domingo, 6 de septiembre de 2015

El discurso cientifista

“Sólo la fe nos salva”, dijo Martín Lutero en 1517 en la ciudad alemana de Wittenberg mientras en España estaban preparando la coronación como rey de Carlos I (el primer Habsburgo). Con esta afirmación arranca la Reforma Protestante y con ella el mayor desgarro interno, la mayor división que haya tenido lugar nunca entre los cristianos. Con ella nace -igualmente- la moral subjetiva del protestantismo que se alza frente a la moral objetiva (“nos salvan nuestras obras”) del catolicismo.


Martín Lutero

El asunto es, desde luego, algo más complejo de lo que con esta introducción hemos planteado. La división religiosa dentro de la Iglesia de Occidente se venía gestando desde varios siglos atrás a través de las “herejías” cátara, valdense y husita, que fueron duramente reprimidas durante las últimas centurias medievales. Estas propuestas heterodoxas surgieron en la periferia de la Iglesia, pero en su núcleo duro la división también alcanzó unos niveles que no se veían desde hacía casi un milenio, con el “Cisma de Occidente” (1378–1417).

Los últimos siglos medievales europeos fueron muy violentos, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e Inglaterra, los combates asociados al Cisma de Occidente, la Guerra de las dos rosas (1455-1487), en Inglaterra, las inquisiciones Episcopal y Pontificia (no confundir con la española, que es posterior y que estuvo siempre sometida a la autoridad de los monarcas), que se cobraron las vidas de miles de “herejes”, especialmente en Francia. Durante los siglos XIV y XV el modelo social y político que había regido en Europa desde la caída del Imperio Romano de Occidente se caía a pedazos. El pasado no acababa de irse y el futuro no acababa de llegar. Los dos poderes universales (Papado e Imperio) eran cada vez más cuestionados, tanto desde dentro de sus propias filas (durante el Cisma de Occidente hubo dos papas disputándose -uno en Roma y otro en Avignon- la hegemonía dentro de la Iglesia) como desde los sectores más periféricos de la sociedad.

En el núcleo duro del poder europeo había facciones que apostaban claramente por la superación del modelo imperante. Este sector estaba liderado por el rey de Francia y contaba con la ayuda de los de Castilla y de Aragón. Eran estos los apoyos más firmes con los que contaba el Papa de Avignon. Era el bando de los estados emergentes de Europa en la Baja Edad Media, de los que empujaban para crear un nuevo orden basado en los estados-nación, para enterrar al feudalismo que aún resistía, apoyándose en las clases burguesas de las ciudades.

Pero, como también hemos visto, había alternativas menos aristocráticas y más populares, cuya expresión ideológica se había ido concretando a través de las diferentes propuestas “heréticas” medievales y que habían sido reprimidas sin piedad. Los que aún mantenían viva la llama de la resistencia habían tenido que ocultar su compromiso con la causa para poder seguir viviendo y van estructurando un discurso que cuestiona la validez de los valores morales que sostienen al orden feudal. Conectan con Dios desde la soledad de su mundo interior, reforzando así ese discurso subjetivista que será finalmente explicitado por Martín Lutero.

Vemos, por tanto, como el asunto viene de lejos y tiene un trasfondo social indudable. ¿Cómo se estructura la resistencia contra la ética -“objetiva”- imperante? Pues desde la “subjetividad” de los sectores más combativos de la sociedad, desde la “protesta” (de ahí el calificativo de “protestantes” que le endosan los defensores del orden constituido) contra los elementos más conservadores de la misma, que se concreta en las famosas 95 tesis de Lutero.

A lo largo del siglo XVI se produce un reagrupamiento de fuerzas en toda Europa. Ya hemos dicho que hay gente cuestionando el modelo social vigente, en todos los niveles de la estructura social. Hay monarcas muy poderosos (como el francés), los burgueses de las ciudades e, incluso, un sector importante tanto de la nobleza como del clero (especialmente en Alemania), no olvidemos que quien -finalmente- construye el discurso alternativo es un monje agustino.

