Las
elecciones generales de 1979 dieron paso a un nuevo gobierno de la UCD,
presidido por Suárez que, a diferencia del anterior, demostró desde el primer
momento su creciente aislamiento parlamentario. Si la gran mayoría de las
fuerzas políticas que participaron en las Cortes Constituyentes estaban
interesadas en que el proceso de institucionalización de la Democracia en
España tuviera éxito, una vez establecido el marco legal fundamental -la Constitución- se abría una nueva
etapa en la que la lucha de cada partido en defensa de su propio espacio
político se convirtió en la prioridad número uno. A partir de ese momento se
fue haciendo cada vez más evidente que la Unión
de Centro Democrático no era un verdadero partido sino un aluvión de
individuos que se habían agarrado al liderazgo de Suárez para ascender,
aprovechando el vacío de poder creado en la fase del cambio de Régimen. La UCD
era una suma de tribus políticas diversas, que “vendían” hacia el exterior su
falta de vertebración orgánica interna como “pluralismo
ideológico”. Sus diversos miembros solían presentarse como democristianos, liberales o socialdemócratas. Muy pocos estaban
dispuestos a reconocer que, en realidad, eran antiguos falangistas reciclados
para poder participar en el nuevo proceso político que se abría ante ellos.
Una
vez aprobada la Constitución pasaron al primer plano la gran cantidad de
problemas pendientes que la España de finales de los años 70 tenía, y la
formación política que debía encararlos estaba muy lejos de tener la
consistencia interna que exigía la coyuntura.
La crisis económica
“España
entró en recesión a partir de 1979, con una masiva destrucción de empleo que
arrojaba unas preocupantes cifras: 12 % de paro en 1980 y 15 % al año
siguiente. El gobierno intentó que la depresión económica no se tradujera en revuelta
social, y para ello aumentó el déficit público, habida cuenta del elevado gasto
en pensiones y subsidio de desempleo, sin olvidar el dinero público dirigido a mantener
unas industrias obsoletas y poco productivas. Y todo ello en medio de una
crisis bancaria considerable y una inflación que iba reduciéndose, aunque aún
resultaba alta: 16,55 % en 1980 y 14,4 % en 1982. Mientras Europa crecía entre
1978 y 1980, España se hundía económicamente, como lo demuestra el hecho de que
en 1977 la renta per cápita española se situase en un 77,2 % del promedio de
los países de la Comunidad Europea y tres años más tarde, en 1980, esa cifra
cayese cinco puntos, situándose en el 72 %.”[1]
El terrorismo
Mientras
España se hundía económicamente, las organizaciones terroristas surgidas
durante los últimos años del franquismo redoblaban su acción, alcanzando sus
más elevadas cotas precisamente entre 1978 y 1980. Las dos más activas fueron,
indudablemente, ETA y los GRAPO.
“ETA
se cobró 68 víctimas en 1978, 85 en 1979 y 100 en 1980. Entre las elecciones
del 15 de julio de 1977 y el 23 de febrero de 1981 habían sido asesinados 300
miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, entre los cuales se
encontraban policías, guardias civiles y militares.[2]”[3]
Estos
tres años fueron, con diferencia, los más sangrientos de su historia.
“Los
GRAPO han asesinado a más de 80 personas, más de la mitad de ellos entre 1977 y
1979. Por otra parte, su tendencia a replicar con las armas a cualquier intento
de detención se ha traducido en que casi treinta de sus miembros hayan muerto
en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. […Su] máxima letalidad se alcanzó en 1979, año en
que asesinaron a 31 personas.”[4]
El “desencanto”
“Tras
la Constitución, el movimiento obrero se mantuvo activo y el número de huelgas
en 1979 se incrementó con respecto a las registradas el año anterior. Si en
1978 se produjeron algo más de 3,5 millones de huelgas, en 1979 llegaron a 5,7
millones[5]. Ya no
se luchaba por la libertad y la democracia, sino por conservar el puesto de
trabajo y un nivel adquisitivo en peligro desde que se desatara la segunda
crisis del petróleo. A partir de 1980 la movilización obrera fue remitiendo
porque la mayor parte de las reivindicaciones no se consiguieron, lo que
provocó el desgaste de un movimiento que, gracias a las políticas sociales
aplicadas, comprobaba que el nivel adquisitivo de los obreros no caía
estrepitosamente y éstos podían mantener un nivel de vida digno.”[6]
El
desaliento inducido entre los dirigentes obreros de la clandestinidad por la
política de pactos llevada a cabo por sus dirigentes y la simultánea
degradación de los niveles de vida de los trabajadores, mientras un partido de
derechas surgido de entre las filas del franquismo se mantenía al frente del
gobierno, hizo que buena parte de ellos abandonaran sus respectivos partidos o
sindicatos. Fue el fenómeno conocido como “el
desencanto”.
