sábado, 4 de abril de 2015

Homo Ibérico

En el artículo anterior intentamos dar una idea de la magnitud de los profundos cambios sociales que tuvieron lugar en España desde la llegada al poder de Almanzor (980) hasta la expulsión de los benimerines (1344). Fueron quince generaciones durante las cuales cristalizó el modelo social que ha caracterizado históricamente a nuestro país y al que denominé: “el mundo de la frontera”.

Durante ese tiempo la Península Ibérica fue un inmenso campo de batalla dónde se batieron ejércitos de decenas de miles de hombres, dónde chocaron dos mundos, dos proyectos de civilización alternativos y mutuamente excluyentes; proyectos de naturaleza continental, surgidos en lo más profundo de las masas de tierra que se asoman al Mediterráneo. En esas profundidades terrestres los paisajes son monocromáticos: el verde del universo germánico o el pardo de los desiertos africanos y asiáticos. Ya dijimos en su día que los monoteístas se despliegan a partir de estructuras imperiales o de paisajes monocromáticos (lo que hay en el cielo es reflejo de lo que hay en la tierra).

El Islam es una cosmovisión surgida en el corazón de las tierras más áridas del suroeste asiático, concebido para que el fiel asuma su dura realidad y la convierta en un activo social. Esa es su gran fortaleza y, también, su mayor debilidad. Son los especialistas de los entornos áridos y, por eso mismo, cuando se alejan de ese medio se vuelven mucho más vulnerables que el resto de pueblos que los rodean. En su proceso expansivo de los siglos VII y VIII avanzaron con rapidez por la franja árida del Viejo Mundo, pero se detuvieron cuando alcanzaron las praderas atlánticas de la España septentrional y de Francia. Allí se las verían con los especialistas de esos otros paisajes.

La variada y -a la vez- compacta geografía peninsular reunía las condiciones precisas para articular una respuesta cultural, filosófica, política y militar a esa cosmovisión. La yihad musulmana actuó como desencadenante de la anti-yihad ibérica, que estructuró su discurso a través del santiaguismo, núcleo duro fundacional de un proyecto político al que hoy llamamos España.

“España, mucho antes de ser un estado, era un proyecto político compartido por todos los pueblos cristianos que vivían en la Península Ibérica. Era la utopía de los cristianos medievales peninsulares que se fue construyendo paso a paso, ladrillo a ladrillo, por todos y cada uno de ellos. Utopía por la que murieron centenares de miles de personas a lo largo de los siglos medievales. España era la unidad, el futuro. Y se construyó libremente, por millones de hombres libres que nacieron, vivieron y murieron pensando que algún día sus descendientes vivirían en paz, protegidos por la fuerza de un gran estado unido en el que todos se incorporarían en pie de igualdad.”[1]

España era una nueva sensibilidad mediterránea que añadía nuevos matices -una nueva música- al viejo tronco de los pueblos que se han proyectado histórica y políticamente a través del Mare Nostrum (fenicios, cartagineses, griegos y romanos).

¿Qué es lo que tiene el mundo peri-Mediterráneo que lo singularice frente al resto de tierras que lo circundan? Tiene un paisaje diferente en cada valle. Una riqueza infinita de colores, de formas, de rostros... Es un lugar cálido y acogedor donde la gente sale de sus casas, se sienta en las calles a hablar con sus vecinos y se comunica con ellos. Un mundo urbanizado e intercomunicado desde hace miles de años, donde el mar hizo de puente y puso en contacto a los hombres que vivían junto a sus riberas. Un facilitador de intercambios que hizo posible que los productos elaborados en el desierto argelino pudieran distribuirse, dos días después, en la verde Francia desde el puerto de Marsella, o que el garum gaditano estuviera en Roma tres o cuatro días después de haberse elaborado. El lugar donde florecieron los experimentos multiecológicos que hicieron posible articular la civilización occidental.

No hay civilización sin intercambios, sin que los que son diferentes encuentren la forma de colaborar entre sí y de enriquecerse mutuamente. Si todos producimos lo mismo ¿para qué vamos a comerciar? ¿Para qué vamos a organizar complejos sistemas de redistribución? ¿Para qué vamos a fundar un estado? Podemos vivir autárquicamente, como en lo más profundo de los tiempos medievales o de la Protohistoria europea. El estado, las sociedades complejas, la cultura, la civilización... son la consecuencia del encuentro entre los que son diferentes y del establecimiento de un modelo de relaciones estable entre los mismos que sea aceptado por la mayoría. En ese modelo de relación todos deben tener algo que ganar, deben tener un estímulo que los empuje a colaborar. Los sistemas de relación impuestos no son estables si los dominados, después de haberlos aceptado -aunque fuera de mala gana- no encuentran una razón para dar por buena la dominación. Los romanos sometieron a los celtíberos por la fuerza. Pero después construyeron acueductos y calzadas, trajeron productos exóticos, máquinas... elevaron la producción agraria, permitiendo así alimentar a muchas más personas... por eso pudieron imponer su sistema político. Si no hubieran elevado los niveles de vida de la gente su sistema no habría sobrevivido.

A lo largo de la Edad Media se produce en la Península Ibérica un proceso de acumulación de fuerzas. La tensión interior del Homo Ibérico se va elevando bajo la tremenda presión a la que lo someten las fuerzas invasoras, y se recrea de una nueva forma el viejo experimento multiétnico que los romanos fueron construyendo a lo largo de medio milenio en el Mar Mediterráneo. Pero aquí tiene lugar en un espacio más reducido y compacto que, sin embargo, albergaba en su seno casi toda la variedad de entornos físicos que se pueden encontrar a lo largo de ese inmenso espacio geográfico y cultural. Durante ese tiempo se estructura lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”[2], es decir, la Civilización Hispana.

Cuando los ibéricos desbordan los límites físicos de su península originaria y se hacen a la mar, los vientos atlánticos canalizarán su impulso vital hacia el oeste y lo proyectarán sobre todo un continente que los estaba esperando al otro lado del océano.

Recapitulemos: En las orillas del Mediterráneo se estuvo gestando desde los tiempos de las civilizaciones cretense y egipcia un nuevo proyecto cultural que fenicios y griegos difunden por las mismas y que los cartagineses primero y los romanos después van transformando en la estructura política más poderosa que se había conocido nunca en el Viejo Mundo -al menos, al oeste de China-.

Cubierto su ciclo histórico primigenio, dicho proyecto se desintegra durante el primer milenio de nuestra era y cede ante la presión de sus adversarios que no paran de hostigarlos desde los continentes que circundan el Mare Nostrum y que articulan dos respuestas culturales alternativas al impulso mediterráneo: la germánica y la musulmana.

Pero en los campos de batalla donde ambos proyectos se encuentran, que representan a su vez los límites ecológicos de los mismos, se irá incubando durante un milenio el segundo ciclo mediterráneo, que protagonizaron españoles y turcos desde los comienzos del siglo XVI.