Los conflictos más encarnizados que tienen lugar en Europa tras la expulsión de España de los Benimerines (1344) tendrán ya lugar en suelo francés o en los alrededores de este país. La Guerra de los Cien Años, las diversas contiendas libradas (antes y después) entre Francia e Inglaterra, Francia y el Ducado de Borgoña o Francia y emperador alemán (también la guerra civil castellana de 1366-1369, que puede ser considerada como un frente secundario de la Guerra de los Cien Años) nos revelan que la emergencia de la nación gala estaba provocando terremotos intensos a su alrededor. Como consecuencia empieza a tejerse en su entorno una malla de contención a la que llamé la “Camisa de Fuerza francesa”. Los viejos defensores del orden medieval se van dando cuenta de que si desean sobrevivir tienen que forjar nuevas alianzas con algunas de las fuerzas emergentes que van surgiendo en Europa. Había que contener a Francia como fuera, y la larga serie de conflictos que enumeramos más arriba habían dejado meridianamente claro que no era suficiente con la alianza establecida entre Inglaterra, el conglomerado flamenco-borgoñón y el emperador alemán (cada vez más contestado en su propia zona de influencia política).

Durante el último cuarto del siglo XV, la unión política llevada a cabo por castellanos y aragoneses convirtió a España en un estado de primer nivel dentro del nuevo orden político europeo. El descubrimiento de América llevado a cabo por una expedición castellana y, sobre todo, los choques armados que tuvieron lugar en Italia entre españoles y franceses, pusieron claramente de relieve que nuestro país se había convertido en el adversario más temible de la nación gala en el contexto europeo. La alianza con España se revela como la apuesta más segura para la defensa de la vieja constelación de fuerzas que habían sostenido en el pasado a los dos poderes universales. El matrimonio entre Felipe el Hermoso y la princesa Juana de Castilla terminará poniendo en las sienes del hijo de ambos (Carlos I de España y V de Alemania) las coronas de España, del conglomerado flamenco-borgoñón, de Austria y también del Imperio alemán. A partir de 1517 España se dedicará, durante casi doscientos años, a contener el avance francés por sus fronteras orientales, rompiendo así la estrategia expansiva de nuestros vecinos septentrionales.

Pero, mientras se estaba coronando como rey en España al primer Habsburgo, la “herejía” protestante iniciaba su andadura -precisamente- en el corazón del Imperio alemán, lo que irá elevando la tensión en el centro de Europa y creará un nuevo frente de lucha que irá degenerando paulatinamente desde los debates de orden dialéctico y teológico iniciales hasta los choques armados que irían extendiéndose cada vez más para culminar con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

El protestantismo fue el más vasto movimiento social que tuvo lugar a lo largo de la Edad Moderna en el Occidente europeo. Y los oligarcas más poderosos del viejo orden medieval supieron maniobrar, durante la primera mitad del siglo XVI, con la suficiente inteligencia como para conseguir que fuera España la que parara el avance, simultáneamente, tanto del monarca francés como de la reforma protestante. Así mataban varios pájaros de un tiro y echaban a pelear a unos emergentes contra otros, en beneficio de lo más añejo que quedaba de la vieja Europa. Sobre los aspectos políticos, económicos y militares de este enfrentamiento ya estuvimos hablando en el artículo anterior. Hoy nos centraremos en sus aspectos ideológicos.

Cuando los protestantes aceptaron el desafío militar que les lanzaron los católicos cortaron, ya para siempre, su propio proceso expansivo. El protestantismo no dejó de extenderse por Europa hasta que la guerra, asociada a su propio discurso religioso, se generalizó por toda la geografía de nuestra ecúmene. Cuando los cañones se ponen a hablar, acaban con los debates ideológicos y deslegitiman a sus portavoces. Las distintas propuestas “heréticas” medievales no eran más que la rebelión de la sociedad civil contra el viejo orden feudal europeo que se va abriendo paso lentamente, de manera confusa, probando diversas alternativas. Por fin, los luteranos terminan alcanzando el suficiente apoyo social, político y militar como para poder resistir la acción represiva del universo católico bajomedieval. El mundo que surge alrededor de las ciudades planta cara, de manera cada vez más consistente, al que se apoya en el mundo rural y sus viejas relaciones de poder.

