Decían, allá por los años setenta, en la Inglaterra que negociaba su ingreso en el Mercado Común Europeo, para convencer de la necesidad de pertenecer al mismo a los más euroescépticos, que “para poder frenar un coche hay que estar dentro de él”.
Está claro que los ingleses entraron en el MCE para frenar el coche desde dentro, su comportamiento en la Unión, desde 1973, es compatible con ese principio. Los ingleses entraron en el MCE con el modelo de la EFTA en la cabeza (la antigua “Organización Europea de Libre Comercio”) y con su relación privilegiada trasatlántica en el corazón.
Y los ingleses no entraron solos, a la altura de 2011 son miembros de la Unión Europea todos los países que en algún momento de la historia han pertenecido a la EFTA, excepto Suiza, Noruega e Islandia (a saber: Reino Unido, Dinamarca, Austria, Portugal, Suecia y Finlandia). También tenemos dentro a nueve países del antiguo COMECON (Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria), una unión económica impuesta desde la Unión Soviética a sus socios del antiguo bloque comunista europeo. Son países que ven la necesidad de pertenecer a una organización económica potente, que les dé una proyección internacional de la que ellos carecen, pero en modo alguno están pensando en los Estados Unidos de Europa (se han llevado medio siglo luchando para liberarse de la hegemonía política soviética y lo último que desean es caer bajo un nuevo hegemonismo), ni ellos ni los de la EFTA (15 de 27).
¿Quiénes están en la defensa de una Unión que avance en el terreno político? Si estuviéramos a principios de los ochenta diría: el eje franco-alemán. Pero estamos en 2011, y el citado eje también nos está decepcionando, no hay más que ver el papel que Angela Merkel está desempeñando en esta película desde 2008. Tampoco su antecesor Gerhard Schröder mostró un excesivo entusiasmo europeísta.
Alemania tiene también su propia historia al respecto. Después de los dos fracasados intentos imperiales que desencadenaron las guerras mundiales, humillada y troceada tras la ocupación aliada en 1945, cuando se le permite reunificar los primeros tres trozos de lo que antaño fue el III Reich, se abre paso la idea -originariamente francesa- de que es mejor olvidarse de las viejas rivalidades nacionales, para construir un proyecto europeo y poder competir así, con economías de escala, en el nuevo mundo que se estaba construyendo en la postguerra. En el horizonte se abría una futura unión política europea, unos Estados Unidos de Europa que compitieran con las dos grandes potencias del momento, EEUU y la URSS. Pero decidieron avanzar paso a paso, con cautela, dando prioridad a la economía para tejer una red de intereses comunes que actuaran como estímulo para construir la utopía europea.
En este asunto Francia siempre tuvo las ideas más claras que Alemania, el general De Gaulle, que había combatido durante la guerra mundial en el bando aliado y carecía de los complejos que arrastraban los que se habían plegado a los nazis durante la misma, concebía la unión política en ciernes como una plataforma que permitiera desplegarse a la “grandeur” francesa en competencia con sus rivales anglosajones. Por eso tenía muy claro que Inglaterra debía mantenerse lejos del proyecto europeo y, por supuesto, Estados Unidos.
La posición alemana en cambio era más compleja. Habían sido puestos de rodillas en 1945 por una combinación de ejércitos en los que los anglosajones y los rusos constituían el núcleo fundamental. La “grandeur” francesa le venía bien para ir levantando la cabeza, desde el bloque occidental, con un aliado local de cierta importancia. Pero temía a los Estados Unidos –y también a la Unión Soviética- y no quería despertar la ira de las potencias vencedoras de la guerra mundial. Así pues colaboró con cierto entusiasmo en los aspectos más económicos del proyecto, pero fue mucho más cauta en todo lo que pudiera implicar un proyecto político a largo plazo.
Además había otra faceta de la estrategia política alemana que afectaba, de manera significativa, a su forma de enfocar el proyecto europeo. Se trataba de su anhelada reunificación con la República Democrática Alemana. Este objetivo estuvo bloqueado durante 40 años en el contexto de la Guerra Fría. Durante ese tiempo el deseo pangermánico estuvo contenido y subordinado a los compromisos internacionales contraídos por la República Federal Alemana en tiempo presente, aunque se mantuvo como un aspecto innegociable de las normas constitucionales de la República y estaba detrás de la “Ostpolitik” (La apertura al Este), que llevó al poder a Willy Brandt en 1969 y que fueron desarrollando los socialdemócratas desde entonces hasta su derrota en las urnas en 1982 por el democristiano Helmut Kohl.
