Colón
guardaba un gran secreto, del que se viene hablando desde hace 500 años: el secreto de cómo llegó a la conclusión de
que había tierras al oeste, en la misma latitud de las islas canarias,
exactamente a 750 lenguas al oeste de la isla de Hierro.
Gonzalo Fernández de
Oviedo, en su libro Historia
General y Natural de las Indias, publicado en Sevilla en 1535, dice:
“Quieren
decir algunos que una carabela que desde España pasaba para Inglaterra cargada
de mercadurías e bastimentos, así como vinos e otras cosas que para aquella
isla se suelen cargar, de que ella caresce e tiene falta, acaesció que le
sobrevinieron tales e tan forzosos tiempos, e tan contrarios, que hobo de
necesidad de correr al Poniente tantos días, que reconosció una o más de las
islas destas partes e Indias; e salió en tierra, e vido gente desnuda, de la
manera que acá la hay; y que cesados los vientos, que contra su voluntad acá le
trujeron, tomó agua y leña para volver a su primer camino. Dicen más: que la
mayor parte de la carga que este navío traía eran bastimentos e cosas de comer,
e vinos; y que así tuvieron con qué se sostener en tan largo viaje e trabajo; e
que después le hizo tiempo a su propósito, y tornó a dar la vuelta, en tan
favorable navegación le subcedió, que volvió a Europa, e fue a Portugal. Pero
como el viaje fuese tan largo y enojoso, y en especial a los que con tanto
temor e peligro forzados le hicieron, por presta que fuese su navegación, les duraría
cuatro o cinco meses, o por ventura más, en venir acá e volver a donde he
dicho. Y en este tiempo se murió, cuasi toda la gente del navío, e no salieron
en Portugal sino el piloto con tres o cuatro, o alguno más, de los marineros e
todos ellos tan dolientes, que en breves días después de llegados murieron.
Dícese,
junto con esto, que este piloto era muy íntimo amigo de Cristóbal Colón, y que
entendía alguna cosa de las alturas; y marcó aquella tierra que halló de la
forma que es dicho, y en mucho secreto dio parte dello a Colom, e le rogó que
le hiciese una carta y asentase en ella aquella tierra que havia visto. Dícese
que él le recogió en su casa, como amigo, y le hizo curar, porque también venía
muy enfermo; pero que también se murió como los otros, e que así quedó informado
Colom de la tierra e navegación destas partes, y en él solo se resumió este
secreto. Unos dicen que este maestre o piloto era andaluz; otros le hacen portugués;
otros vizcaíno; otros dicen quel Colom estaba entonces en la isla de la Madera,
e otros quieren decir que en las de Cabo Verde, y que allí aportó la carabela
que he dicho, y él hobo por esta forma noticia desta tierra.”[1]
Y
Francisco López de Gómara, en su Historia General de las Indias,
publicada en Zaragoza en 1552, escribe:
[Cristóbal Colón] “… en la isla de Madera, donde pienso que
residía a la sazón que llegó allí la carabela susodicha. Hospedó al patrón
della en su casa, el cual le dijo el viaje que le había sucedido y las nuevas
tierras que había visto, para que se las asentase en una carta de marear que le
compraba. Fallesció el piloto en este comedio y dejóle la relación, traza y
altura de las nuevas tierras, y así tuvo Cristóbal Colón noticia de las Indias.
