Las
grandes naciones europeas han ido construyendo su identidad en dura lucha
contra sus enemigos exteriores. Los franceses tuvieron que batirse durante
siglos contra ingleses, borgoñones, españoles, alemanes... Holanda se forja
luchando contra España. Inglaterra se afirma como nación enfrentándose a
franceses y españoles. Alemania, tal y como ya dijimos en otro de nuestros
artículos, es la respuesta germana frente a la invasión de los ejércitos
napoleónicos; la agresión francesa opera allí como el catalizador de la
respuesta “nacional” alemana. La nación europea, por tanto, surge abriéndose
paso en medio de una selva de competidores que forcejean para hacerse un lugar
bajo el sol. La identidad se afirma frente a los otros. El enemigo está fuera,
al otro lado de la frontera.
El
fenómeno nacionalista es uno de los elementos característicos de la europeidad
contemporánea y lo podemos considerar un “invento” europeo. Ya hablamos en su
día de las cinco naciones-estado primigenias del occidente europeo surgidas en
los albores de la modernidad, en pleno Renacimiento.
Pero a
partir de la revolución americana (1776) vemos aparecer de manera paulatina una
serie de nuevos estados al otro lado del mar que también afirman su identidad,
primero frente a sus antiguas potencias coloniales y, más adelante, contra sus
propios vecinos con los que disputan diversas áreas fronterizas en litigo.
Las
nuevas europas que surgen en ultramar son hijas de la vieja, están habitadas de
forma mayoritaria por hombres de raza blanca, descendientes de europeos tanto
desde el punto de vista racial como desde el cultural. Viejos europeos por
tanto, trasladados al Nuevo Mundo, que proclaman su identidad en unos términos
que nos recuerdan bastante a los de los nacionalistas de nuestra ecúmene. Esto
nos hace proyectar sobre sus correspondientes procesos de afirmación nacional
las categorías mentales que hemos construido para interpretar los nuestros y
que, con frecuencia, juzgamos de validez universal. ¿Contra quién vamos a
afirmar nuestra identidad si no es contra quienes pueden amenazarla desde el
exterior?
La verdad es que este es un asunto que, francamente, nunca
me impidió conciliar el sueño. Para mí parecía evidente que el sentimiento de
nación era algo subjetivo, que se desarrolla en medio de un proceso histórico
determinado y que es bastante generalizable a cualquier contexto cultural, una
vez alcanzado cierto nivel de desarrollo.
Pero un día cayó en mis manos un libro que
me hizo replantearme algunos de estos elementos que, a priori, me parecían de
aplicación poco menos que universal, al menos dentro del contexto del mundo
contemporáneo. Se trata de la obra de SAMUEL HUNTINGTON:
¿Quiénes somos?[1], que pretende ser un alegato a favor de la
identidad anglosajona, dentro de los Estados Unidos. El autor se dirige al
sector de su población que puede definirse con la sigla WASP (acrónimo
en lengua inglesa de las palabras Blanco –White-, Anglo-Sajón –Anglo-Saxon- y
Protestante –Protestant-) con la intención de zarandearla, intentando que tome
conciencia de la tremenda amenaza que se cierne sobre su cultura, por obra y
gracia de los hispanos.
Como español que soy me pareció una lectura interesante, de
dónde podría extraer algunas enseñanzas tanto acerca del proceso de crecimiento
de la población hispana dentro de los Estados Unidos como de la percepción que
del mismo tiene el sector anglosajón de este país. Y conforme fui avanzando a
través de sus páginas me pareció descubrir que la identidad anglosajona tiene
peligros mucho mayores a los que hacer frente que el que los propios hispanos
representan. Es una de esas historias que pretenden convencerte de una cosa y
acaban convenciéndote de la contraria. Pero vayamos por partes. Vamos a ir
desarrollando las diversas facetas de este asunto.
