miércoles, 14 de diciembre de 2011

Construir el futuro

En el anterior artículo les expuse las razones por las que pienso que los principios neomaltusianos son demagógicos, no producirán los efectos que sus partidarios vaticinan y nos conducen hacia un callejón sin salida cuya consecuencia última será la desaparición de la civilización occidental, tal y como hoy la conocemos. También como el hombre ha ido posibilitando a lo largo de la historia nuevos incrementos de población, inimaginables para sus congéneres de épocas anteriores, gracias al incremento de la tecnología aplicada a los medios de subsistencia.
Los pueblos cazadores del Paleolítico Superior alcanzaron en su día unas densidades que, desde el punto de vista de la tecnología de su época habría que calificar de “superpoblación”, porque estaban en el límite máximo de lo que la naturaleza toleraba. Esa “superpoblación paleolítica” estaba muy por debajo del nivel de un habitante por kilómetro cuadrado. Una densidad que hoy nos puede hacer sonreír y, sin embargo, es absolutamente cierto que, con una forma de vida puramente depredadora, el medio ambiente no soporta más humanos.
Por eso se produjo la revolución neolítica y el hombre dejó de ser un depredador para convertirse en productor. Desde la primera invención de la agricultura hasta ahora no han dejado de tener lugar una infinita sucesión de pequeños descubrimientos que han ido volviendo más eficientes y sostenibles las técnicas agrícolas, permitiendo unos incrementos en la productividad por cada unidad de superficie que han multiplicado por muchos dígitos las densidades de población humana. Con esos incrementos se ha ido liberando mano de obra que se ha desplazado hacia otros sectores económicos, como la industria y los servicios. Hoy la productividad agraria se ve muy incrementada, a su vez, por la utilización de máquinas o componentes químicos que han sido fabricados por esos productores no agrícolas, en un proceso de retroalimentación positiva en el que, de alguna manera, se refleja el potente efecto que la demografía humana ejerce sobre todo tipo de actividades económicas.
Y con todo ese bagaje histórico y tecnológico nos enfrentamos hoy a los retos que nos plantea el mundo del siglo XXI, entre los que cabe destacar, por su trascendencia, el cambio climático, el deterioro creciente del medio ambiente por efecto de la acción humana y, también, los masivos procesos migratorios que caracterizan este tiempo, el cambio del modelo energético y la galopante crisis económica.
Todos esos aspectos que he citado están conectados entre sí y creo que se pueden sintetizar diciendo que estamos en un proceso de transición hacia una nueva civilización.
Desde este blog he venido analizando algunas de las muchas incongruencias y contradicciones que, desde mi punto de vista, plantea la sociedad actual y que son un obstáculo para el desarrollo de los pueblos. El capitalismo ha construido un modelo de relaciones sociales insolidario que hoy no está demostrando claramente cuáles son sus límites. Tenemos ante nosotros la enésima crisis de subsistencia por agotamiento –esta vez- no ya de los recursos, sino del sistema de distribución de los mismos. Lo que hemos agotado es la potencialidad del sistema en el que hemos vivido hasta ahora. Necesitamos dar un salto adelante y barrer todas las ineficiencias que nos impiden continuar el proceso de desarrollo histórico que el hombre empezó a desplegar hace nueve mil años, cuando decidió dejar de ser un mero depredador para ponerse a producir, él también, reforzando de esta manera la potencialidad del planeta para sostener una demografía creciente.
Basta echar un vistazo a nuestro alrededor para percatarnos de cuales son los términos en los que se plantea, en estos momentos, el dilema demográfico a escala mundial. Los pueblos del norte terrestre (norteamericanos, europeos, japoneses y rusos) han apostado decididamente por el modelo neomaltusiano e intentan imponérselo al resto de la humanidad. Lo están consiguiendo de manera parcial, de hecho creo que podemos incluir ya a China en esa lista (así como a Australia, Nueva Zelanda y los países del “Cono Sur” americano). Pero la incorporación de China a ese club ha sido reciente y, todavía, las inercias que traía del período anterior, así como su potente demografía histórica y su gran consistencia cultural le han convertido en la punta de lanza de los pueblos emergentes del tercer mundo y, aunque dejara de crecer hoy mismo, el hecho de que un pueblo de 1.300 millones de habitantes, en pleno desarrollo económico, con unidad de mando y regido por unos patrones culturales muy diferentes de los propios del mundo occidental irrumpa en el panorama internacional será suficiente para desestabilizar profundamente la estructura de poder planetaria actual e iniciar una nueva dinámica histórica.