La política exterior
“El
gobierno de Suárez firmó con la Santa Sede, en febrero de 1979, una serie de
acuerdos parciales que garantizaban la libertad de los padres de elegir la
educación de sus hijos, lo cual dio lugar a la introducción de la asignatura de
religión en la escuela. Estos acuerdos contemplarían la inversión pública en
colegios religiosos concertados y establecían la posibilidad de que el
contribuyente, si así lo quería, pudiera ayudar a la financiación de la iglesia
mediante un porcentaje del impuesto sobre la renta. Todo ello dio lugar a la
radical oposición de la izquierda en el parlamento. PSOE y PCE rechazaron,
contundentemente, estas medidas porque entendían que, con ellas, se concedía
excesivo protagonismo a la Iglesia católica en materia educativa.”[7]
Mientras
tanto las presiones internacionales sobre España se redoblaron para que se
incorporara a la OTAN. Suárez se
resistía a hacerlo en contra de la opinión de varios de sus ministros, entre
ellos el de Asuntos Exteriores, Marcelino
Oreja. El Presidente, que quería ganar tiempo, lo cesó. Mientras tanto las
negociaciones para el ingreso en las Comunidades
Europeas se detuvieron debidas, fundamentalmente, a la oposición francesa,
que temía que el ingreso español en la misma perjudicara a su sector agrícola.
La relación con Francia, además, también se deterioraba por la clara
consciencia que había entre el gobierno y las fuerzas de orden público de que
este país se había convertido en un verdadero santuario para ETA, desde donde
salían sus comandos para hacer los atentados en España y donde se refugiaban
después de haberlos llevado a cabo.
“Una
de las características principales de la política exterior española durante los
gobiernos de Adolfo Suárez fue la importancia que el presidente concedió a los
países árabes y a Latinoamérica. La propia actitud de Suárez hizo virar la
política exterior española hacia estos dos ámbitos, quizá en detrimento de las
relaciones con las Comunidades Europeas y, sobre todo, con los Estados Unidos.
Quizá este viraje fuera debido a que el jefe del Ejecutivo pretendía dibujar una
especie de alternativa al eje Este-Oeste sobre el cual giraban las relaciones
internacionales en plena Guerra Fría; o quizá porque con esta actitud quería
mostrar un perfil audaz, casi transgresor, en un ámbito -la diplomacia- donde
parecía encontrarse más libre, menos encorsetado.”[8]
Como
vemos, la política exterior de Adolfo Suárez, en especial a partir de 1979, se
fue deslizando hacia una dirección que se alejaba del núcleo duro de las
potencias occidentales. Esto fue creando un creciente nerviosismo entre ellas,
que se tradujo en presiones sobre el gobierno y, sobre todo, sobre el Rey.
Las conspiraciones militares
El
Régimen franquista había sido, en su origen, un régimen militar y, pese a que
había evolucionado bastante lo largo de sus 40 años de existencia, nunca dejó
de perder su carácter esencial. En el esquema político que Franco había ido
trazando y que había reflejado en la Ley
Orgánica del Estado que debía regir la evolución del Régimen tras su
muerte, el ejército aparecía como el garante del desarrollo institucional que,
según él, había quedado “atado y bien
atado”.
“El
21 de julio de 1978 la banda terrorista ETA inició su ofensiva contra el
ejército asesinando al general Juan Sánchez Ramos y el teniente coronel Juan
Antonio Pérez Rodríguez. Los atentados mortales se dispararon durante el año en
que se aprobó la Constitución. […] Y
Suárez, mientras, parecía esconderse en la Moncloa, dejó de asistir a los
funerales y enviaba al vicepresidente Gutiérrez Mellado, que sería
continuamente increpado por unos militares impotentes ante la cuota de sangre
que estaban pagando a lo largo del cambio político. «¡Ejército al poder!»,
gritaban los compañeros de armas del vicepresidente del Gobierno. Lo hicieron
durante el funeral del general Ortín, asesinado por ETA en enero de 1979, lo
venían repitiendo en numerosos actos a los que asistía Gutiérrez Mellado desde
1977… El «ruido de sables» era ensordecedor. La conspiración de algunos
militares contra el gobierno era cierta, y muy grave, pues ponía en peligro la
democracia recién conseguida.
