El período
isabelino
La muerte de
Fernando VII dejó a su heredera, Isabel II, en minoría de edad y a la regente,
María Cristina, en manos del ala derecha de los liberales. La división entre
doceañistas y veinteañistas, que a partir de 1833 se conocerán respectivamente
como “moderados” y “progresistas” se acentúa. Y la Primera Guerra Carlista hace abrazar a
los monárquicos isabelinos la causa del constitucionalismo.
La tensión
entre monarquía y moderados, por un lado, y los progresistas, que cuentan con
importantes apoyos dentro del ejército y de las clases burguesas de todo el
país por el otro, se dejará sentir durante todo el período.
Los liberales
españoles de la época isabelina, a pesar de recurrir de manera casi rutinaria a
las vías insurreccionales para conseguir sus propósitos políticos, son muy
elitistas. El parlamento español de esta época, elegido por sufragio
censitario, sólo representa a un porcentaje ínfimo de la población del país.
Aunque ese porcentaje no dejará de aumentar a lo largo del siglo. El sufragio universal masculino se
alcanzará definitivamente en 1890 (en las elecciones de 1869 y el resto de las
que se celebraron durante la “La
Gloriosa”, también se empleó, pero ese derecho se perdió tras el golpe de
estado de 1874), y será la Segunda
República, en 1931, la que dé el voto a la mujer, alcanzándose así,
plenamente, el sufragio universal.
Otros
elementos que marcan importantes diferencias cualitativas entre el período
isabelino y el Antiguo Régimen son las distintas leyes desamortizadoras de los
bienes de la Iglesia y la sustitución de la estructura política tradicional de
nuestro país por la división provincial actualmente existente, inspirada en el
sistema de las prefecturas de los revolucionarios franceses. El jacobinismo
había llegado para quedarse, aunque conforme vaya avanzando el siglo, las
viejas identidades territoriales resurgirán de nuevo, con nuevas fórmulas y
sensibilidades.
Al principio
serán los carlistas, la extrema derecha extraparlamentaria de la época, los que
enarbolen la bandera de la defensa de los particularismos tradicionales del
país. Su lema era “Dios, Patria, Fueros,
Rey”. El foralismo constituía, por tanto, una de las patas de su proyecto
político. Un foralismo de ámbito fundamentalmente rural. Algunas de las fuerzas
nacionalistas actuales del estado español tienen su origen remoto en el
foralismo carlista.
Pero en el
extremo opuesto del espectro político se van abriendo paso los federalistas, que desempeñarán un destacado papel durante los
años de “La Gloriosa” (1868-1874) y,
dentro de ellos, su ala más radical, los cantonalistas.
El federalismo plantea una estructura política surgida desde abajo, en la que
los diversos territorios se vayan federando entre sí de manera libre,
manteniendo siempre el derecho a retirarse de la misma.
El problema
de la articulación territorial de España, aún no resuelto adecuadamente, será
uno de los grandes temas que enfrenten a los españoles entre sí a lo largo de
la Edad Contemporánea.
La
alternancia política en la época isabelina
Desde que
empezaron a producirse elecciones en España de manera regular, en la década de
los treinta del siglo XIX, hasta el golpe de estado del General Primo de Rivera, en 1923, funcionó una regla, no escrita,
que nunca dejó de cumplirse: El que
convoca elecciones, las gana. Inexorablemente. Sin excepciones.
Y, sin
embargo, siempre hubo alternancia política... ¿Cómo pudo ser esto posible? Si
el que está en la oposición siempre pierde ¿Cómo puede reemplazar al que
gobierna? Muy sencillo: Por la vía
insurreccional.
La Guerra de la Independencia activó en
España viejos mecanismos políticos que se ocultaban latentes en el
subconsciente colectivo. Como dijimos en el anterior capítulo, “cuando fallan las instituciones, queda el
pueblo”. El poder político tiende a perpetuarse, pero las clases populares
habían aprendido a limitarlo desde la calle.