El libro de Huntington no
tiene desperdicio. En el apartado que titula “El triunfo de la Nación y del
patriotismo” nos dice:
“La Guerra de Secesión, como dijo James Russell Lowell una vez
concluida, fue «¡un material muy costoso
con el que construir una nación!». Pero sirvió para construirla. La nación nació con la guerra y se materializó plenamente durante las décadas posteriores a la
misma. También lo hicieron el nacionalismo y el patriotismo, y la
identificación incondicional de los
estadounidenses con su país. El
patriotismo anterior a la guerra,
señalaba Ralph Waldo Emerson, había sido un fenómeno esporádico. Sin embargo, la «muerte de miles de personas y la determinación de millones de hombres y mujeres» durante la
guerra mostraron que el patriotismo norteamericano
para entonces ya «[era] real». Antes de la guerra, los estadounidenses (y los ciudadanos de otras nacionalidades) se referían a su país en plural: «Los Estados Unidos son...». Tras la guerra, pasaron a
utilizar el singular. La Guerra de
Secesión, como dijo Woodrow Wilson en su discurso del Memorial Day de
1915, «creó en este país lo que nunca antes había existido: una conciencia nacional». Esa conciencia se manifestó de diversos modos durante
las décadas que siguieron al conflicto bélico. «El período de finales del siglo
XIX -afirma Lyn Spillman- fue el de
mayor innovación en la identidad nacional estadounidense.» «La mayoría de las
prácticas, organizaciones y símbolos patrióticos que nos resultan familiares hoy en día se remontan a esa época o fueron institucionalizados
por entonces.»”
“Antes de la guerra, la secesión había sido
una opción posible y no sólo en el Sur; tras
1865 se volvió inconcebible e indigna de mención.” [...] “Los
cien años que mediaron entre la década de 1860 y la de 1960 fueron, pues, la centuria del nacionalismo estadounidense, el período
de la historia de Estados Unidos durante el que
la identidad nacional se ha mostrado con mayor
fuerza en comparación con las demás identidades y durante el que los estadounidenses de todas las clases, regiones y
grupos étnicos compitieron por expresar su
nacionalismo y su patriotismo.”
[...] “La
victoria de la Unión en la Guerra de Secesión convirtió a Estados Unidos en una
nación; tras aquella victoria, múltiples factores se combinaron para dar preeminencia al nacionalismo.” [...] “La bandera, como muchos autores
han señalado, se convirtió, esencialmente, en un símbolo
religioso, en el equivalente de la cruz para los cristianos. Se la veneraba. Ocupaba el puesto de honor en todas las ceremonias públicas y en otras muchas de carácter
privado. Era normal que la gente se
pusiera de pie en su presencia, se descubriera la cabeza y, en los momentos que así lo exigían, la
saludara. Los escolares de casi todos
los estados tenían la obligación de jurarle lealtad a diario.” [...] “Para el ciudadano, se trata de un objeto de adoración patriótica,
emblemático de todo lo que representa su país:
sus instituciones, sus logros, su larga lista de muertes heroicas, la historia de su pasado, la
promesa de su futuro.”[2]
Este
pensador estadounidense (después he podido comprobar que la tesis de que el
nacionalismo norteamericano es una consecuencia de la Guerra de Secesión está muy extendida entre los intelectuales de
este país) nos viene a decir que su nación no surge en guerra contra
Inglaterra, como pensábamos por aquí, sino en una guerra civil en la que medio
país aplasta al otro medio y le impone, por la fuerza, sus valores éticos, su
manera de concebir la “Nación Americana”. Esta afirmación no puede dejar de sorprender a este lado del Atlántico y
llevarnos a preguntar ¿Estamos llamando “nación” a la misma cosa? Si el
país de antes de la Guerra –cuando los enemigos oficiales estaban fuera- no era
La Nación, sino que esta surge después, cuando el enemigo está dentro,
aniquilado, silenciado ¿Cuál es la verdadera naturaleza de la “Nación
Americana”? ¿No parece más bien que la función que cumple ESTA nación
de la que nos hablan es enterrar a la otra, la que todos los americanos
–blancos, por supuesto- construyeron juntos? ¿Cómo se le puede imponer la
identidad, con las armas, a medio país y presentarla después como colectiva?