Basta echar un vistazo a las pirámides de población de los grandes bloques culturales del mundo actual, así como a sus dinámicas económicas, para adivinar lo que va a suceder en él durante los próximos cincuenta años, como mínimo, y lo que aparece meridianamente claro es que, salvo conflagración nuclear generalizada, el “sorpasso” de los chinos sobre el Imperio norteamericano se producirá alrededor del año 2020, y el siguiente relevo, el de la India sobre China, antes de 2050. Así que ya podemos imaginar las dinámicas políticas que estos cambios van a traer consigo: la pérdida de protagonismo global del mundo occidental en general y como, a partir de 2040 aproximadamente, los países que han liderado la escena mundial durante los últimos 500 años se van a convertir en el lugar donde se va a librar el pulso de las influencias políticas de las superpotencias de esa coyuntura, los dos gigantes de Asia.
Creo que no hay que tener dotes proféticas para darse cuenta que la Unión Europea se puede desintegrar antes, incluso, de que concluya el mandato de Rajoy, que el tándem franco-alemán camina derecho hacia la irrelevancia política, que el Reino Unido ha ligado su futuro al del “gran hermano” norteamericano y que Rusia va ser satelizada, antes de que se desintegre también, por la gran potencia China.
En el caso de España, y también en el de Portugal, haríamos bien en cultivar nuestros tres grandes activos políticos estratégicos con que contamos (los mismos que teníamos ya en el 1500 y que nuestros dirigentes llevan 500 años despreciando):

1)      Nuestra relación estratégica con nuestros hermanos de Iberoamérica, que no van a dejar de cobrar protagonismo político y económico durante los próximos 200 años.
2)      Nuestra vecindad con los países del noroeste africano, otra zona geográfica a la que, forzosamente tiene que irle mejor de lo que le va ahora y que tienen una potencialidad de desarrollo enorme como veremos más adelante.
3)      Nuestra poderosa presencia atlántica. Los archipiélagos de la Macaronesia[1], sumadas a nuestras respectivas fachadas litorales, que nos pueden convertir en una potencia marítima formidable a lo largo de este siglo, si sabemos aprovechar nuestras ventajas comparativas.

Resulta patético comprobar cómo los representantes políticos de todos los países del mundo hacen fracasar una y otra vez las diversas cumbres sobre el clima que se han venido convocando en las últimas décadas, haciendo crecer la bola de nieve que va agrandando el problema y que está haciendo aumentar, exponencialmente, el coste de las soluciones que habrá que implementar, necesariamente, en algún momento del futuro. En esto, como en la manera de afrontar la crisis económica, nuestros dirigentes están haciendo gala de una ceguera política inaudita. Practicando la política del avestruz no se dan cuenta de que están vendiendo su derecho de primogenitura por un plato de lentejas.
Aquellos que tomen la delantera en la lucha contra la degradación medioambiental la terminarán liderando en el porvenir, y en esa guerra hay mucho en juego. Hay tecnología, negocios, futuro y está en juego, nada menos, que el modelo de civilización que queremos construir. La lucha contra el cambio climático está mucho más abierta de lo que, desde los medios de comunicación que trabajan para el Sistema, se nos está presentando.