Quieren también otros, porque todo lo digamos, que Cristóbal Colón fuese buen latino
y cosmógrafo, y que se movió a buscar la
tierra de las antípodas, y la rica Cipango de Marco Polo, por haber leído a Platón
en el Timeo y en el Cricias, donde habla de la gran isla Atlante y de
una tierra encubierta mayor que Asia y África; y a Aristóteles o Teofrasto en
el Libro de Maravillas, que dice cómo
ciertos mercaderes cartagineses, navegando del estrecho de Gibraltar hacia
poniente y mediodía, hallaron, al cabo de muchos días, una grande isla
despoblada, empero proveída y con ríos navegables; y que leyó alguno de los
autores atrás por mi acotados. No era docto Cristóbal Colón, mas era bien
entendido. E cómo tuvo noticia de aquellas nuevas tierras por relación del
piloto muerto, informóse de hombres leídos sobre lo que decían los antiguos
acerca de otras tierras y mundos. Con quien más comunicó esto fue un fray Juan
Pérez de Marchena, que moraba en el monasterio de la Rábida; y así, creyó por
muy cierto lo que dejó dicho y escripto aquel piloto que murió en su casa. Parésceme
que si Colón alcanzara por esciencia dónde las indias estaban, que mucho antes,
y sin venir a España, tratara con genoveses, que corren todo el mundo para
ganar algo, de ir a descubrillas. Empero nunca pensó tal cosa hasta que se topó
con aquel piloto español que por fortuna de la mar las halló.”[2]
La leyenda del prenauta
Desde
el mismísimo Descubrimiento de América circula por Castilla y -sobre todo- por
las Indias (en La Española era un
clamor) la leyenda del prenauta, la
del predescubridor de América, que le contó su secreto a Colón en su lecho de
muerte en una de las islas del archipiélago de Madeira. Circulan, incluso,
varios nombres del supuesto navegante, pero el más extendido es el de Alonso Sánchez de Huelva, un señor que
tiene una estatua en esta ciudad y cuyo nombre lleva también un instituto de
enseñanza secundaria.
Estatua de Alonso Sánchez, en Huelva (fuente: Wikipedia)
Se
han escrito gran cantidad de libros hablando del predescubrimiento de América
por un marino castellano o portugués (los portugueses también tienen sus
versiones del asunto en la que ellos son, lógicamente, los protagonistas) que
constituyen un rumor de fondo que cuestiona -desde 1492- la versión oficial
sobre el Descubrimiento.
El libro de Juan Manzano
Pero,
desde mi punto de vista, el libro definitivo sobre este tema es el que publicó Juan Manzano, catedrático de la Universidad
Complutense de Madrid, en 1976, titulado Colón
y su secreto, que tuvo varias reediciones hasta 1992 y está agotado desde
entonces. Sus ejemplares se cotizan -algunos bastante caros- en el mercado de
segunda mano. Creo que no estaría de más una nueva reedición de una obra tan
demandada.
El
libro en cuestión es bastante denso (tiene 743 páginas) y los argumentos que
maneja son bastante sólidos.
Las Capitulaciones de Santa Fe
Manzano,
aunque cita las diversas fuentes del siglo XVI en su argumentario, como todos
los autores que han escrito sobre este tema, se centra sin embargo, fundamentalmente,
en los documentos reales y en los colombinos, así como en el comportamiento y
argumentos manejados tanto por los monarcas como por el propio Colón, los que
se cartean con él, sus herederos, los pinzones y otros individuos que le
acompañaron en algunos de sus viajes. Entre todos van tejiendo una sólida red
que termina volviendo dicha hipótesis no sólo verosímil sino –incluso-
inevitable.
Un
documento fundamental en el argumentario de Manzano
es la propia redacción de las Capitulaciones
de Santa Fe, del 17 de abril de 1492 y de varios documentos relacionados
con las mismas, previos a la partida de Colón.
Las
capitulaciones comienzan así:
“Las
cosas suplicadas e que vuestras altezas dan e otorgan a Don Christóval de Colón
en alguna satisfacción de lo que ha
descubierto en las Mares Océanas y del viage que agora, con el ayuda de
Dios, ha de facer por ellas en servicio de Vuestras Altezas son las que se
siguen.”[3]
Ese
“ha descubierto” -en tiempo pasado- de
las Capitulaciones de Santa Fe abre
la puerta a todo tipo de especulaciones acerca del asunto. No estamos hablando
de rumores que la gente va comentando por la calle, sino del compromiso previo,
por escrito y rubricado por los monarcas, del primer viaje de Colón, el del Descubrimiento. Ninguna de las
palabras de las que figuran en ese texto están ahí puestas por casualidad. El
documento es la expresión de un acuerdo, fruto de meses de negociación entre
ambas partes, en el que hasta la última coma ha tenido que ser consensuada.
Nada en él es accesorio. Al respecto comenta Juan Manzano en su libro:
“Las
«cosas suplicadas» por Colón a los reyes españoles contenidas en un «memorial»
redactado por aquél[4],
fueron ampliamente discutidas y sopesadas por fray Juan Pérez y el secretario
Juan de Coloma[5],
en presencia de Fernando Álvarez de Toledo, secretario de doña Isabel[6].