Hasta la construcción del Canal de Suez, el Mediterráneo sólo tenía una puerta de salida hacia el exterior: el Estrecho de Gibraltar. El Imperio Turco se despliega desde el fondo de ese callejón sin salida (marítima, se entiende), en el área de solape entre el viejo proyecto político del Próximo Oriente que culminó con el Imperio Persa y el siguiente que lo hizo por el Mediterráneo. Estaba atrapado en un viejo espacio cultural donde los diversos grupos étnicos que se lo disputaban estaban ya presentes allí varios milenios atrás.

Pero en el occidente de la Península Ibérica se encontraba todavía, a finales del siglo XV, el Finisterre europeo, El Fin de la Tierra medieval al que acudían buena parte de los peregrinos que hacían el Camino de Santiago. Hacia poniente se extendía la Mar Incógnita, el Océano Atlántico que seguía ocultando a los hombres buena parte de sus secretos más preciados.

Y los pueblos ibéricos, al franquear los límites de su espacio peninsular, tras hacerse a la mar y dejarse llevar por los vientos atlánticos, se convirtieron en el proyectil que disparó hacia el oeste el cañón mediterráneo, que era el más acabado proyecto cultural que se había conocido nunca en el occidente del Viejo Mundo.

Todo el bagaje acumulado durante milenios en las orillas del Mare Nostrum salió, como una saeta, lanzado hacia el oeste desde la Balsa de Piedra ibérica, incorporándose a los flujos y a la dinámica que la naturaleza creó hace millones de años y que canaliza a través de las corrientes y de los vientos oceánicos.

Y la vieja civilización mediterránea, en su versión ibérica, se encontró con otros pueblos, con otras culturas que llevaban milenios evolucionando de manera independiente y paralela a la de los europeos. Y se hibridó con ellos, creando una civilización mestiza que integró en su ADN elementos de sus dos mundos originarios, provocando una descarga energética, un cortocircuito de alcance mundial que cambiaría, ya para siempre, las relaciones económicas, culturales, políticas... que se dan entre los dos electrodos de ese sistema y que provocaron el salto energético hacia el mundo global e interconectado que se ha venido construyendo desde entonces.

Esa conexión intercontinental marca el arranque del mundo moderno, su estallido primigenio, la vinculación -ya consciente y explícita- de todos los ecosistemas culturales que los humanos habían venido creando por toda la Tierra. Pero también es el preludio, el primer aviso, de otras conexiones futuras. Aquellas que pondrán en relación a los hombres con otros entornos culturales más allá de nuestro planeta.


El Eje del Imperio español

Y, sin embargo, cuando el Homo Ibérico desborda los límites de su península originaria, no sólo parte hacia el oeste. También lo hace hacia el este, donde protagoniza el encontronazo que abrirá el ciclo del Duelo Mediterráneo con los turcos, que ya describí en su día[3] y hacia el nordeste, desplegándose por los campos de batalla continentales europeos a partir de la franja flamenco-borgoñona (la vieja Lotaringia altomedieval) que, como hemos visto también, lleva consigo una vieja función política, cargada de historia, que llamé “la función borgoñona”[4], y que nos conecta con tiempos remotos, con el mundo de los celtas y de los germanos, con el limes renano de los romanos...

La unión de las coronas de España y de Borgoña, en la persona de Carlos I, vuelve a vincular (quinientos años después) a españoles y borgoñones: dos pueblos fronterizos, dos guardianes del mundo mediterráneo, dos defensores de la vieja Roma. Los españoles frente al Islam, la expresión ideológica de los habitantes de “Aridalandia”, los borgoñones frente al universo germánico. Es la conexión entre las dos fuerzas que llevaban un milenio combatiendo a los que en la Alta Edad Media derribaron los muros del Imperio Mediterráneo.

Y los españoles, desde la vieja Lotaringia, junto a borgoñones y flamencos, le dan al viejo limes renano una nueva utilidad. Hasta entonces esa línea había servido para separar -para aislar- a los viejos celtas romanizados de la Galia Trasalpina, que en la Edad Media se integran en el reino de Francia, de los germanos, que durante el milenio medieval se estructuraron políticamente a través del “Sacro Imperio Romano Germánico”, la pata laica, guerrera y secular que sostenía el orden social feudal que, como sabemos, descansaba sobre la estructura de los dos poderes universales: papado e imperio.

Roma y Germania, el Papa y el Emperador, poder espiritual versus poder secular representaron, durante mil años, el núcleo duro en torno al cual se estructuró aquel mundo estático que cubrió el interregno entre el primer y el segundo ciclo mediterráneo.

Pero la presencia de los españoles en la línea de contención histórica de los germanos, a partir del siglo XVI, transformó radicalmente la correlación de fuerzas de los pueblos europeos y sus dinámicas históricas. De entrada los hispanos de estáticos no tenían nada. Era un pueblo que se había puesto en movimiento y que se encontraba, en ese momento, en pleno proceso expansivo. No estaban allí para contener a nadie sino, por el contrario, para cambiar el curso de la historia. Para establecer unas nuevas reglas de juego.

Y el viejo reino flamenco-borgoñón de Carlos el Temerario, que a duras penas había conseguido sobrevivir durante la Baja Edad Media a la presión combinada de los franceses –por el oeste- y los germanos –por el este-, recibe una inyección de savia nueva y se transforma en el estado gendarme de la Europa Occidental, distribuyendo sus fuerzas de choque por todas las direcciones y construyendo, desde sus bases de la vieja Lotaringia, el nuevo orden europeo que consta, como explicamos en “La estructura del sistema europeo”[5] de ocho burbujas estancas, ocho nichos ecológicos diferenciados que los españoles articulaban de manera orgánica desde sus bases borgoñonas, mediterráneas y peninsulares y que –como recordará- eran:

·         Francia
·         Holanda
·         Inglaterra
·         Alemania
·         La Italia del norte
·         Los territorios pontificios
·         Portugal
·         Marruecos
Cada uno de los cuales representaba una función diferente dentro de ese sistema, que ya expliqué en el artículo citado y que actuaban como órganos dentro de un cuerpo único europeo, que se estructuraban a partir de su esqueleto organizativo, de su estructura de mando y de sus canales o flujos de distribución.

Teniendo en cuenta que mientras los tercios españoles se batían por toda Europa, quitando y poniendo reyes en un sitio y en otro, al otro lado del mar sus compatriotas estaban conquistando todo un continente y organizando los flujos económicos que conectarían ambos mundo. Por las mismas rutas de penetración de los tercios llegaron el cacao, el tabaco, la quinina, el oro y la plata americanos, las noticias sobre mundos remotos... Las redes comerciales europeas dan un salto, tanto cuantitativo como cualitativo, que transforma por completo toda la correlación de fuerzas y los circuitos de distribución. La competencia entre los distintos actores se intensifica en todos los ámbitos de la vida y, con ella, la tecnología, la ciencia, los debates ideológicos... y los choques armados, que desembocan en aquella gran guerra europea que conocemos como La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), primer ensayo de las guerras mundiales del siglo XX.