Observen por un momento una de las muchas imágenes del continente africano de las que se obtienen vía satélite. El desierto del Sahara y sus estepas adyacentes ocupan una extensión territorial equivalente a todo el continente europeo. En ese desierto hay unas fuentes formidables de energías renovables, tanto solar como eólica, y está rodeado de mares. ¿Qué necesita el desierto para transformarse en una campiña fértil? Agua. El agua está a unos cientos de kilómetros. Las técnicas de desalación barata ya existen, y España es líder en esa industria. ¿Qué más hace falta? Energía para la desalación y el transporte, algo que sobra en África y, sobre todo, capital y voluntad política para poner en marcha un ambicioso programa de estaciones desaladoras, proyectos de colonización, construcción de sistemas de riego por goteo… Un horizonte de desarrollo de nuevos negocios para las empresas, de empleo para los técnicos en paro del sur de Europa y del norte de África, así como para la gran masa de desheredados que viven en ese continente, un vasto programa de investigación y el despliegue de un panorama de progreso para un par de siglos a las puertas de casa, una nueva sociedad que construir en medio de la nada y millones de toneladas de CO2 fijadas en tierra en los cientos de millones de hectáreas nuevas dedicadas a la agricultura, a la repoblación forestal y a la recreación de viejos y nuevos ecosistemas africanos.
¿Se imaginan a los paleo-botánicos y paleo-zoólogos recuperando especies extinguidas, aplicando las nuevas técnicas de clonación y de secuenciación genética[2], recreando ecosistemas antiguos en los nuevos espacios robados al desierto?
Ante nosotros se abre un espacio inmenso para el trabajo, para la cooperación internacional, para la construcción de un nuevo orden social planetario y para que el hombre construya una nueva relación con el medio, reparando buena parte de los entuertos cometidos en épocas anteriores por la especie humana.
Habrá quien piense que ese programa es irrealizable, que alguien lo detendrá o, incluso, que no es conveniente. Pero estén seguros de una cosa: eso va a suceder. Más tarde o más temprano, con mayor o con menor capital, con mayor o con menor voluntad política. Porque la tecnología existe, porque existe la imperiosa necesidad de dar de comer a los millones de personas que, en el continente africano, viven sin perspectivas de futuro, porque los países de la zona necesitan desarrollarse, porque ya se están poniendo en marcha los primeros proyectos que van a marcar el camino para los que vengan detrás[3] y lo lógico es que las nuevas técnicas se extiendan por la zona como una mancha de aceite. Así que podemos optar por situarnos en la vanguardia del proceso o en el furgón de cola, que cada cual decida.
Y hay otro inmenso frente situado más al oeste, en el Atlántico, rodeando a los archipiélagos de los países ibéricos. El mar, en el siglo XXI, no va a ser sólo un lugar por el que transitan los barcos y en el que se practica una actividad –la pesca- que es tan depredadora como lo era la caza, para los humanos, en los tiempos paleolíticos. En materia de pesca estamos empezando a transformarnos –como hace nueve mil años- de predadores a productores. Y cada vez más veremos como este medio no es sólo un sitio de paso, sino un lugar en el que los hombres van a empezar a practicar actividades más estables, más productivas y más sedentarias. Donde se genere riqueza. Los humanos, más tarde o más temprano van a terminar viviendo en él y construyendo en él sus ciudades.
¿Cuántos millones de personas creen ustedes que van a asentarse en los nuevos espacios que se abren ante nosotros? ¿Dónde creen que darán sus discursos los agoreros neomaltusianos dentro de treinta o de cuarenta años? Tal vez en los asilos de ancianos, porque los jóvenes y los adultos de entonces estarán todos trabajando.


[1] Macaronesia es el nombre colectivo de varios archipiélagos del Atlántico Norte, más o menos cercanos al continente africano.
El término procede del griego μακάρων νη̂σοι, makárôn nêsoi, 'islas alegres o afortunadas', en alusión a las islas de la mitología griega que eran morada de los héroes difuntos y se suponían situadas en los confines de Occidente. Comprende cinco archipiélagos: Azores, Canarias, Cabo Verde, Madeira e Islas Salvajes”. ( http://es.wikipedia.org/wiki/Macaronesia 13/12/2011)
[2] Bajo regulación internacional, por supuesto, no podemos permitirnos que esos proyectos los monopolicen empresas privadas con tecnología sólo accesible para algunos. Por eso hay que anunciar lo que se avecina públicamente, para que la población pueda participar en el diseño de esos procesos y no nos encontremos ante una política de hechos consumados que sólo beneficie a unas cuantas multinacionales.
[3] De hecho la multinacional sevillana ABENGOA está construyendo ya, en Túnez, varias plantas desaladoras para suministrar agua a zonas desérticas.

