jueves, 2 de agosto de 2012

Familias frente a clanes


Desde hace varios meses vengo hablando de ecosistemas, de la adaptación de los diversos grupos humanos a los mismos, de los procesos de interiorización de circunstancias históricas traumáticas y de su incorporación al subconsciente colectivo, de la existencia de un bagaje histórico, propio de cada pueblo, que aflora en circunstancias nuevas e inesperadas, varios siglos después de que tuvieran lugar los sucesos que justificarían esa reacción. Pero ¿Cómo se transmite esa actitud subconsciente que cada pueblo esconde? ¿Cómo es posible enseñar algo que uno no sabe que existe?

Observe a un niño pequeño. Intente explicarle las razones por las que usted cree que se debe comportar de una determinada manera en una circunstancia concreta. Pregúntele, un mes después, a ver si se acuerda de algo.

Ahora bien, imagine una situación tensa entre adultos con el niño observando. Alguien ha desafiado a una persona que para él es importante: observará cada gesto, cada mirada, la actitud con la que todos y cada uno de los presentes ha reaccionado. Esa imagen quedará guardada en sus recuerdos y aflorará de nuevo cuando sea él el que se encuentre en una tesitura semejante, cincuenta o sesenta años después... Es posible que cuando esto último ocurra haya otro niño mirando y guardándolo igualmente en sus recuerdos infantiles.

Una persona va diciendo quién es en cada cosa que hace. Los adultos solemos pasar por alto multitud de pequeños detalles que, sin embargo, transmiten gran cantidad de información. Tenemos la mente saturada con estímulos de todo tipo y forzosamente tenemos que priorizar, quedándonos con lo urgente, con lo inmediato. Pero cientos de ojos nos observan y algunos de ellos sí son capaces de interpretar esos detalles. Los estados de ánimo, las reacciones caracterológicas, los gestos, las miradas... es algo que sabemos interpretar de manera instintiva, sin que nadie nos lo haya explicado. Es la experiencia genética de nuestra especie, que está más viva que nunca durante los primeros años de nuestra vida.

Igual que los individuos, los pueblos también poseen una personalidad propia que transmiten de mil maneras. Entre ellas el lenguaje ocupa una posición central: el acento, la entonación, el vocabulario, la manera de construir las frases. Cada palabra, cada concepto, tiene un significado y también unas connotaciones que se asocian a él. Estamos emitiendo juicios morales de manera inconsciente continuamente: yo puedo decir que una persona es muy tenaz o bien que es muy terca. Es muy probable que dos interlocutores diferentes utilicen cada uno de estos dos términos para referirse a la misma persona. Está claro que al hacerlo cada uno está haciendo una valoración moral implícita de ella que no va a pasar desapercibida a los posibles oyentes.

La manera de llamar a las personas refleja, igualmente, una actitud vital determinada, una forma de concebir el mundo y de situarse dentro de él.

El nombre propio es algo que marca al individuo e influye significativamente en su particular manera de insertarse en su sociedad, ilustrándonos también acerca de las categorías mentales que el grupo maneja a la hora de estructurarse como tal.

Sobre nuestro nombre poseemos cierto control. Con frecuencia lo modificamos en el uso cotidiano que hacemos de él para hacerlo coincidir mejor con nuestra actitud vital. No es lo mismo que te llamen Francisco, Paco o Curro. Pese a ser tres formas habituales del mismo nombre, cada una de ellas nos está transmitiendo una manera de relacionarnos distinta con las personas con las que compartimos nuestra vida. A veces incluso el mismo individuo usa más de una variante de su nombre, cada una de ella en ámbitos diferentes. Será Francisco en el trabajo, Paco en familia y Curro entre su pandilla de amigos, por ejemplo. Y de esa utilización podemos ya inferir una particular manera de insertarse en esos medios.

Y si bien las distintas utilizaciones que hacemos de nuestro propio nombre nos informan acerca del individuo concreto que hace uso de ellos, la manera formal y estructural de denominar a las personas en un contexto cultural determinado nos ilustra, igualmente, acerca de las categorías mentales que rigen en esa sociedad y de su particular manera de organizarse y de relacionarse con el medio y con el mundo.

Siempre me llamó la atención el fuerte contraste existente entre el sistema de apellidos de los pueblos ibéricos con el que se usa en el resto de la ecúmene europea e, incluso, en el resto de ámbitos culturales de nuestro planeta. Este sistema tan singular que se ha desarrollado en nuestro medio no es casual, sino que cumple una función necesaria dentro de nuestro sistema, que no es tan precisa fuera de él.

