sábado, 1 de febrero de 2025

Los Reyes Católicos

 


Cristóbal Colón en la corte de los Reyes Católicos. Cuadro de Juan Cordero (1850)

El reinado conjunto de los Reyes Católicos marca un punto de inflexión en la Historia de España. Esos años transformaron profundamente nuestro país y, más aún, nuestra relación con el mundo, conectando de manera brillante el Medievo peninsular con el mundo moderno global, cuyas características han sido fuertemente condicionadas por el legado que ambos monarcas dejaron.

Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón que, como ya vimos, eran primos, cierran, cada uno en su reino respectivo, el período dinástico de la casa de Trastámara, que abordamos en un capítulo anterior[1], dinastía que llegó a gobernar simultáneamente en Castilla, Aragón, Navarra y Nápoles.

En sus años de gobierno (1474-1516) se unieron esos cuatro reinos, se conquistó el último reducto musulmán de la Península Ibérica (el reino nazarí de Granada), se terminaron de conquistar las islas canarias, se tomaron varias plazas en el norte de África (Melilla, Mazalquivir, Orán, Bujía y Trípoli), se descubrió América, los españoles se extendieron por las grandes Antillas (La Española, Cuba, Puerto Rico y Jamaica), así como por el Istmo de Panamá (al que llamaron Castilla del Oro), desde donde descubrieron el Océano Pacífico, en 1513, al que bautizaron entonces con el nombre de Mar del Sur. También alcanzaron un acuerdo con Portugal (el Tratado de Tordesillas, de 1494) a través del cual los dos países ibéricos se repartieron –literalmente- el mundo, estableciendo como línea de separación entre ambos dominios el meridiano que pasa a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde (y su contraparte en las antípodas).

También se establecieron las primeras bases del cuerpo normativo que se terminará conociendo como “Leyes de Indias”. En ese reinado tuvo lugar igualmente el establecimiento de la Inquisición española y la expulsión de los judíos.

Como podemos ver se trata de un periodo histórico sumamente denso, en el que tuvieron lugar multitud de acontecimientos de gran calado histórico y que cambiaron toda la correlación de fuerzas a nivel planetario, desencadenando un proceso al que hoy llamamos “globalización”.

 

El punto de partida

Este es el mapa político de la Península Ibérica en 1474, que marca el punto de partida del reinado de Isabel I en Castilla:

La Península Ibérica en 1474. (Fuente: Wikipedia)

Como podemos ver en él, aún coexisten cinco estados diferentes en la Península Ibérica, el más poblado, extenso y poderoso de los cuales es el reino de Castilla y León, al que acababa de acceder al trono Isabel. Tenía entonces una extensión territorial de 385.000 km² y una población de algo más de cuatro millones de habitantes, lo que venía a representar aproximadamente los 2/3 de toda la población peninsular y un 64% del territorio[2]. Esta formación política bajomedieval era el resultado de la unión de los reinos de Castilla y de León en 1230, que se había anexionado desde entonces el valle del Guadalquivir y la región de Murcia, así como varias de las islas canarias (Lanzarote, Fuerteventura, la Gomera y el Hierro). La lengua mayoritaria era el castellano, aunque también se hablaban el gallego y el asturleonés en sus áreas respectivas. El estado castellanoleonés había vivido en los últimos siglos medievales un intenso proceso de unificación política y jurídica, un fortalecimiento importante del poder real y un gran crecimiento demográfico, económico y territorial. Había conseguido situarse entre los más poderosos de Europa, participado en la Guerra de los Cien Años, del lado francés, circunstancia que aprovechó para desarrollar una importante marina de guerra que llevó a su flota a abrirse paso por el Canal de las Mancha y alcanzar los puertos flamencos en el Mar del Norte, donde encontró mercados para exportar sus excedentes, en especial la lana producida por la Mesta, la agrupación de los más poderosos ganaderos de Castilla. La institución más representativa del reino -las Cortes- se reunía con regularidad y en ella estaban representadas las ciudades más importantes del mismo, que habían alcanzado una posición hegemónica dentro de ella, en perjuicio de la nobleza y del clero.

El intenso proceso de transformación social sufrido por el estado castellanoleonés durante la Baja Edad Media no había sido demasiado pacífico, ya que se dieron varias guerras civiles durante ese tiempo, importantes enfrentamientos armados entre la corona y diversas facciones de la nobleza e, incluso, de estas entre sí. También había habido estallidos de violencia antijudía, el más importante de los cuales habían tenido lugar en 1391 y tuvo como consecuencia, además de la pérdida de unas 4.000 vidas por todo el país, la conversión forzada de muchos miles que, con el tiempo, terminaron dando lugar al fenómeno del criptojudaísmo, que caracterizaría a la España del siglo XV y principios del XVI y que serviría de pretexto para fundar la Inquisición en 1478.

“La población de la Corona de Aragón alcanzaba los 865.000 habitantes sobre 110.000 km², esto es, 13,7% de los habitantes y 18,4% del territorio peninsular más Baleares. […] Formaban parte también de los dominios de los reyes de Aragón las islas de Cerdeña y Sicilia”[3]

Las instituciones de la corona de Aragón tenían un funcionamiento muy diferente de las castellanas, lo que ha llevado a muchos autores a referirse a ellas como la “Confederación catalano-aragonesa”:

“Los tres reinos y el principado de la Corona de Aragón conservaban cada uno sus instituciones y organización privativas, en unión perpetua dentro de la misma Corona, con un mismo rey, lo que conllevaba una actitud común en muchas empresas políticas, sobre todo en las exteriores, pero también la conservación de la plena identidad de cada miembro en sus leyes e instituciones propias, e incluso su desarrollo, puesto que esta realidad se consolidó desde fines del siglo XIII, durante la Edad Media tardía.”[4]

Las instituciones representativas de la Corona -las Cortes- no eran únicas, como sucedía en Castilla, sino que había tres diferentes en Cataluña, Valencia y Aragón respectivamente, careciendo de ellas tanto las islas Baleares como las de Sicilia y Cerdeña, que también formaban parte de la misma. Esto convertía al estado aragonés en un verdadero mosaico de instituciones políticas, que caracterizaban a cada territorio, llegando hasta el extremo de que había aduanas interiores que los separaban entre sí, lo que complicaba bastante las tareas de gobierno y tuvo como consecuencia final la pérdida de protagonismo político de las instituciones aragonesas dentro de la España unificada que se abrió paso durante el reinado conjunto de los Reyes Católicos. Hay una frase muy ilustrativa, atribuida a Fernando el Católico, titular de la corona aragonesa precisamente, que define claramente el contraste entre las formaciones políticas de Aragón y de Castilla: “No hay reinar sin Castilla”[5].

Portugal en esa época tenía un millón de habitantes aproximadamente, y 89.000 km² (15,9% de la población peninsular y 15,2% del territorio). Las cifras del reino de Navarra eran de 120.000 habitantes y 11.700 km² [6]. El reino nazarí de Granada “contaría con una población estimada entre 300.000 y 400.000 habitantes repartidos sobre una superficie de 30.000 km2[7].

