“Sólo
la fe nos salva”, dijo Martín Lutero en 1517 en la ciudad alemana de
Wittenberg mientras en España estaban preparando la coronación como rey
de Carlos I (el primer Habsburgo). Con esta afirmación arranca la Reforma
Protestante y con ella el mayor desgarro interno, la mayor división que
haya tenido lugar nunca entre los cristianos. Con ella nace -igualmente- la moral
subjetiva del protestantismo que se alza frente a la moral objetiva
(“nos salvan nuestras obras”) del catolicismo.
El asunto es, desde luego, algo más complejo de lo que con esta introducción hemos planteado. La división religiosa dentro de la Iglesia de Occidente se venía gestando desde varios siglos atrás a través de las “herejías” cátara, valdense y husita, que fueron duramente reprimidas durante las últimas centurias medievales. Estas propuestas heterodoxas surgieron en la periferia de la Iglesia, pero en su núcleo duro la división también alcanzó unos niveles que no se veían desde hacía casi un milenio, con el “Cisma de Occidente” (1378–1417).
Los últimos siglos medievales europeos fueron
muy violentos, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e
Inglaterra, los combates asociados al Cisma de Occidente, la Guerra
de las dos rosas (1455-1487), en Inglaterra, las inquisiciones Episcopal
y Pontificia (no confundir con la española, que es posterior y que estuvo
siempre sometida a la autoridad de los monarcas), que se cobraron las vidas de
miles de “herejes”, especialmente en Francia. Durante los siglos XIV y XV el
modelo social y político que había regido en Europa desde la caída del Imperio
Romano de Occidente se caía a pedazos. El pasado no acababa de irse y el
futuro no acababa de llegar. Los dos poderes universales (Papado e Imperio)
eran cada vez más cuestionados, tanto desde dentro de sus propias filas
(durante el Cisma de Occidente hubo dos papas disputándose -uno en Roma
y otro en Avignon- la hegemonía dentro de la Iglesia) como desde los
sectores más periféricos de la sociedad.
En el núcleo duro del poder europeo había
facciones que apostaban claramente por la superación del modelo imperante. Este
sector estaba liderado por el rey de Francia y contaba con la ayuda de los de
Castilla y de Aragón. Eran estos los apoyos más firmes con los que contaba el
Papa de Avignon. Era el bando de los estados emergentes de Europa en la
Baja Edad Media, de los que empujaban para crear un nuevo orden basado en los
estados-nación, para enterrar al feudalismo que aún resistía, apoyándose en las
clases burguesas de las ciudades.
Pero, como también hemos visto, había
alternativas menos aristocráticas y más populares, cuya expresión ideológica se
había ido concretando a través de las diferentes propuestas “heréticas”
medievales y que habían sido reprimidas sin piedad. Los que aún mantenían viva
la llama de la resistencia habían tenido que ocultar su compromiso con la causa
para poder seguir viviendo y van estructurando un discurso que cuestiona la
validez de los valores morales que sostienen al orden feudal. Conectan con Dios
desde la soledad de su mundo interior, reforzando así ese discurso subjetivista
que será finalmente explicitado por Martín Lutero.
Vemos, por tanto, como el asunto viene de
lejos y tiene un trasfondo social indudable. ¿Cómo se estructura la resistencia
contra la ética -“objetiva”- imperante? Pues desde la “subjetividad”
de los sectores más combativos de la sociedad, desde la “protesta” (de ahí el
calificativo de “protestantes” que le endosan los defensores del orden constituido)
contra los elementos más conservadores de la misma, que se concreta en las
famosas 95 tesis de Lutero.
A lo largo del siglo XVI se produce un
reagrupamiento de fuerzas en toda Europa. Ya hemos dicho que hay gente
cuestionando el modelo social vigente, en todos los niveles de la estructura
social. Hay monarcas muy poderosos (como el francés), los burgueses de las
ciudades e, incluso, un sector importante tanto de la nobleza como del clero
(especialmente en Alemania), no olvidemos que quien -finalmente- construye el
discurso alternativo es un monje agustino.
