miércoles, 27 de mayo de 2015

La conexión atlántica

En el artículo anterior explicamos nuestra visión acerca de los profundos cambios históricos que tuvieron lugar, a escala planetaria, como consecuencia del despliegue del Homo Ibérico por el mundo a partir del siglo XV que, como dijimos, representa el impulso del Segundo Ciclo Mediterráneo en el desarrollo de la Civilización Occidental.

Hace tiempo que explicamos que, históricamente, se han sucedido dos ciclos mediterráneos, que han sido reemplazados después por sendas ofensivas de los pueblos procedentes de los continentes circundantes. El Imperio romano durante el siglo V de nuestra era cedería ante el avance de los germanos y el español, a partir del XVII, lo haría ante la presión combinada de una amplia coalición de pueblos europeos liderada por Francia. En ambos casos los frentes de lucha más activos fueron también los más occidentales.

Desde la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) hemos visto desplegarse en el occidente europeo a los tres estados que fundarían los imperios ultramarinos de la segunda generación (Francia, Inglaterra y Holanda) seguir la estela de los españoles y portugueses por el Océano Atlántico para intentar reemplazarlos en el liderazgo político planetario. Los españoles y los portugueses fueron los constructores y los mantenedores de esa estructura. Los imperios de la segunda generación se montaron sobre ella, situándose en la cúspide. Ha habido, por tanto, un relevo en el liderazgo, pero no una sustitución del modelo.

Los españoles construyeron el Imperio Romano de América, al que incorporaron, no obstante, algunos elementos estructurales innovadores que cambiarían la lógica interna de los procesos históricos a partir de entonces y provocarían una aceleración de los mismos y un importante salto cualitativo.

Como los portugueses -contemporáneos suyos- y los fenicios y griegos -en la antigüedad- fueron capaces de crear y sostener durante siglos un imperio muy lejos de su patria originaria, comunicándose con él a través del mar de manera permanente, lo que representaba un importante salto adelante con respecto a la dinámica histórica de los pueblos medievales del viejo mundo aunque, como acabamos de ver, contaron con antecedentes en el mundo antiguo, precisamente entre los precursores del primer ciclo mediterráneo; es decir, que lo que españoles y portugueses estaban haciendo durante los siglos XV y XVI era desplegar las órdenes contenidas en su ADN de pueblos mediterráneos, una vez alcanzado el estadio histórico en el que correspondía hacerlo.

Pero la debilidad demográfica de los portugueses, así como su idiosincrasia de pueblo litoral, les impidió dar el salto hacia la siguiente fase, que era la de la construcción de un imperio terrestre, tarea que los españoles -como los romanos mil quinientos años atrás- sí pudieron hacer, en unas condiciones más duras que los latinos, dada la distancia con respecto a la metrópoli a la que se encontraba éste y a la gran variedad de ecosistemas naturales y, en consecuencia, sociales que se encontraron o que construyeron allí.

Esta variedad de ecosistemas presentes en el Imperio español es la que lo singulariza históricamente y lo convierte en el primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad[1]. Aunque, como dije hace tiempo, la transversalidad ya se daba, en cierta medida, en el Imperio romano e incluso en las entidades políticas precursoras del mismo (cartagineses, griegos, fenicios...) dado que el Mediterráneo es el punto de encuentro de los ecosistemas que se dan en los continentes que lo circundan y todo pueblo que se haya dedicado al comercio marítimo entre sus orillas se ha tenido que desenvolver entre otros que eran estructuralmente muy diferentes a él y cuyas formas de vida contrastaban de manera notable.

Vimos como la Península Ibérica es un espacio geográfico que presenta  asimismo una gran diversidad concentrada en un territorio de dimensiones relativamente modestas. Hubo también una transversalidad notable en el Imperio inca y, en mucha menor medida, en el azteca.

Pero la constitución del Imperio español, que llegará a extenderse desde el sur de Canadá hasta la Tierra del Fuego, integrando en su seno desde los altiplanos andinos hasta los manglares de Florida, pasando por los desiertos de Atacama o de Norteamérica, las costas del Caribe y las selvas del Amazonas o de Centroamérica, representa un salto notable en ese proceso, ya que integra prácticamente dentro del mismo a casi todos los entornos ecológicos posibles dentro del orbe, a lo que hemos de añadir el desafío intelectual que representaba la constatación de que vivíamos en un mundo finito, a raíz de que la nao Victoria, comandada por Juan Sebastián Elcano, completara la primera vuelta al mundo. Únale a esto el establecimiento de relaciones estables entre los pueblos de Europa Occidental y de Asia Oriental (India, China, Japón...), la creación de la primera moneda global por parte de los españoles (El real de a ocho), aceptada prácticamente en todo el mundo civilizado, la aparición de los primeros tratados sobre derecho internacional, o los debates de índole moral surgidos alrededor del tema de los derechos de los indios, que ampliaban el horizonte ético de los pueblos medievales europeos y nos metían de lleno en el ámbito de la modernidad.