 

La llegada al poder de Isabel I

Ya hablamos en un artículo anterior del tormentoso reinado de Enrique IV[8] (1454-1474) -hermano de Isabel-, y de los enfrentamientos que tuvieron lugar en torno al problema sucesorio en los años finales del mismo. Su único hermano varón (Alfonso) murió en 1468, y su hija Juana era cuestionada por muchos como legítima heredera debido al insistente rumor de que su padre no era él, sino un cortesano llamado Beltrán de la Cueva, de donde deriva el apodo que recibió la princesa: “la Beltraneja”. El asunto alcanzó tal nivel que desembocó, finalmente, en el acuerdo de los Toros de Guisando, firmado el 18 de septiembre de 1468 entre Enrique y su hermana Isabel:

“El citado pacto reconocía a Isabel como heredera del trono de Castilla, en tanto que Juana pasaba a un segundo plano. Aquel acuerdo se tomó, según los argumentos esgrimidos en el texto del tratado, «por el bien y sosiego del reino», para «atajar las guerras», así como para «proveer como estos reinos no hayan de quedar ni queden sin legítimos sucesores del linaje del dicho señor rey y de la dicha infanta». La exclusión de Juana, la presunta hija de Enrique IV, obedecía a que se consideraba ilegítimo el matrimonio celebrado por el monarca castellano con Juana de Portugal.”[9]

“Por ese acuerdo Isabel se comprometía a no contraer matrimonio sin el consentimiento del rey, una cláusula que ella, sin embargo, no estaba dispuesta a cumplir, cómo se puso de manifiesto muy poco tiempo después. La futura Isabel la Católica estaba decidida a poner fin a la situación de desgobierno generalizado que se extendía por el país y tenía sus propios planes al respecto:

“Al poco tiempo redactó un documento, dirigido a todas las ciudades del reino, en el que señalaba que Fernando era, sin duda alguna, el rey más conveniente para el futuro de Castilla.

Fernando, por su parte, se desplazó desde tierras aragonesas, llegando a la localidad de Dueñas el día 12 de octubre. […] el 18 de octubre de 1469, tuvo lugar el esperado matrimonio de Isabel y Fernando.”[10]

Isabel ponía a su hermano, de esta manera, ante hechos consumados (una forma de actuar muy típica de aquellos tiempos convulsos), lo que ponía al país al borde de la guerra civil. El 12 de diciembre de 1474 moría Enrique IV en Madrid y la guerra se extendía por el reino de Castilla, entre los partidarios de Isabel y los de Juana “la Beltraneja”.”[11]

En la corte de Enrique IV se había estado barajando la posibilidad de casar a Isabel con el rey de Portugal (Alfonso V), tío materno suyo y de mucha más edad. El objetivo político último de este matrimonio era, evidentemente, unir Castilla con Portugal. Lo que estaba en juego por tanto era con qué país se uniría Castilla a la muerte de Enrique IV, si con Portugal o con Aragón. El matrimonio entre Isabel y Fernando rompía esa estrategia y significaba un importante giro en la política castellana.

 

La guerra civil (1474-1479)

Por tanto, no sorprendió a nadie que Alfonso V de Portugal, tras la muerte de Enrique IV, declarara su apoyo a la sucesión de Juana al trono castellano, anunciara su futuro matrimonio con ella y entrara en guerra contra los partidarios de Isabel, contando con el apoyo de un poderoso sector de la nobleza. El ejército portugués penetró en Castilla por el valle del Duero y su monarca firmó un acuerdo con Luis XI de Francia, que respaldaba las pretensiones del monarca luso.

Debemos recordar que Castilla había sido aliada de Francia desde la llegada al poder de Enrique II (1369), pero Aragón se había convertido en los últimos siglos medievales en su principal adversario geoestratégico en todo el Mediterráneo, cortándole al país galo su expansión por el sur y neutralizando buena parte de la influencia que había llegado a ejercer, tiempo atrás, sobre la península italiana. El enfrentamiento entre Francia y Aragón había llevado a este último país a aliarse con los adversarios europeos tradicionales del primero, fundamentalmente el Ducado de Borgoña e Inglaterra. Como vemos, el desenlace de la guerra civil castellana tendría importantes consecuencias en la correlación de fuerzas en Europa y esto era algo de lo que eran plenamente conscientes todos los actores políticos del continente.

El desarrollo del conflicto favoreció a las tropas de Isabel. En octubre de 1478 los reyes católicos firmaron con el rey de Francia el tratado de San Juan de Luz, lo que aislaba políticamente a los portugueses y a sus aliados castellanos. En febrero de 1479 se libró la última batalla de esta guerra (Albuera). Un mes antes (en enero) había muerto el rey de Aragón -Juan II-, padre de Fernando, heredando éste así la corona del gran estado del oriente peninsular. El 4 de septiembre de 1479 se firmaba entre Castilla y Portugal el tratado de paz de Alcáçovas. La guerra había terminado y comenzaba el proceso de integración política de Castilla con Aragón.

 

El tratado de Alcáçovas-Toledo

Este tratado que, en principio, debía cerrar –simplemente- la guerra civil castellana tendría, sin embargo, una extraordinaria trascendencia histórica como iremos viendo, ya que cerraba el camino a la expansión marítima castellana por las costas atlánticas africanas más allá del archipiélago de las Canarias, algo que condicionaría de manera importante el desarrollo de los acontecimientos en la Era de los descubrimientos geográficos. En él se resolvían las cuestiones siguientes:

·         “Declaró la paz entre el reino de Portugal y los reinos de Castilla y Aragón y concluyó las hostilidades tras la guerra de sucesión castellana (1475-1479). Alfonso V renunció al trono de Castilla e Isabel y Fernando renunciaron a cambio al trono de Portugal.

·         Repartió los territorios del océano Atlántico entre Portugal y Castilla. Portugal mantuvo el control sobre sus posesiones de Guinea, Elmina, Madeira, las Azores, Flores y Cabo Verde. A Castilla se le reconoció la soberanía sobre las Islas Canarias.

·         Reconoció a Portugal la exclusividad de la conquista del reino de Fez.

·         En paralelo se negociaron las tercerías de Moura, que resolvieron la cuestión dinástica castellana a través de dos convenios: Juana la Beltraneja o Juana de Castilla, rival de Isabel por el trono de Castilla, debió renunciar a todos sus títulos castellanos y optar entre el casamiento con el príncipe heredero de los reyes Fernando e Isabel, Juan de Aragón y Castilla, si este así lo decidía al cumplir los catorce años o bien recluirse en un convento, opción esta última que escogió.”[12]

 

La guerra de Granada

Una vez concluida la guerra civil castellana, y unidas las coronas de Castilla y de Aragón, la prioridad política pasó a ser la eliminación del último bastión musulmán de la Península Ibérica, el reino nazarí de Granada. Y a eso se dedicaron, fundamentalmente, los monarcas durante el decenio 1482-1492.