Un fenómeno
típico de la España anterior a 1875 fueron los pronunciamientos militares. Los “pronunciamientos” no son golpes de
estado. Un golpe lo protagoniza alguien que tiene acceso directo al poder o
que, al menos, puede forzarlo de manera más o menos violenta. Los
pronunciamientos vienen a ser una especie de manifiesto, en forma de arenga, al
que se adhiere una unidad militar, en cualquier punto del país, algunos de
ellos muy alejados de la capital, como el del Coronel Rafael de Riego, en 1820, en Las
Cabezas de San Juan, provincia de Sevilla, a 600 km. de Madrid, o el del Almirante
Topete, en Cádiz, en 1868, a más de 650, y que se difunde rápidamente
por el resto del país para que se adhieran a él todo el que lo comparta, creando
un efecto de bola de nieve que a veces tiene éxito y logra sus objetivos y a
veces no. Son propuestas para cambiar el rumbo de la acción política,
inimaginable en un ejército con una estructura de mando rígida, lo que nos está
mostrando una característica profunda de la España isabelina: que el
ejército de esa época seguía conservando un fondo insurreccional que había
adquirido en la guerra contra los invasores franceses.
El ala
derecha de los liberales, los monárquicos isabelinos que procedían de las filas
absolutistas, la regente (hasta 1840) y la reina (desde 1843), constituían un
bloque de poder conservador que intentaba frenar el avance del parlamentarismo
burgués en España. Y frente a ellos se alzaba la burguesía revolucionaria de
las ciudades y el ejército patriótico surgido durante la guerra, con
importantes apoyos entre las clases populares. Este segundo bloque recurrirá
con frecuencia a los pronunciamientos y a las movilizaciones en la calle para
intentar forzar el avance de los procesos democráticos de largo alcance.
Las clases
dominantes del país habían comprobado ya hasta donde podía llegar el potencial
insurreccional latente en el pueblo que una generación atrás había expulsado de
España al ejército más poderoso del mundo de su época. Y cada vez que los
disturbios se extendían por el país, o un número suficiente de militares se
adhería a un pronunciamiento de alguno de los suyos, llamaban a formar gobierno
a algún destacado líder de los progresistas. Así fue como llegaron al poder Mendizábal,
que decretó la primera desamortización de los bienes de la Iglesia
(1836), o el general Espartero, que derrocó a la regente en 1840,
reemplazándola hasta el pronunciamiento conjunto de Narváez (moderado) y
Serrano (un “progresista” muy particular que evolucionaría bastante a lo largo
del período) en 1843, que coronarán a Isabel II (con 13 años de edad) para poder apartar del gobierno al citado general.
Aunque, desde
el punto de vista legal, España contaba con un régimen parlamentario, el poder
efectivo no se alcanzaba a través de las urnas. La derecha lo hacía mediante
maniobras palaciegas y la izquierda por la vía insurreccional. Las urnas
después ratificaban el movimiento político que había tenido lugar. Eso
formaba parte de las reglas no escritas del régimen isabelino.
La Unión
Liberal
La legalidad
institucional, por tanto, era una fachada que ocultaba un sistema muy
inestable. El número de votantes no dejaría de aumentar durante todo el
período, ante la presión de las fuerzas progresistas, y se va produciendo un
desplazamiento hacia la izquierda en la correlación de fuerzas políticas. El
bipartidismo entre moderados y progresistas se irá quedando obsoleto y nuevas
fuerzas aparecen en la escena, que las van reemplazando de manera paulatina.
Entre las dos
grandes formaciones políticas aparece un partido de “centro”, la Unión
Liberal, liderado por O'Donnell, que consigue dar cierta estabilidad
durante un tiempo, batiendo todos los récords de permanencia política durante
el “Gobierno Largo”. Un récord de… ¡casi cinco años! (1858-1863). Algo
increíble en la España isabelina. Un gobierno que será recordado después como
una especie de época dorada. En realidad, la Unión Liberal se había convertido,
de facto, en la nueva derecha durante los últimos años del período isabelino,
que había conseguido estabilizar el sistema integrando en su programa político
buena parte del ideario de los progresistas, y fagocitando al sector más
derechista de sus miembros.