La llegada de los nuevos productos americanos a Europa (chocolate, patata, tabaco, quinina...), la de otros que, sin ser oriundos de América, podían cultivarse allí de forma masiva por razones climatológicas (azúcar, café, algodón...) y la llegada de metales preciosos procedentes del Nuevo Mundo (oro y plata) alteraron radicalmente e intensificaron las relaciones comerciales en Europa, dando lugar a una competencia feroz que provocaría un incremento de la especialización y un aprovechamiento más intenso de las ventajas comparativas de la que cada cual disponía, de la productividad y del desarrollo científico y tecnológico.

Las consecuencias, a medio plazo, de este proceso fueron la Revolución Industrial, las oleadas de revoluciones políticas que le acompañaron y los grandes enfrentamientos armados que se extienden por Europa, de una magnitud desconocida en las etapas históricas precedentes. Me estoy refiriendo a la Guerra de los Treinta años, las guerras napoleónicas y las dos guerras mundiales.

Recapitulemos: Hemos hablado de dos ciclos mediterráneos como desarrollos lógicos del encuentro en nuestra latitud de pueblos adaptados a ecosistemas naturales diferentes que están estructurados de distinta manera y que tienen ventajas económicas comparativas que estimulan el comercio, el desarrollo político y cultural, los incrementos en la productividad, en la demografía, en la tecnología y en la ciencia.

Pero hay una gran diferencia entre los imperios romano y español: que el primero desarrolló una estructura económica que, en buena medida, se mantuvo dentro de los límites políticos del Imperio y permaneció asociada a él. Una vez alcanzado el cénit del mismo (sobre el año 200 de nuestra era) comenzó su declive político y, con él, un proceso involutivo que arrastró al resto de facetas que estaban asociadas con el mismo: demografía, economía, comercio, tecnología, ciencia, religión, cultura...

El comienzo del declive político  del Imperio español, en cambio, que podemos datar en torno al 1640, tan sólo significó que los españoles  pasaron el testigo a nuevos agentes políticos que, hasta ese momento, venían desempeñando un papel secundario dentro del proceso. La decadencia política española no es más que una crisis de crecimiento del modelo, una reasignación de roles que abriría una nueva fase de desarrollo en la civilización occidental.

Observemos el siguiente mapa:

El Eje del Imperio español


 Al mirar un mapamundi siempre tuve la sensación de que la Península Ibérica parece estar huyendo de Europa, con rumbo suroeste y, al hacerlo, la arrastra tras de sí. Una idea parecida debió inspirar a José Saramago a escribir su obra de ficción “La Balsa de Piedra”. Es una sensación que viene reforzada, además, por el paisaje que vemos por aquí, que nos recuerda al de otros países situados lejos de nuestro entorno geográfico inmediato, como debió parecerle a Hernán Cortés en México cuando lo bautizó con el nombre de “Nueva España”.

España es una encrucijada, un punto de encuentro, un cruce de caminos, una manera de conectar con los otros, una forma de mirar al mundo y de interpretar la realidad que nos envuelve, una atalaya desde donde se puede observar el horizonte que se oculta tras la Mar Océano, una antena que capta todas las descargas de energía que se producen en el Hemisferio Occidental.

Y ese carácter de encrucijada geográfica que tiene nuestro país prefiguró, desde hace miles de años, su función política y canalizó los procesos históricos asociados a la misma. Como una clepsidra (reloj de agua) su relieve conduce los flujos que la naturaleza trae hasta aquí y los redistribuye, conectando mundos lejanos y distintos planos de la realidad. Y esos flujos van dejando un poso tras de sí que el tiempo convirtió en una estructura que se desplegó como el embrión del esqueleto que sostiene al mundo global que entre todos fuimos construyendo a partir del siglo XV.