El emir granadino se había apoderado, en diciembre de 1481, del municipio gaditano de Zahara de la Sierra, y los castellanos respondieron con la toma de la ciudad granadina de Alhama, el 28 de febrero de 1482:

"Eran los últimos días de febrero de 1482, cuando, caminando de noche, a pesar del excesivo frío y ocultándose al rayar el alba llegaron los cristianos a un valle cercano a Alhama, que hoy se llama Dona. Allí el Marqués de Cádiz reveló a los soldados el objetivo de la expedición. Seguidamente mandó que descabalgasen trescientos escuderos, que provistos de escalas y bajo las órdenes del Comendador Martín Galindo siguieron a Juan Ortega de Prado, capitán de escaladores. Al anochecido, cuando los escaladores llegaron a las murallas de Alhama, guiados por Ortega de Prado, las tomaron al asalto y posteriormente se precipitaron sobre la descuidada villa. Amanecía el 1 de marzo cuando los soldados de Ortega de Prado descendieron desde las posiciones que dominaban en la alcazaba, a la ciudad, abriendo una de sus puertas por las que entró el ejército cristiano tomando posesión de la villa."[13]

Esta ciudad ocupaba una posición estratégica para las comunicaciones entre Granada y Málaga. La acción es considerada como el comienzo oficial del conflicto. Desde Alhama, los castellanos empezaron a hostigar la Vega, que era el corazón económico de la capital, y lanzaron ofensivas en dirección a la comarca de la Axarquía, que rompían la comunicación entre la misma y las zonas más occidentales del reino.

Los granadinos respondieron atacando la comarca de la Subbética cordobesa, pero en la batalla de Lucena (abril de 1483) los castellanos los derrotaron y capturaron a Boabdil, el príncipe heredero, lo que aprovecharon para sembrar la discordia entre él y su padre, el emir Abū ul-Ḥasan ‘Alī, arrancándole un compromiso que implicaba su colaboración en la conquista del reino a cambio de un protectorado futuro en sus zonas más orientales. El heredero fue liberado después, pero tuvo que dejar en su lugar como rehén a su propio hijo, que servía así de garantía de cumplimiento del acuerdo.

Y, en efecto, la liberación de Boabdil, tal y como los Reyes Católicos habían previsto, desató una guerra civil en Granada entre éste y su padre, que debía enfrentarse simultáneamente tanto a sus enemigos externos como internos, y que fue permitiendo a los cristianos acorralar a los granadinos poco a poco en la capital.

“A comienzos de 1490 se daban la condiciones para que Boabdil cumpliera lo pactado en 1487, pero una amplia facción de los habitantes de la capital, con sus dirigentes religiosos al frente, obligó a que continuara la resistencia, tal vez para obtener condiciones mejores de los Reyes Católicos que, después del esfuerzo realizado en 1489, no podían organizar otra campaña semejante. En efecto, durante 1490 se limitaron a ocupar los últimos puertos que permanecían en poder de los musulmanes y a mantener las posiciones en la Vega, de modo que los granadinos apenas podía salir de la ciudad.

El golpe final llegó en 1491: la capital fue totalmente aislada desde abril, se proyectó un asedio permanente, con escaramuzas de desgaste y cerco por hambre, que incluyó la edificación de Santa Fe, a poco más de dos leguas de Granada (12 km), a manera de bastida principal. Pasaron los meses, y cuando la capacidad de resistencia se debilitaba, Boabdil comenzó en secreto las negociaciones, que evitaron un desenlace mucho más trágico, cruento e inexcusable, por más que pesara a los partidarios de la resistencia. Las capitulaciones se firmaron el 25 de noviembre, pero Boabdil no entregó la Alhambra hasta el 2 de enero de 1492, y los Reyes Católicos entraron en la ciudad, ya inerme, el día 6, mientras el emir marchaba al señorío que se le había otorgado, no ya en el este del país, sino en las Alpujarras, donde no se desarrollaron acciones militares: era una auténtica «montaña-refugio», densamente poblada y de difíciles accesos, pero casi aislada de cualquier auxilio exterior. Boabdil no permanecería allí mucho tiempo: en octubre de 1493 prefirió una indemnización y pasó al emirato de Tremecén, con más de 6.000 seguidores, dentro de la corriente migratoria que padeció el antiguo emirato, ya reino de la corona castellana, en los años que siguieron a la conquista.”[14]

 

El problema judío:

“La sociedad cristiana medieval considera la unidad de fe como su signo distintivo. Sólo la fe da un sentido a la vida. Tolera a los judíos -que no forman parte de ella- por un acto gratuito de benevolencia, argumentándolo a menudo con la esperanza de que viendo a los cristianos se conviertan. Por tal tolerancia, los judíos pagan una capitación personal, pero la provisionalidad del hecho no se pierde nunca de vista, entre otras razones porque no hay más que un camino, el del bautismo, para ingresar en el cuerpo social” (Luis Suárez Fernández)[15].

Es obvio que la expulsión de los judíos en los reinos españoles decretada por los Reyes Católicos en 1492 ha sido la decisión más controvertida que tomaron a lo largo de sus años de gobierno. Juzgar a personas que vivieron en el siglo XV desde la óptica del XXI es, desde luego, un ejercicio bastante difícil. Ya he sostenido en otros artículos que las religiones monoteístas surgidas del tronco judaico sólo toleran las ajenas cuando no tienen más remedio:

“…los monoteístas son intolerantes con las ideologías ajenas por definición, ya que el Dios único y omnipotente es intrínsecamente excluyente, lo que deja pocas salidas a largo plazo a las soluciones pactadas con los que no comulgan con los dogmas oficiales. Toda la “libertad” religiosa que vemos en la actualidad en el mundo es hija de la secularización y del cuestionamiento de los dogmas de las religiones monoteístas.”[16]

Estas son las razones de fondo que estaban detrás de esta decisión. Pero había otras mucho más inmediatas, como pudimos ver en el artículo que le dedicamos a los Trastámara[17]:

“… la gran tragedia se desencadenó en 1391: las persecuciones, muertes, emigraciones y bautismos de aquel año son el verdadero punto de partida para comprender la realidad social de judíos y judeoconversos en el siglo XV.

Fueron, pues, los cambios en la realidad social y no las transformaciones doctrinales los que actuaron sobre la situación judía en el siglo XV, y en relación con ella, también sobre la de los judeoconversos, cuyo número aumentó mucho en los decenios que siguieron a 1391.”[18]

Tras las conversiones más o menos forzadas que habían ido teniendo lugar a lo largo de los siglos XIV y XV se calcula que en la Corona de Castilla debían vivir unos 100.000 judíos a la altura de 1492, a los que habría que sumar unos 20.000 más en la de Aragón. Ladero Quesada sostiene lo siguiente:

“El verdadero motivo que provocó la decisión de 1492 fue el afán sin límites por desarraigar rápidamente el problema de los conversos judaizantes, que ya había provocado el establecimiento de la nueva Inquisición en 1478: se pensaba que los judíos, con su sola presencia y debido a los lazos de sangre o conocimiento que los ligaban con muchos conversos, contribuían a impedir tal propósito, además de estar al margen, al no ser cristianos, de la acción inquisitorial. Los inquisidores tenían, por tanto, aquella certeza y consiguieron que los reyes la compartiesen y rompieran bruscamente la línea tradicional seguida hasta entonces, aunque ya la expulsión de los judíos de Andalucía en 1483 -donde más agudo era el problema converso- y el intento de hacer lo mismo en Zaragoza y Teruel en 1486 pueden considerarse hechos premonitorios.