El Partido
Democrático
El Partido
Democrático fue una escisión por la izquierda del Partido Progresista, que
tuvo lugar en 1849:
“propugnaba un
programa político que incluía reivindicaciones populares como la abolición de
las quintas y el derecho de asociación sin restricciones, la libertad completa
de imprenta y, sobre todo, el sufragio universal, propuestas que iban mucho más
lejos del programa tradicional del partido [progresista]. Otra prueba
fue la aparición del diario El
Siglo. Periódico progresista constitucional, en cuyo primer número publicado
el 5 de diciembre de 1847 se decía que la democracia es «nuestro objeto, porque
ella es el último término político de la civilización moderna»”[1]
Este partido
no dejará de crecer hasta el estallido de la revolución de 1868. Muchos de sus
militantes se declaran abiertamente republicanos lo que, según Vilches, no
significaba "sólo la predilección por la República, sino toda una
concepción del orden político basada en la democratización de la vida pública
por la universalización del sufragio, la eliminación del privilegio social, la
atenuación de las diferencias, la racionalización y la laicización de la vida
intelectual y moral partiendo de la escuela primaria"[2].
Conforme vaya
avanzando la década de los 60 se irán decantando dos grandes tendencias
políticas dentro del mismo, los liberal-demócratas, liderados por Emilio
Castelar, y los federalistas, de Francisco Pi y Margall.
“Del grupo castelarino
salió el acuerdo con los progresistas en 1865 y el Pacto de Ostende de 1866...
Otra tendencia fue la que inspiró Pi y Margall, fundada sobre la idea de la
emancipación política y social del cuarto estado, las clases trabajadoras,
mediante la democracia, la división federal del poder público y las asociaciones
obreras, como conjunto garante de la libertad"[3]
La
Revolución de Septiembre
En junio de
1866 tuvo lugar en Madrid la insurrección del cuartel de San Gil,
duramente reprimida por el gobierno del general O'Donnell, de la Unión
Liberal, que ordenó fusilar a 66 sublevados. Pero a la reina no le pareció
suficiente y lo cesó fulminantemente, nombrando en su lugar al general Narváez,
líder del Partido Moderado, el más derechista, en ese momento, del arco
parlamentario. Los “moderados” protagonizarán a partir de entonces una deriva
represiva que hará al resto de partidos “retraerse”, es decir, abandonar el
parlamento. Entonces comenzará la cuenta atrás para el Régimen Isabelino.
El 16 de
agosto progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende, en esta
ciudad belga, que tenía sólo dos puntos:
1º) Destruir lo
existente en las altas esferas del poder;
2º) Nombramiento de
una asamblea constituyente, bajo la dirección de un Gobierno provisorio, la
cual decidiría la suerte del país, cuya soberanía era la ley que representase,
siendo elegida por sufragio universal directo.[4]
La falta de
concreción de este texto buscaba la adhesión al mismo de la Unión Liberal,
hecho que se producirá tras la muerte de O'Donnell, al año siguiente,
que será reemplazado por el general Serrano.
El
levantamiento lo inició, en Cádiz, el almirante Topete, de la Unión
Liberal, el 18 de septiembre de 1868, al que se le unieron, llegados desde el
exilio, el general Prim, así como Sagasta y Ruiz Zorrilla,
progresistas, y el unionista Serrano, y será respaldada por militares de
todo el país. El 28 de septiembre las fuerzas sublevadas, dirigidas por
Serrano, derrotan al ejército real en Alcolea del Río (provincia de
Córdoba). Dos días después Isabel II marchaba al exilio.
El Sexenio
Democrático (1868-1874)
El Sexenio
Democrático o Revolucionario se suele dividir en cuatro etapas:
·
Gobierno Provisional (1868-1871)
·
Reinado de Amadeo I (1871-1873)
·
Primera República (febrero 1873-enero 1874)
·
Dictadura de Serrano (de enero a diciembre de
1874)
El 8 de
octubre se formó un gobierno provisional, presidido por Serrano,
compuesto por miembros de la Unión Liberal y del Partido Progresista.
Ambas fuerzas políticas se decantaron rápidamente por la instauración de una “monarquía
democrática y popular”, rompiendo así los acuerdos previos que tenían con
el Partido Democrático, según el cual debía mantenerse abierta la posibilidad
de proclamar una república hasta la celebración de las primeras elecciones
democráticas. En los tres meses que mediaron entre la formación del gobierno y
las elecciones, el Partido Democrático cambiará de nombre por el de Partido
Republicano Democrático Federal y sufrirá una escisión por su derecha, los demócratas
monárquicos, que serán conocidos en la época como “cimbrios”.