Durante los siglos XVI y XVII la estructura política del imperio de los Habsburgo españoles se convirtió en la columna vertebral del mundo moderno. Desde ella se asignaron roles a cada uno de los espacios políticos circundantes que enumeré más arriba y que convirtieron a Inglaterra, Holanda y Francia en potencias ultramarinas, que fueron complementando de manera creciente la función de comerciantes globales que los españoles, por razones puramente demográficas, no podían cubrir y que a la postre los catapultaría hacia el liderazgo planetario.

También la alianza austro-española, que se mantuvo durante todo ese tiempo, está en la base de la aparición, dos siglos más tarde, del Imperio Alemán, pues garantizó, a los aliados germánicos de los españoles, la estabilidad y el respaldo necesarios para ir estructurando un estado, cada vez más poderoso, que superara a la jaula de grillos que fue la Alemania medieval. Esa estructura política era ya lo suficientemente fuerte –en torno al 1800- como para ser capaz de plantarle cara con dignidad a las fuerzas napoleónicas y después poder construir el II Reich.

Asimismo, el protectorado que los españoles establecieron de facto sobre la Italia del norte y del centro fue creando las precondiciones que terminarían posibilitando la aparición del estado italiano en el siglo XIX, incluyendo dentro de esa estructura su relativa subordinación estratégica ante las fuerzas continentales europeas que lo han caracterizado.

En resumen, España construyó el modelo de relaciones europeo que nos ha traído hasta aquí. La desaparición de los tercios españoles -a partir de 1700- de los escenarios continentales, no variaron de manera significativa las funciones de cada una de sus partes porque los roles ya estaban asignados y el sistema era ya lo suficientemente consistente como para defenderse solo.

Una vez que España desapareció de la escena principal, los nuevos líderes planetarios se dedicarían de manera sistemática a borrar los ecos de su influencia pasada porque su mero recuerdo desestabilizaba las “sólidas” realidades políticas de los imperios ultramarinos del siglo XIX y de la primera mitad del XX y, en el caso norteamericano, que reemplazó en Occidente a los anteriores, porque ponía en evidencia la deuda histórica que tenía con la vieja estructura política ibérica y porque cuestionaba el monolitismo de su modelo político. Para medir la capacidad desestabilizadora que el recuerdo de aquella España tiene basta aplicar mi vieja teoría de los anticuerpos, que dice que cuanto más virulentos son los ataques, mayor es la percepción del peligro que representa.

¿Alguien critica al despótico gobierno de los faraones, de los reyes asirios o de los babilonios?  ¿Qué sentido tendría cebarse hoy con aquellos personajes? Pues ninguno, porque tal crítica no tendría ninguna consecuencia sobre nuestras vidas presentes. Pero cuestionar moralmente la acción de los conquistadores españoles en América sí que tiene sentido porque la posible legitimidad o deslegitimidad de su conquista puede tener consecuencias sobre el orden social presente en algunos o en muchos de los países americanos e, incluso, en la aceptación del actual orden político y económico internacional.

No te comportarás igual si consideras que los anglosajones son los grandes agentes civilizadores del mundo globalizado que si, por el contrario, consideras que son unos usurpadores de glorias ajenas que han cambiado la narración de los hechos históricos en su propio provecho para atribuirse méritos de otros. El potencial desestabilizador de este último discurso es formidable. Por eso hay que cebarse contra la imagen que tenemos del pasado de un pequeño país que, sin embargo, posee una gran historia y, con ella, la llave para entender nuestro presente y, a través suya, nuestro probable futuro.

domingo, 8 de febrero de 2015

Un salto energético

“Durante la Era de las invasiones africanas (1086-1344) la Península Ibérica fue una caldera a presión en la que formidables ejércitos se estuvieron batiendo en la frontera y en la que se fue militarizando la sociedad entera. En la España cristiana vivían las clases populares más movilizadas probablemente de todo el planeta.”
Un siglo trascendental
La Batalla de Las Navas de Tolosa. (1864) de Francisco de Paula Van Halen. (Fuente: Wikipedia)


En el artículo anterior intenté explicar de forma muy resumida como se produjo un salto energético en la sociedad española durante el período histórico que denomino Era de las invasiones africanas, que transformó profundamente las actitudes de los hombres que vivían en la Península Ibérica y que les colocó en un nuevo tiempo político, distinto del que estaban viviendo sus vecinos septentrionales.

Cuando los hombres son llevados hacia una situación límite y consiguen sobreponerse a la misma se produce en ellos una transmutación interior que los coloca en un nuevo plano de su existencia. En esos momentos tiene lugar un rearme moral, un salto energético que los prepara para enfrentarse a nuevos desafíos. Eso es precisamente lo que sucedió en nuestro país durante la época de los amiríes primero (980-1009) y durante la Era de las invasiones africanas después (1086-1344).

En el año 980 de nuestra era irrumpió violentamente en escena un caudillo musulmán llamado Muhammad Abi Amir, al que los cristianos apodaron Almanzor. Este hombre pasaría a la historia como el más implacable enemigo que tuvieron, baste decir que en los 22 años que permaneció en el poder lanzaría 55 campañas guerreras contra los reinos septentrionales. Saqueó los núcleos urbanos más importantes del norte de la Península Ibérica, redujo a la esclavitud a decenas de miles de personas, arrasó campos, destruyó lugares de culto, se apropió de cuanta riqueza pudiera ser transportada y dejó un triste recuerdo tras de sí que le sobrevivió durante siglos.
Este azote no sólo fue implacable con sus adversarios “infieles”, sino también contra sus propios correligionarios disidentes, a los que eliminaba de manera expeditiva, dando lugar a una dictadura que continuaría con su hijo Abd al-Malik y que se conoce como el Régimen de los Amiríes.
Su despótico sistema de gobierno debilitó hasta tal punto la estructura de poder del Califato que tornó inviable cualquier intento de vuelta a la normalidad previa, provocando la desintegración del mismo a partir de la Revolución Cordobesa de 1009, que abriría el proceso histórico conocido como “la Fitna de al-Ándalus” (1009-1031), antesala de los reinos de taifas.
El militarismo de los amiríes puso de relieve la consistencia de la nueva sociedad que se estaba alumbrando en el norte peninsular de manera discreta, imperceptible, pero también inexorable. Cuando se produjo la Revolución Cordobesa hacía ya trescientos años que los ejércitos árabes habían impuesto su ley en lo que antaño fue la Hispania romana. Lo que debía ser la antesala del futuro Islam europeo se convertiría en el pantano donde éste iría sepultando sus sueños de dominación mundial, gastando sus energías guerreras y levantando una infranqueable barrera que ha perdurado hasta hoy.
Los que aún quedaban en pie en el norte de España eran los supervivientes de una época terrible. Un mundo de guerreros acostumbrados a batirse con adversarios implacables. Quedaba lo más duro del mundo de la frontera.