En 1492 se vivía, además, un momento de exaltación de la idea de cristiandad triunfante, restaurada y expansiva, tras la reciente conquista de Granada, y ganaba fuerza -en aquel ambiente de crecimiento del poder real- la idea de que sólo la homogeneidad de fe garantizaría la cohesión del cuerpo social, indispensable para el buen funcionamiento de la res pública, cuya cabeza era la Monarquía.”[19]

Los Reyes Católicos firmaron, el 31 de marzo de 1492, la pragmática que establecía que los judíos tenían cuatro meses de plazo para convertirse al cristianismo o abandonar el país; y seis meses más después de su salida correspondiente para volver, si habían cambiado de opinión durante ese tiempo. Se calcula que se fueron unos 80.000 (70.000 en Castilla y 10.000 en Aragón).

 

Los conversos

“A fines del siglo XV, habría -según Domínguez Ortiz y otros autores- hasta 250.000 o 300.000 personas con algún o algunos antepasados judeoconversos, ya en segunda o tercera generación. La cifra ha de considerarse como un máximo posible, pero da idea de la magnitud de aquella realidad, que afectaba sobre todo a lo que el mismo autor llama «clases medias» urbanas, si se piensa que, entonces, no más de un millón de personas era población urbana en los reinos de Castilla y Aragón.

Las profesiones más frecuente de los conversos fueron las de artesanos del textil, cuero y metal, escribanos públicos, mayordomos, administradores, arrendadores de rentas, banqueros, mercaderes, oficiales públicos de la Corona o de los municipios, médicos, sacerdotes y religiosos. Es decir, que la ausencia de distinción religiosa les permitió ocupar parcelas profesionales vedadas a los judíos, y también, en algunos casos, ascender en la escala social, enlazar por vía familiar con linajes poderosos de la política local o general, o bien crear los suyos propios. Parece que la solidaridad entre conversos fue grande, debido al mismo aislamiento en que vivían, así como su tendencia a apoyar y apoyarse en el poder y en su ley: monarquía y nobleza utilizaron sus servicios por motivos de eficacia administrativa, y no fue raro que los conversos apareciesen como correa de transmisión del mando que los poderosos ejercían sobre el resto de la sociedad.

Los sangrientos sucesos en que se vieron mezclados los conversos tuvieron, pues, tanto de guerra de clases como de guerra de religión, pues las motivaciones económicas y sociales son, a menudo, claras, aunque ocultas tras el argumento religioso, «que dio al conflicto su peculiar agudeza», sobre todo en Castilla.”[20]

Son estos conflictos sociales que fueron teniendo lugar a lo largo del siglo XV entre cristianos viejos y nuevos los que están detrás de la creación de la Inquisición. Hay algunos ejemplos que pueden ilustrar bastante la situación:

“Eclesiásticos como Pablo de Santa María, antiguo rabino mayor de Burgos, obispo de la ciudad, y su hijo Alfonso de Cartagena, brillante diplomático, que también ocupó la sede; de su familia eran también el cronista Alvar García de Santa María y el escritor fray Íñigo de Mendoza. También fue de linaje converso el cardenal Juan de Torquemada, y por lo tanto, su sobrino Tomás, el primer inquisidor general, así como tal vez el segundo, Diego de Deza. Lo eran igualmente el general de los jerónimos Alonso de Oropesa y su pariente Hernando de Talavera, confesor de Isabel I y primer arzobispo de Granada. Secretarios reales como el poderoso personaje de la corte de Juan II, Fernán Díaz de Toledo, o, en época de los Reyes Católicos, Alonso de Aguilar y Fernán Álvarez de Toledo, los cronistas Hernando del Pulgar y Diego de Valera, y el mayordomo Andrés Cabrera. Otro campo muy frecuentado por los conversos fue la administración hacendística y el arrendamiento de impuesto reales: recordemos la controvertida figura del contador mayor de Enrique IV, Diego Arias Dávila, padre de Juan, obispo de Segovia, y abuelo de Pedrarias Dávila y Cota, primer gobernador de Castilla del Oro, en América. O el papel del escribano de ración de Fernando el Católico, Luis de Santángel, que contribuyó con sus gestiones a financiar el primer viaje de Colón.”[21]

Las acusaciones fundamentales que había contra ellos era que, a priori, se les consideraba falsos cristianos, que se habían convertido por puro interés, algo bastante comprensible si tenemos en cuenta el desarrollo de los acontecimientos: si te ponen en la disyuntiva de convertirte o morir es fácil deducir que la decisión tomada ha estado bastante condicionada por la situación que le provocó, dando lugar al fenómeno del “criptojudaísmo”, es decir, la profesión privada y clandestina de la fe judía mientras se actúa públicamente como cristiano. Aunque había, obviamente, algunos criptojudíos, las sospechas que su existencia proyectaba sobre todo el colectivo de los “cristianos nuevos” llegó a ser generalizada, dando lugar a diversos fenómenos típicos de esta época y de otras posteriores, como la aparición de los estatutos de limpieza de sangre en muchas instituciones, que vetaban su acceso a personas que tuvieran antepasados judíos en un número determinado de generaciones. Los enfrentamientos, por tanto, entre cristianos viejos y nuevos, que llegarían incluso hasta el siglo XVII, adquirieron el carácter de una verdadera guerra de clases dado que, en realidad, se proyectaba sobre los sectores más acomodados económicamente de estos últimos, habida cuenta de que siguieron ejerciendo, tras su conversión, profesiones que antes de ella habían sido consideradas típicamente judías (banqueros, joyeros, etc.).

 

La Inquisición

“La urgencia por establecer inquisición revivió súbitamente durante el viaje de los reyes a Andalucía, en 1477 y 1478: «Nos dijeron tantas cosas del Andalucía -escribe el rey en 1507- que si nos la dijeran del príncipe, nuestro hijo, hiciéramos lo mismo»”… “Los reyes obtuvieron del papa una bula que les facultaba para nombrar dos o tres «obispos o sacerdotes seculares o regulares teólogos o canonistas» que tendrían las mismas atribuciones que los tradicionales inquisidores de la «herética pravedad» para llevar a cabo causas contra judaizantes, en especial (Exigit sincerae devotionis affectus, 1 de noviembre 1478).”

“Por fin, los reyes nombraron dos inquisidores dominicos que comenzaron sus actuaciones en noviembre de 1480. La acción inquisitorial resultó muy dura en los primeros tiempos: muchos conversos sevillanos huyeron a los señoríos próximos, otros se conjuraron para provocar una revuelta, pero los cabecillas (Pedro Fernández Benadeva, Diego de Susán y Juan Fernández Abolafía) fueron descubiertos y ejecutados en el primer auto de fe, tenido en febrero de 1481.”

“Al tribunal de Sevilla se sumaron los de Córdoba (1482), Ciudad Real y Jaén (1483), Toledo (1485), Ávila, Segovia, Valladolid, Sigüenza y, durante algún tiempo, Guadalupe, en cuya puebla y monasterio hubo, en 1485, 52 condenas a muerte en hoguera efectivas, 2 en efigie y 46 difuntos desenterrados de lugar sagrado y quemados, lo que da idea de la importancia del foco.

La dureza de las actuaciones durante el primer decenio pueden cuantificarse: Pulgar estima que en toda Castilla, entre 1481 y 1490, se condenó a muerte a 2.000 apóstatas y otros 15.000 conversos sufrieron penitencia para reconciliarse con la Iglesia.”