Habida cuenta la enorme trascendencia de este documento -en el que se otorgan
al aventurero ligur las elevadísimas dignidades de Almirante y Virrey, amén de
otros beneficios de carácter económico-, ni por un momento cabe suponer que los
redactores incurrieran en el más leve descuido u omisión al confeccionarlo. Párrafo
por párrafo, frase por frase, palabra por palabra, las demandas colombinas debieron
ser examinadas con la máxima atención por los anteriores comisionados. Por eso,
cuando concluidas las deliberaciones los reyes se decidieron a estampar su
firma en el histórico documento, eran plenamente conscientes del alcance del
mismo. No nos cabe la menor duda de ello.”[7]
Isabel la Católica reconoce que Colón
cumplió lo prometido
No
podemos saber qué es lo que Colón le contó a los monarcas para convencerlos de
que debían respaldar su proyecto, en contra de la opinión de todos los expertos
consultados. Tampoco lo que le dijo a Fray
Juan Pérez de Marchena (posiblemente en secreto de confesión), para que se
convirtiera en su principal valedor ante la Corte. Lo cierto es que a todos los
que se relacionaron con él les sorprendió sobremanera la seguridad que tenía en
su proyecto y como, varios años después del descubrimiento, la reina Isabel la Católica afirmó públicamente que “había cumplido
todo lo prometido”:
“XI.
Iten, que quando el dicho Cañizares entró y dio a Vs. As. las dichas cartas y
nuestras, LA REINA NUESTRA SEÑORA, DE GLORIOSA MEMORIA, DIXO ANTE MUCHAS
PERSONAS QUE EL DICHO ALMIRANTE AVIA CUMPLIDO LO QUE PROMETIÓ”[8].
…
“Todo
lo que en agosto de 1494 quedaba por descubrir («saber») se había hallado en
1498: las dos tierras firmes (la de acá y la de allá), además de otras muchas
islas. El Almirante podía sentirse plenamente satisfecho. Por su parte había
cumplido fielmente el contrato de Santa Fe. Tan lo creía así que, cuando a la
vuelta de dos años regresa a España cargado de cadenas por orden del gobernador
Bobadilla, no piensa ya en volver a las Indias de sus amores, porque en este
tiempo estimaba ya perfectamente cumplida su misión, al haber descubierto todas
las tierras que ofreció a los soberanos en 1492. Nos lo asegura Hernando Colón,
con ocasión de referirnos la estancia de su padre en la corte de Granada, al
regresar de su tercer viaje, el año 1501: «El Almirante -dice su hijo, en el capítulo LXXXVII de su
Historia- estaba decidido a no meterse más en las cosas de las Indias, sino a descargar de ellas en mi Hermano [Diego]…,
PUES LA PRINCIPAL COSA QUE ÉL HABÍA OFRECIDO ANTES DE DESCUBRIR LAS INDIAS LA
HABIA CUMPLIDO YA, QUE ERA MOSTRAR QUE HABIA ISLAS Y TIERRA FIRME EN LAS PARTES
DE OCCIDENTE, y que el camino era fácil y navegable, la utilidad manifiesta, y
las gentes muy domésticas y desarmadas. De modo que, habiendo probado todo esto
por su persona, ya no faltaba más sino que sus altezas continuasen la empresa,
mandando gente que buscase y procurase entender los secretos de aquellos países».
Hernando se encontraba en la corte de Granada en aquella época y conoce muy
bien los planes e intenciones de su progenitor.
El
padre Las Casas corrobora lo dicho por el cordobés: en Granada –dice-, «el Almirante
siempre les suplicaba [a los reyes] que le tornasen a restituir en su estado, guardándole
sus privilegios de las mercedes que le habían prometido, PUES ÉL HABÍA CUMPLIDO
LO QUE PROMETIÓ…»[9]
A 750 leguas al oeste de la Isla de
Hierro
Colón
no sólo prometió a los reyes que descubriría el Nuevo Mundo (que él creía que eran
las costas orientales de Asia), sino que dio detalles concretos acerca de dónde
estaban esas tierras a las que se dirigía, dio distancias y coordenadas que
resultaron ser bastante rigurosas: esperaba encontrar Cipango (el Japón de Marco Polo) a 750 leguas al oeste de la isla
de Hierro, y La Española (Santo
Domingo, Haití o Quisqueya, que era el nombre que le daban los nativos y que
para Colón siempre fue la Cipango de Marco
Polo) está exactamente a 750 leguas de la isla de Hierro, aunque ligeramente
más al sur (a 20° de latitud norte, se ve que quien fuera que hubiera estado
allí antes no era muy fino calculando latitudes).