[…] El 11 de noviembre de 1978 se reúnen en la
cafetería Galaxia de Madrid el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio
Tejero Molina y el capitán de infantería Ricardo Sáenz de Ynestrillas. Han
quedado allí con otros compañeros de armas. […] Tejero e Ynestrillas revelan a sus compañeros que están preparando la
ocupación de la Moncloa durante la celebración de un Consejo de Ministros, para
someter la nueva situación al rey, habida cuenta de la inacción del ejecutivo
ante la ofensiva etarra. Tejero asegura que asaltará el palacio de la Moncloa
con un centenar de hombres bajo su mando, mientras Ynestrillas desplegaría por
Madrid a mil doscientos hombres de la Academia de la Policía Armada, donde
estaba destinado, para apoyar la acción de Tejero. La operación está prevista
para dentro de seis días: 17 de noviembre de 1978, y con ella quiere provocar
la movilización del Ejército para detener un proceso político que, insisten,
resultará destructivo para la patria.
Al
terminar la reunión, los estupefactos compañeros de Tejero e Ynestrillas dan
cuenta a sus superiores de los planes golpistas, al considerarlos
descabellados. Inmediatamente, ambos militares son detenidos y, dieciocho meses
después, juzgados por un Consejo de Guerra. El 8 de mayo de 1980, el tribunal
militar los condenó por «un delito de conspiración y proposición para la
rebelión» a siete meses de prisión para Tejero y seis meses para Sáenz de Ynestrillas.
Ambos quedaron suspendidos de empleo y sueldo, e inhabilitados para el
ejercicio del cargo público mientras durara la pena. Pero la sentencia añadía
una coda: «para el cumplimiento de esta pena les será de abono el tiempo que
hayan permanecido privados de libertad por razón de esta causa sin que sean
exigibles responsabilidades civiles»[9].
Desde su detención, en noviembre de 1978, hasta la publicación de la sentencia,
en mayo de 1980, ya se habían satisfecho los siete meses de condena, así que
los golpistas vuelven a la calle… para seguir intentándolo.”[10]
Suárez
fue consciente en todo momento de que se estaba moviendo en el filo de la
navaja y de que la posibilidad de que los militares intentaran dar un golpe de
estado era muy real.
“El
general Gutiérrez Mellado, a la sazón vicepresidente para Asuntos Militares en los
gobiernos de Suárez, llevó a cabo las instrucciones del presidente: apartar del
mando a los díscolos con la Constitución y fomentar el ascenso de los más
comprometidos con la recién estrenada democracia. Y así, por encima de los
méritos profesionales, contaron más las inclinaciones políticas en un momento
en que la democracia corría peligro como consecuencia de la probable involución
militar. El director de la Guardia Civil, General Ángel Campano, afín a
posiciones ultraderechistas, fue sustituido por Antonio Ibáñez Freire; el
teniente general Milans del Bosch, declarado franquista y monárquico, jefe de
la División Acorazada Brunete, fue apartado de su destino en enero de 1978 y
enviado a la Tercera Región Militar –Valencia– para hacerse cargo de aquella
plaza. Ante esta política de ascensos que anteponía la simpatía política a los
méritos profesionales, dimitió en mayo de 1978 el jefe del Estado Mayor del Ejército,
teniente general José Vega Rodríguez, que fue sustituido por su homólogo Tomás Liniers,
aparentemente más moderado. Pero Liniers pasaría pronto a la reserva y el
puesto del JEME acabaría siendo ocupado por el general Gabeiras, para lo cual
hubo de ser ascendido rápidamente a teniente general. Ello exigió ascender a
esta graduación, de manera tan precipitada como improvisada, a los cinco
generales que precedían a Gabeiras en el escalafón. Aquellos «ascensos forzados»
restaban autoridad a los nuevos mandos nombrados por el gobierno y acrecentaban
el malestar en unas Fuerzas Armadas continuamente azotadas por los atentados de
ETA.”[11]
Acoso y derribo de un presidente
En
ese contexto político el PSOE presentó una moción de censura contra el presidente
Suárez, que se debatió en el Congreso de los Diputados entre el 28 y el 30 de
mayo de 1980, en ella:
“La
oposición vapulea al presidente. Carrillo afirma que «Suárez ha fracasado, pues
desde su investidura las cosas han ido de mal en peor», Fraga lo acusa de «no
dar confianza ni credibilidad», y hasta la Fuerza Nueva de Blas Piñar secunda
la moción de censura contra el presidente. Alfonso Guerra subirá el tono,
afirmando que Suárez es el gran obstáculo para la consolidación de la
democracia en España, porque «la democracia no soporta a Suárez, cualquier
avance democrático pasa por su desaparición». Y Rojas Marcos, portavoz del PSA,
concluye: «Suárez es un árbol caído».”[12]
Aunque
consigue impedir el triunfo de la moción, sale bastante debilitado de la misma.