“La Inquisición, hay que recordar, era un tipo de procedimiento y juicio de origen medieval, pues databa del siglo XIII, de modo que los «errores y excesos» que se le atribuyen se refieren a una realidad anterior a 1478 y universal en la iglesia de aquellos tiempos.” … “La novedad estriba en que, siendo la nueva Inquisición un tribunal eclesiástico, la Corona tenía la facultad exclusiva de proponer el nombramiento de los inquisidores, y las causas terminaban en España, salvo alguna excepción, lo que daba a la Corona unas posibilidades de intervención muy grandes en el funcionamiento y finalidades de la Inquisición, que venía a convertirse en el único tribunal con jurisdicción igual y homogénea en todos los reinos de Fernando e Isabel. Había también peculiaridades en el procedimiento procesal que, como ha señalado Domínguez Ortiz, eran «muy desfavorables a los acusados: el secreto absoluto de que se rodeaba y que se extendía incluso a los nombres de los acusadores, el secuestro de bienes que automáticamente seguía a la detención y la transmisión de la culpa a los descendientes que, además de arruinados por la confiscación, quedaban inhabilitados para cargos y honores».

Por todo ello la Inquisición era más temible que cualquier otro tribunal, y en sus actuaciones cabía más la arbitrariedad y el abuso, aunque, en líneas generales, no se puede atribuir a sus tribunales y cárceles situaciones y modos de obrar que no fuesen frecuentes en la práctica procesal y penal de la época.”[22]

La década de los 80 del siglo XV fue, con diferencia, la peor de toda la historia de la Inquisición española. A principios del siglo XVI se rehabilitaría y conmutaría penas a muchas personas que habían sido condenadas en esa época:

“… las masivas habilitaciones de conversos que ocurrieron en toda Castilla entre 1495 y 1497 para librarles de infamia y permitirles el ejercicio de cargos públicos, así como las numerosas penitencias y conmutaciones de pena, que implicaban habilitación, efectuadas en aquellos años. Sólo en la ciudad de Toledo afectaron a 1.640 personas adultas; en Sevilla y su arzobispado, a 6.204, y en la ciudad de Córdoba, a 1.519. Las habilitaciones siguieron cobrándose durante el primer decenio del siglo XVI -entre 1508 y 1512, siendo ya inquisidor general Cisneros- y permitieron a muchos parientes de antiguos procesados librarse de la infamia, recuperar su capacidad legal para ejercer cargos públicos u obtener títulos universitarios, y pasar a las Indias. Hubo también numerosas composiciones que evitaron o limitaron la ruina de familias de procesados.”[23]

No obstante, esta institución había llegado para quedarse, ya que su desaparición tuvo lugar en una fecha tan reciente como 1834. Duró, por tanto, 356 años, tiempo más que suficiente para que haya dejado una huella profunda en la sociedad española. Esto pudo ser posible debido al hecho de que el “problema” converso, típico del reinado de los Reyes Católicos, enlazó, tras la coronación de su nieto -Carlos I- con las consecuencias de la Reforma Protestante, que sorprendió a España con una maquinaria represiva contra la disidencia religiosa muy eficiente y bien engrasada, sustituyendo así, simplemente, a los conversos judíos por los reformados.

 

El Descubrimiento de América

Pero el acontecimiento más trascendente de todo el reinado de los Reyes Católicos fue, sin duda, el Descubrimiento de América, del que hemos oído hablar sobradamente y que forma ya parte indeleble de la Historia Universal. Los hechos básicos son de sobra conocidos: un supuesto genovés, que venía de Portugal (que es hasta dónde podemos rastrear con certeza su biografía previa), se presenta en la corte de los Reyes Católicos con el proyecto de alcanzar las costas orientales de Asia, pero navegando hacia el oeste, pues estimaba que la distancia que había (2.400 millas náuticas) era muy inferior a la real (10.600) lo que, desde su punto de vista, la ponía a tiro de las naves castellanas. Tras una larga negociación con la Corona acerca del proyecto, que se vio ralentizada por la situación bélica impuesta por la Guerra de Granada, y oídos los informes técnicos presentados por la junta de expertos que se creó para evaluar el proyecto:

“Por fin, entre el otoño de 1491 y la primavera de 1492 llegó a un acuerdo con los Reyes Católicos cuyo resultado son las Capitulaciones de Santa Fe, cerca de Granada, de 17 de abril de 1492, y la financiación por la Corona de buena parte del viaje proyectado: 1.400.000 maravedíes, sobre un total de 2.000.000 (5.333 ducados), más la puesta a disposición de Colón de dos carabelas en el puerto andaluz de Palos. Colón fletó también una nao, la Santa María.”[24]

El 3 agosto de 1492 se hizo la mar al mando de las tres naves citadas (la Pinta, la Niña y la Santa María), con 87 hombres a bordo, llegando a la pequeña isla de Guanahaní, en el archipiélago de las Bahamas, a la que puso el nombre de “San Salvador”, el día 12 de octubre. Era la primera de las que rodean el continente americano que alcanzaban los españoles, lo que dejaba el camino expedito para el alud de nuevos descubrimientos que tendrían lugar inmediatamente después. Tras explorar diversas islas a lo largo del Mar Caribe terminó alcanzando La Española (actual Santo Domingo) el día 6 de diciembre. Aunque la expedición estaba explorando el entorno de un nuevo continente, desconocido a hasta ese momento para los europeos, Colón estaba convencido de que había llegado a Asia, por lo que denominó desde el principio, a ese conjunto de territorios, las Indias Occidentales.

El impacto que tuvo la noticia en la Corte y en el resto de Europa fue impresionante. Los Reyes Católicos recibieron a un Colón que volvía triunfante, en Barcelona, el 21 de abril de 1493. Cinco meses más tarde, el 25 de septiembre de ese mismo año, se hacía a la mar una nueva expedición con 17 naves, 1.500 hombres, animales domésticos, semillas, soldados, agricultores, albañiles, herreros, carpinteros… Con la voluntad manifiesta de empezar a construir una nueva España al otro lado del mar. Es ese segundo viaje de Colón, como he manifestado en varios de mis artículos, el que marca la diferencia entre este descubrimiento geográfico y el resto de los que hayan tenido lugar antes o después. La España de finales del siglo XV era una sociedad en plena expansión que estaba, literalmente, estallando, lo que cambiaría de manera irreversible el curso de la Historia Universal. Nada sería igual, en el mundo, después de 1492.

La expansión por toda la zona del Mar Caribe continuó durante el resto del reinado. Cuando Carlos I fue coronado -en 1517- la presencia española estaba ya firmemente asentada en las grandes Antillas (La Española, Cuba, Puerto Rico y Jamaica), así como en el Istmo de Panamá. Se había descubierto el Océano Pacífico (1513), al que bautizaron entonces cómo “Mar del Sur” y explorado la mayor parte de las costas del Golfo de México y de Suramérica hasta la desembocadura del Amazonas.

El Descubrimiento de América por naves castellanas obligó a renegociar la parte del Tratado del Alcáçovas-Toledo que afectaba a las zonas de influencia respectivas de Portugal y de Castilla en el Océano Atlántico, lo que terminó plasmándose en uno nuevo, el de Tordesillas (1494) que estableció el límite occidental de las mismas a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde.