Detengámonos un momento a analizarlo y a intentar interpretarlo:

Todos tenemos dos apellidos: el primero de nuestro padre y el primero de nuestra madre. Las mujeres, por supuesto, conservan sus apellidos durante toda su vida. La señora Carmen Pérez Fernández –cuyo nombre es Carmen, su primer apellido, el que ha heredado de su padre, es Pérez, y el segundo, el de su madre, es Fernández- casada con José Rodríguez López –de nombre José, con apellido paterno Rodríguez y materno López- será presentada como Carmen Pérez o como Carmen Pérez Fernández –en caso necesario se aclarará después que está casada con José Rodríguez-, pero jamás lo será como Carmen Rodríguez (La terminología portuguesa es ligeramente diferente, aunque por detrás subyace la misma filosofía básica. Son dos variantes del mismo sistema.), como a veces hacen algunos extranjeros, ignorando al hacerlo que están creando una situación incómoda entre sus interlocutores españoles -tanto como la que pueda sentir un inglés varón casado al que le cambian el apellido sustituyéndolo por el de soltera de su esposa-.

Los españoles tienen dos apellidos porque tienen dos progenitores y no desean ocultar a ninguno de ellos. Es fácil imaginar el estupor de un ciudadano español, poco viajado e ilustrado, cuando aterriza en otro contexto cultural y descubre que el apellido de una señora de elevada posición social, culta, que desempeña un puesto de trabajo de gran responsabilidad y que a lo mejor es hasta feminista, no es el suyo, sino el de su marido (¿?). Que ha tenido que renunciar -para casarse- a su apellido paterno, es decir ¡a sus señas de identidad!, a un elemento identificativo tan importante como este.

El sistema de apellido simple, de origen paterno, que obliga además a la mujer casada a sustituirlo por el de su marido delata, obviamente, un esquema mental clánico, venido directamente del tiempo de las tribus, que encuadra a los hombres de manera inflexible en un grupo humano definido de manera tosca e inarticulada y coloca a la familia materna de la persona en un segundo plano, ocultándola a las miradas del resto de la sociedad.

Para definir la posición geográfica en la que alguien se encuentra son necesarios dos datos: la longitud y la latitud. Si supiéramos solamente uno de ellos seríamos incapaces de determinar ningún lugar preciso, sólo podríamos trazar una línea, de miles de kilómetros, en algún punto de la cual se encuentra aquél al que estamos queriendo localizar. Igualmente, para saber quien es una persona no nos basta saber quién es su padre, porque la relación con él tal vez no haya sido la más estrecha de las que llegó a tener en la infancia. En cada persona se cruzan una infinidad de influencias sociales que la singularizan. Pero es evidente que tanto la familia paterna como la materna están entre las más relevantes. Volviendo al ejemplo anterior consideremos ahora que el matrimonio que les hemos presentado tiene un hijo, llamado Antonio y apellidado, por tanto, Rodríguez Pérez. Él no es un simple miembro del clan de los Rodríguez -como se desprendería de la aplicación del sistema europeo de apellidos- sino la intersección de las familias Rodríguez y Pérez. Sus apellidos por tanto intentan reflejar, de manera simplificada, la complejidad de relaciones de parentesco que existen en la sociedad real.

Este muchacho compartirá algún apellido –y por tanto una parte de su identidad social- ¡con todos sus primos!, parentesco que cualquier observador ajeno a la familia podrá fácilmente detectar. Si, por el contrario, aplicara la terminología continental sólo lo compartirá con la cuarta parte de ellos, en concreto con los hijos de los posibles hermanos varones de su padre, que no tienen por qué ser, necesariamente, aquellos con los que más se relaciona. Ante el mundo se pierde el rastro del resto de conexiones parentales. Es la diferencia entre pertenecer a una familia o de hacerlo a un clan.

Es obvio que una sociedad en la que los individuos tienen dos nombres y un solo apellido está remarcando el valor de la individualidad y del tiempo presente frente a las tradiciones y los valores compartidos. El pasado, representado por su único apellido, aparece subordinado y desdibujado, puesto que sólo nos muestra una fracción de éste, que asume la representatividad del resto. Todo él se mezcla y se confunde como si fuera monolítico. Y así uno es etiquetado como un Kennedy o un Ford, induciendo en el interlocutor la idea de que hay una manera de ser Kennedy o Ford, que luego es matizada por las características individuales de cada uno de sus miembros. Tradicionalmente el padre, que pasaba la mayor parte de su tiempo fuera de casa, ha aportado a la familia el estatus. Pero a la madre le ha correspondido la transmisión de los valores. Por tanto ocultar la influencia de ésta es ignorar uno de los datos fundamentales que van a determinar esas características individuales que matizan “el carácter típico del clan”.