El debate ha servido a Felipe González y a su partido para postularse como una
mejor alternativa que la que representa la UCD. Éste fue seguido en directo por
millones de españoles a través de la televisión. Fue una gran operación de
marketing para los socialistas de la que salieron fortalecidos.
“En
privado, los socialistas negociaban con el ala socialdemócrata de la UCD, liderada
por Fernández Ordóñez. La posibilidad de que los socialdemócratas abandonaran
el partido no era más que un síntoma de su descomposición.”[13]
Un
poco antes de la moción, el 2 de mayo, Suárez hizo un cambio de gobierno,
dejando fuera del mismo a los socialdemócratas de Ordóñez y a los liberales de Garrigues.
Los democristianos quedaron como la facción dominante dentro de la UCD. El Ministro
de Hacienda, Fernando Abril Martorell,
dimitió en agosto de 1980.
“En
una última tentativa de recuperar el control de su partido, el 9 de septiembre,
Suárez remodeló su gabinete para crear un «Gobierno de los barones», cuya
lealtad temporal aseguró en algunos casos. Sin embargo, el nombramiento de
Francisco Fernández Ordóñez como ministro de Justicia, responsable de las
relaciones entre la Iglesia y el Estado, le enemistó con los democratacristianos
debido al proyecto de ley del divorcio de este último. Además, la pérdida de Abril
Martorell, que había sido su escudo parlamentario, expuso a Suárez a ataques
más frecuentes en las Cortes. Sin Abril como bombero, según José Oneto, «el
incendio llega a las mismas puertas del palacio»”[14].
“…la
UCD era un hervidero de intrigas. Suárez estaba siendo atacado por los demócratacristianos
que también estaban en connivencia con la Alianza Popular de Fraga. El 12 de
enero de 1981, Landelino Lavilla, en una entrevista periodística contundente
que obtuvo un amplio eco, acusó a Suárez de acumular y abusar del poder de
forma arbitraria. Se esperaba un enfrentamiento en el II Congreso de la UCD,
que iba a celebrarse en Mallorca el 29 de enero. […] Tras concluir que no tenía alternativa, planeó
anunciar su dimisión en el congreso de la UCD.
Cuando
una huelga de controladores aéreos obligó a aplazar el congreso, Suárez
comunicó su decisión a su Gobierno, a la dirección del partido y al rey y luego
anunció su partida en un mensaje televisado el 29 de enero. […] su marcha no logró detener la desintegración
de la UCD. Como los «barones» rivales se neutralizaban mutuamente, su sucesor
fue el vicepresidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, cuyos buenos
contactos en la banca y su competencia administrativa lo convertían en un
candidato de compromiso razonable. Sin embargo, Calvo Sotelo se enfrentaba a conspiraciones
internas y a la voluntad del Ejército de intervenir en política, que se reforzó
a raíz de la visita conciliadora del rey Juan Carlos y la reina Sofía al País Vasco
del 3 al 5 de febrero de 1981. El viaje se vio gravemente empañado por
manifestaciones antiespañolas poco concurridas en el aeropuerto de Vitoria y la
Casa de Juntas de Guernica. […] el Congreso
de la UCD, finalmente tuvo lugar en Palma de Mallorca el 6 de febrero. […] Calvo Sotelo compareció ante las Cortes para
el procedimiento formal de investidura el 20 de febrero, en un contexto de
rumores ensordecedores de golpe de Estado.”[15]
El 23 F
El
desarrollo de los acontecimientos que condujeron a los sucesos que tuvieron
lugar el 23 de febrero de 1981 (el 23 F) es “la
crónica de una muerte anunciada”. Desde hacía tiempo se esperaba que, más
tarde o más temprano, los militares intentaran algún tipo de golpe. El Régimen
franquista, no lo olvidemos, nació en el contexto de una guerra civil que fue
la consecuencia de un intento frustrado de dar un golpe de Estado contra la
Segunda República. La Guerra obligó en su momento a todos los militares
profesionales que había en España en aquel momento a decantarse por alguno de
los dos bandos, lo que tuvo como consecuencia la desaparición de los militares
demócratas en el seno del ejército que la ganó, fenómeno que se vio reforzado
por el reclutamiento masivo de voluntarios promovido por las organizaciones de
la extrema derecha de la época (falangistas y carlistas). Durante los 40 años
que duró este régimen los militares estuvieron siempre hiper representados en
sus gobiernos, dado que el Dictador era un militar, que no había en ellos una
cartera de Defensa sino tres (Tierra, Mar y Aire) y que con frecuencia, además,
se nombraban militares para ocupar carteras civiles. Los dos vicepresidentes
del gobierno que tuvo Franco fueron militares (Agustín Muñoz Grandes y Luis Carrero
Blanco), el último de ellos se convertiría, en 1973, en Presidente y estaba
previsto que fuera el garante de la continuidad del Régimen tras la muerte de Franco,
lo que hubiera sucedido de no haber sufrido un atentado mortal. La historia del
ejército español, además, desde la Guerra
de Independencia (1808-1814) no es más que una larga lista de
pronunciamientos militares dirigidos a cambiar el rumbo de la política en
nuestro país y, aunque el régimen de la Restauración
(1875-1923) marcó un paréntesis en esa tendencia secular del ejército de
intervenir en política, desde la coronación de Alfonso XIII en 1902 éstos
vuelven a las andadas con el apoyo del rey, acabando finalmente -en 1923- con
el sistema parlamentario como consecuencia del golpe de estado del general Primo de Rivera, que contó con la
complicidad del monarca. La Segunda República ya sufrió un primer intento de
golpe en 1932, que logró frustrar, pero el segundo, como ya hemos dicho,
degeneró en la Guerra Civil española,
que abrió la puerta a la dictadura franquista.