Durante las tres generaciones siguientes se dedicarían a reconstruir todo lo que había sido destruido, a repoblar lo que había sido despoblado, a recomponer sus filas y a redefinir su relación con el resto de la Europa cristiana.

La forma de vida de los hombres de la frontera era muy diferente a la del resto de sus contemporáneos europeos. El mundo feudal que regía los destinos de los hombres al norte de los Pirineos llevaba ya varios siglos estructurándose y consolidando una sociedad de castas o estamentos que distinguía de manera nítida a la nobleza del clero y del pueblo (los que pelean, los que rezan y los que trabajan). Una sociedad donde cada persona tenía asignado su propio rol desde la cuna hasta la tumba.

En la frontera española, en cambio, sabía empuñar la espada la sociedad entera y, llegado el momento, cualquiera podía tomar el mando de entre los supervivientes, independientemente de dónde hubiera nacido. La nobleza tenía que estar revalidando su título cada día, porque en cualquier momento inesperado sería puesta a prueba. Si algo era seguro era que el enemigo siempre volvía, y que el día que lo hiciera la vida de todos dependería de la solidez de las murallas que rodeaban su pueblo, de su destreza en el combate y de la solidaridad que los cohesionaba como pueblo. Por todo ello, entre los moradores de la frontera cristalizará muy pronto una identidad colectiva, un proyecto de sociedad alternativo al de aquél mundo que los estaba diezmando, un modelo inclusivo en el que todos los brazos eran precisos y a nadie se le preguntaba quién era ni de dónde venía, siempre que estuviera dispuesto a defender junto a sus compañeros el bagaje y el patrimonio colectivo que daban sentido y trascendencia a sus vidas.

Era un mundo de campesinos-guerreros que se reunían en “concejo” abierto en la plaza del pueblo donde vivían y allí elegían a su alcalde, a sus jueces, a sus comandantes... Las milicias de los concejos ciudadanos regaron con su sangre, durante siglos, los campos de batalla de toda España. Estaban en primera línea de combate en Sagrajas, en Uclés, en las Navas de Tolosa, en el Salado... Y esa sangre fructificó y extendió la democracia municipal por toda la Península.

Todas las villas situadas en el término de Sepúlveda, ya sean dependientes del rey o de infanzones, adopten los usos de Sepúlveda y acudan a su convocatoria para el fonsado y apellido [expediciones militares]”. […] “Alcaide, merino y arcipreste no sea sino de la villa; El juez sea de la villa y [elegido] anualmente por las colaciones [barrios o parroquias] […] “En caso de que alguien tuviere algún litigio con un habitante de Sepúlveda, éste podrá testificar contra infanzones o contra villanos[1].

Esta es una pequeña muestra de lo que vengo diciendo. La cita pertenece al Fuero de Sepúlveda, otorgado a esta ciudad castellana por el rey Alfonso VI en 1076. El Fuero de Sepúlveda, como sabemos, funcionó como modelo de referencia durante varios siglos para el resto de municipios de la Extremadura, fue reivindicado por todos ellos y se convertiría en la base jurídica del derecho de la frontera en la España medieval. Más de quinientos años después Lope de Vega escribirá en su obra Fuenteovejuna (1618):

"-¿Quién mató al Comendador?
-Fuenteovejuna, Señor.
-¿Quién es Fuenteovejuna?
-Todo el pueblo, a una.".

Como recordará, en Fuenteovejuna, los vecinos de la localidad dieron muerte al señor feudal de la misma, el comendador de la Orden de Calatrava, y los reyes sometieron a interrogatorio a todos sus habitantes para intentar averiguar quiénes habían materializado el crimen, encontrándose con esta respuesta unánime:

"Haciendo averiguación
del cometido delito,
una hoja no se ha escrito
que sea en comprobación;
porque, conformes a una,
con un valeroso pecho,
en pidiendo quién lo ha hecho
responden: Fuenteovejuna".

Alguien que ignore las claves culturales de la España medieval podría pensar que los vecinos estaban poniendo, de esta manera, a los monarcas (los reyes católicos) ante la tesitura de castigar al pueblo entero para hacer cumplir la ley o, por el contrario, dejar impune el asesinato. En realidad lo que estaban haciendo era exigir la aplicación del derecho de frontera castellano, según el cual el pueblo, reunido en “concejo”, se convertía en la máxima autoridad civil, militar y judicial del municipio y, de esta manera, el supuesto crimen se convertía en una ejecución.

En 1519, Hernán Cortés fundó la ciudad de Veracruz, que se convertiría en el primer acto de la conquista del Imperio Azteca. Una vez constituido el “concejo” o ayuntamiento de la ciudad, éste lo depone como comandante de la expedición, para volverlo a nombrar de nuevo a continuación. ¿Qué sentido tiene deponer a un comandante para volverlo a nombrar inmediatamente después? ¿Obedecía esto a alguna manía legalista de algún funcionario puntilloso? En absoluto. Una vez constituido el Concejo de Veracruz, pasa a estar vigente en su jurisdicción el derecho de la frontera castellano. Cortés es destituido como enviado del gobernador de Cuba y, de esta manera, son derogadas todas las órdenes que traía, que le impedían dirigirse contra los aztecas. Al ser elegido por el Concejo de Veracruz, esta asamblea ciudadana le otorga nuevos poderes y una capacidad de decisión de la que carecía como subordinado del gobernador. Algún tiempo después el nombramiento terminaría siendo validado por el mismísimo rey de España -Carlos I-. Como vemos a través de estos ejemplos, el derecho de la frontera sigue vigente todavía en pleno siglo XVI, incluso en el continente americano, lo que nos indica que no estamos ante ninguna rareza ni singularidad de alguna región perdida de nuestro país.

Los concejos abiertos han seguido formando parte de nuestra cotidianidad municipal en las áreas rurales hasta la actualidad:

"El régimen de concejo abierto es un sistema de organización municipal de España en el que pequeños municipios y las entidades de ámbito territorial inferior al municipio que no alcanzan un número significativo de habitantes se rigen por un sistema asambleario, la asamblea vecinal, que hace las veces de pleno del ayuntamiento.

Este sistema es heredero de los "Concejos" que fueron sistemas políticos en los territorios cristianos de la Alta Edad Media en la Península Ibérica, en que los vecinos se organizaban en asamblea soberana en la que decidían todos los aspectos relativos al gobierno de cada localidad, entre ellos el aprovechamiento comunal de prados, bosques y montes vecinales con fines ganaderos y agrícolas, de los regadíos y de la explotación del molino, el horno o el pozo de sal, pero también como órgano judicial.