Esta interpretación de los hechos, en el supuesto de que refleje con
relativa fidelidad el proceso histórico que nos narra, no puede dejar de
causarnos inquietud y de hacernos sospechar que la nación y el patriotismo se
están usando como coartada, como anestesia colectiva para imponer un modelo
social que está lejos de contar con los apoyos sociales que se presume que
tienen. ¿Qué sentido tiene hacerle jurar lealtad a la bandera a un escolar a
diario? ¿Tan amenazada está la identidad americana? ¿América es la patria,
libremente construida, de los ciudadanos americanos o, por el contrario, los
americanos son súbditos de la “Nación Americana”? ¿La Nación es
el instrumento del Pueblo o es el Pueblo el instrumento de la Nación?
Y si Pueblo y Nación no son sinónimos ¿A quién representa de
verdad el concepto de Nación en los Estados Unidos de Norteamérica?
Pero más allá de las consideraciones teóricas o de las disquisiciones
metafísicas, lo que es constatable históricamente es que la América WASP estuvo
creciendo hasta 1861. Desde entonces lo único que creció fue el Imperio
Americano. El Estado que supuestamente representa al Pueblo Americano no
ha parado de fortalecerse desde entonces hasta la década de los sesenta, como
bien señala Hutington, pero la identidad profunda de su pueblo, mientras tanto,
no ha dejado de debilitarse. Está claro que las élites dirigentes del país –y
en este sentido estamos de acuerdo con él- no representan a la América
WASP. No representan a los anglosajones, pero tampoco a hispanos, afroamericanos,
indios, asiáticos ni a ninguna otra identidad que forme parte de las clases
populares. La élite dirigente sólo se representa a sí misma y lleva ya casi
doscientos años acumulando poder y construyendo un estado de marcado carácter
oligárquico, aunque Hollywood y el resto de los “medios de comunicación” se empeñen en hacer creer otra cosa.
Presentar una guerra civil cómo el punto de arranque del
sentimiento de nación, pese a la sorpresa inicial, dado el aparente contraste
con los modelos europeos, no puede dejar de abrir nuevos interrogantes para un
lector español, que también puede detectar en su propia historia episodios
comparables que han servido también al poder como coartada para sepultar viejas
identidades, aunque en este caso la reacción subjetiva del pueblo español haya
sido notablemente diferente de la del norteamericano. De rebote, observando las
historias de los otros y los argumentos con los que nos la presentan,
descubrimos otras facetas de la nuestra que no habíamos calibrado
adecuadamente. Y otra pregunta que, igualmente, surge de manera natural a
continuación es: ¿En los demás países europeos ha podido suceder algo semejante
aunque no nos hayamos percatado? Y descubrimos que, en parte, así ha sido; que
en el proceso de construcción de toda nación no sólo nos enfrentamos con
enemigos exteriores sino que también lo hacemos con otros que viven dentro de
nuestras propias fronteras.
Por tanto vemos como el proceso de la formación de la
identidad nacional es algo excluyente y no sólo con los extranjeros, también lo
es con muchos de los nuestros. Es un tema apasionante que abordaremos en alguno
de nuestros futuros artículos pero que,
de momento, vamos a dejar a un lado para poder seguir con el hilo de nuestra
historia.
Lo que está claro es que si nos ponemos a bucear en la
historia de cualquier país dentro del cual haya una fuerte identidad nacional terminaremos encontrando represión contra grupos que no compartieron el proyecto, aunque en Europa, que es dónde se ha construido el modelo
interpretativo, siempre aparece en primer plano el enemigo exterior mientras
que en Estados Unidos, sorprendentemente, ese lugar lo ocupa el interior.
Ahora les invito a recordar uno de mis viejos artículos -Las otras transversalidades- en el que
decía lo siguiente:
“El imperio inglés construye una falsa
transversalidad. […] Se trata de establecer una sociedad estratificada tanto
desde el punto de vista social como desde el racial. […] Este es el modelo en
países donde el clima no parece adecuado para organizar un proceso colonizador
masivo desde la metrópoli.