Con
estos antecedentes y estimulados por las luchas políticas intestinas que se
estaban llevando a cabo en la UCD, así como por las operaciones de acoso
político diseñadas desde el PSOE y desde Alianza Popular, una facción del
ejército consideró que había llegado el momento de dar el golpe.
Tras
el acuerdo alcanzado en el Congreso de la UCD de Palma de Mallorca de investir
a Leopoldo Calvo Sotelo como presidente
de gobierno, se convoca el Pleno de Investidura
para el 20 de febrero, en el que podría salir elegido si contaba con el apoyo
de la mayoría absoluta de los diputados del Congreso. Era una mera formalidad,
pues era evidente que el candidato sólo contaba con el voto de una mayoría
relativa, lo que le daría el gobierno en la segunda votación según establecía
la ley. Esta segunda votación comenzó la tarde del día 23.
A
las 18:20 horas 320 guardias civiles, mandados por el teniente coronel Antonio Tejero, irrumpieron en el Congreso de los Diputados metralleta en
mano, disparando al aire y ordenando a todo el mundo tirarse al suelo.
Inmediatamente después el teniente general Milans
del Bosch declaró el Estado de Emergencia en la Comunidad de Valencia, el
toque de queda a partir de las nueve de la noche y sacó los tanques a la calle.
Poco después se puso en marcha en Madrid
la División Acorazada Brunete,
que ocupó varios lugares estratégicos de la capital, entre ellos el edificio
desde donde emitía Televisión Española. En el Congreso de los Diputados un capitán anunció que muy pronto
llegaría una autoridad militar al hemiciclo para “hacerse cargo de la situación”.
Dicen
algunos autores que el futuro del golpe se jugó en los minutos que siguieron a
la entrada de las fuerzas de Tejero en el Congreso, aunque se visualizara
públicamente muchas horas después. La autoridad militar a la que se referían los
golpistas era el general Alfonso Armada
(en ese momento segundo jefe del Estado
Mayor del Ejército español) que, supuestamente, contaba con el visto bueno
del Rey y que daría un golpe de timón para encabezar una especie de gobierno de salvación nacional que reconduciría el proceso
democrático en España. En ese gobierno habría militares pero, también,
políticos de varios de los grupos presentes en el parlamento -entre ellos los
socialistas (¿?)- que devolverían el poder a los civiles cuando hubieran “normalizado” la situación en el país.
Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos se alejó de los cálculos que
habían hecho los golpistas a los pocos minutos de haber puesto en marcha la
máquina del proceso, pues desde el lugar dónde debía coordinarse éste (el Palacio
de la Zarzuela, dónde debía tomar el mando el General Armada en connivencia con
el Rey) empezó a organizarse el contragolpe:
“El
puesto de mando del contragolpe se hallaba situado en la Zarzuela, en el
despacho del Rey, donde éste permaneció toda la noche en compañía de su
secretario, Sabino Fernández Campo […el Rey] desde el primer instante empezó a impartir a sus compañeros de armas
órdenes de respetar la legalidad. […] antes
de las ocho de la noche reunió un grupo de secretarios y subsecretarios de
estado bajo el mando del director general de Seguridad, Francisco Laína. […]
la principal preocupación del Rey eran
los capitanes generales.