Así que, mientras el resto de socios del Mercado Común y de la OTAN tenían en la cabeza, entre 1950 y 1990, el modelo conceptual de la Guerra Fría, los alemanes guardaban un as bajo la manga: mantenían discretamente su proyecto alternativo, que comenzaría a desplegarse el mismo día en el que la reunificación de las dos alemanias se pusiera a tiro.
Los soviéticos, que como “marxistas” que decían ser, seguían conservando algo de la poderosa herramienta de análisis sociológico que representa el materialismo histórico y que, además, conocían a los alemanes mucho mejor que el resto de los occidentales sabían que, bien manejado, ese anhelo alemán por la reunificación, podía en un momento determinado convertirse en un caballo de Troya dentro del monolítico mundo de la OTAN y, sin apostar claramente por ese modelo (durante la Guerra Fría se habló mucho, por parte de ciertos analistas políticos europeos, del proyecto soviético de “finlandización” -es decir, neutralización- de Alemania y de Austria) al menos lo alentaron subjetivamente, haciéndole ver a los dirigentes alemanes que no eran totalmente hostiles a la misma.
Así pues la apuesta alemana por unos Estados Unidos de Europa era sincera en tanto y en cuanto no impidiera su propio proyecto de reunificación y, además, no irritara demasiado a anglosajones ni a soviéticos. Demasiados condicionantes para que fuera una apuesta firme aunque, hasta el final de la presidencia de la Comisión Europea por Jacques Delors (uno de los más firmes europeístas que han existido), en 1995, todo parecía posible.
Pero llegaron la Perestroika, la Glásnost, las revoluciones “de terciopelo” y la caída del muro de Berlín. Todo cambió en Europa. Un fortísimo terremoto sacudió nuestro viejo continente y lo transformó por completo.
Lo transformó… ¡desde abajo! Los que en nuestra juventud aprendimos a utilizar el método de análisis del materialismo histórico sabemos que cuando estas cosas suceden los últimos en enterarse son precisamente los que están más arriba. Los centros de poder planetario (y por supuesto los europeos occidentales que no andan muy lejos de ellos) no se inmutaron demasiado. Seguían existiendo la OTAN y la Comunidad Económica Europea, estaban armados hasta los dientes y controlaban la economía mundial. ¿A quién podían temer? En ese momento aparecen los profetas Fukuyama y Huntington para explicarnos al resto de los mortales que es lo que está pasando. Nos vienen a explicar cómo se ve lo que ocurre en la Tierra… desde el planeta Marte. Y no se dan cuenta de que, desde esa distancia, el bosque no deja ver a los árboles.
Decía Bertold Brecht: “General, tu tanque es más fuerte que un coche/Arrasa un bosque y aplasta a cien hombres./Pero tiene un defecto:/Necesita un conductor.” Pues resulta que tenemos los instrumentos más poderosos de la historia al servicio del sistema capitalista-mercantilista en el que vivimos, pero manejados por unos individuos que cada vez tienen menos claro quiénes son y al servicio de quién están, lo que introduce en el sistema un poderoso factor de inestabilidad. Digamos que un hongo mutante está atacando a los árboles del bosque que nuestros amigos marcianos vigilan desde la distancia, cuando el color de las hojas empiece a cambiar ya será demasiado tarde.
Los alemanes no podían dejar pasar la oportunidad de reunificarse después de la caída del muro. Llevaban 40 años preparándose para ese momento y cuando llegó lo aprovecharon. Entonces parecía absurdo plantearse que la reunificación rompía todos los equilibrios políticos de la víspera y también las dinámicas históricas en las que estábamos (todos) metidos; eso sonaba a música celestial en medio de las poderosas realidades del presente. La unificación era un golpe bajo a la Comunidad Económica Europea, tal y como estaba concebida en ese momento, porque alteraba todos los equilibrios internos, así como las estrategias de los demás miembros. En realidad el MCE-CEE-UE es un micro-ecosistema que había ido desarrollándose dentro de un ecosistema mayor, que era el mundo de la Guerra Fría. Una vez que se rompe el grande, termina arrasando al pequeño, aunque las inercias sociales previas impidan que los que están montados en la nave tengan plena conciencia del torbellino en el que se han metido.