Del
estudio exhaustivo de los escritos colombinos, de la correspondencia conocida
del Almirante, así como de las de todos sus interlocutores y compañeros de
viajes se obtienen una gran cantidad de detalles de los que se saca la
conclusión lógica de que Colón sabía
perfectamente a dónde iba. El habló, desde el principio, de multitud de
islas, entre las que estaba el Cipango
de Marco Polo, exactamente a 750
leguas de Canarias y dos tierras firmes (dos continentes): la Tierra Firme de Allá (Asia), a 375
leguas al oeste de Cipango, es decir,
a unas 1.100 leguas de Canarias y la Tierra
Firme de Acá (Suramérica a la altura de la actual Venezuela) a sesenta o
setenta leguas al sur de Cipango (es
decir, de La Española).
¿Por qué asoció Colón el Nuevo
Mundo con Asia?
“No era docto Cristóbal Colón, mas
era bien entendido”
Francisco
López de Gómara
Historia General
de las Indias (1552)
Lo
que quedó meridianamente claro para multitud de contemporáneos suyos era que Colón, cuando partió, sabía perfectamente a dónde iba. Lo que,
sin embargo, hizo pensar a la posteridad que no era así fue su empecinamiento
en asociar tales descubrimientos con el continente asiático. Fue Américo Vespucio el que puso por escrito
algo que muchos de los que colaboraron con Colón o con los reyes en las tareas
de descubrimiento durante los primeros tiempos ya sabían perfectamente: que se trataba de otro continente diferente,
algo que también sabía Colón cuando inició su cuarto viaje en 1502, aunque
referido sólo a la Tierra Firme de Acá
(Suramérica). El siempre creyó que la Tierra
Firme de Allá, que era la que fue a buscar en 1502 sí lo era, y murió
creyéndolo a pesar de todas las evidencias que había en su contra.
Del
comportamiento de Colón se deduce que sus “conocimientos” acerca de la
existencia de las Indias Occidentales
tenían dos facetas claramente diferenciadas: una parte empírica, que resultó ser
extraordinariamente precisa y otra más teórica, que resultó un verdadero
fiasco. La primera fue la que lo convirtió en el personaje que cambió la
historia de la Humanidad y la segunda servirá a sus detractores para
desautorizarlo. Pero, por muy desorientado que estuviera Colón acerca de dónde
estaba Asia, el descubrimiento de América constituye un hecho capital en la Historia
Universal por sí solo, al margen de la posible conexión por el oeste con las tierras del Gran Khan que él utilizó
como argumento para recabar los apoyos necesarios para poder llevar a cabo el
viaje proyectado.
La
confusión entre conocimiento empírico y teórico dio argumentos a sus
adversarios y también ha suministrado evidencias acerca del predescubrimiento
por una persona o personas distintas de él.
El mapa de Toscanelli
Colón
no fue el primero que habló de la posible existencia de tierras al otro lado
del Atlántico. En la propia corte portuguesa se había estado valorando esa
opción, antes de que apareciera por allí, y él lo sabía.
“Dos
años antes de la llegada de Colón a tierra portuguesa el canónigo lisboeta
Fernao Martins recibía una carta, fechada en Florencia el 25 de julio de 1474,
que le enviaba el famoso físico, matemático y astrónomo Paolo dal Pozzo Toscanelli,
gran amigo suyo desde años atrás, pues se conocieron en Italia.
Durante
su época italiana, Martins habló algunas veces con el florentino de las
navegaciones que en aquellos años llevaban a cabo sus compatriotas, a lo largo
de la costa africana, con el propósito de alcanzar las regiones extremo-orientales
de la India, donde se encontraban las islas de la Especiería. En estas
conversaciones, Toscanelli le indicó a su amigo que a la India se podía llegar
por un camino más corto que el seguido por los lusitanos (por la costa de
Guinea y las playas meridionales), navegando con rumbo Oeste el mar Tenebroso.