Se
trataba de casi una docena de generales que ejercían un dominio de virreyes
sobre las once regiones militares en que estaba dividido el país. Todos ellos
eran franquistas: todos habían hecho la guerra con Franco, casi todos habían
combatido en la División Azul junto a las tropas de Hitler, todos se adscribían
ideológicamente a la ultraderecha o mantenían buenas relaciones con ella, todos
habían aceptado la democracia por sentido del deber y a regañadientes y muchos
consideraban que la intervención del ejército en la política del país era hacia
1981 indispensable o conveniente. En los días previos al 23 de febrero Milans
había conseguido desde la jefatura de la III región militar el apoyo explícito
o implícito para su causa de cinco de los capitanes generales (Merry Gordon,
jefe de la II región; Elícegui, de la V; Campano, de la VII; Fernández Posse,
de la VIII; Delgado, de la IX), pero cuando apenas iniciado el golpe el Rey y
Fernández Campo empezaron a llamarlos uno a uno por teléfono y tuvieron que
definirse ninguno de ellos secundó con claridad a Milans. […] salvo dos (Quintana Lacaci, en Madrid, y Luis
Polanco, en Burgos) se debatieron durante toda la tarde y la noche en un tremendal
de dudas, de un lado urgidos por las arengas telefónicas de Milans y sus
apelaciones al honor militar y a la salvación de España y los compromisos
adquiridos, y de otros sujetados por el respeto al Rey y a veces por la
reticencia o la prudencia de los segundos escalones de mando, quizá fascinados
por el vértigo de revivir en la vejez la épica insurreccional de su juventud de
oficiales de Franco […] salvo Milans,
ningún capitán general apoyó abiertamente el golpe, pero, salvo Quintana Lacaci
y Polanco, ningún capitán general se opuso abiertamente a él.”[16]
El
intento de golpe de Estado del 23 F fracasó. Un par de días después Leopoldo Calvo Sotelo, tal y como estaba
previsto, fue investido como Presidente del Gobierno. Los golpistas fueron
juzgados y condenados, y este episodio pasaría a la historia como uno más de
los obstáculos que la Transición a la Democracia en España tuvo que superar
para poder consolidar el modelo de estado diseñado en la Constitución de 1978.
Sin
embargo, algunas incógnitas quedaron en el aire. Por ejemplo ¿Por qué los
golpistas actuaron con el absoluto convencimiento de que contaban con el
respaldo del Rey? ¿Por qué el Secretario de Estado norteamericano, Alexander Haig, dijo durante las horas
que duró el asalto al Congreso aquella famosa frase “Es un asunto interno español”, que todo el mundo interpretó como
un apoyo implícito a los golpistas? ¿Por qué se tendió un manto de silencio
sobre buena parte de lo que se pudo averiguar durante el proceso judicial?
“Sólo
se sentarán en el banquillo, por tanto, los altos mandos directamente
implicados en el golpe. Sobre ellos, el gobierno de Calvo Sotelo actuará con
dureza, recurriendo incluso la sentencia del Consejo Supremo de Justicia Militar
(CSJM), dictada en junio de 1982, por considerar que algunos implicados habían
recibido una baja condena. El caso más significativo de todos era el del general
Alfonso Armada, condenado por el CSJM a seis años de cárcel. El fiscal recurrió
al Tribunal Supremo y éste elevó, en su sentencia de abril de 1983, las penas a
algunos procesados, entre ellos al general Armada, que sería condenado a 30
años de prisión. De ellos, cumpliría sólo ocho, pues en 1991 fue indultado.”[17]
Leopoldo Calvo Sotelo
El
25 de febrero de 1981 fue investido, por fin, Calvo Sotelo, con 186 votos a favor (la mayoría absoluta que no fue
capaz de alcanzar en la primera votación) y 158 en contra. UCD, sin embargo,
seguirá gobernando en minoría y el año y medio que éste dirigió el gobierno
fue más agónico, si cabe, que el periodo
inmediatamente anterior, que había liderado Suárez. Durante ese tiempo, no
obstante, se produjo un logro histórico:
“Un
rayo de luz emerge en febrero de 1982 cuando las negociaciones entre Juan José Rosón
y un representante de ETA político-militar, Mario Onaindía, terminan
exitosamente con la tregua unilateral de ésta. Una parte de la banda terrorista
dejaba la violencia, pero la otra, ETA-militar, seguirá empeñada en utilizar la
sangre como único argumento de sus reivindicaciones políticas.”[18]
La
crisis económica siguió su curso. El paro alcanzó, en 1982, hasta el 17 % de la
población activa. Y la presión de los militares frenó de manera significativa
el proceso de descentralización administrativa:
“El
PSOE estuvo de acuerdo con UCD en que el acceso a la autonomía debía regularse,
embridarse incluso, para que una caótica espiral de autonomismo no debilitara a
la ya de por sí frágil democracia nacida de la Constitución.