Otra consecuencia del descubrimiento fue el desarrollo del proceso de reflexión de carácter ético, absolutamente nuevo, acerca de los derechos de los indios y los fundamentos del orden jurídico internacional, cuyas conclusiones finales siguen vigentes -medio milenio después- y que marcaron el punto de arranque del cuerpo jurídico conocido genéricamente como “Leyes de Indias”, que recogen buena parte de las conclusiones a las que fueron llegando los diferentes pensadores que trabajaron el asunto. El mundo en el que hoy vivimos sería completamente diferente si no hubiera tenido lugar el desarrollo histórico desencadenado por el Descubrimiento de América.

 

Las Islas Canarias

La conquista de las Islas Canarias comenzó en 1402, cuando el francés Juan de Bethencourt desembarcó en la de Lanzarote, con la autorización al rey de Castilla -Enrique III-, que le había otorgado el señorío sobre ellas. Cuando Isabel I llegó al trono se habían incorporado cuatro a la corona castellana (Lanzarote, Fuerteventura, Hierro y La Gomera), pero aún resistían las tres mayores (Gran Canaria, Tenerife y La Palma). El Tratado de Alcáçovas-Toledo resolvió los litigios atlánticos entre las coronas de Castilla y de Portugal. En él había quedado claro que el archipiélago era territorio castellano. Desde ese momento se pone en marcha un plan a través del que se pretende hacer efectiva la soberanía en los lugares donde los nativos seguían resistiendo.

En junio de 1478 se fundó el “Real de Las Palmas” (Las Palmas de Gran Canaria), que se convertía así en la primera ciudad española en esta isla, desde donde se organizó su conquista, que se dio por terminada en abril de 1483.

Entre septiembre de 1492 y mayo de 1493 tuvo lugar la anexión de La Palma, que fue dirigida por Alonso Fernández de Lugo. El último bastión de la resistencia indígena fue la isla de Tenerife. El asalto a la misma comenzó en diciembre de 1493. En mayo de 1494 los guanches derrotaron a los castellanos en la primera batalla de Acentejo, expulsándolos de ella. Fernández de Lugo contraatacó año y medio después. Las batallas de La Laguna y la segunda de Acentejo acabaron con la resistencia de los nativos, que se rindieron en mayo de 1496.

El proceso de conquista de las Islas Canarias fue una especie de campo de pruebas en el que se ensayaron muchas de las tácticas de conquista que después los españoles llevarían a cabo en América. También aquí se abrió el debate acerca de los derechos de los pueblos aborígenes, lo que pone de relieve que el compromiso evangelizador de la corona española, con todas sus luces y sus sombras, tenía un importante contenido ético, que trascendía los propios proyectos de expansión geográfica.

La estratégica posición del archipiélago en las rutas de navegación atlánticas era ya evidente antes –incluso- del descubrimiento de América. Pero éste, desde luego, lo potenció de manera extraordinaria. Las Canarias, además, desempeñarían un papel importante en otras misiones de exploración y conquista:

“…la cercanía de las islas a la costa sahariana, entre el cabo de Nun, donde terminaba el dominio efectivo de los sultanes de Fez, y el de Bojador, al sur del cual los portugueses disponían de la exclusiva. En aquella área, además de la pesca, se practicaba el comercio o rescates con las tribus del interior, y las cabalgadas para hacer cautivos. Con ánimo de fomentar tales actividades y de asegurar el litoral se proyectó la construcción de enclaves permanentes, de los que el más conocido fue el de Santa Cruz de Mar Pequeña, establecido en 1478, y de nuevo, en 1496. Los intentos de Fernández de Lugo para construir torres en Nun, Tagaos y Bojador, entre 1499 y 1502, fracasaron. Además, después del Tratado de Sintra de 1509, en el que Portugal reconoció la conquista castellana del peñón de Vélez de la Gomera, que pertenecía al ámbito de Fez, los lusitanos obtuvieron a cambio derecho a intervenir también en aquel sector de la costa entre ambos cabos, Nun y Bojador, un sector que sería siempre elemento de importancia en la vecindad de las islas.”

[…] las Canarias fueron desde el primer momento un reino más de los que componían la Corona de Castilla, y no se estableció diferencia alguna entre sus habitantes y el resto de los castellanos, ni matices jurisdiccionales o administrativos semejantes a los de las Indias. Así, la alta administración del archipiélago quedó en manos del consejo real de Castilla, y no hubo nunca virreyes sino oficiales gubernativos de raigambre medieval y castellana […] El régimen municipal fue el mismo que el de las ciudades castellanas. El llamado «Fuero de Gran Canaria» es la misma carta municipal otorgada a diversas localidades granadinas en los años finales del siglo XV. Las ordenanzas municipales de Las Palmas y La Laguna muestran, dentro de la singularidad propia de este tipo de textos, semejanzas e influencias de otros peninsulares, en especial las de Sevilla, cuyo municipio, como es bien sabido, sirvió de modelo organizativo a muchos otros. Y, en fin, los señoríos jurisdiccionales de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro en nada difieren de otros castellanos contemporáneos suyos. […] las islas a comienzos del siglo XVI no fueron tanto el punto inicial del Nuevo Mundo como el enclave más extremo, en el espacio y en el tiempo, de la Castilla medieval.[25]

 

Las guerras de Italia

Los aragoneses habían incorporado a su reino la isla de Sicilia ya en el siglo XIII y la de Cerdeña en el XIV. En el siglo XV, como ya vimos en el artículo que dedicamos a los Trastámara[26], se anexionaron también el reino de Nápoles en tiempos de Alfonso V el Magnánimo (1416-1458), tío de Fernando el Católico que, no obstante, lo segregó después de sus dominios peninsulares en su testamento, legándolo a su hijo natural Ferrante I, que abría de esta manera la rama de los Trastámara napolitanos.

La expansión aragonesa por los territorios del Mediterráneo central llevaron a esta corona a un enfrentamiento directo con otros estados que aspiraban a ejercer su influencia en esta zona, fundamentalmente con Francia, pero también con la República de Génova, el imperio turco, el papado e, incluso, Venecia. La zona, como vemos, estaba muy disputada.

Cuando Castilla y Aragón se unen, en tiempos de los Reyes Católicos, las ambiciones aragonesas sobre esta área se ven reforzadas, pues sus ejércitos cuentan ahora con el respaldo de las tropas castellanas, lo que multiplica su influencia directa en ella. No obstante, la Guerra de Granada absorbió, hasta 1492, la mayor parte del esfuerzo de las dos coronas. Pero una vez concluida ésta pudieron mirar los monarcas hacia el exterior.

Ferrante I de Nápoles, primo de Fernando el Católico y Trastámara como él, murió en enero de 1494 y su heredero vio poco tiempo después como los franceses aprovecharon la coyuntura para intentar recuperar el reino del que fueron expulsados por su abuelo aragonés medio siglo antes. Una rebelión de nobles napolitanos contra su monarca sirvió de pretexto a Carlos VIII de Francia para invadir el país en enero de 1495. Los Reyes Católicos reaccionaron de inmediato a la agresión francesa enviando una armada, mandada por Galcerán de Requesens, conde de Palamós, que transportaba a su vez un modesto ejército de tierra (500 caballeros, 800 infantes y algunas piezas de artillería), mandado por Gonzalo Fernández de Córdoba (conocido más adelante como “El Gran Capitán”), que conquistó la capital en julio de ese año. “Las últimas guarniciones francesas capitularon en agosto de 1496”[27].