Pero en las franjas templadas, tanto del Hemisferio
Norte como del Hemisferio Sur, sí se organiza ese proceso colonizador. Estas
zonas se convierten así en el punto de destino de los excedentes de población
británica, de sus minorías religiosas, disidentes diversos e, incluso, de
presidiarios de la metrópoli. Esa franja templada (las trece colonias
americanas, Canadá, Australia, Nueva Zelanda) se estructuran como “nuevas inglaterras”, proyectando sobre ellas, por
tanto, un modelo imperial “horizontal”, al viejo estilo de los imperios
antiguos.
El modelo global inglés podemos definirlo como: horizontalidad esencial, transversalidad formal. Y
denominarlo: “Estructura por capas”. Capas geográficas y capas sociales,
perfectamente delimitadas.”
Y refiriéndome igualmente a la colonización inglesa en los
territorios norteamericanos hemos dicho más recientemente:
“Desde el principio se definen en esa zona dos áreas
claramente diferenciadas: al norte las colonias de Nueva Inglaterra y al sur las de Virginia y las
carolinas, separadas ambas por la colonia holandesa de Nueva Amsterdam (1625).
El perfil de los colonos del norte es muy distinto al de los del sur. En las
colonias septentrionales se refugian buena parte de los disidentes religiosos
británicos de orientación calvinista, los puritanos, cuyos elementos más
arquetípicos serían los “peregrinos” del Mayflower, fundadores
de la colonia de Plymouth en 1620.
[…]
Al sur, en cambio, la colonización
británica adquiere un aire más aristocrático. Ese proceso está mucho más
controlado por la corona, que reparte grandes cantidades de tierras a
determinados nobles y serán ellos los que organicen y dirijan el proceso
colonizador. Allí también acuden algunos disidentes religiosos, pero en este
caso católicos, junto a gran cantidad de anglicanos. En esta zona la presencia blanca se diluye más. Su estructura social se muestra, desde el
principio, más jerarquizada que la de Nueva Inglaterra. Posee un clima más
cálido, que permite desarrollar cultivos propios de áreas mediterráneas, como
puede ser el algodón. Limitan, por el sur, con la Florida española. Pronto
empezará a florecer allí el comercio de esclavos y a perfilarse una sociedad de
castas que nos recuerda a otras que los ingleses crearán o desarrollarán en
otras zonas del mundo más adelante, como las de la India, Sudáfrica,
Palestina…”
Es decir, que en nuestro primer artículo definimos el modelo
de colonización inglés como “estructura por capas” y en el segundo
describimos la existencia de dos de ellas, claramente diferenciadas, dentro de
las trece colonias originarias de Norteamérica. Estas, una vez alcanzada la
independencia, se extienden hacia el oeste, siguiendo cada una su franja
climática, tal y como se espera en un proceso expansivo de perfil antiguo. Se
expanden muy rápidamente ante la ausencia de adversarios que merezcan tal
nombre, integradas ambas, no obstante, dentro de la misma estructura política,
lo que no podía dejar de agudizar las contradicciones que existían entre los
dos modelos, cada uno de los cuales necesitaba una estructura diferente para
poderse desplegar adecuadamente.
La lógica interna del modelo conducía hacia la segregación o
hacia la guerra civil. La guerra tuvo lugar, como sabemos, entre 1861 y 1865 y
abortó el proyecto secesionista de los “Caballeros del Sur” a un alto coste en
términos de vidas humanas, pero también en términos culturales, abriéndose un
período de represión de todas las manifestaciones de los aspectos de las
sociedades sureñas que pudieran poner en peligro la identidad de la nueva
estructura imperial que acababa de nacer. Los Estados Unidos son un imperio no
porque sean un inmenso país sino porque su identidad ha sido impuesta a una
parte significativa de su propia población. Ha sido impuesta por las armas y a
partir de ese momento entró en un proceso histórico de huida hacia adelante que
necesita seguir imponiendo su proyecto hegemonista a nuevos pueblos para
mantener vivo el modelo. En términos históricos o se avanza o se retrocede. No
es posible congelar una estructura social o un universo cultural.