“Las elecciones a
Cortes Constituyentes se celebraron del 15 al 18 de enero de 1869 por sufragio
universal (masculino), lo que dio el derecho al voto a casi cuatro millones de
varones mayores de 25 años,”[5]
El resultado
de esas primeras elecciones democráticas de la Historia de España, en las que
votaron el 70% de los censados, fue el siguiente:
·
Progresistas 159
escaños
·
Unionistas 69
·
Republicanos federales 69
·
Cimbrios 20
·
Carlistas 18
·
Isabelinos o “moderados” 14
·
Republicanos unitarios 2
Era obvio que
los monárquicos tenían en él una amplia mayoría. Así pues quedaba claro que
había que buscar un príncipe “demócrata”, por toda Europa, lo que no iba a resultar nada fácil, a juzgar por las
afirmaciones del general Serrano: «¡Encontrar
a un rey democrático en Europa es tan difícil como encontrar un ateo en el
cielo!».
No entraremos en los detalles de esa
búsqueda, que provocará importantes enfrentamientos entre los diversos países
europeos. Al final parece que hallaron uno, Amadeo
de Saboya, que era lo más progresista que había en la Europa de su
tiempo...
Amadeo de Saboya (1871-1873)
No fue fácil elegir rey para el trono español
en las Cortes Constituyentes de La Gloriosa. A las presiones
internacionales de todo tipo hay que sumar las diferentes posiciones de las
fuerzas parlamentarias. Dije más arriba que había mayoría de monárquicos en el
Congreso de los Diputados. También dijimos en otro artículo que en la primera
legislatura de la III República Francesa la mayoría de los parlamentarias eran
monárquicos. Unos monárquicos que proclamaron la República porque no se ponían
de acuerdo entre ellos acerca de qué persona debía ser coronada como rey. Pues
había “monárquicos” españoles en 1870, igual que en la Francia de 1871, que
preferían proclamar la República antes de permitir que coronaran a según qué
rey.
Amadeo de Saboya era la apuesta final del
Partido Progresista, en
general, y de su máximo dirigente, el general Juan Prim, en particular.
El nuevo rey llegó a Madrid el 2 de enero de 1871, seis días después de que
Prim sufriera un atentado, y tres después de que éste falleciera como
consecuencia del mismo. Muy mal presagio. Una de las primeras
cosas que hizo al llegar fue dirigirse a la iglesia de la Virgen de Atocha, dónde
se había instalado la capilla ardiente del que hasta el 27 de diciembre de 1870
había sido Presidente del Consejo de Ministros y su principal valedor político.
El partido que lo había traído a España se
dividió después en dos: los constitucionalistas de Sagasta y los radicales de
Ruiz Zorrilla, mientras entre los diputados de la Unión Liberal se abrían paso
los partidarios de restaurar la dinastía de los borbones en la persona de
Alfonso XII, los carlistas se levantaban en armas de nuevo y los republicanos
redoblaban su apuesta por la República.
En dos años y
un mes se sucederán seis gobiernos y el rey sufrirá un atentado. El 11 de
febrero de 1873 abdicará y ese mismo día se proclamará la República.
La Primera
República Española
La Primera
República fue proclamada por unas cortes en las que, nominalmente, había
mayoría monárquica. Esto fue posible gracias al giro político que, al respecto,
dió el Partido Radical, que tenía mayoría absoluta en el Congreso de los
Diputados desde las elecciones de agosto de 1872 y que llegó a un acuerdo con
la segunda fuerza del mismo, El Partido Republicano Democrático Federal.
La República
no duró ni once meses (desde el 11 de febrero de 1873 hasta el 3 de enero de
1874). En ese tiempo tuvo cuatro presidentes (Figueras, Pi y Margall, Salmerón
y Castelar), celebró unas elecciones (en mayo de 1873) que fueron boicoteadas
por todas las fuerzas políticas no republicanas y que batieron todos los
records de abstencionismo de la Historia de España (el 60%). Las Cortes
constituyentes republicanas elegidas en mayo no llegarán a cumplir su mandato
de aprobar una constitución, ya que serán suspendidas por el presidente
Castelar entre el 18 de septiembre y el 2 de enero, gobernando mientras tanto
por decreto.