Así
que UCD y PSOE pactaron que el máximo nivel de competencias sería ejercido, al
principio, por Cataluña, el País Vasco, Galicia, Andalucía, Navarra, la Comunidad
Valenciana y Canarias. Siete comunidades, por tanto, a la cabeza del proceso
autonómico, mientras que las diez restantes mantenían menos competencias. Una España
autonómica «a dos velocidades» se inauguraba entonces, aunque progresivamente
los niveles competenciales de los distintos territorios irían equiparándose.
«Un
parón inadmisible», protestaron los nacionalistas ante el acuerdo que en
materia autonómica trabaron UCD y PSOE; pero el pacto entre ambas fuerzas
políticas no fue roto a pesar de estas presiones y, gracias a los votos
socialistas, el gobierno sacaba adelante en julio de 1982 la Ley Orgánica de Armonización
del Proceso Autonómico (LOAPA). Su objetivo era impedir el caos que en los
últimos años registraba esta materia. Los 208 votos de centristas y socialistas
posibilitaron la puesta en marcha de una ley que fue criticada como «auténtica
involución» por los nacionalistas, casi «un triunfo del golpe en diferido».
Pero la LOAPA no impedía el acceso a la Autonomía, tan sólo lo ordenaba de
manera más clara, sin ni siquiera ralentizarlo[19].
Prueba de ello es que, entre enero y agosto de 1982, se aprobaron los Estatutos
de Autonomía de Andalucía, Asturias, Cantabria, La Rioja, Murcia, la Comunidad Valenciana,
Aragón, Castilla La Mancha, Canarias y Navarra. Sólo faltaban los Estatutos de Baleares,
Castilla y León, Extremadura y Madrid, que serían aprobados en la siguiente
legislatura, tal y como estaba previsto.”
El
otro gran proyecto de Leopoldo Calvo Sotelo
era el de meter a España en la OTAN:
“El
19 de octubre de 1981 el Congreso de los Diputados decidió sobre la solicitud
de ingreso de España en la OTAN, con 186 votos a favor y 146 en contra. Los «síes»
provenían de UCD, CD, PNV y CiU. En contra se situaba la izquierda. España
pedía el ingreso en la Alianza Atlántica con dos condiciones: la primera era
que no se instalara armamento atómico en su suelo, y la segunda consistía en
que se tuviera en cuenta su interés por recuperar la soberanía de Gibraltar. El
presidente del Gobierno se esforzó en explicar que el ingreso en la OTAN «ponía
a España en el mundo», facilitaba su integración a las Comunidades Europeas,
evitando así su aislamiento, pues aquella decisión la incluía en el grupo de
las naciones libres y democráticas[20].
Pero la ausencia de un amplio consenso nacional lastraba esta decisión, pues
las grandes líneas de actuación en política exterior han de surgir de un
mayoritario acuerdo que, en este caso, brillaba por su ausencia.”
En
septiembre de 1981 se produjo un envenenamiento masivo provocado por una
partida de aceite de colza adulterado que fue desviado para consumo humano y
que dejó 130 muertos y 12.000 afectados.
La debacle final
Pero
lo que terminó desencadenando el hundimiento de la UCD fueron los resultados de
las primeras elecciones autonómicas celebradas en Andalucía el 23 de mayo de
1982, que tuvo los siguientes resultados:
Éstos
fueron interpretados por todos en clave nacional, como un anuncio de lo que
venía. A partir de ese momento la militancia de la UCD (diputados incluidos)
comienza a abandonar masivamente el partido. Adolfo Suárez anunció públicamente
que lo dejaba el 28 de junio. Poco después fundó uno nuevo llamado Centro Democrático y Social (CDS).
“El
caos de la UCD alcanzó su punto más dramático a finales de julio de 1982,
cuando comenzó a dividirse en sus componentes. Los democratacristianos más
conservadores formaron el Partido Demócrata Popular y anunciaron una coalición
electoral con Fraga. Suárez creó una nueva formación política, el Centro Democrático
y Social, y anunció que, después de las elecciones, apoyaría un gobierno
socialista.”[21]
…
“La
sangría de diputados «ucedistas» no tardó en producirse. En agosto de 1981
abandonaban el partido el ministro de Justicia, Fernández Ordóñez, junto a
otros 16 parlamentario socialdemócratas, como consecuencia de las discusiones
en torno a la Ley del Divorcio que estaba tramitándose. Después de formar el Partido
de Acción Democrática, estos disidentes de UCD acabaron integrándose en el PSOE,
la formación que mejor casaba con sus planteamientos socialdemócratas.