La huida hacia adelante del Imperio Americano comenzó con la
Guerra de Secesión. Desde entonces y, como bien dice Hutington, hasta la
década de los sesenta del pasado siglo XX, no ha hecho más que fortalecerse.
Pero, mientras tanto, la América blanca, anglosajona y protestante no ha dejado
de perder empuje vital y sus colonos no han sido capaces de proseguir el
imparable avance que habían estado protagonizando hasta el estallido del citado
conflicto.
Es cierto que en Estados Unidos ha existido desde entonces
un fuerte espíritu “patriótico” cuasi religioso que, como la religión oficial,
ha sido alimentado incansablemente por “predicadores” diversos, que necesitan
sostenerlo porque de él depende en buena parte el mantenimiento de su rol de
primera potencia mundial. Pero también lo es que, en paralelo con él, la
sociedad norteamericana ha sostenido una gran cantidad de “anticuerpos” con los
que contrarrestar parcialmente ese apabullante espíritu patriótico.
Sobre este asunto ya estuve hablando hace un par de años.
Le recordaré algunos de los argumentos que usé entonces:
[Algo] “está pasando en la gran
potencia planetaria. Su nivel de anticuerpos es anormalmente alto y eso, desde
luego, es muy mala señal. Nos está avisando de que la infección es muy seria.
Descendamos a los hechos y vayamos,
primero, a los más generales: Lo primero que nos llama la atención es la extraordinaria agresividad de la sociedad
americana, que se refleja, con meridiana claridad en algunos parámetros que
pasamos a enumerar:
1) Estados Unidos es el país con
mayor número de presos, por cada cien mil habitantes del mundo con 756 (le siguen Rusia, con
629, Ruanda con 604, St. Kitts & Nevis con 588 y Cuba, con 531). Para
comparar digamos que ese índice en Alemania, por ejemplo, está en 89, en Japón
en 63, en México en 207 y en Colombia en 149. España, con 146 es el país
con la tasa más alta de la Unión Europea.
2) En Estados Unidos hay, en este
momento, más de 3.000 personas en el corredor de la muerte. Desde 1976 (fecha
en la que se reinstauró la pena de muerte) han sido ejecutadas más de 400. Sin
comentarios.
3) Se calcula que hay 283 millones de
armas en manos de particulares, en los Estados Unidos. Se pueden comprar
libremente en las armerías sin necesidad de presentar ningún permiso. Cada año
se venden 4,5 millones de armas nuevas y 2 millones de segunda mano. Cada año
mueren, como consecuencia de algún disparo, una media de 9.484 personas y son
heridas 97.820, es decir, una media de 268 al día. Hay un principio ¡constitucional! (nada menos) que ampara el derecho
de cada ciudadano a poseerlas.
4) Los valores que se transmiten a
través de los medios. Basta sentarse un rato delante de la televisión para ver
lo que Hollywood está destilando. No es necesario “cruzar el charco”, sólo
necesitamos mirar los telefilmes y las series que nos llegan desde allí y se
cuelan en nuestra casa, cada día a través de la caja tonta. Si yo afirmara que
buena parte de este material constituye una verdadera escuela de violencia no
creo que esté diciendo ninguna barbaridad. Lo que pasa es que estamos ya tan
acostumbrados que no le damos la menor importancia.”
¿Recuerda cuándo -hablando de España- dije?
¿Y qué ocurrió a mediados del siglo XVII? Pues nada menos
que la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que significó el comienzo
del fin del Imperio Español. El conflicto supremo en el que Francia desplazó a
España como primera potencia mundial. Recordemos que, visto desde el lado
español, el punto de inflexión se alcanzó en 1640, cuando se sublevan contra la
corona Cataluña y Portugal. A partir de entonces la prioridad número uno del
rey de España dejó de ser aplastar a los protestantes alemanes y sus aliados
del resto del mundo (con los franceses a la cabeza) para dedicarse a buscar una
salida digna para ese conflicto interminable que impidiera que el Imperio
Español saltara por los aires. Desde ese
momento empezó a aflojarse la presión sobre los disidentes interiores y empezó
a buscarse desde la cúspide del poder disminuir como fuera el número de enemigos
que la España oficial tenía, porque éste había alcanzado una masa crítica tan
grande que había cruzado todas las líneas rojas.