Franceses y españoles volvieron de nuevo a enfrentarse militarmente en el reino de Nápoles a partir de julio de 1502 y, de nuevo, Fernández de Córdoba entró en acción, derrotando a los franceses en Ceriñola el 28 de abril de 1503:

“El «Gran Capitán» entró en Nápoles el 16 de mayo de 1503, mientras el ejército de Luis XII se replegaba hacia el norte, fortificándose en Gaeta a la espera de la llegada de un gran ejército de refuerzo. Este llegó en octubre de 1503 entablándose dos meses después la batalla del Garellano que se saldó de nuevo con una gran victoria para Fernández de Córdoba. El 1 de enero de 1504 entraba en Gaeta mientras que las tropas francesas abandonaban el reino de Nápoles, que sería incorporado a la Corona de Aragón.”[28]

 

La muerte de Isabel la Católica y sus consecuencias

Isabel murió el 26 de noviembre de 1504 y este suceso abrió una crisis sucesoria que pudo haber acabado con el proyecto político conjunto que los Reyes Católicos habían encarnado hasta ese momento.

Aunque Castilla y Aragón estaban funcionando -de facto- como un estado unificado seguían siendo jurídicamente dos estados independientes, con un rey propio y diferente cada uno, que habían decidido unir libremente sus propios destinos y coordinar su acción política para reforzarse mutuamente.

Pero esta situación no podía mantenerse tras la muerte de la reina de Castilla, que tenía una heredera, llamada Juana, psicológicamente inestable y casada con el príncipe heredero del conglomerado político flamenco-borgoñón, del reino de Austria y del imperio alemán –nada menos–. Un personaje con una mentalidad y una trayectoria vital centroeuropea que tutelaba, de facto, a la reina Juana.

Castilla, el más poderoso de los reinos ibéricos, con una densa, consistente y expansiva historia reciente y una identidad muy fuerte, estaba llamada a ser “colonizada” desde arriba por una élite que procedía de un ecosistema político diferente y cuya estrategia implicaba meterla de cabeza en el “juego de tronos” continental europeo y, en consecuencia, canalizar su política exterior lejos de su contexto geográfico natural, tanto mediterráneo como atlántico. Esta situación, como nos podemos imaginar, no podía dejar de tener consecuencias históricas profundas, que debían cambiar las dinámicas políticas de manera irreversible. Eso era algo que todos sabían que terminaría pasando una vez que se materializara el reemplazo generacional. Pero, igualmente, algo inevitable en una monarquía autoritaria en la que la soberanía del país es concebida como la herencia patrimonial de la familia que lo dirige. El rey Fernando era perfectamente consciente de la disyuntiva política que se abría y de los peligros que conllevaba:

“Fernando convocó con urgencia las Cortes de Castilla, que se reunieron en Toro a principios de 1505[29] y estas lo reconocieron como «legítimo curador e administrador e governador destos reynos e señoríos», vista la incapacidad de Juana. En mayo Fernando escribió a uno de sus embajadores «que si la reina mi hija no está sana para poder gobernar… en tal caso a mí me pertenece la gobernación» y también le comunicó su deseo de que Juana y Felipe «enviasen acá al príncipe don Carlos, mi nieto, para que yo le hiciese criar acá y supiese la lengua y costumbres y conociese las gentes, y al llegar a la edad marcada en el testamento de su abuela tuviese habilidad para gobernar… y así no entrarían extranjeros en la gobernación».[30] Por su parte las Cortes, a petición del Consejo Real, comunicaron los acuerdos adoptados a la reina Juana y a su esposo Felipe de Habsburgo, que se encontraban en Flandes.

Pero Felipe tenía unos planes diferentes: hacerse él con la gobernación de los reinos de la Corona de Castilla, para lo que contaba con el respaldo del rey de Francia Luis XII, gracias al «primer tratado» de Blois, y el apoyo, recabado a través de su consejero y agente Juan Manuel, señor de Belmonte, de una parte importante de la alta nobleza castellana —los Manrique, los Pacheco, los Zúñiga, los Pimentel, los Guzmán, entre otros— deseosa de recuperar el protagonismo político que ellos o sus antepasados habían tenido antes del reinado de los Reyes Católicos. Así Felipe exigió el aplazamiento de toda decisión hasta que él y Juana viajasen a Castilla.[31]

De esta manera el Rey Católico consiguió retrasar un par de años lo inevitable. La reina Juana y su marido Felipe desembarcaron en la Coruña el 26 de abril de 1506. Pero el encuentro entre la comitiva de los herederos y el viejo rey se fue retrasando hasta el mes de junio, tiempo que aprovecharon los primeros para ir recabando apoyos por el reino, ante la previsible resistencia que pondría Fernando a transferir el mando de manera efectiva. Por fin, el traspaso de poderes tuvo lugar y, en consecuencia, el rey Católico tuvo que abandonar el reino de Castilla. Los dos estados se volvían a separar.

Pero el reinado de Felipe el Hermoso no duró mucho, ya que murió, de manera inesperada, el 25 de septiembre de 1506, sólo tres meses después de haber obtenido el mando efectivo. En 1507 Fernando volvía a Castilla. Y, tras determinarse la incapacidad mental de Juana para gobernar, asumía de nuevo las tareas de gobierno durante la minoría de edad del heredero al trono, su nieto Carlos.

 

Conquistas en el norte de África

Tras la conquista de Granada, como venía ya ocurriendo en Castilla desde los tiempos de Fernando III (1230-1252), se vuelve a retomar el viejo proyecto político que se conoció como “el fecho de Allende”, que no era otro que el de continuar la “Reconquista” en la orilla sur del Mediterráneo. Pero en el reparto de zonas de influencia que se había pactado con Portugal el reino de Fez quedaba en la zona asignada al país lusitano, así que Castilla enfocó sus proyectos anexionistas más hacia el este, hacia el Tremecén y hacia Argel. Y el primer objetivo que se trazó fue la ciudad de Melilla:

“En 1497 partió de Sanlúcar de Barrameda la expedición de 5000 soldados y barcos bien abastecidos del duque de Medina Sidonia para la conquista de Melilla encabezada por Pedro de Estopiñán y Virués. Los soldados procedían de las poblaciones de Jerez de la Frontera, Medina Sidonia, Arcos de la Frontera y Sanlúcar de Barrameda.”[32]

La ciudad fue tomada por sorpresa, convirtiéndose desde entonces en el puesto más avanzado de los castellanos “allende la mar”. Se dejó en la misma una guarnición de 700 hombres, cuya presencia continua en ella ayudaría a neutralizar la piratería que se ejercía contra las costas castellanas del Mar de Alborán.

El siguiente objetivo, a partir de ese momento, fue el bastión musulmán más potente que había al oeste de Argel: La ciudad de Orán. Pero para poder acercarse a la misma había que tomar primero Mazalquivir, que la protegía por el oeste. Ésta cayó el 13 de septiembre de 1505, y será el preludio de la posterior conquista de Orán, que tuvo lugar en mayo de 1509.

En julio de 1508, además, se ocupó por parte española el Peñón de Vélez de la Gomera. Y en 1510 se conquistaron las ciudades de Bujía y de Trípoli. Cuando Fernando murió parecía que la futura expansión militar española por las costas mediterráneas del Magreb estaba garantizada.