Según la legislación vigente el sistema está reservado a los municipios menores de cien habitantes y a aquellos que, tradicionalmente, hayan funcionado así. También se aplica este régimen a los municipios cuya localización geográfica, gestión de sus intereses municipales u otras circunstancias lo hagan aconsejable; si bien, en este caso, se requiere la petición de la mayoría de los vecinos, decisión favorable de 2/3 de los miembros del Ayuntamiento y aprobación por la Comunidad Autónoma.

En el régimen de concejo abierto el gobierno y la administración del municipio corresponde a un Alcalde y a una Asamblea vecinal de la que forman parte todos los electores. Su funcionamiento se ajusta a los usos, costumbres y tradiciones del lugar; en su defecto se aplica la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local, y las leyes que, en su caso, hayan dictado las Comunidades Autónomas, sobre régimen local.”[2]

Esta forma asamblearia de gobierno municipal, como vemos, no responde a ninguna lucha social reciente, no tiene nada que ver con el potente movimiento anarquista que arraigó en nuestro país a finales del siglo XIX y principios del XX ni tampoco con el más reciente movimiento 15M. Aunque a algunos les pueda sorprender es un atavismo medieval y está documentada su existencia -al menos- desde el siglo X.

El derecho de frontera es el reflejo jurídico del salto energético que tiene lugar en nuestro país en la profunda Edad Media y le coloca en un tiempo político distinto al de sus vecinos septentrionales como dije más arriba. Después de llevarnos toda la vida escuchando cómo los sistemas políticos electivos los inventaron en otros países y cómo forman parte del proceso evolutivo del mundo occidental hacía la democracia, cuando comprobamos que esa era la rutina de nuestros antepasados hace más de mil años y que, precisamente por eso fueron ellos y no los habitantes de esos otros países “pioneros” los que pusieron en marcha los procesos que terminaron arrastrando a los demás hacia una dinámica histórica que condujo hacia la modernidad, no podemos dejar de considerar que tal vez la historia que nos han estado contando no sea más que un ejercicio de propaganda política cuyo fin último sea el de lograr esa subordinación estructural a la que se nos ha ido conduciendo de manera sistemática desde los tiempos medievales.

Volviendo al hilo de nuestra historia vemos cómo tras el “tsunami” de los amiríes, que condujo hacia una situación límite a todos los reinos cristianos del norte peninsular, se produce la Revolución Cordobesa de 1009 y la desintegración del Califato de Córdoba, que abrirá el período histórico conocido como “La Fitna de al-Ándalus”. Desde ese momento y durante tres generaciones (1009-1086), los cristianos crecerán desde el punto de vista demográfico, se expandirán en términos geográficos y militares y redefinirán su relación con el resto del mundo que les rodeaba.

Ya hemos visto como durante ese tiempo se extiende por doquier el derecho de frontera. En artículos anteriores vimos como redefiníamos nuestra relación con el resto de la cristiandad europea, como recibíamos refuerzos, acogíamos a inmigrantes procedentes de otros países europeos (también mozárabes de al-Ándalus) y como esa Europa igualmente nos redescubre a nosotros y aprende bastante, en muy poco tiempo, de lo que sus viajeros encuentran en nuestro país. Durante esos 77 años los cristianos lanzan una formidable ofensiva militar que los lleva desde la línea del Duero -que era su frontera sur en 1009- hasta la del Tajo -donde se situaba en 1086-, más de 300 kilómetros de avance hacia el sur, a lo largo de un frente de mil en sentido este-oeste.

Y entonces... los almorávides cruzaron el Estrecho y se precipitaron en masa sobre las líneas cristianas, inaugurado la Era de las invasiones africanas (1086-1344), en la que la línea del frente se endureció hasta el punto de llegar a librarse en ella las batallas más masivas de nuestra historia, al menos hasta la Guerra de la Independencia (1808-1814), batallas en las que era imposible sostener las líneas cristianas sin una masiva participación de las milicias ciudadanas, hasta el punto en el que hubo algunas -como la de las Navas de Tolosa (1212)- en la que llegó a participar alrededor del 10% de la población masculina adulta del reino de Castilla. El pueblo en armas, durante diez generaciones, estuvo plantando cara a tres oleadas invasoras que fueron capaces de mantener durante todo ese tiempo, en nuestro país, ejércitos de ocupación de decenas de miles de hombres.

En esa época vivirán algunos personajes que, si hubieran nacido en Inglaterra, habrían mandado al paro a Robin Hood o al Rey Arturo. Me estoy refiriendo a Rodrigo Díaz de Vivar (El Cid), Álvar Fáñez (Minaya)[3], Alfonso el Batallador, el portugués Gerardo Sempavor (en castellano Gerardo Sin Miedo), o el musulmán Ibn Mardanis (El Rey Lobo).

En 1812, el ejército ruso, ante el avance de las fuerzas napoleónicas, decide retirarse de Moscú, destruyendo la ciudad para que el enemigo no pueda aprovechar los recursos que ésta pudiera brindarle. Lo que los rusos hicieron ese día fue una repetición de lo que Álvar Fáñez había hecho en Valencia en 1102, ante el avance almorávide, tres años después de la muerte del Cid. Seguro que recordaba la gesta de los rusos pero ignoraba la de los castellanos ¿verdad? Como también ignoramos que antes de que el Cid frenara en Valencia el avance almorávide durante ocho años (1094-1102), las fuerzas de Fáñez (dirigidos y coordinados por él, aunque no siempre estuviera presente) los contuvieron en Aledo (provincia de Murcia) durante tres (1088-1091), jugada que volverán a repetir los castellanos contra los almohades -en Almería- tres generaciones más tarde, durante 10 años (1147-1157), coordinándose con el rey de la taifa murciana Ibn Mardanis.

Durante la Era de las invasiones africanas cristalizó en España un modelo social, una manera de mirar al mundo, una forma de encarar la adversidad, de relacionarnos con nuestros semejantes. Nada de cuanto ha ocurrido después en nuestro país puede entenderse si ignoramos el sustrato sobre el que se asienta. 

Durante siglos los españoles vivieron en uno de los entornos más violentos del mundo y se estructuraron para poder sobrevivir en él. La clave era “encastillarse” en los momentos de temporal, hostigar al adversario para tomarle la medida cuando empieza a desfallecer y contraatacar cuando comienza a retroceder, consolidando posiciones durante el avance para poder contener en ellas el siguiente “tsunami” que se producirá, de manera inexorable, algún tiempo después.

Esa forma de desplegarse por el territorio exige una gran capacidad de improvisación, de adaptación a las nuevas circunstancias, de regeneración del tejido social dañado, de replicación biológica y cultural. Es lo que los psicólogos llaman “resiliencia”. Y será esa adaptabilidad de la sociedad ibérica la que le sitúe en la vanguardia de la exploración de nuevos mundos, de nuevos paisajes, nuevos ecosistemas y, a continuación, los convierta en el pegamento que conecte a las sociedades con las que se ha puesto en contacto a lo largo del mundo, construyendo una red capilar que construya un súper-organismo a través del cual se estructure una nueva sociedad.