lunes, 5 de diciembre de 2011

La extinción del hombre blanco

La semana pasada les hablé del suicidio histórico colectivo que, de manera implícita, se deriva de la aplicación de los demagógicos principios neomaltusianos, en los debates medioambientales, que se han ido desplegando a partir de la publicación del informe del Club de Roma, en 1972. También los vinculé con el discurso neoliberal, hegemónico desde esas mismas fechas en el ámbito económico e, incluso, con las tesis creacionistas que se han ido abriendo paso entre lo más reaccionario de ciertos ámbitos universitarios norteamericanos. Las tres teorías cubren flancos diferentes del debate intelectual del establishment, pero persiguen una misma estrategia: la involución social. El objetivo último de las tres es congelar la estructura social actual e incluso, si fuera posible, invertir su dinámica interna para retroceder hacia modelos de relación social propios de tiempos pretéritos, en un proceso de re-señorialización que nos conduzca, suavemente, hacia las sociedades estamentales propias de la Europa del siglo XVIII o del XVII.
De las tres teorías, la menos cuestionada actualmente es la neomaltusiana, hasta el punto de que la propia “izquierda” política la ha absorbido como si fuera algo indiscutible y casi de “sentido común” lo que, por cierto, no confirma la experiencia histórica, sino todo lo contrario. Se ve que la historia no sintoniza demasiado bien con el “sentido común” del establishment.
Pero vayamos por partes, porque resulta complicado oponerse a algo que a todos nos parece obvio. Vamos a analizar cada uno de sus componentes por separado, para ver qué hay de verdad y de mentira en una afirmación tan elemental como que si en el mundo hubiera menos personas, esas personas vivirían mejor.
Esta idea tan simple, que mucha gente ve “de cajón”, contradice todas las experiencias históricas: La España de los reyes católicos tenía 6 millones de habitantes, la actual 47. Pregunta: ¿Dónde se vive o se vivía mejor? Podemos escoger el país que nos apetezca para establecer esa misma comparación y, salvo notables excepciones, que tienen todas una fácil explicación, se constata que el nivel de vida, en general, si todos los demás factores permanecen igual, aumenta cuando aumenta la población.
Y esto es así porque con la población se incrementa también la especialización. En la Edad Media las mujeres no sólo tenían que atender las tareas propias del hogar –que necesitaban por cierto más tiempo y más esfuerzo que ahora- sino que también tenían que fabricar la ropa que usaban los miembros de su familia, algo que hoy resulta impensable. Si el trabajo se reparte más, es evidente que la productividad aumenta y con ella, en buena lógica, debe aumentar el tiempo de ocio –ya veremos otro día que eso no siempre es así, aunque debería serlo-.
¿Y dónde está, entonces, el problema? ¿Por qué la mayoría de los “expertos” actuales y de los medios de comunicación se han puesto de acuerdo en afirmar que el crecimiento demográfico indefinido es insostenible?
Pues hay varias razones, pero la más importante es que la sociedad se vuelve más compleja, más difícil de abarcar para quien ha sido educado siguiendo los viejos esquemas creados para manejar una sociedad más simple y, como no entiende algunas de las cosas que pasan, se resiste a evolucionar. Esa reacción es humana y comprensible. En la Edad Media europea hubo reyes que eran analfabetos, algo que no les impidió gobernar, incluso en países extensos. Hoy sería casi imposible que un analfabeto llegara a dirigir un país ¿no? (bueno, es posible que alguien pueda poner algún ejemplo reciente, pero estarán de acuerdo conmigo en que esos individuos en los que están pensando no eran los que de verdad gobernaban ¿verdad?
Los dirigentes mediocres (de todo tipo: políticos, económicos, académicos, etc.), que ya tienen problemas en una sociedad estática, imagínense lo que pueden pensar de una en evolución continua. Los poderosos tradicionales se van a resistir al cambio y utilizarán todo su poder –fáctico o mediático- para impedirlo. Esos individuos crean opinión y están detrás de muchas de esas ideas que parecen tan de “sentido común”. Desde luego es de sentido común que si yo soy poderoso y aquí no se mueve nadie, seguiré siéndolo, claro. Por tanto, motivo número uno: defensa del statu quo.