A
la hemorragia de diputados por la izquierda se uniría pronto la hemorragia por
el flanco derecho. Herrero de Miñón y Óscar Alzaga pronto trabajarían por
lograr una mayoría de centro-derecha ajena a UCD y en colaboración con la AP de
Fraga. En enero de 1982, Herrero de Miñón dimite como portavoz parlamentario,
abandona el partido y se integra en AP junto a otros dos diputados centristas.
Tras la debacle de UCD en las elecciones andaluzas, celebradas el 23 de mayo de
1982, Alzaga encabezó la salida de 12 diputados y 8 senadores democristianos de
UCD. Crearían el Partido Demócrata Popular acercándose progresivamente a Alianza
Popular.
Mientras
se producían estas «deserciones», la patronal cargaba contra Calvo Sotelo tanto
como lo había hecho contra Suárez. El presidente del Gobierno intentó retomar
el control del partido en unos momentos en que la crisis era irreversible.
Desplazaría a los suaristas y colocaría en la secretaría general al democristiano
Íñigo Cavero, pero ya era tarde para enderezar el rumbo de una nave a la
deriva. El simbólico punto y final a UCD quizá lo puso Suárez cuando abandonó
el partido, creando el Centro Democrático y Social. Cuando la sangría de
diputados resultaba imparable, Calvo Sotelo disolvió las Cortes en 1982 y
convocó elecciones anticipadas para el 28 de octubre, ante la insostenible
situación de un gobierno tras el cual sólo existía un partido en desbandada.”[22]
Los
resultados de las elecciones generales del 28 de octubre de 1982 fueron los
siguientes:
Como
vemos, el PSOE arrasó:
“28 de octubre de 1982. El Partido Socialista Obrero
Español conseguía más de 10 millones de votos en las elecciones generales. Una
pareja eufórica, Felipe González y Alfonso Guerra, saludaba desde el balcón de
la sede socialista. La Guerra Civil, según algunos comentaristas, terminaba ese
día. La izquierda volvía al poder en una democracia joven y apenas repuesta del
golpe de Estado que los militares dieron en 1981. Alfonso Guerra, con su
habitual desparpajo, comentó esos días que a España no la iba a conocer «ni la
Madre que la parió»”[23].
El
1 de diciembre el candidato a la Presidencia del Gobierno y Secretario General
del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Felipe González, tomaba posesión y se ponía al frente del Ejecutivo.
Con él llegaba al gobierno un partido que seis años antes era ilegal y que en
la Guerra Civil española había
formado parte de todos los gobiernos que combatieron en el bando republicano. El
franquismo, definitivamente ya, había pasado a la historia.
[1] Alfonso Pinilla García: La Transición en España. España en
Transición. Alianza Editorial. Madrid. 2021. pp. 147-148.
[2] Alfonso Pinilla García: Golpe de timón. España: desde la dimisión de
Suárez al 23-F. Granada. Comares. 2020. p. 3.
[3] Alfonso Pinilla García: La Transición en España. España en
Transición. Alianza Editorial. Madrid. 2021. p. 156.
[4] Juan Avilés Farré: “El terrorismo en la
Transición Democrática española”. https://iugm.es/wp-content/uploads/2016/07/aviles-t01.pdf
[5] Marie Ilse Führer: La política de la Transición. 1975-1980. Madrid. Taurus. 1981 pp.
66-69.
[6] Alfonso Pinilla García: Ibíd. p. 149.
[7] Ibíd. p. 151.
[8] Ibíd. pp. 152-153.
[9] Sentencia del Consejo
de Guerra de Oficiales Generales sobre la Operación Galaxia, Madrid, 8 de mayo
de 1980, folio OD2134084.
[10] Alfonso Pinilla García: Ibíd. pp. 156-158.
[11] Ibíd. p. 156.
[12] Ibíd. p. 161.
[13] Paul Preston: Un pueblo traicionado. Penguin Random House Grupo Editorial.
Barcelona. 2019. p. 531.
[14] Ibíd. p. 532.
[15] Ibíd. pp. 534-536.
[16] JAVIER CERCAS: Anatomía de un instante. Penguin Random House Grupo Editorial.
Barcelona. 2009.
[17] Alfonso Pinilla García: Ibíd. p. 192.
[18] Ibíd. p. 193.
[19] Eliseo Aja: El estado autonómico: federalismo y hechos diferenciales. Madrid,
Alianza Editorial, 1999, pp. 61-73.
[20] Leopoldo Calvo Sotelo: Memoria viva de la Transición.
Barcelona, Planeta, 1990, p. 125.
[21] Paul Preston: Un pueblo traicionado. Penguin Random House Grupo Editorial.
Barcelona. 2019. p. 544.
[22] Alfonso Pinilla García: Ibíd. pp. 198-199.
[23] Ibíd, p. 205.
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