A
su regreso a Lisboa, el canónigo Martins expuso a su soberano las revolucionarias
ideas de su amigo Toscanelli. Vivamente interesado por la relación de Martins,
Alfonso V ordenó a su fiel consejero que escribiera una carta al florentino
pidiéndole datos y aclaraciones sobre su original proyecto de descubrimiento de
las Indias por el nuevo camino del mar.
En
su respuesta al portugués, Toscanelli le da alguna información sobre las
regiones orientales, información que él había recogido en la obra de Marco Polo
y en las relaciones orales que le facilitó un viajero italiano contemporáneo: Nicòlo
di Conti, muerto en 1469.
Para
facilitar la comprensión de su proyecto, Toscanelli envió en esta ocasión al
rey portugués una carta de navegación confeccionada por él. En esta carta, hoy
desaparecida, el sabio italiano representaba «todo el fin del poniente [las
costas occidentales Europa y de África, «desde Irlanda… hasta el fin de Guinea»]
con todas las islas que en este camino están, enfrente
de las cuales, derecho por Poniente, está pintado el comienzo de las Indias»; puntualizando el número de leguas que
tendrían que recorrer los navíos que, salidos de las playas occidentales,
intentaran arribar «a aquellos lugares fértilísimos en todas maneras de especiería,
y en joyas y piedras preciosas». Estas regiones continentales del Oriente,
ubicadas en la ribera opuesta del Atlántico (a las que, según Toscanelli, «se
puede ir muy derechamente» por el nuevo camino marítimo indicado por él en su
carta con toda precisión, ya que señalaba la longitud y latitud por una serie
de meridianos y paralelos dibujados en su mapa) eran los opulentos reinos del Cathay
y Mangy, señoreados por un poderosísimo monarca, llamado Gran Khan; nombre,
dice Toscanelli, que equivale en nuestro idioma al de Rey de Reyes. Se trataba
de un gran Emperador que dominaba un extensísimo país, sumamente poblado, cuyas
gentes, en gran parte mercaderes, navegaban constantemente con múltiples barcos
por aquellas costas. El tráfico mercantil era especialmente importante en un «puerto
nobilísimo, llamado Zaitón, do cargan y descargan -dice el florentino- cada año
cien naos grandes de pimienta, allende las otras muchas naos que cargan las
otras especierías». En la provincia de Mangui existía «la nobilísima y gran
ciudad del Quinsay», la «Ciudad del Cielo», de la cual se contaban cosas
maravillosas. El gran Señor residía habitualmente en el Cathay.
Al
este del Cathay se encontraba «la nobilísima ISLA DE CIPANGO, … la cual isla es
fertilísima de oro y de perlas y piedras preciosas. SABED -advierte Toscanelli
- QUE [EN ESTA ISLA] DE ORO PURO COBIJAN LOS TEMPLOS Y LAS CASAS REALES».
Tengamos bien presentes estas últimas frases para comprender mejor después la
sorprendentes deducciones de nuestro autodidacta.
Cuando
la precedente epístola de Toscanelli llegó a poder de su destinatario, éste se
apresuró a comunicársela al soberano, quien, a su vez, la dio a conocer a los
técnicos en cosmografía y navegación de su corte, para que sobre ella emitieran
el correspondiente dictamen.
El
proyecto de Toscanelli no fue aceptado por nuestros vecinos, pues nos consta
que éstos decidieron levantar el castillo de San Jorge, en la Mina de oro de Guinea
(1481), como escala obligada para sus navegaciones a lo largo de las costas
africanas. Desde este momento, el camino del Oeste propuesto por Toscanelli fue
olvidado, y su proyecto debió quedar depositado en los archivos de la
cancillería portuguesa.”[10]
La
fuente básica en la que Toscanelli se apoyaba para sostener su tesis no era
otra que los escritos de Marco Polo que,
como sabemos, vivió durante años en China, a la que él llamaba Catay. No estuvo en Japón (Cipango), pero tenía las referencias que
le proporcionaron los chinos, entre ellas que era el principal suministrador
tanto de oro como de perlas en la época en la que él estuvo allí. Toscanelli,
en base a las descripciones de Marco Polo, se atrevió a elaborar un mapa y
estimar la posible distancia a la que dichas tierras estaban de Europa… ¡por el oeste!, toda una temeridad. Pero
el rey de Portugal le dio crédito y eso lo convirtió en una fuente de
referencia indiscutible para Colón (que vivía en Portugal) y le brindaba un
argumentario de cierto prestigio para vender su propio proyecto. El canónigo Martins, interlocutor portugués
de Toscanelli, resultó ser un amigo de la familia de la mujer de Colón y le dio
información detallada al respecto. Para
el futuro almirante Toscanelli fue siempre la máxima autoridad en este asunto.