Motivo número dos: El medio ambiente no puede soportarlo. Eso es verdad hasta cierto punto. Ya dije la semana pasada que los humanos no somos cebras, ni antílopes, y cuando el medio ambiente se degrada nos damos cuenta y planteamos alternativas. Así ha sido, al menos, desde la Revolución Neolítica, y de eso hace ya más de nueve mil años. Claro que, a pesar de todo, por el camino se ha quedado una parte de la variabilidad genética que había en La Tierra antes de la aparición de los humanos. Por culpa de la presión ejercida sobre el medio por el Homo Sapiens o por alguno de sus ancestros se han extinguido muchas especies animales o vegetales: mamut, tigre de dientes de sable, el caballo americano, etc. etc. Por otro lado, los cambios inducidos en el medio por la acción humana han desertizado zonas con abundante vegetación, han hecho que determinada flora o fauna haya invadido ecosistemas distintos de aquellos de los que procede. El hombre ha inducido una selección artificial de especies, etc. Eso, hasta ahora, ha sido inevitable. También hay que constatar que, por el camino, hemos ido aprendiendo, y que hoy somos conscientes de la existencia de procesos que antes nos pasaban totalmente desapercibidos y que, como consecuencia de ese aprendizaje, hemos evitado algunos males que antes no había manera de impedir. Está claro que no es suficiente y que el proceso hay que intensificarlo, pero yo creo que ya hay tecnología y conocimiento para amortiguar notablemente el impacto del crecimiento humano sobre el medio ambiente, lo que sucede es que, con frecuencia, ese conocimiento no se aplica o se bloquea su aplicación desde las instancias de poder debido al motivo número uno que ya hemos expuesto. La degradación del medio ambiente africano, en la actualidad, es un claro ejemplo de ello.
En la actuación de los lobbies nuclear o del petróleo hay una clara intencionalidad en presentarnos el cambio climático, o como algo inexistente o como algo inevitable (el caso de Lovelock es uno de los más descarados, es obvio que ese científico se ha puesto a trabajar para el lobby nuclear, y es ese lobby el que lo ha estado financiando, utilizando su prestigio para dar respetabilidad a un discurso apocalíptico). Las dos posturas pretenden lo mismo: paralizar a los que pretenden combatirlo y, en el segundo caso, además, forzar una draconiana política de “ajustes” de población que guarda un extraordinario parecido con la de ajuste presupuestario de los neoliberales que, en el fondo, persiguen exactamente lo mismo que los neomaltusianos, por eso he señalado la conexión entre ambas teorías desde el primer momento.
El chantaje social implícito en los planteamientos neomaltusianos es evidente: “Cómo sigáis teniendo hijos, esto se va al garete”. Aunque ese argumento tiene una fácil alternativa: “Cómo mantengamos intacto el capitalismo, esto se acaba”, porque es evidente que una sola familia de clase media norteamericana genera un impacto ambiental mayor que cien habitantes en una zona rural de La India.
Lo que es de una hipocresía de juzgado de guardia es que un señor que conduce un vehículo de 200 caballos, cuyo motor es alimentado por algún combustible fósil, que no se ha montado jamás en un metro o en un autobús urbano y vive en una urbanización exclusiva, consumiendo centenares de miles de litros de agua entre piscina, yacuzzi y su parte alícuota del campo de golf del que es socio, se dedique a imputar el cambio climático a las capas más miserables de las sociedades humanas, que viven entre los desechos que han generado los lumbreras del lugar, esos que se imaginan viviendo en Groenlandia, dentro de cien años, después de que el cambio climático haya matado a miles de millones de miserables africanos, asiáticos o iberoamericanos. Es curioso, pero en ese modelo los que sobreviven son los productores de desechos, no los recicladores.