Creo que los parecidos estructurales entre la España del
siglo XVII y los actuales Estados Unidos son evidentes, que el paulatino relevo
en el liderazgo planetario es cada vez más nítido y que, en ambos casos,
obedece a las mismas razones: una superioridad demográfica evidente por parte
de la potencia emergente y un agotamiento del modelo de dominación en el caso
de la potencia en declive.
Pero ahí terminan los parecidos entre los dos procesos. La
sublevación de los catalanes se produce siglo y medio después de que los reinos
de Castilla y de Aragón se unieran de manera libre y pacífica. Estos activaron,
con esa decisión, todas las alarmas para comunicarle a los que hasta ese
momento habían sido sus compatriotas que el pacto constitutivo implícito que creó el
estado español se estaba incumpliendo por parte del poder central y que, en
consecuencia, se sentían en la libertad de romperlo. Y lo mismo ocurrió en el
caso portugués, sólo que esta unión tenía nada más que sesenta años. Los dos
territorios habían mantenido hasta entonces operativas sus instituciones y
vivos sus símbolos y sus marcadores de etnicidad.
En el caso norteamericano, en cambio, nos encontramos
igualmente con otro siglo y medio, pero de represión cultural que pretende
sepultar la posible conciencia nacionalista alternativa de los que fueron
derrotados en el campo de batalla. En el primero hay una unión libre y, además,
no mediatizada por el enemigo exterior (que acababa de ser derrotado por la
alianza de los dos estados fundadores. Éste había ayudado a crear la conciencia
de la necesidad de la unidad que, paradójicamente, se concretó después de que
hubiera sido expulsado de la Península, un caso que resulta poco común). En el
segundo un sometimiento militar y cultural que cerró la fase histórica de los
procesos colonizadores masivos del Far West.
Desde la Guerra de
Secesión hemos ido viendo como el estado ha ido reemplazando a la sociedad.
Por eso los norteamericanos se muestran mucho más hostiles que los europeos a
la intervención del estado en su vida privada y defienden su derecho a la
autodefensa de una manera que causa estupor a este lado del Atlántico.
“Desde la llegada al poder de Reagan (1981) no hay un
político, en Estados Unidos, que no se haya presentado a las elecciones
prometiendo que bajaría los impuestos. Hasta el punto de que da la impresión de
que el norteamericano medio piensa que es posible estar bajando impuestos
eternamente; lo que equivale a pensar que una familia pueda sobrevivir bajando
su nivel de ingresos cada año.”
Si una familia no puede seguir adelante reduciendo sus
ingresos cada año, un estado tampoco puede sobrevivir bajando los impuestos
cada cuatro o desplazando la carga impositiva desde los más ricos
hasta los más pobres. Hace ya bastante tiempo que nos dicen las encuestas que
ese mismo norteamericano medio está convencido de que sus hijos vivirán peor
que él. Es decir, que la población es consciente de que viven en un proceso
histórico involutivo, como el Imperio Romano durante sus últimos 300 años. Los
norteamericanos saben que no tienen futuro como país, por eso quieren
reservarse el derecho a la autodefensa cuando se produzca la quiebra del
estado. Quieren tener un arma en su casa por lo que pueda pasar. Los consensos
sociales se están rompiendo y los mensajes que nos insisten en la feroz
competitividad individual en la que están embarcados (y que exportan hacia el
resto del mundo) –darwinismo social cada vez más extremo- los podemos traducir
como “¡sálvese quien pueda!”. La
historia nos enseña que ese camino conduce hacia un modelo social neoseñorial
que, si persiste en el tiempo, puede convertirse incluso en neofeudal.
[6]
“La dualidad esencial de la sociedad española”:
http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/la-dualidad-esencial-de-la-sociedad.html
[7]
“El fin del Imperio”: http://polobrazo.blogspot.com/2011_08_01_archive.html