Fueron esos hombres que supieron fundirse con el paisaje de la tierra donde vivían los que harían que las piedras adoptaran la forma de castillos para poder contener así los “tsunamis” saharianos que los azotaban, los que dieron vida a las cañadas por dónde millones de animales se desplazaban a lo largo del año para buscar cada brizna de hierba disponible entre las roquedas que cubrían la nieve en invierno y se calcinaban en verano, siguiendo el ritual milenario de la trashumancia, para dar de comer a los habitantes de una tierra dura e inhóspita. Esa adaptabilidad ibérica a las realidades más adversas y su capacidad para insertarse de manera permanente en casi cualquier hábitat, manteniendo operativos sus referentes culturales, fue lo que les permitió construir el esqueleto del mundo moderno, tal y como dijimos hace algún tiempo en nuestros artículos La estructura del Sistema Europeo[4] y El Imperio Transversal[5], para convertirse así en el factor desencadenante del proceso globalizador que ha tenido lugar por todo el mundo durante los últimos quinientos años.

El mundo hispano ha cumplido, dentro de la estructura de poder que llamamos “Occidente”, la función más “mineral”, entendiendo como tal la infraestructura subyacente, los cimientos que nadie ve porque han sido sepultados por el edificio que se construyó encima y al cual están sosteniendo. Son la raíz de un frondoso árbol que supo conectar durante siglos (y aún sigue haciéndolo) el tronco con el subsuelo que lo alimenta.





[1] “Fuero de Sepúlveda”. Citado en MÍNGUEZ, JOSÉ MARÍA. 2000. Alfonso VI. Hondarribia. Nerea.
[2] Wikipedia. Voz: “Concejo abierto”.
[3] Álvar Fáñez fue el comandante que dirigió la carga de la caballería castellana en la batalla de Sagrajas (1086), uno de los combates más encarnizados de toda la Edad Media española. Gobernador-protector de Valencia durante 1085-1086, conquistó Guadalajara (1085) y el puesto avanzado de Aledo (1088), además de varias decenas de municipios. Su fama llegó a ser tal que la frontera de Castilla entre Cuenca y Toledo, a mediados del siglo XII, era conocida como «la tierra de Álvar Fáñez». Se enfrentó a las huestes de Ben Yusuf en Peñafiel (Valladolid, 1086), Almodóvar del Río (Córdoba, 1091) y Uclés (1108). Conquistó y perdió meses después Cuenca ante los almorávides (1111). Evacuó Valencia en 1102, salvando a todos los cristianos y musulmanes pro-castellanos que la habitaban (a los que realojaría después en la actual provincia de Toledo).

martes, 2 de diciembre de 2014

Un proceso milenario


A principios de 2012 comencé a desarrollar en este blog la serie de artículos que llevan la etiqueta genérica de “Dinámica Histórica”. Con ellos pretendía explicar mi particular visión de los procesos históricos que han ido teniendo lugar en el mundo como consecuencia del despliegue histórico de la Civilización Hispana.

Estoy convencido de que el impacto que la acción de los pueblos ibéricos ha tenido en la Historia Universal durante los últimos quinientos años ha sido tan poderoso que si a lo largo del siglo XV se hubiera producido una involución política en España que nos hubiera mantenido encerrados en nuestra península, peleándonos entre nosotros durante los siguientes doscientos años, el resultado final, a escala planetaria, hubiera sido que durante el último medio milenio nos hubiéramos ido enterando poco a poco de la existencia de los pueblos de América, pero que los europeos seguirían encerrados en Europa, dónde tres o cuatro imperios se disputarían el poder entre sí, y desde el punto de vista tecnológico y científico no andaríamos muy lejos del nivel que teníamos entonces, o del que pudieron llegar a desplegar, en su día, los romanos o los griegos. El modo de producción más extendido por el mundo hoy día sería el que denomino “señorial”, que es el que se corresponde con la fase de desarrollo político de las estructuras imperiales que el Viejo Mundo conoce desde hace miles de años (persas, egipcios, chinos, romanos, árabes, etc.)

La clave de la mutación que se ha producido en nuestro mundo desde entonces hay que buscarla en España durante la profunda Edad Media. En este lugar y durante ese tiempo se estuvo incubando la criatura que, una vez que rompió el cascarón peninsular, arrastró al resto del mundo hacia la modernidad.

Como el asunto no parece, ni mucho menos, evidente, llevo casi tres años explicando, paso a paso, mis razones, a través de las cuales intento demostrar por qué esto es así.

La afirmación teórica básica de partida es que las sociedades humanas son un subsistema de los ecosistemas naturales, y tienen que ser analizadas -dinámicamente- en relación con ellos. Los procesos históricos humanos actúan en un medio natural que los canaliza y que, también, reacciona frente a ellos. Si la acción del hombre provoca un agotamiento de los recursos naturales, el hambre hará acto de presencia y, con él, la agudización de los enfrentamientos entre los distintos grupos humanos. La violencia se extenderá y, finalmente, se producirá una resolución de tales conflictos de dos maneras alternativas posibles: o bien de forma involutiva o, por el contrario, de manera evolutiva. Es decir, o avanzamos o retrocedemos. Así de simple.

Para seguir avanzando es preciso, necesariamente, dar un salto tecnológico que nos permita obtener un mayor rendimiento a los recursos disponibles. Como consecuencia de esto el hombre volverá a reajustar su relación con el medio y las sociedades entrarán en una nueva fase expansiva que durará hasta que se produzca un nuevo agotamiento de los recursos en el nuevo estadio tecnológico en el que los humanos se embarcaron.

Si no es posible dar ese salto, por el contrario, la población disminuirá y asistiremos a un proceso de involución social con todas sus consecuencias: El estado se debilitará y se fragmentará, los señores ganarán preeminencia social, aumentará la delincuencia, disminuirán los flujos comerciales, la población abandonará las ciudades y retornará hacia el campo, aumentará la proporción de personas que se gana la vida en el sector primario de la economía, disminuyendo la que lo hace en el terciario, etc. etc. Es lo que los historiadores constatan que ocurrió a lo largo del Bajo Imperio Romano y la Alta Edad Media, y justo lo contrario de lo que viene sucediendo durante los últimos mil años.

A cada nivel tecnológico le corresponde una determinada estructura social, una forma de organizar el estado, un sistema de explicaciones del Universo que nos envuelve y de nuestros propios orígenes, una moral asociada a ese sistema de explicaciones, unas densidades de población determinadas, una trama urbana congruente con ellas, una red logística y comercial que garantice los suministros necesarios para su sistema de ciudades y un nivel de integración de ecosistemas naturales dentro de su sistema económico. Todas esas facetas son complementarias, se integrarán dentro del sistema social del que forman parte y, a través suya, de los ecosistemas naturales (varios) con los que se encuentran vinculados. De tal manera que un avance -o bien un retroceso- en cada una de estas facetas, termina teniendo consecuencias (aunque no necesariamente de manera simultánea) en todas las demás.