Mientras el orden social que descansaba sobre la alianza de los dos poderes universales se caía a pedazos, España emergía como la gran potencia europea del momento y sus ejércitos, que no habían dejado de fortalecerse y de crecer durante ochocientos años, eran la expresión de un modelo social triunfante, como también lo era la monarquía francesa, que llevaba siglos extendiendo su autoridad política desde el núcleo parisino originario hacia su periferia anglo-normanda y borgoñona e, igualmente, el protestantismo que, desde Alemania, se expandía subvirtiendo el discurso tradicional del Occidente Cristiano medieval y colocando al personalismo burgués en el epicentro de todos los debates de orden teológico que estaba protagonizando. Los burgueses de las ciudades ya no estaban dispuestos a soportar la tutela de los teólogos medievales y reivindican la lectura de la Biblia (la fuente última de la legitimidad religiosa) en la lengua vernácula, para poder ser interpretada en la soledad del hogar y discutida después en el templo, convertido así en la asamblea de los fieles. De esta forma la relación entre el creyente y Dios se establece de manera directa y sin intermediarios.

El modelo global se está poniendo en cuestión a diversos niveles y de diferentes maneras. En España lo que se cuestiona es la geopolítica europea. Nuestro país emerge, unido, como un bloque compacto que se expande por el mundo y que, al hacerlo, trastoca todas las relaciones de poder que se dan a su alrededor.

En Francia lo que se fortalece es el poder del monarca, apoyándose en los sectores de la población más dinámicos de entre los que le son leales. La expansión militar del estado francés encuentra resistencias muy duras en sus fronteras debido a las altas densidades de población que se dan en su área geográfica, que están entre las mayores de Europa.

En Alemania quien se fortalece es la burguesía de las ciudades, lo que provoca, al contrario que en Francia, un debilitamiento de la obsoleta estructura política del Sacro Imperio, muy vinculada con los modelos feudales, que resultan ya claramente anacrónicos a la altura del siglo XVI.

En Italia, el personalismo burgués se manifiesta, sobre todo, en el arte, a través de las diferentes expresiones estéticas antropocéntricas y neopaganas que tienen lugar durante el Renacimiento. El debate ideológico aquí queda contenido por la proximidad del papado, la creciente tutela de las fuerzas españolas sobre los principados y repúblicas independientes del centro y del norte y por el avance inexorable de los turcos por los Balcanes y por el Mediterráneo.

Los debates ideológicos, durante el siglo XVI, se manifiestan en términos religiosos y se visualizan a través del enfrentamiento dialéctico entre católicos y protestantes. Pero conforme pasan los años y estos últimos avanzan, se subdividen y toman posiciones en el ámbito político, los choques armados que utilizan a la religión como pretexto, van subiendo de nivel hasta su culminación en la Guerra de los Treinta Años, que constituye el primer ensayo de las guerras mundiales que veremos en el siglo XX.

Si vemos la Guerra de los Treinta Años como un conflicto religioso entre católicos y protestantes, su resultado acabó en tablas, pues lo que hizo fue consolidar la frontera ente ambas confesiones muy cerca de los límites que tenían cuando empezó. Y a partir de 1648 esos límites se congelaron hasta... ¡la segunda mitad del siglo XX!