 

La conquista de Navarra (1512)

En Navarra se venía librando, desde hacía bastante tiempo, un conflicto entre agramonteses y beamonteses, respaldados respectivamente por los reyes de Aragón y de Francia. En este pequeño reino se estuvo librando durante generaciones una verdadera guerra “proxy”, como diríamos ahora, entre las dos grandes potencias de la época que, además, lo rodeaban totalmente por tierra. Los reyes navarros habían sido capaces de mantener un precario equilibrio que les garantizó durante un tiempo cierta autonomía política. Pero debemos recordar que el futuro rey de Aragón desde 1458, Juan II, padre de Fernando el Católico, se había casado con Blanca de Navarra en 1419, que fue coronada como reina en 1425 lo que, como consecuencia, convirtió a Juan en rey consorte, como ya vimos en el artículo que le dedicamos a los Trastámara[33] y en monarca, de facto, tras la muerte de ésta en 1441. Fernando el Católico no pudo heredar dicho reino porque no era hijo de Blanca de Navarra (él nació en 1452, 11 años después de su muerte), sino de la segunda esposa de Juan II -Juana Enríquez- pero, como nos podemos imaginar, no dejó de considerar Navarra como el hinterland natural del reino de Aragón. Para Francia, por su parte, este país era una cuña entre Castilla y Aragón, a través de la cual las tropas francesas podrían penetrar con facilidad en la Península Ibérica hasta el Valle del Ebro. El destino político de este territorio, por tanto, estaba sentenciado desde hacía tiempo:

“Luis XII [rey de Francia], Catalina y Juan de Albret [reyes de Navarra] formalizaron su tratado de alianza (Blois, 17 de julio). Dos días después, el Rey Católico, que estaba al tanto de las negociaciones y preveía su resultado, ordenaba al duque de Alba la entrada en Navarra al frente de un ejército que se había ido formando en las semanas inmediatamente anteriores […] Así se pudo tomar en muy pocas semanas Pamplona y el resto del reino hasta los Pirineos, prácticamente sin resistencia salvo alguna en los castillos de Estella y Tudela; Fernando adoptó el título provisional de «depositario de la corona de Navarra y del reino y del señorío y mando en él» mientras llegaba la bula pontificia (21 de julio de 1512, confirmada por otra de 18 de febrero de 1513) en la que se le abría el acceso al trono”[34]

 

Muerte de Fernando el Católico y regencia de Cisneros

Fernando el Católico murió el 23 de enero de 1516:

“El cardenal Cisneros quedaba por gobernador en Castilla, y el hijo del rey, el arzobispo de Zaragoza Alfonso de Aragón, por lugarteniente en Aragón; Cisneros, a su vez, nombraría al duque de Nájera virrey de Navarra, todo ello hasta la llegada a España de Carlos I, heredero universal de Fernando cuando cumpliera los 20 años. Sin embargo, Carlos, todavía en Flandes, se proclamó rey efectivo en la primavera de 1516, con el ánimo de evitar cualquier incidencia que pudiera serle adversa, y sin tener en cuenta suficientemente que la reina propietaria de Castilla era su madre Juana.”[35]

El cardenal Cisneros, durante casi dos años, ejercería las tareas de gobierno, de forma interina:

“En esta etapa de casi dos años, Cisneros, que contaba ya ochenta años, mostró unas dotes políticas y una habilidad para gobernar extraordinarias. Supo hacer frente a un clima interior extremadamente inestable, con los nobles castellanos ávidos de recuperar el poder perdido. Asimismo, logró abortar las intrigas de los que pretendían sustituir en el trono español a Carlos por su hermano Fernando, que había sido educado en España por Fernando el Católico, destituyendo a todo el entorno del infante y nombrando, el 17 de septiembre de 1517, al marqués de Aguilar de Campoo como «gobernador de su persona y casa». Los acontecimientos se desbordaron y Carlos fue proclamado en Bruselas rey de Castilla y Aragón, en un acto que se podría asemejar a un golpe de Estado, pues la reina legítima era Juana y nadie había declarado su destitución. Sin embargo, Cisneros se avino a los hechos de Bruselas y envió emisarios a Flandes urgiendo la inmediata presencia de Carlos como único medio de parar las inquietudes de rebelión que corrían por el reino. Así pues, de facto había dos gobiernos, el de la corte de Bruselas y el de Cisneros en Castilla. [36][37]

El 19 de septiembre de 1517 Carlos pisó tierra española, por primera vez en su vida, en la playa de Tazones en la costa de Villaviciosa (Asturias) y, como hicieran su padres 11 años antes se dirigió al encuentro con Cisneros, muy lentamente, ya que no confiaba, en absoluto, en él y quería tomar contacto antes con los poderosos del lugar para asegurarse los suficientes apoyos de cara a posibles situaciones imprevistas. Tanto tardó que no llegó a ver al cardenal, ya que éste falleció en Roa (Burgos) el 8 de noviembre.

La coronación como rey de España de Carlos I representa el fin de una época y el comienzo de otra nueva. El cambio de dinastía de los Trastámara a los Habsburgo.



[2] LADERO QUESADA, MIGUEL A: La España de los Reyes Católicos. Alianza Editorial. 2014. Madrid.

[3] Ibíd.

[4] Ibíd.

[5] COMELLAS, JOSÉ LUIS: Historia de España moderna y contemporánea (1474-1975). Ediciones RIALP, S.A. Madrid. 1985.

[6] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd.

[9] Valdeón Baruque, Julio: Los Trastámara. El triunfo de una dinastía bastarda. Ediciones Temas de hoy, S. A. Madrid. 2001. p. 212.

[10] Ibíd. pp. 213-214.

[13] León Villanúa Fungairiño. «Anales de la Real Academia Nacional de Farmacia. N.º. 4 1, 2002». Dialnet. Consultado el 16 de abril de 2022.

[14] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. p. 467.

[15] SUÁREZ FERNÁNDEZ, LUIS: La expulsión de los judíos. Un problema europeo. Ariel. Barcelona. 2012.

[18] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. pp. 368-369.

[19] Ibíd. pp. 375-376

[20] Ibíd. pp. 380-382.

[21] Ibíd. p. 383.

[22] Ibíd. pp. 390-396.

[23] Ibíd. p. 398.

[24] Ibíd. p. 499.

[25] Ibíd. pp. 494-497.

[28] Íbid.

[29] SUÁREZ FERNÁNDEZ, LUIS (2004). Los Reyes Católicos. Barcelona: Ariel. pp. 888-889.

[30] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. pp. 545-546. ENCISO ALONSO-MUÑUMER, ISABEL: Los Reyes Católicos. 2009. Col. Akal-Historia del mundo para jóvenes. Madrid: Akal. p. 41. SUÁREZ FERNÁNDEZ, LUIS: Ibíd. p. 889.

[31] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. p. 546. SUÁREZ FERNÁNDEZ, LUIS: Ibíd.

[32] CASTRILLO MÁRQUEZ, RAFAELA: (2000). «Melilla bajo los Medina Sidonia, a través de la documentación existente en la Biblioteca Real de Madrid». Anaquel de Estudios Árabes (Madrid: Universidad Complutense de Madrid).

[34] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. pp. 561-562.

[35] Ibíd. p. 566.

[36] VV. AA.: Historia de España, vol. 6, La España de los Austrias I, Madrid: Espasa-Calpe, 2004, pp. 48–50.