Los conflictos más encarnizados que tienen
lugar en Europa tras la expulsión de España de los Benimerines (1344)
tendrán ya lugar en suelo francés o en los alrededores de este país. La
Guerra de los Cien Años, las diversas contiendas libradas (antes y después)
entre Francia e Inglaterra, Francia y el Ducado de Borgoña o Francia y
emperador alemán (también la guerra civil castellana de 1366-1369, que
puede ser considerada como un frente secundario de la Guerra de los Cien
Años) nos revelan que la emergencia de la nación gala estaba provocando
terremotos intensos a su alrededor. Como consecuencia empieza a tejerse en su
entorno una malla de contención a la que llamé la “Camisa de Fuerza
francesa”. Los viejos defensores del orden medieval se van dando cuenta de
que si desean sobrevivir tienen que forjar nuevas alianzas con algunas de las
fuerzas emergentes que van surgiendo en Europa. Había que contener a Francia
como fuera, y la larga serie de conflictos que enumeramos más arriba habían dejado
meridianamente claro que no era suficiente con la alianza establecida entre
Inglaterra, el conglomerado flamenco-borgoñón y el emperador alemán (cada vez
más contestado en su propia zona de influencia política).
Durante el último cuarto del siglo XV, la
unión política llevada a cabo por castellanos y aragoneses convirtió a España
en un estado de primer nivel dentro del nuevo orden político europeo. El
descubrimiento de América llevado a cabo por una expedición castellana y, sobre
todo, los choques armados que tuvieron lugar en Italia entre españoles y
franceses, pusieron claramente de relieve que nuestro país se había convertido
en el adversario más temible de la nación gala en el contexto europeo. La
alianza con España se revela como la apuesta más segura para la defensa de la
vieja constelación de fuerzas que habían sostenido en el pasado a los dos
poderes universales. El matrimonio entre Felipe el Hermoso y la princesa Juana
de Castilla terminará poniendo en las sienes del hijo de ambos (Carlos I de España
y V de Alemania) las coronas de España, del conglomerado flamenco-borgoñón, de
Austria y también del Imperio alemán. A partir de 1517 España se dedicará,
durante casi doscientos años, a contener el avance francés por sus fronteras
orientales, rompiendo así la estrategia expansiva de nuestros vecinos
septentrionales.
Pero, mientras se estaba coronando como rey en
España al primer Habsburgo, la “herejía” protestante iniciaba su andadura
-precisamente- en el corazón del Imperio alemán, lo que irá elevando la tensión
en el centro de Europa y creará un nuevo frente de lucha que irá degenerando
paulatinamente desde los debates de orden dialéctico y teológico iniciales
hasta los choques armados que irían extendiéndose cada vez más para culminar
con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).
El protestantismo fue el más vasto movimiento
social que tuvo lugar a lo largo de la Edad Moderna en el Occidente europeo. Y
los oligarcas más poderosos del viejo orden medieval supieron maniobrar,
durante la primera mitad del siglo XVI, con la suficiente inteligencia como
para conseguir que fuera España la que parara el avance, simultáneamente, tanto
del monarca francés como de la reforma protestante. Así mataban varios pájaros
de un tiro y echaban a pelear a unos emergentes contra otros, en beneficio de
lo más añejo que quedaba de la vieja Europa. Sobre los aspectos políticos,
económicos y militares de este enfrentamiento ya estuvimos hablando en el
artículo anterior. Hoy nos centraremos en sus aspectos ideológicos.
Cuando los
protestantes aceptaron el desafío militar que les lanzaron los católicos
cortaron, ya para siempre, su propio proceso expansivo. El protestantismo no
dejó de extenderse por Europa hasta que la guerra, asociada a su propio discurso
religioso, se generalizó por toda la geografía de nuestra ecúmene. Cuando los
cañones se ponen a hablar, acaban con los debates ideológicos y deslegitiman a
sus portavoces. Las distintas propuestas “heréticas” medievales no eran más que
la rebelión de la sociedad civil contra el viejo orden feudal europeo que se va
abriendo paso lentamente, de manera confusa, probando diversas alternativas.
