El nacionalismo surgió en su día para plantar cara a un adversario exterior poderoso. Cuando cumple bien su papel, puede terminar convirtiendo al grupo que lo utiliza como herramienta en el núcleo dirigente de una gran potencia. Pero en cada región de nuestro planeta sólo hay sitio para un número limitado de estados-nación (variable, además, a lo largo de la historia), más allá del cual esta ideología conduce hacia una atomización política fratricida que puede terminar llevando a sus habitantes a unos niveles de violencia inconcebibles entre personas civilizadas y conducir, tanto a sus agentes como a sus víctimas, hacia su autodestrucción física y hacia la irrelevancia política.
Históricamente
ya vimos como la primera fase de este proceso la protagonizaron, en Europa, los
cinco estados-nación surgidos en los siglos XV y XVI, cada uno de los cuales
dará origen a un imperio ultramarino diferente, de carácter eurífugo como ya
dijimos hace varias semanas[1],
dándoles a cada uno de ellos un significativo protagonismo político, en una
ecúmene que en sus regiones orientales se encontraba mucho más dividida desde
el punto de vista étnico.
Durante
los siglos XVII y XVIII se van desplegando en Europa Oriental varios imperios
multiétnicos (Prusia, Austria, Rusia, Imperio turco), algunos de los cuales
poseen un claro perfil eurípeto, que son contagiados en el XIX por el
nacionalismo propio de esa centuria que evoluciona desde su originaria
ascendencia francesa, volviéndose más corrosivo conforme avanza hacia el este.
El nacionalismo alemán, que debía cumplir la misión histórica de situar a su
país en la cumbre del liderazgo planetario, fracasó estrepitosamente, empleó
unos niveles de violencia nunca antes vistos en Europa y el resultado final fue
la exacerbación de una multitud de proyectos nacionales alternativos cuyo
proceso de despliegue está aún lejos de haber terminado y que se disputan entre
ellos un espacio vital tan limitado que es manifiestamente imposible que pueda
ser satisfecho en ningún caso.
Los dos
grupos étnicos más potentes de todo este fluido magma de la Europa Oriental
son, precisamente, los que marcan sus límites occidentales y orientales:
alemanes y rusos respectivamente (los turcos, que constituyeron su límite
meridional, fueron expulsados de esa zona a lo largo del siglo XIX). Pero
incluso los miembros de estas dos etnias, que son a los que les ha ido un poco
mejor en esa lucha, han tenido que pagar un formidable tributo de sangre como
consecuencia de los innumerables conflictos nacionales que vienen librándose en
esa vasta región desde hace varios siglos. Y están lejos de haber cubierto sus
propias expectativas, siquiera fuera en términos de expansión geográfica
formal. Todos han tenido que corregir a la baja sus proyectos nacionales, demostrando
así de manera práctica que los medios utilizados por las fuerzas nacionalistas
no sirven para conseguir sus propios fines.
Y no
sirven por algo que vengo diciendo a través de estas páginas desde hace ya casi
año y medio: Porque toda sociedad es,
en realidad, un ecosistema social, y
la diversidad es algo consustancial con ella. Es cierto que es posible avanzar
hacia una mayor uniformidad de tipo lingüístico o religioso, como han podido
conseguir algunos grandes imperios a lo largo de la historia. El Imperio
romano, el árabe o el español lo llevaron a cabo en buena medida (nunca
totalmente), pero esto pudo ser posible por varias razones (que no se dan en la
Europa contemporánea):
La primera es que en el espacio
geográfico por el que se extendieron esos grandes imperios había importantes
desniveles tecnológicos entre sus diversos habitantes en el momento en el que
construyeron dichos imperios, y que los dominados cambiaron cultura por
tecnología. Aceptaron la dominación porque no juzgaron viable sacudirse el yugo
de los conquistadores y durante las siguientes generaciones se produjo un
proceso aculturador intenso entre las clases medias de la nueva sociedad que se
estaba formando que le garantizó a estos últimos los suficientes apoyos
sociales como para ir integrando -de manera gradual- a las diversas poblaciones
del imperio en el nuevo universo cultural.
La segunda razón que permitió la
consolidación de esos poderosos imperios fue que pudieron disfrutar -durante su
fase expansiva- de un relativo monopolio de la fuerza en esa extensa región. No
había cerca ningún otro imperio que alimentara la disidencia de los dominados.