Esta deriva
autoritaria acelerada fue una consecuencia del levantamiento de los
cantonalistas (el ala más intransigente de los federalistas), del
recrudecimiento de la Guerra Carlista en el norte de España y, también, de la
primera guerra de independencia de Cuba, que había estallado durante el reinado
de Amadeo de Saboya. Tres guerras civiles simultáneas que obligaron al
último gobierno republicano a tomar medidas de excepción severas, lo que dará
alas a los generales más conservadores (Pavía, Serrano, Martinez Campos…) que
habían ido ganando protagonismo durante ese intenso período.
Cuando ya
había pasado lo peor de la rebelión cantonalista y la guerra carlista parecía
evolucionar satisfactoriamente, el presidente Castelar decidió levantar las
medidas de excepción y volvió a convocar al Congreso de los Diputados para el
día 2 de enero. En la primera sesión (que comenzó a las 14 horas) presentó una
moción de confianza, cuya votación perderá (pasada ya la media noche), tras la
cual se hizo un receso, al que debía seguir la elección de su sustituto, Eduardo Palanca Asensi. Cuando se
reanudó la misma, fuerzas de la guardia civil y del ejército, mandadas por el
general Pavía, entraron en el edificio disparando al aire y desalojando a los
diputados. Poco después, dicho general mandará un telegrama a los jefes
militares de toda España, con el siguiente texto:
“El ministerio de
Castelar [...] iba a ser sustituido por los que basan su política en la
desorganización del ejército y en la destrucción de la patria. En nombre, pues,
de la salvación del ejército, de la libertad y de la patria he ocupado el
Congreso convocando a los representantes de todos los partidos, exceptuando los
cantonales y los carlistas para que formen un gobierno nacional que salve tan
caros objetivos”[6]
Ante la
negativa de Castelar a presidir un gobierno que iniciaba su andadura con un
golpe de estado, se le pide al General Serrano, que acababa de llegar del
exilio, que volviera a encabezar un gobierno provisional. Éste formará un
gobierno de concentración nacional, en el que había monárquicos
constitucionalistas, radicales y republicanos unitarios, pero del que quedaban
excluidos los republicanos federales. Su prioridad era acabar definitivamente
con la rebelión cantonal y con la Tercera Guerra Carlista para, después,
convocar elecciones a unas cortes constituyentes que debían, primero, decidir
la forma de gobierno que debía regir en nuestro país.
“Quedó así establecida
la dictadura de Serrano, pues no existían Cortes que controlaran la acción del
gobierno, al haber quedado disueltas las Cortes republicanas, ni ley suprema que
delimitara las funciones del gobierno, porque se restableció la Constitución de
1869 pero a continuación se la dejó en suspenso «hasta que se asegurase la
normalidad de la vida política»”[7]
Durante el
año escaso que duró el régimen de Serrano los monárquicos alfonsinos irán
ganando peso político en sus gabinetes. Y mientras él combatía en el norte de
España a los carlistas, Cánovas del
Castillo se reunía en Paris con el futuro Alfonso XII y emitía el Manifiesto
de Sandhurst (1 de diciembre de 1874), firmado por el príncipe, que empezó
a circular entre los círculos monárquicos del país. El 29 de diciembre, el
general Martínez Campos se “pronunció” en Sagunto por la restauración de
los borbones en el trono español, adhiriéndose al Manifiesto citado. El 31 de
diciembre Cánovas se hace cargo del gobierno y el 14 de enero de 1875 el rey
entraba en Madrid.
[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Partido_Democr%C3%A1tico_(Espa%C3%B1a) y Vilches García, Jorge (2001). Progreso y
Libertad. El Partido Progresista en la Revolución Liberal Española. Madrid:
Alianza Editorial. pp. 41-42.
[2] Vilches García, Jorge (2001). Progreso y Libertad. El Partido
Progresista en la Revolución Liberal Española. Madrid: Alianza Editorial.
[5] Fontana, Josep
(2007). La época del liberalismo. Vol. 6 de la Historia de España,
dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares. Barcelona: Crítica/Marcial Pons.
[7] Wikipedia: Primera
República Española y Barón Fernández: El movimiento cantonal de
1873. Sada : Ediciós do Castro. 1998.
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