Por fin, los luteranos terminan alcanzando el suficiente apoyo social, político
y militar como para poder resistir la acción represiva del universo católico
bajomedieval. El mundo que surge alrededor de las ciudades planta cara, de
manera cada vez más consistente, al que se apoya en el mundo rural y sus viejas
relaciones de poder.
Mientras el orden social que descansaba sobre
la alianza de los dos poderes universales se caía a pedazos, España emergía
como la gran potencia europea del momento y sus ejércitos, que no habían
dejado de fortalecerse y de crecer durante ochocientos años, eran la expresión
de un modelo social triunfante, como también lo era la monarquía francesa, que
llevaba siglos extendiendo su autoridad política desde el núcleo parisino
originario hacia su periferia anglo-normanda y borgoñona e, igualmente, el
protestantismo que, desde Alemania, se expandía subvirtiendo el discurso
tradicional del Occidente Cristiano medieval y colocando al personalismo
burgués en el epicentro de todos los debates de orden teológico que estaba
protagonizando. Los burgueses de las ciudades ya no estaban dispuestos a soportar
la tutela de los teólogos medievales y reivindican la lectura de la Biblia (la
fuente última de la legitimidad religiosa) en la lengua vernácula, para poder
ser interpretada en la soledad del hogar y discutida después en el templo,
convertido así en la asamblea de los fieles. De esta forma la relación entre el
creyente y Dios se establece de manera directa y sin intermediarios.
El modelo global se está poniendo en
cuestión a diversos niveles y de diferentes maneras. En España lo que se
cuestiona es la geopolítica europea. Nuestro país emerge, unido, como un bloque
compacto que se expande por el mundo y que, al hacerlo, trastoca todas las
relaciones de poder que se dan a su alrededor.
En Francia lo que se fortalece es el poder del
monarca, apoyándose en los sectores de la población más dinámicos de entre los
que le son leales. La expansión militar del estado francés encuentra
resistencias muy duras en sus fronteras debido a las altas densidades de
población que se dan en su área geográfica, que están entre las mayores de
Europa.
En Alemania quien se fortalece es la burguesía
de las ciudades, lo que provoca, al contrario que en Francia, un debilitamiento
de la obsoleta estructura política del Sacro Imperio, muy vinculada con los
modelos feudales, que resultan ya claramente anacrónicos a la altura del siglo
XVI.
En Italia, el personalismo burgués se
manifiesta, sobre todo, en el arte, a través de las diferentes expresiones
estéticas antropocéntricas y neopaganas que tienen lugar durante el Renacimiento.
El debate ideológico aquí queda contenido por la proximidad del papado, la
creciente tutela de las fuerzas españolas sobre los principados y repúblicas
independientes del centro y del norte y por el avance inexorable de los turcos
por los Balcanes y por el Mediterráneo.
Los debates ideológicos, durante el siglo XVI,
se manifiestan en términos religiosos y se visualizan a través del
enfrentamiento dialéctico entre católicos y protestantes. Pero conforme pasan
los años y estos últimos avanzan, se subdividen y toman posiciones en el ámbito
político, los choques armados que utilizan a la religión como pretexto, van
subiendo de nivel hasta su culminación en la Guerra de los Treinta Años,
que constituye el primer ensayo de las guerras mundiales que veremos en el
siglo XX.
Si vemos la Guerra de los Treinta Años
como un conflicto religioso entre católicos y protestantes, su resultado acabó
en tablas, pues lo que hizo fue consolidar la frontera ente ambas confesiones
muy cerca de los límites que tenían cuando empezó. Y a partir de 1648 esos
límites se congelaron hasta... ¡la segunda mitad del siglo XX!