Esa pequeña piececita que se observa en el meollo del Hemisferio Occidental, donde se encuentran las placas tectónicas, los flujos de energía del magma subyacente, las corrientes marinas que atraviesan el Atlántico, rompiendo en la Península para internarse una parte en el sumidero mediterráneo, mientras el resto enfila hacia las islas británicas. Ese lugar donde los vientos oceánicos rompen sus frentes contra el relieve de la Meseta Central, escalonado a distintos niveles y formando pasillos horizontales que amplifican los contrastes entre el norte y el sur peninsular, con la de las bajas presiones saharianas que desvían los vientos del oeste hacia el norte durante el estío, resecando la tierra y pintando de pardo nuestro paisaje, en abierto contraste con el verde de nuestros vecinos septentrionales; esa piececita -repito- se convirtió en un corazón que bombeó hombres y recursos hacia los cuatro puntos cardinales durante la Era de los Descubrimientos Geográficos y conectó al mundo entero, transportando a través de sus rutas de distribución mercancías, personas, conocimientos, ideas...

Sabemos que los animales metazoos (vertebrados, artrópodos, moluscos...) están compuestos por multitud de células vivas que se unen para hacer un trabajo juntas que consiste en dar vida al ser que las contiene. El hombre está compuesto por millones de ellas que ignoran nuestra existencia, pese a que nos están permitiendo vivir gracias a su trabajo o, lo que es lo mismo, a sus tendencias instintivas.

El leucocito -o glóbulo blanco- no tiene ni idea de que el bichito al que está persiguiendo es una bacteria portadora de una enfermedad que puede poner en peligro la vida del ser-continente dentro del cual vive. Tampoco es necesario que lo sepa. Simplemente es así. Pero hay una conexión evidente entre su vida y la nuestra. Son dos planos diferentes de la misma realidad. Están interconectados aunque se ignoren mutuamente.

Las sociedades humanas son una asociación de individuos que buscan optimizar su relación con el medio en el que viven a través de una serie de reglas que han ido adoptando a lo largo del tiempo y que son fruto de la experiencia acumulada de los grupos que las constituyen. Pero los hombres no son los únicos elementos activos de esa asociación. Hay otros seres vivos interactuando con ellos y también otros que, sin estar vivos en el sentido orgánico del término, tienen una dinámica muy potente y reaccionan -igualmente- en respuesta a nuestras acciones. El conjunto, por tanto, tiene su propia lógica de desarrollo, que es independiente de la de sus partes, y esa lógica supra humana nos arrastra y condiciona buena parte de nuestra existencia.

En el desarrollo de los procesos históricos, la voluntad de los hombres que los protagonizan representa, tan solo, uno de los componentes a tener en cuenta. En realidad ni siquiera es uno de los elementos causales más determinantes de los mismos, pues los planes que los humanos van trazando por el camino se corrigen sobre la marcha, en una interacción continua con el resto de elementos activos que forman parte del sistema, resultando ser, finalmente, uno de los elementos más adaptativos de la máquina de la que forma parte. Como dijo Carlos Marx: “No es la conciencia la que determina el ser, sino que es el ser el que determina la conciencia”.

Las sociedades humanas son ecosistemas sociales cuyos procesos sólo pueden entenderse dinámicamente, teniendo en cuenta el entorno natural en el que se desenvuelven, y responden a unos patrones evolutivos prefijados que tienen una doble direccionalidad potencial: o se avanza o se retrocede, es decir, o se evoluciona o se involuciona.

Evolución significa intensificar la productividad  global del modelo, crecimiento de la población, incremento en el número y en el tamaño de las ciudades que forman parte del mismo, en la complejidad de su sistema político y social, en el ámbito geográfico que forma parte del mismo, en el desarrollo científico, técnico y artístico, una mayor integración entre las partes que forman parte del sistema...

Involución significa justo lo contrario. La tendencia general de las clases dirigentes dentro de esa estructura es a frenar su desarrollo, porque al crecer se vuelve menos abarcable, menos previsible, menos manejable y esto les infunde miedo.

Son las clases subalternas, las que no están bien integradas dentro del mismo, los sectores de la población que el sistema expulsa hacia la periferia, los que empujan en la dirección de incrementar la complejidad del modelo. Y hay dirigentes que saben ver en la fuerza convectiva que emerge desde el fondo de la sociedad una vía de ascenso social, una posibilidad de ponerse al frente de las transformaciones que le acompañan y de adaptarlo a sus propias necesidades.

Avanzar o retroceder, ese el dilema que se presenta cada vez que hay una crisis de crecimiento, y en la resolución del mismo intervienen, por supuesto, las inercias que el modelo lleva consigo pero, también, la lucha interior que se libra en el seno de cualquier sociedad entre las facciones que aspiran a liderarla.




[1]  “El Imperio transversal”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-imperio-transversal.html

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