Revisar los contenidos de las bolsas de basura de una familia de clase media europea o norteamericana debiera causarnos una auténtica indignación, porque la mayor parte de los desechos son, en realidad, envases. Envases difíciles de reciclar, envases innecesarios en su mayor parte, envases que tardarán siglos en ser absorbidos por el medio ambiente –o tal vez nunca-, envases absolutamente ajenos a los procesos naturales de reabsorción. Buena parte de la contaminación que esos envases van a generar es gratuita. Los desechos de los miserables que están desertizando el Sahel son todos orgánicos. A pesar de la visibilidad del impacto que la acción humana ejerce en esa zona sobre el medio, el ambiente tenderá a recuperarse en cuanto cese esa presión, lo que no es tan seguro que ocurra donde toneladas de desechos plásticos, mezcladas con mercurio y otros minerales tóxicos sobrevivan a la desaparición de aquellos que se dedicaron a fabricarlas.
¿Se acuerdan cuando comprábamos la cerveza en el bar de la esquina y entregábamos allí el envase de la que habíamos consumido el día antes? Entonces no éramos conscientes de las amenazas que se cernían sobre el medio ambiente. Hoy se supone que sí, pero los que se empeñan en explicarnos que llevemos los vidrios a los contenedores correspondientes, antes nos habían explicado que los envases retornables no eran nada rentables y que por eso se habían eliminado.
¿No sería más fácil que cada fabricante recuperara los suyos, los limpiara y los reutilizara, como se hacía en los años sesenta? Seguro que haríamos mucho menos daño a la naturaleza. Dicen que así sale más caro. Y pregunto ¿a quién le sale más caro? A la sociedad seguro que no.
Los defensores de la energía nuclear utilizan con frecuencia, para combatir los argumentos de los de las renovables, el argumento de que éstas se encuentran muy subvencionadas y que, por tanto, son muy caras, desde el punto de vista económico. Pero los costes imputables a las mismas están todos contabilizados en el momento en el que esa energía se genera. Los gastos que tienen son los que vemos. La energía que se generan con sistemas “sucios”, como los hidrocarburos o las centrales nucleares no están contabilizando las secuelas que van a dejar y que tendrán que pagar las próximas generaciones. ¿Quién vigilará, dentro de doscientos años, que los materiales almacenados en un cementerio nuclear no eleven la radioactividad del agua que circula por el subsuelo y aflora después a través de algún manantial? ¿Quién pagará esa factura? ¿El actual propietario de la central que generó esos residuos? No, ¿verdad? Y dicen que las renovables son caras. Caro es lo que ha pasado en Fukushima y lo que pasó en Chernóbil.
Es cierto que el crecimiento demográfico es un reto para la sostenibilidad del medio ambiente, pero es mucho más cierto que lo que más amenaza ese medio son los intereses privados asociados a los lobbies que controlan la energía, la industria y el comercio a escala mundial. Lo que es insoportable, tanto para el medio como para la sociedad, es la tremenda insolidaridad que se ha instalado en la escala de valores de esta sociedad cainita en que se ha convertido el capitalismo.
Ya dije la semana pasada que cada vez que se ha presentado una crisis de subsistencia, por el agotamiento de los recursos naturales, la humanidad la termina resolviendo incrementando la tecnología, permitiendo así nuevos incrementos de población. Esto sucede de manera espontánea, por la sencilla razón de que los hombres, aunque algunos no lo crean, ¡¡piensan!! Claro que a veces esa resolución se ve bloqueada por la acción de determinados grupos de poder que están objetivamente interesados en que ese desastre ambiental se produzca. Desgraciadamente en el siglo XX han tenido lugar varios ejemplos lamentables de este último tipo.
En realidad son esos límites que el medio ambiente nos pone por delante el principal acicate para la investigación y el desarrollo tecnológico. Cuando una persona tiene la subsistencia garantizada y no siente ninguna potencial amenaza ante sí, se dedica simplemente a vivir la vida. ¿Por qué iba a hacer otra cosa? Pero cuando empieza a tener problemas es cuando se pone a trabajar para resolverlos. En realidad no sólo los humanos se comportan así. Esa es la forma de actuar que han tenido todos los seres vivos desde su aparición en el planeta Tierra, aunque los procesos de reflexión no hayan formado parte de esas dinámicas (en tales casos han sido sustituidos por los procesos biológicos). La evolución significa eso, que cuando una forma de vida daña el sistema del que forma parte, empieza a ensayar variaciones nuevas de sí misma hasta que da con una que se adapta mejor al medio en el que vive y desplaza de esa manera a las más primitivas. Es ley de vida. Si los seres vivos no se comportaran así (humanos incluidos) La Tierra sería un planeta muerto.
