viernes, 12 de octubre de 2012

La crisis de la identidad española

En nuestro anterior artículo nos centramos en la serie de acontecimientos militares en los que España se vio envuelta durante la Guerra de los Treinta Años y las prórrogas de la misma, la Guerra franco-española (1635-1659) y la de Restauración portuguesa, que finalizó en 1668. Y mientras estos acontecimientos estaban teniendo lugar, España alcanzaba la cumbre de su desarrollo cultural. En literatura, pintura, escultura, arquitectura... el país vivió un periodo de gran florecimiento. “Durante esta época todo lo «nuevo» en Europa venía de España y era imitado con gusto y aplicación”[1]. Pero los terribles golpes sufridos por el camino, rápidamente tuvieron su reflejo ético y estético, y darán pronto lugar a una nueva visión del mundo, más pesimista y austera aunque no exenta de teatralidad.

A mediados del siglo XVII se abre paso en España la estética de la muerte. El país se llena de gentes vestidas de negro, que hacen pública penitencia por sus pecados. Las desgracias sufridas por sus habitantes actuaron como un revulsivo moral que desencadenó un replanteamiento general de las actitudes. En un país ya de por sí austero y cargado de religiosidad, la secuencia de los sucesos que habían tenido lugar en el pasado reciente fue interpretada como una especie de mensaje enviado por la divinidad, un castigo sobrenatural provocado por el exceso de orgullo, de lujo y de ostentación en el que los hombres habían estado viviendo.

Se imponía una rectificación en toda regla, pero como no se produjo ninguna revolución continuaron mandando los de siempre y los cambios fueron mucho más aparentes que reales. Los grandes penitentes que expiaban sus pecados, repartiendo grandes limosnas y desfilando en las procesiones, portando pesadas cruces de madera, descalzos y arrastrando cadenas eran, también, los grandes pecadores de la víspera; los que, con su orgullo y su comportamiento despótico habían desencadenado la “cólera divina”. Y claro, cabe pensar que, tanta penitencia más que aplacar la ira divina lo que realmente pretendía era aplacar la ira popular antes de que estallara. Por eso había un trasfondo muy “teatral” en el ambiente y, también, un gran escepticismo entre los que se limitaban a vivir su vida y observar lo que pasaba a su alrededor. Había una sensación de estar asistiendo a una representación dramática, orquestada por los poderosos del lugar, para hacer que nada cambiara en realidad. En ese contexto sociológico ven la luz obras con títulos tan ilustrativos como “El gran teatro del mundo”, “La vida es sueño”, “Los favores del mundo” o “La verdad sospechosa”. Para situar al lector en ambiente reproducimos a continuación el famoso Monólogo de Segismundo”, que forma parte de “La vida es sueño”, de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681):

Es verdad; pues reprimamos
esta fiera condición.
Esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos;
y sí haremos, pues estamos
en un mundo tan singular,
que el vivir sólo es soñar;
y la experiencia me enseña
que el hombre que vive sueña
lo que es hasta despertar.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Qué hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son”

La vida como ficción es la clave. La vanidad del mundo como fuente de todos los males. La omnipresencia de la muerte –la gran igualadora- que pone a los hombres en contacto con su dura realidad. La convicción de que Dios nos había dado un tirón de orejas por los excesos cometidos y que este castigo era merecido, que se veía venir y que no era imputable a ninguna fuerza demoníaca externa ni a ninguna conspiración de nuestros enemigos, sino entera responsabilidad nuestra por nuestro orgullo desmedido y nuestra ambición. 

 Pedro Calderón de la Barca

Hubiera sido una salida fácil y cómoda –aunque no hubiera arreglado nada– para un pueblo tan “católico” culpar a Satanás y sus tentaciones de “sus pecados”, o a una conspiración de los enemigos de la religión verdadera que se han unido contra ella. De hecho algunos usaron argumentos de ese tipo para intentar diluir su propia responsabilidad, pero estos, más allá de la retórica hueca de algún teólogo o de las necesidades circunstanciales de algún responsable político, no podían calar porque la “composición del terreno” no era favorable.

La sensación que se extendió por el país, en cambio, fue la del que comienza a despertar de una monumental borrachera y arrastra una tremenda resaca –con amnesia incluida–. Parecía un enfermo despertando después de una operación en la que había estado bajo los efectos de una anestesia total. Había que recuperar primero la conciencia de la propia realidad, de los propios límites. Distinguir entre la realidad y el deseo era, en aquellos tiempos aciagos, algo complicado, como podemos inferir del texto citado más arriba y de otros semejantes escritos contemporáneos suyos. Debemos recordar que es por esa misma época cuando Descartes emitió aquella frase famosa: “pienso, luego existo”. Como puede ver las dudas de tipo existencial no eran patrimonio exclusivo de los españoles sino que, de una u otra manera, estaban afectando a todos los pueblos occidentales. Ese replanteamiento general de las actitudes nos recuerda también al que en su día protagonizaron los filósofos de la Grecia Clásica. La vida como sueño, como ficción que ignora una parte significativa de nuestra realidad, es otra versión del Mito de la Caverna de Platón.

Bajo esta clase de circunstancias es cuando empiezan a surgir preguntas del tipo: ¿Quiénes somos?, ¿De dónde venimos?, ¿Qué estamos haciendo aquí?, ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Y en ese contexto alguien lanza al aire la pregunta suprema: “¿Qué es España?”.