Los dos artículos de esta serie más leídos hasta el día de hoy son “El Imperio Transversal”[1] y “Las otras transversalidades”[2]. En los dos me entretuve explicando cómo el Imperio español se ha singularizado históricamente, frente al resto de imperios de nuestro planeta -anteriores a él- por una característica que usé para definirlo desde el punto de vista funcional: la transversalidad, a la que definí, en el primero de ellos, como:

“Una forma de organización de las sociedades humanas que se abstrae del paisaje concreto y busca articular una relación dinámica entre el hombre y su medio que preserve los elementos esenciales de la ética que deben regir las relaciones entre los hombres, liberándolos de las formalidades que sólo sirven para adaptarse a una franja climática concreta y que constituyen una rémora fuera de ella. Aquí la adaptación que vale no es la biológica –que convertirían al hombre que se desplaza por esa franja en un blanco fácil fuera de su hábitat- sino la cultural. Es decir: la característica que, en el proceso de evolución biológica, distingue de manera más nítida a los humanos del resto de las especies vivas de nuestro planeta. El imperio “transversal” está más evolucionado desde el punto de vista estructural [que su opuesto, el imperio horizontal] y es más “humano”, en el sentido de más identificado con las características que distinguen a los humanos del resto de las especies que pueblan nuestro planeta.

Y también es más dinámico que sus alternativas porque ese hombre que se está desplazando por las diversas latitudes de nuestro mundo está obligado a reformularse a cada paso su relación con el medio y a mezclar lo aprendido en los distintos hábitats que ha conocido a lo largo de su vida, acelerando así el proceso de evolución cultural.

¿Comprende ahora por qué a partir de 1492 ya nunca nada sería igual? ¿Por qué en ese momento se puso en marcha el mecanismo de relojería que nos ha traído hasta aquí? ¿Por qué durante los últimos quinientos años la aceleración de los procesos históricos no ha parado de incrementarse?”

Como dije más arriba, las sociedades humanas evolucionan o involucionan, pero nunca se detienen, y en ese proceso dinámico, aunque actúen de forma primigenia y/o prioritaria sobre una faceta concreta de ese cambio social, terminan ejerciendo un efecto de arrastre sobre el resto de ellas que lo complementan.

Los españoles, al construir el primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad, rompieron el corsé que hasta entonces venía limitando el desarrollo político del resto de formaciones que le precedieron en el tiempo (las horizontales), que no habían sido capaces de extenderse de una manera eficiente y/o competitiva fuera de su hábitat natural de procedencia. Y al hacerlo pusieron en marcha un mecanismo de relojería que traería como consecuencia, a medio plazo, la vinculación económica del resto de pueblos de la Tierra.

Al poner en contacto a sociedades que vivían en varios ecosistemas naturales diferentes provocaron un incremento formidable de los intercambios económicos, porque había centenares de mercancías exóticas que transportar desde un punto hacia otro, dónde eran muy demandadas y no podían producirse. Ese aumento del comercio fue un acicate para el desarrollo de las economías de escala, la explotación de las ventajas comparativas que cada cual tenía, para profundizar en los procesos de especialización económica de las diferentes regiones integradas dentro del sistema, para la innovación tecnológica y científica...

La Revolución Industrial ¡¡es una consecuencia!! del desarrollo de la transversalidad político-social. La primera es hija de la segunda o -al revés- la segunda ha actuado históricamente como desencadenante de la primera.

Es posible que haciendo un análisis puramente histórico no acabe de percibirse esto con claridad debido a que, aunque desde que los españoles pusieron su pie sobre el continente americano propiamente dicho (lo que llamaron entonces “Tierra firme”) fueran avanzando por ecosistemas cada vez más variados, abriendo nuevas rutas comerciales e incorporando una gran cantidad de productos nuevos a las redes preexistentes, eran muy pocos y, en consecuencia, no podían generar un gran volumen de intercambios. Aunque desde el punto de vista cuantitativo el impacto se fue produciendo con una cierta gradualidad, desde el cualitativo, sin embargo, tuvo consecuencias inmediatas, cambiando desde el primer momento las reglas del juego. La globalización no es ningún invento contemporáneo, es una consecuencia directa de los descubrimientos geográficos realizados por vía marítima a partir del siglo XV, especialmente del descubrimiento y conquista de América por parte de los españoles.

¿Por qué pongo el énfasis en la acción de los españoles? Veamos:

“Hace ya tiempo que se dio a conocer la famosa saga vikinga de Erik el Rojo, uno de cuyos hijos, Leif Eriksson, parece que estuvo en América –en el año 1001-, a la que llamó Vinland. En algún lugar de la costa noreste de Norteamérica hubo, durante algunos años a principios del siglo XI, una colonia vikinga. Recientemente se ha publicado una obra que habla de un hipotético descubrimiento chino del continente americano en 1421. Hay además otros muchos libros que hablan de otros posibles descubrimientos de América con una base argumental mucho más endeble, internándose algunas claramente en el terreno de la ficción más o menos literaria.

Admitamos, por un momento, la posibilidad de que todas y cada una de estas propuestas fueran ciertas y que América haya sido un continente bastante visitado por todo tipo de “turistas” a lo largo de la Edad Media e, incluso, la Edad Antigua. ¿Qué diferencia al descubrimiento español de los demás? ¿Qué es lo que hace que sigamos hablando del “Descubrimiento”, con mayúsculas, cuando nos referimos al de 1492 y releguemos los demás a la categoría de “curiosidades”? Pues, sencillamente, que éste fue el único que tuvo verdaderas consecuencias históricas. Colón, cuando volvió, hizo exactamente lo mismo que Leif Eriksson y que el general chino que comandaba la flota descubridora: contar lo que había visto y decir donde estaba. La diferencia la marcaron los que escucharon esa noticia. Los españoles fueron los únicos que se pusieron inmediatamente en marcha. Las dos naves supervivientes del primer viaje colombino regresaron en marzo de 1493, en abril sería recibido Colón en audiencia por los reyes en la ciudad de Barcelona y el 25 de septiembre partía de nuevo, con 17 naves y el mandato de “explorar, colonizar y predicar la fe católica por los territorios que habían sido descubiertos en el primer viaje”[3]. La diferencia no la marcó Colón, la marcó España..”

[…]

“durante más de cien años América fue, prácticamente, monopolio de los españoles, por la ausencia de competidores que merecieran tal nombre. Mientras tanto las noticias procedentes del Nuevo Mundo no paraban de llegar a las cortes europeas. Está claro que por falta de estímulos no era.