¿En nuestro artículo “La sublimación del monoteísmo” dijimos:

Y puesto que se había producido una profunda división religiosa en su seno mientras se construía un nuevo edificio (una laxa confederación de estados que funcionaba como tal en todos los niveles, excepto en el político) había que construir un nuevo discurso metafísico que diera cuerpo a todo aquello. Normalmente esa función es desempeñada por la religión, pero las viejas religiones europeas se habían quedado bloqueadas y eran incapaces de dar una respuesta coherente a las exigencias de aquella sociedad fuertemente expansiva. La gran conmoción provocada por la guerra había desacreditado a los clérigos, a sus aliados y a sus discursos. Había, por tanto, que empezar a construir un nuevo entramado de explicaciones que redefinieran la posición del hombre en medio de la naturaleza.”[1]
Dijimos que, vista en términos religiosos, la guerra acabó en tablas ¿no? Pero uno de los principios fundamentales que venimos sosteniendo desde que empezamos a desarrollar nuestra serie histórica en este blog es que “los procesos históricos nunca se detienen. O se avanza o se retrocede”. Ergo si ninguno de los dos bandos avanzó desde entonces es que... ¡los dos estaban retrocediendo!... frente a un tercero, que acababa de aparecer.

¿Recuerda la ley de la doble negación? Primero surge la tesis (en este caso el catolicismo), en segundo lugar su antítesis (el protestantismo) y, finalmente, la síntesis... el cientifismo.

En realidad el cientifismo no es la síntesis sino la superación de ese enfrentamiento, es algo así como un salto energético, una subida de nivel provocada por la decepción de los humanos cuando contemplaron los desastres de la guerra que habían provocado los que habían estado luchando en nombre de Dios.

Si tanto los protestantes como los católicos lucharon en nombre de Dios y empataron (después de haber provocado, de manera directa -en combate- o indirecta -hambrunas, epidemias, etc.-, millones de muertos) es que, en realidad, Dios no estaba con ninguno de los dos ¿verdad?

Entonces ¿Con quién estaba ese Dios tan poco comunicativo? Pues, parece ser, que con los que se dedicaron a pensar por su cuenta, a juzgar por la evolución ulterior de los acontecimientos.

Y entonces... alguien dijo: “Pienso, luego existo”. A partir de esa consideración básica, enunciada por Descartes, arranca un proceso de replanteamiento global de todos nuestros conocimientos. Nada es incuestionable. Todo puede y debe ser analizado, desmenuzado, comprobado. Y sólo podremos decir que algo es verdad cuando haya sido totalmente verificado, en todas y cada una de sus diferentes facetas. Y si después de esto alguien descubriera que habíamos pasado por alto algún pequeño detalle, se impone una nueva revisión exhaustiva, de tal forma que el nuevo corpus de conocimientos que vayamos construyendo sea absolutamente seguro e irrebatible. Es el método científico, que va permitiendo al hombre avanzar con paso “lento” pero seguro.
¿“Lento” dijimos? En realidad la adopción de ese método exhaustivo de comprobaciones dio lugar al más poderoso proceso de descubrimientos científicos y de transformaciones tecnológicas que la humanidad jamás había conocido. Esos descubrimientos y transformaciones provocaron cambios muy profundos en la forma de vida de los pueblos de la ecúmene europea, replanteando por completo el modelo social, el político y, como consecuencia, el discurso ideológico que los justifica. Pero los filósofos no se detendrán ahí, sino que, acompañando a las grandes transformaciones sociales que se van produciendo, fabrican nuevos discursos a cada paso para adaptarse a ellas.”[2]


René Descartes

Una religión es un conjunto de creencias y de explicaciones de la realidad que nos envuelve, sistematizadas por un grupo organizado de personas -los sacerdotes- que buscan transmitir al resto de la sociedad un modelo de comportamiento moral o ético que haga posible la convivencia entre los hombres y que sea congruente con la estructura social, política y económica realmente existente en un momento histórico y en un espacio geográfico determinados. Siempre hay congruencia (aunque no necesariamente sincronía) entre religión y sociedad. Ambas son hijas del mismo proceso histórico, aunque la primera tenga un “tempo” de desarrollo más lento que la segunda, lo que no deja de operar como una fuente de conflictos.