Si a un inglés, un francés o un holandés le hicieran una pregunta semejante, referida a su propio país, seguro que respondía sobre la marcha y daba, inmediatamente después, la cuestión por zanjada. Y las explicaciones que nos darán al respecto tendrán que ver, fundamentalmente, con la Geografía y con la Historia.

En España esta pregunta ha generado toneladas de papel escrito y enfoques diferentes de lo más variopinto. España es el único país del mundo del que se han escrito centenares de libros intentando definirla. Hay títulos tan reveladores como El espíritu de España[2], El sentimiento trágico de la vida[3], España invertebrada[4], España inteligible[5], España ante la historia y ante sí misma[6], Ser español[7], España en su historia[8], etc. etc. En todos ellos España se nos presenta como un sujeto metafísico, como una actitud ante la vida, como un sentimiento. Como un paciente tendido en el diván de un psicoanalista cuando se le hace la pregunta que le atormenta, empieza a evocar todas las situaciones traumáticas vividas, a hacer comparaciones con el resto de países que le rodean, intenta recordar cómo empezó todo... Estos son los “soliloquios” de los que hablaba Machado de aquellos que “viven en paz con los hombres y en guerra con sus entrañas”. Recordemos también que dijo: quien habla solo espera hablar a Dios un día[9].

La respuesta a esa pregunta, en nuestro país, desborda los límites históricos y geográficos, para adentrarse en los terrenos de la Metafísica, porque ser español no es, simplemente, el resultado de haber nacido en España sino algo mucho más esencial: Es una manera de mirar al mundo y de relacionarse con él. Es una energía interior inducida por una tierra cálida y reseca. Es una forma de plantarle cara a la adversidad. Es vivir  en una tierra disputada por decenas de pueblos, por la que han luchado y muerto millones de hombres a lo largo de la Historia. Gentes venidas de Europa, de Asia y de África. Decenas de pueblos invasores han peleado por ella y sólo los más adaptados a este medio, los que se aferraron a él con más fuerza, han tenido la facultad de quedarse y de mezclarse con el resto de supervivientes, que ayer fueron enemigos y hoy son compatriotas.

Basta echar un vistazo a un Mapa Mundi para darse cuenta de que España, más que un país, es una encrucijada, un punto de encuentro, un cruce de caminos, el lugar donde confluyen los mares, los vientos, las aves... donde dos masas continentales -tan diferentes como son la europea y la africana- se encuentran y se produce la descarga de sus acusadas “diferencias de potencial”. Por eso los encuentros de civilizaciones -algunos más pacíficos que otros- forman parte del ADN de los españoles, por eso los mundos cerrados, los clubes exclusivos y exclusivistas -que tanto gustan en ciertos ámbitos europeos- provocan en las clases populares de este país un rechazo instintivo, por eso los habitantes de la “balsa de piedra” estaban predestinados a protagonizar el “gran salto” a través del Océano y llamados a poner en contacto a los habitantes de los diversos continentes de nuestro planeta.

Para aquellos a los que les importa bastante la imagen que el país pueda estar dando en el exterior o para los que no paran de compararse con cualquier extranjero que recale por estos lares, para constatar de manera fehaciente quién es más cristiano, europeo, moderno o “progre”, estos “soliloquios” españoles son algo desesperante, una verdadera demostración de lo “decadente”, provinciano, obsoleto y atrasado que es éste país. ¿Cómo se puede perder el tiempo de esa manera mientras los demás conquistan, se pelean, investigan, inventan y lideran los nuevos procesos históricos surgidos en los últimos siglos?

En realidad aquí hay una gran tensión estructural entre los que no dejan de lamentarse por lo que se ha perdido y los que, por el contrario, trabajan pensando en el futuro. Gabriel Celaya escribió: “Ni vivimos del pasado,/ ni damos cuerda al recuerdo./ Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos”[10]

1640 marca el comienzo de una crisis de identidad en la que todavía nos encontramos. Es el primer acto de un proceso de introspección que dura ya más de tres siglos y medio. Es el principio de un gran debate nacional acerca de cuál es nuestra naturaleza esencial, de cuál es nuestro rumbo. En algún momento de nuestra vida tendremos que pararnos para mirar la brújula y consultar el mapa. Llevamos un milenio huyendo de nosotros mismos. Negándonos a aceptar nuestra verdadera identidad, que es la de un pueblo fronterizo al que todos nuestros vecinos septentrionales animan continuamente a seguir defendiendo el muro. 

Y es precisamente ese muro el que nos convierte en un país periférico y subalterno y el que garantiza que, mientras este orden planetario se mantenga, nosotros seguiremos estando en la primera línea del frente entre el norte y el sur, así es que más nos valdría resolver ya de una vez este viejo debate para determinar por fin cual debe ser nuestro rumbo.


[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Siglo_de_Oro (2/4/2008).
[2] Harold Raley
[3] Miguel de Unamuno
[4] Ortega y Gasset
[5] Julián Marías
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Américo Castro
[9] MACHADO, ANTONIO. 1.989. Retrato. Poesías completas. Madrid: Espasa-Calpe.
[10] CELAYA, GABRIEL. 1.979. España en marcha. El Hilo Rojo. Madrid: Visor.

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