Cuando los primeros descubridores-colonizadores ultra pirenaicos aparecen por el Nuevo Mundo el Imperio ultramarino español era una realidad tan consolidada y tan poderosa que sólo cabía arañar un poco en su capa más externa. Quien quisiera competir con España con alguna posibilidad de éxito tenía que adoptar buena parte de su modelo. España marcó el camino y, también, las reglas del juego. Es altamente probable que, sin el poderoso impulso que los españoles imprimieron a la expansión ultramarina en el continente americano durante el siglo XVI, el modelo de expansión marítima de los europeos hubiera sido radicalmente diferente y, desde luego, mucho más lento, más pausado.”[4]

La España medieval fue una especie de caldera a presión. Durante ochocientos años los musulmanes no pararon de lanzar una ofensiva tras otra contra los núcleos de resistencia cristianos del norte peninsular. En total fueron cinco grandes “tsunamis” los que intentaron doblegar al pueblo estructuralmente más complejo de la ecúmene europea. La primera invasión sería la del año 711, cuya presión militar se mantendría durante varias generaciones, a la que seguiría más adelante la poderosa ofensiva de los amiríes (980-1009), los almorávides (finales del siglo XI y primera mitad del XII), almohades (siglos XII-XIII) y benimerines (siglos XIII-XIV).

Los musulmanes, en cada nueva oleada ofensiva que lanzaban, hacían retroceder a las fuerzas de los cristianos hasta que estos conseguían articular una línea defensiva con la suficiente consistencia como para poder contenerlos. En ese punto se “encastillaban” y organizaban la resistencia hasta que el impulso militar del adversario empezaba a debilitarse. A partir de ese momento empezaban a desplegarse por el territorio fronterizo las “mesnadas”, que se dedicaban a tantear la consistencia de las líneas del enemigo, al que van sometiendo de manera paulatina a un proceso de desgaste hasta que consiguen ponerlo a la defensiva. Desde ese momento empiezan a desplegar toda su fuerza militar, arrollándolo y empujándolo hacia el sur. Poco después una nueva oleada invasora musulmana sustituye a la anterior y el proceso se reinicia otra vez, aunque la línea del frente, en cada nueva oleada, se sitúa unos doscientos kilómetros más hacia el sur.

La Edad Media española es un proceso de acumulación de fuerzas que repite, de una manera cíclica, una serie de patrones que se desarrollan con una lógica interna recurrente que gira sobre su eje interno -en espiral- amplificando su propio modelo en cada nueva pasada

“la Edad Media actuó, en España, como un crisol en el que se fundió –primero- y se templó –después- una nueva civilización. La Era de las Invasiones Africanas puso la línea del frente al rojo vivo y para hacer retroceder esa línea, durante 250 años, no paró de aumentar la presión de la caldera hasta que, finalmente, se obligó a los musulmanes a replegarse hasta la orilla meridional del Estrecho de Gibraltar. A los que contemplaron la lucha desde el corazón del continente [...] les pudo parecer algo exótico, tal vez folclórico pero, aunque no lograran darse cuenta de ello, aquí se estaba jugando su propio futuro. Pero ya vimos como en una España con una de las densidades de población más bajas de Europa (es un país semiárido) y dividido en dos por la línea del frente, se libraron batallas con decenas de miles de combatientes por ambos bandos lo que implicaba, en el lado cristiano (los musulmanes llegaron a reclutar soldados hasta las orillas de los ríos Níger y Senegal), movilizar a un elevado porcentaje de sus habitantes, lo que terminó militarizando a la sociedad entera. No es nada fácil derrotar a un pueblo que ha ido creciendo despacio y avanzando lentamente en medio de un inmenso campo de batalla.”[5]

[…]

[España era] “un país de países, un pequeño continente, un lugar donde coexistían fértiles valles con auténticos desiertos, praderas atlánticas, extensas sierras y amplias estepas, todo ello bajo un sol de justicia, que hacía vivir a sus hombres siempre pendientes del cielo, implorando el agua cuya presencia marca la diferencia entre la vida y la muerte, la prosperidad y la miseria.”[6]
[…]

“La “Reconquista” española forjó el tipo humano -y también la sociedad- que se necesitaba para protagonizar la epopeya americana. La transversalidad [...] ya estaba prefigurada en la España medieval y sus elementos también estaban presentes, incluso, en el Imperio Romano, que supo vincular durante siglos a los habitantes de las tierras húmedas europeas con los de las áridas del norte de África y de Asia suroccidental.” [… Era] “una sociedad todo-terreno, capaz de estructurarse en las Antillas, en los Llanos de Venezuela, en Mesoamérica, la zona andina, los pre-desiertos de los trópicos… Hacía falta la respuesta multimodal española."[7]

La sociedad industrial que vimos aparecer y extenderse por el mundo a partir del siglo XIX necesitaba, como condición previa, una estructura económica y política planetaria consistente y segura.

Aunque hoy cuando miramos hacia el pasado nos encontremos primero con los imperios coloniales europeos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses), estos actúan como árboles que nos impiden ver el bosque primigenio que hizo posible esta estructura secundaria.

Incluso olvidándonos de la “remota” historia que se desarrolló durante los siglos XVI al XVIII resulta que, aunque los imperios coloniales europeos del siglo XIX tuvieran una extensión planetaria y hubieran desarrollado un activo comercio entre las metrópolis y sus respectivas colonias, estableciendo un sistema de intercambio desigual entre centro y periferia, había ya unas estructura políticas intermedias independientes (las antiguas colonias ibéricas, los Estados Unidos de Norteamérica, los estados de Europa Oriental y las estructuras políticas asiáticas que resistieron la agresión europea sin perder totalmente su soberanía nacional, como China o Japón) que introducen un factor de complejidad y una profundidad estratégica en la estructura económica global que estabilizaba el modelo y le daban consistencia. Una parte importante de esas estructuras intermedias estaban presentes en él como consecuencia de la acción que los ibéricos venían desarrollando desde finales del siglo XV y no sólo en América. Las grandes culturas de Asia Oriental, cuando holandeses, ingleses y franceses aparecen en la zona, ya estaban integradas en circuitos comerciales que conectaban la región con Europa y habían desarrollado “anticuerpos” culturales frente a los europeos que les ayudó a establecer una relación más igualitaria, más multilateral, con los recién llegados de lo que hubiera sido ese mismo contacto sin el precedente ibérico. 

Los biólogos han aprendido que la presencia de una especie nueva -animal o vegetal- que procede de un ecosistema foráneo e otro diferente puede provocar una transformación del propio paisaje, afectando a aspectos sobre los que ese animal o planta no puede actuar directamente, pero sí de forma indirecta a través de la reacción en cadena que termina provocando. Pues el descubrimiento, por parte de los marinos ibéricos del “8” atlántico, desencadenaría un proceso que aún sigue cambiando el mundo y que terminará, en su día, llevando al hombre hasta las estrellas.