La tercera es que los conquistadores se
movieron en un ecosistema natural relativamente parecido al de su país de
origen y supieron desenvolverse en él con relativa destreza, demostrando así ser “la
especie mejor adaptada” a ese hábitat natural. En el caso romano el espacio
peri-mediterráneo, en el árabe las zonas áridas que flanquean los desiertos del
Próximo Oriente y del Norte de África y en el español la transversalidad del
continente americano. Detrás de cada imperio hay una idea motriz, que genera un
complejo cultural completo del que la religión y la lengua forman parte, además
de otra multitud de factores y de costumbres validadas por el tiempo que
garantizan tanto el salto tecnológico sobre la fase histórica anterior como su
peculiar adaptación al medio al que la citada idea motriz da respuesta.
Nada de
esto se ha dado en el contexto de la expansión de las fuerzas nacionalistas por
Europa a lo largo de los siglos XIX y XX. Los desniveles tecnológicos y
demográficos dentro de Europa no son suficientes como para dejar sin capacidad
de resistencia a los dominados y, además, siempre hay alguna potencia rival
cerca dispuesta a agudizar todas las posibles contradicciones internas de sus
adversarios, lo que termina convirtiendo a toda agresión en el comienzo de un
infierno que se realimenta a sí mismo, en una espiral de violencia
autodestructiva.
Las
guerras libradas en los años 90 del pasado siglo XX en los países que formaron
parte de la antigua Yugoslavia constituyen uno de los ejemplos más recientes de
lo que venimos diciendo. Y desgraciadamente en toda la región siguen latiendo
demasiados deseos de venganza, demasiados conflictos étnicos de mayor o menor
intensidad.
La
política de limpieza étnica inducida por las diversas facciones nacionalistas
no hace más que realimentar la espiral de la violencia, que no podrá ser
superada hasta que sus habitantes sustituyan sus escalas de valores por un
código ético mucho más integrador e inclusivo. El proyecto de la Unión
Europea ha pretendido -durante varias generaciones- construir esa nueva
escala, pero ha terminado creando un engendro político que nos recuerda
demasiado al Imperio hispano-alemán de los Habsburgo, que condujo a Europa a la
Guerra de los Treinta Años (1618-1648).
Mientras existió el “Telón de Acero”, la Comunidad Económica Europea (precursora de la actual Unión Europea) supo mantener sus
equilibrios internos relativos que le garantizaron cierta estabilidad interna,
a pesar de encontrarse en un proceso de evolución continua. Pero cuando cayó el Muro
de Berlín se inició una nueva carrera de fuerzas nacionalistas compitiendo
por la expansión de su propio espacio vital en la Europa Oriental, liderada por
los propios alemanes, que posee (la carrera citada) un exceso de resonancias de
los grandes conflictos contemporáneos.
El proceso
de atomización de los estados-nación que ha ido avanzando por la zona desde
principios del siglo XIX, en paralelo (y no por casualidad) al proceso unificador
alemán e italiano y el avance del Imperio ruso y sus herederos soviéticos en el
Este, ha abierto una Era de enfrentamientos entre grupos étnicos y de continuos
reajustes de fronteras que están lejos de haber terminado.
La falta
de entendimiento entre vecinos que se da en nuestra ecúmene, el exceso de
estereotipos a la hora de juzgar al otro y un cierto sentimiento de pueblo
elegido de origen evidentemente bíblico que alcanzó a los movimientos
nacionalistas a través del protestantismo y la relación subjetiva directa e
íntima que se establece -sin mediación alguna- entre Dios y el creyente, sentó
las bases para los grandes enfrentamientos armados del siglo XX.
En una
Europa Oriental en la que multitud de grupos étnicos convivían en los mismos
territorios, los procesos de autoafirmación nacional tenían que conducir
necesariamente a un proceso de limpieza étnica, con deportaciones masivas y
forzadas de poblaciones entre los diferentes países (turcos por griegos en la
frontera greco-turca, expulsión de alemanes en los enclaves rodeados de
poblaciones eslavas, de polacos en Bielorrusia, etc.) cuando no de puro y
simple genocidio, han dejado una huella profunda en el subconsciente colectivo que
no será fácil de borrar en el futuro. Y, desde luego, las actitudes
maximalistas germanas han ayudado muy poco en ese sentido.
¿Se
imagina a una “Unión Europea” con serbios, croatas, bosnios y kosovares
dentro? ¿Se imagina a los burócratas de Bruselas imponiendo en la región la libre circulación de personas y de capitales? ¿Cómo gestionarán esos conflictos los comisarios europeos? ¿Recuerda a los “civilizados”
yugoslavos matándose por las esquinas ante nuestras atónitas miradas hace menos
de veinte años?
Hay
demasiadas heridas abiertas a nuestro alrededor,
demasiados antecedentes históricos, demasiadas profecías autocumplidas como
para poder dormir tranquilos. Es hora de
empezar a reflexionar con un poco de rigor, de aprender las lecciones que la historia, que es cíclica, nos está enseñando cada día.
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