¿En nuestro artículo “La sublimación
del monoteísmo” dijimos:
Dijimos que, vista en términos religiosos, la
guerra acabó en tablas ¿no? Pero uno de los principios fundamentales que
venimos sosteniendo desde que empezamos a desarrollar nuestra serie histórica
en este blog es que “los procesos históricos nunca se detienen. O se avanza
o se retrocede”. Ergo si ninguno de los dos bandos avanzó desde entonces es
que... ¡los dos estaban retrocediendo!... frente a un tercero, que acababa
de aparecer.
¿Recuerda la ley de la doble negación?
Primero surge la tesis (en este caso el catolicismo), en segundo
lugar su antítesis (el protestantismo) y, finalmente, la
síntesis... el cientifismo.
En realidad el cientifismo no es la síntesis sino la superación de ese enfrentamiento, es
algo así como un salto energético, una subida de nivel provocada por la
decepción de los humanos cuando contemplaron los desastres de la guerra que
habían provocado los que habían estado luchando en nombre de Dios.
Si tanto los protestantes como los católicos
lucharon en nombre de Dios y empataron (después de haber provocado, de manera
directa -en combate- o indirecta -hambrunas, epidemias, etc.-, millones de
muertos) es que, en realidad, Dios no estaba con ninguno de los dos ¿verdad?
Entonces ¿Con quién estaba ese Dios tan poco
comunicativo? Pues, parece ser, que con los que se dedicaron a pensar por su
cuenta, a juzgar por la evolución ulterior de los acontecimientos.
René Descartes
Una religión es un conjunto de creencias y de explicaciones de la realidad que nos envuelve, sistematizadas por un grupo organizado de personas -los sacerdotes- que buscan transmitir al resto de la sociedad un modelo de comportamiento moral o ético que haga posible la convivencia entre los hombres y que sea congruente con la estructura social, política y económica realmente existente en un momento histórico y en un espacio geográfico determinados. Siempre hay congruencia (aunque no necesariamente sincronía) entre religión y sociedad. Ambas son hijas del mismo proceso histórico, aunque la primera tenga un “tempo” de desarrollo más lento que la segunda, lo que no deja de operar como una fuente de conflictos.
Enunciada de esta manera, nos puede parecer
relativamente fácil clasificar así a los sistemas de creencias que,
históricamente, se han presentado como tales, entre los cuales se encuentran el
catolicismo y el protestantismo. A priori, a nadie se le ocurre
llamar religión al “cientifismo”. Y sin embargo se ajusta, punto por
punto, a la misma definición.
El “cientifismo” no es la ciencia. Es
un sistema de explicaciones de la realidad social que dice apoyarse en los
descubrimientos científicos aunque, en realidad, va más allá. Un conjunto de
filósofos, ensayistas e ideólogos diversos, con un nivel de conocimientos
científicos superiores a la media, ante el descrédito en el que habían caído
los sacerdotes de las religiones oficiales, conscientes de que cualquier
edificio social mínimamente consistente necesita un código ético sobre el que
sustentarse y un sistema de explicaciones que le dé sentido, elaboran un
discurso que cubre el vacío que dejaron los teólogos al retirarse, pretendiendo
así llenar ese hueco, algo que consiguen sólo de manera parcial, porque aquellos
partían de una visión totalizadora del mundo desde la que iban bajando hasta la
realidad más inmediata, presentando así un discurso global con bastante
coherencia interna. El “cientifismo”, por el contrario, parte de los hechos
comprobados y se va elevando hacia arriba, dejando por el camino muchos huecos
sin cubrir. Esos vacíos generan inseguridad, en especial entre los sectores
menos dinámicos de la sociedad. A su relato le falta ese carácter totalizador
del discurso monoteísta. Como consecuencia, los vacíos se cubren con
suposiciones que, en su caso, son más fáciles de detectar que en el discurso de
sus adversarios porque ellos pretenden basar el mismo en los hechos comprobados
y no siempre es posible hacerlo.
