sábado, 13 de julio de 2013

La debilidad estructural italiana

 Italia en 1859 (Fuente: Wikipedia)

Desde un punto de vista histórico hay tres italias: La del norte, donde han florecido desde la Edad Media una serie de repúblicas o principados que se han contado entre los territorios más prósperos de Europa, pero que ha estado muy fragmentada en términos políticos y muy dependiente de lo que sucedía en el continente. La del centro, controlada por el Papa, e integrada dentro de los Territorios Pontificios y la del sur, más pobre y en cuyo territorio han combatido todas las potencias que en el pasado se han disputado el dominio del Mediterráneo.

La Italia actual surge en pleno siglo XIX, en paralelo con la Alemania contemporánea y por los mismos motivos que ésta. Como en el caso alemán, el nacionalismo italiano es una respuesta a la agresión de los ejércitos napoleónicos y ha interiorizado la escala de valores y buena parte de la visión del mundo de los revolucionarios franceses.

El modelo que los nacionalistas italianos quieren construir en su país es el francés. Pero su historia es muy diferente de la francesa y también lo es su geografía.

La coincidencia en el tiempo de los procesos unificadores alemán e italiano no es, en absoluto, casual. Sus respectivas historias han estado íntimamente ligadas desde la época carolingia. El norte de Italia formó parte, durante siglos, del Sacro Imperio Romano Germánico, y el Papado y el Imperio, como hemos venido explicando a través de los diferentes artículos de este blog, han representado históricamente la culminación del orden social feudal. El Emperador, desde Alemania, lideraba formalmente el ámbito político del Occidente Cristiano Medieval, mientras que el Papa, desde Roma, hacía lo propio en la esfera espiritual. Eran las dos patas que sostenían la visión del mundo de los europeos medievales. Pese a la evidente tensión que nunca dejó de darse entre esos dos líderes supremos, la existencia de uno reforzaba la del otro y viceversa. Juntos constituían el núcleo de aquella cosmovisión.

Los germanos, desde la Protohistoria europea, han sido el epicentro de la mayor parte de las tensiones militares que han surgido en el interior de la zona continental de nuestra ecúmene. Ellos fueron la continua amenaza que se cernía sobre el Limes romano del Rhin y del Danubio, los que protagonizaron las invasiones que pusieron fin a aquél imperio, los que llenaron de términos militares buena parte de las lenguas romances europeas, los que heredaron, en la Edad Media, el título y la dignidad de los emperadores romanos como una especie de derecho de conquista, como un trofeo que el vencedor ha arrebatado al vencido. Y en torno a Alemania han estallado las guerras más sangrientas que se hayan visto nunca en Europa. Guerra y germanidad son dos conceptos que en la historia de nuestra ecúmene han estado siempre íntimamente ligados, por eso en el orden social medieval el Emperador era la máxima autoridad política de los germanos, como una especie de reconocimiento implícito de una realidad que era evidente para todos.

Ya vimos como el Imperio Mediterráneo por antonomasia fue el Romano, como la civilización, en Europa, entró por este mar y como fueron los pueblos que lo habitaron los que sentaron las bases sociales e ideológicas de nuestro universo cultural. Europa es deudora intelectual de Grecia y de Roma.

La Roma medieval es la heredera intelectual del mundo clásico. El Papado, durante el milenio que duró esa fase de nuestra historia, se irguió como el campeón cultural e ideológico de nuestra ecúmene. De esta manera, el pacto entre monjes y guerreros, entre romanos y germanos, se consolidó como el núcleo duro de nuestra identidad colectiva, que está en la base de la dualidad que existe en nuestro mundo entre lo público y lo privado, de la tensión entre la laicidad del estado y la fe religiosa, que el protestantismo nos enseñó a vivir en espacios privados.

Alemania e Italia se constituyeron en la Edad Media en el eje en torno al cual giraba la europeidad, pero ese eje iba cambiando de naturaleza conforme el viajero se desplazaba desde su extremo norte (el istmo que separa el Mar del Norte del Báltico) hasta su extremo sur (la punta de la bota italiana), comprendiendo cinco áreas con funciones estructurales diferenciadas: La Alemania del Norte, la del Sur y las tres zonas italianas citadas al principio.

Alemanes, italianos y franceses, así como los pueblos de la Barrera del Rhin (los que han desempeñado históricamente la “función borgoñona”) participaron en el sueño europeo que intentó construir Carlomagno hace 1.200 años y se fragmentó, víctima de sus propias diferencias estructurales poco después. Esos mismos pueblos, en 1957, a través de los Tratados de Roma, volvieron a intentar de nuevo poner en marcha ese mismo proyecto. En realidad, este modelo de Europa lo representan ellos. En el resto los enfoques unionistas, cuando los hay, se ven de una forma muy diversa.

Italia es el eslabón más débil del "Tahuantinsuyo" europeo porque es el lugar de ese conjunto más alejado anímicamente del epicentro germano y porque también participa de otro eje (perpendicular al del Papado y el Imperio) que es el Mediterráneo. Es el punto de nuestra ecúmene en el que la tensión entre la identidad europea y la mediterránea es más fuerte y genera más contradicciones, donde esas dos vocaciones alternativas producen un mayor desgarro interior, que se puede visualizar a través de la imagen de las tres italias que cité al principio.

Como el proyecto nacional italiano está ligado al modelo francés, inducido por un imperio eurípeto (como fue el napoleónico), y es paralelo en su desarrollo al proyecto nacional alemán (más eurípeto aún que el de Napoleón), es hijo de una coyuntura política íntimamente ligada al rápido crecimiento de la supernova europea que ha tenido lugar durante los siglos XIX y XX y del que la Unión Europea constituye su fase final. Su suerte está vinculada a la del conjunto del que forma parte. La idea de Italia y la de Europa están unidas desde el principio de la primera. Ya Mazzini (el gran teórico de la unidad italiana) se encargó de fundar dos movimientos paralelos (la Joven Italia y la Joven Europa) a través de los cuales reconocía de manera implícita la estrecha relación que existe entre los dos procesos unificadores.

Italia es el termómetro que nos sirve para medir la intensidad de la idea de Europa. El lugar donde confluyen sus tensiones estructurales más agudas. Y su existencia (me refiero a la del estado italiano, no a la de los pueblos que lo habitan) está tan estrechamente ligada a la del proyecto europeo que si llegara a colapsar éste será muy difícil que sobreviva. Esperemos que ese tiempo aún esté lejos.


2 comentarios:

  1. El caso de Italia es interesante. Aunque, históricamente, sea la última nación canónica de Europa en lograr su unión política, da la sensación de que es la nación menos en peligro de Europa. Los italianos están de acuerdo en su unión cultural desde Dante y, al mismo tiempo, no sienten esa conciencia de "culpa" que tienen otras naciones con antecedentes imperiales. Así que, Rafael Polo, antes se disgregará España o Reino Unido (e incluso Francia) que Italia.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Bueno. Son opiniones. Espero que no comprobemos ninguna de ambas tesis en nuestras vidas. Será una buena señal.

      Eliminar