Por el contrario, en una sociedad en la que los individuos tienen un nombre y dos apellidos, lo que se está remarcando son los vínculos que el individuo mantiene con los distintos grupos de procedencia de su núcleo familiar. El pasado no es un todo inarticulado y brevemente sintetizado con un apellido que actúa a modo de adjetivo, sino que nos muestra una parte de su complejidad, de su sistema de contrapesos en el que el Pérez es compensado por el Fernández. Si alguien conoce a las dos familias originales sabe que son diferentes y que, por tanto, su unión marca una línea de compromiso en la que se resaltan los valores comunes a ambas y se diluyen los que las diferencian, marcando así las líneas maestras de la evolución futura de la unión resultante.

El pasado es la base sobre las que el individuo se asienta. Imagínese el lector a una planta que posee bajo tierra un volumen de raíces mayor que lo que nos muestra por encima de la superficie y que, a su lado, hay otra con muchas menos raíces y con un mayor desarrollo aéreo. ¿Cómo cree que evolucionará cada una de ellas? Con toda probabilidad la primera lo hará con mayor lentitud que la segunda. Y con toda probabilidad también veremos a la primera sobrevivir a la segunda. Con toda probabilidad un incendio, un huracán o una inundación harán más daño a la segunda que a la primera y ésta mostrará una capacidad de recuperación ante las adversidades mucho mayor que aquella. Tendrá una mayor “resiliencia”. Pues sencillamente es de eso de lo que se trata.

Es un hecho incontestable que la familia tradicional, en todo el mundo occidental, se ha ido encogiendo hasta transformarse en lo que ha dado en llamarse familia nuclear que, por muy diversas razones, ha ido rompiendo los lazos que antaño la vinculaban con sus parientes. Lo que amortigua, de manera notable, las posibles diferencias previas existentes entre ambos modelos.

Pero en un mundo predominantemente rural, mucho más desplegado en el espacio, sin un Estado del Bienestar protector que supliera la ausencia de parientes y muy jerarquizado desde el punto de vista social, tener o no una red familiar extensa sobre la que apoyarse podía llegar a significar, en los malos tiempos, la diferencia entre la miseria y la riqueza, entre la vida y la muerte. La familia era el primer y más sólido de los apoyos con el que cualquier individuo podía contar. Y la red de relaciones sociales que una familia tenía se heredaba también. Reivindicar los apellidos originales de Carmen era importante no sólo para ella, sino también para su hijo, para sus padres y, llegado el caso, también para el propio marido que, por haberse casado con ella, se le abría toda la trama de relaciones que poseían sus suegros.

Estamos ante un sistema de relaciones fuertemente inclusivo, que abre las puertas de la familia a todo aquél que tenga alguna vinculación con ella y ejerce una función centrípeta muy poderosa. Históricamente ha sido, además, el mayor motor de mestizaje –tanto racial como cultural- que ha existido en el planeta. Las sociedades ibéricas han demostrado, a lo largo del tiempo, una gran capacidad para fagocitar a otros grupos humanos que han estado en contacto con ellas.

Tenemos por tanto dos modelos diferentes: por un lado, una estructura simbólica clánica, pensada para competir, que replica el sistema de reproducción por mitosis, propio de los seres unicelulares y que concibe el crecimiento en términos individuales, sin atender a las posibles necesidades de los grupos en los que se insertan esos individuos y, por el otro, una estructura simbólica más familiar, pensada para resistir, para tejer una malla protectora alrededor de los individuos, que intenta replicar el sistema de reproducción sexual, propio de los seres multicelulares y que concibe el crecimiento en términos colectivos, ubicando a cada individuo en una estructura orgánica compleja que posee una fuerte capacidad de autorregeneración. Es la “resiliencia” española de la que venimos hablando desde hace meses.



Observemos un esquema gráfico de ambos modelos. ¿Qué le parece? El primero nos recuerda, parcialmente, a un árbol invertido, tan utilizado actualmente en los sistemas informáticos. El segundo se parece más a un sistema neuronal... y a la forma de funcionamiento de las redes sociales.



Miren ahora los mapas físicos de Gran Bretaña (es la variante anglosajona la que hemos usado como referente concreto en nuestro ejemplo) y el de la Península Ibérica. ¿Cree que esto ha tenido algo que ver en el desarrollo histórico de estos modelos?



Ahora veamos sendas fotos vía satélite de los mismos países. Pueden ser un buen motivo para la reflexión..

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