El choque fundamental surge cuando se niega la
trascendencia vital del ser humano. La negación de la existencia del alma y del
resto de entidades de orden espiritual que han formado parte siempre del
sistema de creencias de todas las religiones -no sólo de las monoteístas- es
algo que violenta íntimamente a todo creyente, robándole el sistema de
compensaciones ultraterrenales que estas poseen para poder hacer justicia en el
más allá. La negación de la existencia de una vida espiritual más allá de la
terrenal deja al fiel sin justicia y sin futuro. Al hacerlo, lo que el cientifista
pretende es forzar esa lucha en el más acá, es decir, que la justicia y el
futuro deben ser terrenales, son nuestra responsabilidad y no la de ningún ente
metafísico.
Cuando se niega la existencia de una vida
ultraterrena se argumenta que ésta no ha sido demostrada y que, por
tanto, es una ilusión creada por nuestra mente precisamente como mecanismo de
compensación psicológico para poder aceptar así nuestra dura realidad presente,
induciendo un comportamiento conservador en él. Si se neutraliza dicho
mecanismo se introduce un estímulo adicional para forzar el cambio social y
tecnológico, así como la investigación científica. Es un argumento que resulta
perfectamente válido para los que forman parte de la vanguardia, pero desarma a
los que vienen por detrás, provocando una reacción involutiva.
Los cientifistas sostienen un duelo dialéctico
con los defensores de las viejas religiones monoteístas en el que sólo se
explicitan algunos de los términos del debate. Lo que está sobre la mesa es,
tan solo, la punta del iceberg, en la parte sumergida del mismo hay un consenso
implícito. Por eso hace tiempo que dije que “el
cientifismo es la sublimación del monoteísmo”
A partir del siglo XVII se sistematiza el método
de investigación científica y se desarrolla el discurso cientifista que
pretende superar al religioso tradicional tachándolo de irracional. Pero toda
sociedad necesita una superestructura ideológica desde la cual fluya el sistema
de explicaciones que le diga al ciudadano de a pie quienes somos, qué estamos haciendo aquí, cual es nuestra relación con
el medio y nuestra misión en él.
Dicho sistema, aunque tome prestado de la
ciencia buena parte de su argumentario, lo que en realidad busca es la aceptación,
por parte del “creyente” (aunque en este caso se niegue que lo es) de la
estructura social vigente, que se presenta ahora como liberadora gracias a las transformaciones
que han tenido lugar debido a las revoluciones científica, industrial y política.
Esta estructura social forma parte de un
proceso evolutivo cuyas base materiales hemos ido viendo en los artículos
anteriores y que recoge buena parte de los conceptos que se han venido usando
en los estadios evolutivos anteriores, aunque ahora se disfracen con una nueva
terminología:
El discurso del “pueblo elegido”, que había
sido recuperado y redefinido por los protestantes a lo largo de los siglos XVI
y XVII –especialmente por los calvinistas- se va convirtiendo en una narrativa racista a secas, que se plasma socialmente en las colonias a través del
esclavismo, de las estructuras de castas en la India, del apartheid en Sudáfrica...
pasa sin problemas hacia el cientifismo e, incluso, el ateísmo, usando a los
genes como sustitutos del pacto entre Dios y Abraham. Yo puedo justificar la
injusticia apoyándome en la Biblia o en la ciencia, pero está claro, en ambos
casos, que es un discurso ¡ideológico!, aunque use a la ciencia para defenderlo.
En el siglo XX hemos visto desarrollarse en
los Estados Unidos de Norteamérica la teoría del “Destino Manifiesto”, que es la versión 2.0 del discurso del “pueblo elegido”. También los nazis
estructuraron otro que bebe en las mismas fuentes remotas. Vemos, por tanto, como
el cientifismo opera como una religión
vergonzante (en tanto que niega que lo sea) pero, como aquellas, construye un
sistema de explicaciones que intenta situar al nuevo creyente en el nuevo
contexto histórico que ha ido desarrollándose e inducir en él un comportamiento
ético que sea congruente con el orden social realmente existente. Un orden
social que, por cierto, cada vez es más oligárquico, es decir, que cada vez se
parece más a aquella sociedad en la que surgió el auténtico monoteísmo y que
analizamos en nuestro artículo “La religión
del Imperio”.[5]
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