántico Norte, más o menos cercanos al continente africano.
El término procede del griego μακάρων νη̂σοι, makárôn nêsoi, 'islas alegres o afortunadas', en alusión a las islas de la mitología griega que eran morada de los héroes difuntos y se suponían situadas en los confines de Occidente. Comprende cinco archipiélagos: Azores, Canarias, Cabo Verde, Madeira e Islas Salvajes”. ( http://es.wikipedia.org/wiki/Macaronesia 13/12/2011)
[2] Bajo regulación internacional, por supuesto, no podemos permitirnos que esos proyectos los monopolicen empresas privadas con tecnología sólo accesible para algunos. Por eso hay que anunciar lo que se avecina públicamente, para que la población pueda participar en el diseño de esos procesos y no nos encontremos ante una política de hechos consumados que sólo beneficie a unas cuantas multinacionales.
[3] De hecho la multinacional sevillana ABENGOA está construyendo ya, en Túnez, varias plantas desaladoras para suministrar agua a zonas desérticas.

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