Enunciada de esta manera, nos puede parecer relativamente fácil clasificar así a los sistemas de creencias que, históricamente, se han presentado como tales, entre los cuales se encuentran el catolicismo y el protestantismo. A priori, a nadie se le ocurre llamar religión al “cientifismo”. Y sin embargo se ajusta, punto por punto, a la misma definición.

El “cientifismo” no es la ciencia. Es un sistema de explicaciones de la realidad social que dice apoyarse en los descubrimientos científicos aunque, en realidad, va más allá. Un conjunto de filósofos, ensayistas e ideólogos diversos, con un nivel de conocimientos científicos superiores a la media, ante el descrédito en el que habían caído los sacerdotes de las religiones oficiales, conscientes de que cualquier edificio social mínimamente consistente necesita un código ético sobre el que sustentarse y un sistema de explicaciones que le dé sentido, elaboran un discurso que cubre el vacío que dejaron los teólogos al retirarse, pretendiendo así llenar ese hueco, algo que consiguen sólo de manera parcial, porque aquellos partían de una visión totalizadora del mundo desde la que iban bajando hasta la realidad más inmediata, presentando así un discurso global con bastante coherencia interna. El “cientifismo”, por el contrario, parte de los hechos comprobados y se va elevando hacia arriba, dejando por el camino muchos huecos sin cubrir. Esos vacíos generan inseguridad, en especial entre los sectores menos dinámicos de la sociedad. A su relato le falta ese carácter totalizador del discurso monoteísta. Como consecuencia, los vacíos se cubren con suposiciones que, en su caso, son más fáciles de detectar que en el discurso de sus adversarios porque ellos pretenden basar el mismo en los hechos comprobados y no siempre es posible hacerlo.

El choque fundamental surge cuando se niega la trascendencia vital del ser humano. La negación de la existencia del alma y del resto de entidades de orden espiritual que han formado parte siempre del sistema de creencias de todas las religiones -no sólo de las monoteístas- es algo que violenta íntimamente a todo creyente, robándole el sistema de compensaciones ultraterrenales que estas poseen para poder hacer justicia en el más allá. La negación de la existencia de una vida espiritual más allá de la terrenal deja al fiel sin justicia y sin futuro. Al hacerlo, lo que el cientifista pretende es forzar esa lucha en el más acá, es decir, que la justicia y el futuro deben ser terrenales, son nuestra responsabilidad y no la de ningún ente metafísico.

Cuando se niega la existencia de una vida ultraterrena se argumenta que ésta no ha sido demostrada y que, por tanto, es una ilusión creada por nuestra mente precisamente como mecanismo de compensación psicológico para poder aceptar así nuestra dura realidad presente, induciendo un comportamiento conservador en él. Si se neutraliza dicho mecanismo se introduce un estímulo adicional para forzar el cambio social y tecnológico, así como la investigación científica. Es un argumento que resulta perfectamente válido para los que forman parte de la vanguardia, pero desarma a los que vienen por detrás, provocando una reacción involutiva.

Los cientifistas sostienen un duelo dialéctico con los defensores de las viejas religiones monoteístas en el que sólo se explicitan algunos de los términos del debate. Lo que está sobre la mesa es, tan solo, la punta del iceberg, en la parte sumergida del mismo hay un consenso implícito. Por eso hace tiempo que dije que “el cientifismo es la sublimación del monoteísmo”