Si los ecosistemas no hubieran sido nunca amenazados por la acción de los humanos, hoy ignoraríamos su existencia y, como consecuencia, careceríamos de conocimientos y de instrumentos para defenderlos. Así que todo tiene su parte negativa y su parte positiva. Si Colón no hubiera descubierto América, tal vez no fuéramos conscientes de que a cada población le acompaña su correspondiente colección de virus y de bacterias, así como los anticuerpos que los combaten y que los que no han estado en contacto nunca con esos virus o esas bacterias están inermes ante ellos. Espero que tengamos esa lección en cuenta cuando alguien ponga el pie en el planeta Marte, porque si allí ha habido vida alguna vez, tal vez algún virus marciano pueda poner en peligro buena parte de la vida terrestre o viceversa.
Pero del análisis de la evolución de los procesos históricos y, también de los biológicos, se deduce que los diversos ecosistemas que existen en el planeta también compiten entre sí. De vez en cuando algún ejemplar que se ha desarrollado en uno emigra hacia otro. La mayor parte de las veces en que esto ocurre, el que lleva la peor parte es el emigrante, pero a veces no es así. A veces el animalito o la planta en cuestión, que ha cruzado la frontera entre ambos mundos, resulta ser un feroz competidor para los habitantes de su lugar de destino y sus descendientes terminan colonizando el nuevo hábitat y provocando la extinción de las especies antiguas que ocupaban su nicho. Esto lo han comprobado los biólogos miles de veces en la naturaleza, pero también ocurre entre los humanos.
Cuando un pequeño grupo descubrió la agricultura, en algún lugar perdido del Próximo Oriente, puso en marcha una bomba de relojería que terminaría acabando con todos los pueblos cazadores. Sólo era cuestión de tiempo. Y no es que los agricultores sean unos individuos particularmente agresivos, no. Probablemente son mucho más pacíficos que los cazadores, pues para sobrevivir no necesitan desplegar tanta violencia como estos. Entonces ¿Por qué los pacíficos agricultores han terminado echando de sus santuarios de caza a los primitivos habitantes de cada país? Muy sencillo, la agricultura permite vivir a muchos más habitantes que la caza por cada kilómetro cuadrado. Al final todo es una cuestión de número. Los agricultores han ido empujando a los cazadores hacia los territorios más marginales, hasta terminar provocando su extinción o su absorción por el grupo mayor, por la sencilla razón de que eran más.
Las diferentes sociedades humanas están compitiendo entre sí. Esa competencia se plantea en términos de demografía sostenible. Al final ganan los que son capaces de hacer vivir a más gente en un lugar determinado, de manera permanente. Es cierto que en ese proceso desaparecen algunas especies. Es cierto que si en toda la Tierra los grupos neomaltusianos impusieran sus tesis y paralizaran el crecimiento demográfico existirían algunas posibilidades de que los ecosistemas actuales sobrevivieran tal cual -estoy convencido de que aunque eso sucediera hoy mismo ya llegan tarde varias generaciones-. Pero tengan por seguro de que si las densidades de población humanas bajaran de manera generalizada (que lo haga en un solo lugar no sirve para nada, porque lo que importa es la masa crítica global) la tecnología y la ciencia retrocederían (ya hablaré otro día sobre ello) y con ellas los instrumentos que tienen los hombres para enfrentarse con las adversidades naturales.
Pero bastará que un solo grupo humano no esté dispuesto a aceptar las imposiciones de los neomaltusianos (que son, además, contra natura, es decir, van en contra de lo que nuestro instinto animal nos aconseja) para que ese grupo termine arrollando al resto de esa humanidad que ha decidido autoexcluirse del liderazgo de los procesos históricos del futuro.
Los europeos y los norteamericanos hace tiempo que decidieron suicidarse como pueblos. El mismo día que entregaron el poder a los neomaltusianos y a los neoliberales o tal vez cuando empezaron a dar crédito a las tesis eugenistas. Por ese camino no se va a ninguna parte. Sólo el que lucha tiene alguna posibilidad de ganar. El que se autoexcluye ya ha perdido.