Todos los vacíos se terminan llenando, en política especialmente. El hundimiento de la Unión Soviética crea un vacío a partir de la línea Oder-Neisse que los alemanes no pueden dejar de aprovechar. Así pues la vieja “Ostpolitik”, la apertura al Este, abandona el ámbito de las cancillerías y de la diplomacia y desciende al de los empresarios y los economistas. Cuando los socios de la CEE-UE comprenden la ventaja estratégica que poseen los alemanes, por su propia posición geopolítica y por su potencial económico y demográfico, se apresuran a competir con ellos y comienza una carrera en la que las zancadillas y los codazos entre los socios están a la orden del día.
En esa nueva dinámica que se va abriendo paso en los años 90 y los 2000 es en la que tienen lugar las tres últimas ampliaciones de la Unión Europea (las ampliaciones a 15, 25 y 27), que se han ido alejando cada vez más de la prudencia que presidió a las primeras y en las que lo que los negociadores tienen en la cabeza se parece cada vez más al modelo conceptual de la EFTA y cada vez menos al de los Estados Unidos de Europa.
Entonces ¿qué sentido tiene en este contexto la libre circulación de personas y de mercancías y la moneda común europea? Pues sencillamente buscan poner al estado de rodillas ante el no-estado de las corporaciones multinacionales. Si los grandes poderes económicos pueden meter en cintura a los políticos que han sido democráticamente elegidos por sus respectivos pueblos -a través de superestructuras que no responden ante las urnas- están creando una dictadura continental que utiliza el señuelo de la utopía europea como coartada para la instauración de la peor de las pesadillas, como los acontecimientos de los últimos años están viniendo a demostrar.
Llegados a este punto es obvio que la Unión Europea se ha convertido en una camisa de fuerza para amarrar a los pacientes que se resisten a comulgar con las ruedas de molino que pretenden imponer nuestros “geniales” dirigentes, convertidos en dóciles instrumentos al servicio de unas oligarquías que sólo intentan aprovechar la crisis que ellos mismos han creado para acabar con el estado social europeo.
¿Qué hacer frente a esta brutal ofensiva?
Primero: tomar conciencia de que el actual proyecto europeo no sirve a los intereses de los pueblos de Europa, sino a los del gran capital internacional. Seguir profundizando en esa dirección no es más que seguir su juego.
Segundo: comprender que una unión política a 27 -aunque la lideraran fuerzas políticas progresistas- es imposible, por la disparidad de orígenes culturales y por la heterogeneidad de las dinámicas históricas de las diferentes regiones de nuestro continente. Una unión genuina tiene que surgir desde abajo y tiene que tener a los pueblos por protagonistas. Por tanto lo idóneo es fomentar procesos de colaboración regionales, que vayan construyéndose entre vecinos, en los que se vayan diseñando estrategias a medio y largo plazo consensuadas, democráticas y que cuenten con un verdadero respaldo popular. En la perspectiva de una Unión verdadera que construyamos a largo plazo en un proceso de Refundación Europea.
Tercero: no crear bruscos vacíos por el camino, que permitan colarse a los enemigos de la democracia. La Unión Europea es una realidad, que no tiene ningún futuro porque es impuesta, pero una realidad al fin. Hay que desmontarla, pero paso a paso y entre todos. La ruptura brusca provocaría un feroz ataque de la jauría de perros que la dirigen. Hay que organizar una retirada ordenada y por fases, pero hay que retirarse; conservando los instrumentos que se consideren idóneos a través de las organizaciones monotemáticas específicas que se crea necesario conservar o, incluso, crear.
Esta es la propuesta: Europa Unida sí, pero de otra manera. Reconstruyamos el proyecto europeo pero con bases firmes, como se construyen las cosas que de verdad importan: desde los cimientos. Dejando fuera a los que no quieran comprometerse a fondo con él, a los caballos de Troya. Este es el proyecto de La Joven Europa.
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