A lo largo de la Historia el hombre ha ido avanzando desde el animismo hacia el politeísmo, desde éste hacia el monoteísmo, y desde él hasta el cientifismo. Su proceso mental es hacia la simplificación de los principios rectores de la naturaleza que lo envuelve. Es un camino hacia la abstracción.
Al principio fueron las fuerzas de la naturaleza. Después los dioses con apariencia humana. Más adelante el Dios único y omnipotente, que fue perdiendo su rostro poco a poco. Musulmanes y judíos prohibieron representarlo, algo parecido sucedió con algunos grupos protestantes. Algunos le llaman “El Innombrable”. El “Innombrable”, el no representable, dio, algún tiempo después, un paso más y dejó de ser Dios, para convertirse en Impulso Primigenio, principios rectores de la naturaleza, leyes que rigen el Universo… Entre el Dios de los monoteístas y el Impulso Primigenio podemos situar al “Dios de los relojeros”, ese ser cuya misión consiste en mantener la máquina del Universo en movimiento, pero que es absolutamente ajeno a los sufrimientos humanos.
La Humanidad continuó avanzando en su proceso de abstracción. En realidad lo que ha hecho es ocultar toda posible referencia al “Innombrable”, ha sublimado el monoteísmo, lo está haciendo desaparecer del campo de visión, siguiendo la doctrina de nuevos sacerdotes que no ofician en las iglesias sino en algunas aulas universitarias y los medios de “comunicación” de masas.[3]
A partir del siglo XVII se sistematiza el método de investigación científica y se desarrolla el discurso cientifista que pretende superar al religioso tradicional tachándolo de irracional. Pero toda sociedad necesita una superestructura ideológica desde la cual fluya el sistema de explicaciones que le diga al ciudadano de a pie quienes somos, qué estamos haciendo aquí, cual es nuestra relación con el medio y nuestra misión en él.

Dicho sistema, aunque tome prestado de la ciencia buena parte de su argumentario, lo que en realidad busca es la aceptación, por parte del “creyente” (aunque en este caso se niegue que lo es) de la estructura social vigente, que se presenta ahora como liberadora gracias a las transformaciones que han tenido lugar debido a las revoluciones científica, industrial y política.

Esta estructura social forma parte de un proceso evolutivo cuyas base materiales hemos ido viendo en los artículos anteriores y que recoge buena parte de los conceptos que se han venido usando en los estadios evolutivos anteriores, aunque ahora se disfracen con una nueva terminología:

“Los europeos, que estaban redescubriendo en los siglos XVI y XVII el Antiguo Testamento –la religión del “Pueblo Elegido”-, aunque rompen ese marco –porque se les queda pequeño- algún tiempo después, gracias a los filósofos, a los científicos y a los técnicos, se mantienen en esa senda, porque los nuevos descubrimientos no hacen otra cosa que visualizar esa “superioridad”. El pacto de Dios con Abraham es sepultado por nuevas capas “geológicas” que se superponen por encima pero que lo usan como roca desde la que edifican los cimientos de los nuevos edificios que están construyendo.[4]
El discurso del “pueblo elegido”, que había sido recuperado y redefinido por los protestantes a lo largo de los siglos XVI y XVII –especialmente por los calvinistas- se va convirtiendo en una narrativa racista a secas, que se plasma socialmente en las colonias a través del esclavismo, de las estructuras de castas en la India, del apartheid en Sudáfrica... pasa sin problemas hacia el cientifismo e, incluso, el ateísmo, usando a los genes como sustitutos del pacto entre Dios y Abraham. Yo puedo justificar la injusticia apoyándome en la Biblia o en la ciencia, pero está claro, en ambos casos, que es un discurso ¡ideológico!, aunque use a la ciencia para defenderlo.

En el siglo XX hemos visto desarrollarse en los Estados Unidos de Norteamérica la teoría del “Destino Manifiesto”, que es la versión 2.0 del discurso del “pueblo elegido”. También los nazis estructuraron otro que bebe en las mismas fuentes remotas. Vemos, por tanto, como el cientifismo opera como una religión vergonzante (en tanto que niega que lo sea) pero, como aquellas, construye un sistema de explicaciones que intenta situar al nuevo creyente en el nuevo contexto histórico que ha ido desarrollándose e inducir en él un comportamiento ético que sea congruente con el orden social realmente existente. Un orden social que, por cierto, cada vez es más oligárquico, es decir, que cada vez se parece más a aquella sociedad en la que surgió el auténtico monoteísmo y que analizamos en nuestro artículo “La religión del Imperio”.[5]

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