Colón, curiosamente, no leyó su fuente originaria (el libro de Marco Polo) hasta
poco antes de emprender su cuarto viaje (el último de todos). Y de dicha
lectura dedujo que entre la Tierra Firme
de Acá (Suramérica) y la de Allá (Asia)
tenía que haber algún estrecho o paso por el que Marco Polo alcanzó el Océano
Índico en su viaje de regreso, posibilidad que no había tenido en cuenta hasta
entonces, luego las dos tierras firmes eran continentes diferentes y Marco Polo
nunca llegó a saber que la de Acá
existía.
Aunque
el mapa de Toscanelli no haya llegado directamente hasta nosotros, sí lo ha
hecho la versión simplificada que del mismo elaboró Martín Behaim alrededor de 1492 y que Manzano publica en su libro:
Mapa de Martin Behaim
En
dicho mapa, como vemos, no hay ninguna gran masa de tierra al sur de Cipango.
Sin embargo Colón sabía que sí la había (la Tierra
Firme de Acá) ergo -además de Toscanelli- tenía otra fuente… más empírica,
menos teórica, que resultó ser extraordinariamente precisa. Sabía que la Tierra Firme de Acá (las costas de la
actual Venezuela) estaba sesenta o setenta
leguas justo al sur de Cipango (la Española), lo que era rigurosamente
cierto. Esa información no la pudo obtener de ninguna fuente erudita, sólo se
la pudo contar alguien que ya hubiera estado allí.
¿Por qué pensaba Colón que La Española era Cipango?
Colón
sabía cosas sobre aquellas tierras que no procedían de Toscanelli. Sabía que en
la isla que los nativos llamaban Quisqueya
había minas de oro… en una región que denominaban Cibao, que estaba gobernada por un señor llamado Caonaboa (palabra compuesta por los
vocablos taínos “Caona”, que
significaba “oro”, y “boa”, que significaba “casa”, lo que sugiere que su “nombre”
tal vez fuera -en realidad- su título) o Caonabó,
y que dicho gobernante era el más poderoso de Quisqueya. Así que interpretó que
“Cibao” había terminado derivando en
el “Cipango” de Toscanelli y que éste
–o cualquiera de los que habían formado parte de la cadena que transmitió el
mensaje- había exagerado la riqueza y el nivel cultural del país al que hoy
llamamos Japón.
También
sabía cómo llegar hasta allí desde la costa norte, pues había un monte muy
característico en la misma que desde lejos parecía un islote pero que en
realidad era una pequeña península (y que en cuanto lo detectó lo llamó Monte Christi), que se encontraba muy
cerca de la desembocadura de un río en cuya cabecera se encontraba Cibao, es decir, el reino de Caonabó, el más rico y poderoso de los
reyes de Quisqueya, que era dueño de las minas de oro que había allí y cuyo
límite estaba situado a 20 leguas de la costa norte.
Igualmente
sabía que en la citada isla no había ningún yacimiento de perlas, como afirmaba
Toscanelli, pero que se comerciaba con ellas, ya que su fuente originaria estaba
en la Tierra Firme de Acá, en una
región que los nativos llamaban Cubagua.
Conocía también la existencia de la isla de Jamaica y del actual Puerto Rico,
de las islas vírgenes, situadas más hacia el este y de la existencia de zonas
entre esas islas muy peligrosas para la navegación (50 leguas al este de su Cipango) por la presencia de rocas muy
cercanas a la superficie. De hecho ordenó a su tripulación -en el primer viaje-
dejar de navegar de noche cuando calculó estar a 700 leguas de las Canarias,
para no tener desagradables experiencias en ese sentido. Las tripulaciones que
le acompañaron en dicho viaje, empezando por Martín Alonso Pinzón, conocían estas instrucciones, de donde
dedujeron –obviamente- que Colón navegaba por zona conocida. De hecho, el
capitán de la Pinta sabía lo suficiente del Cipango colombino como para
descubrir antes que el Almirante (cuando se perdió durante un mes) el Monte Christi, la desembocadura del río
que nacía en el Cibao y -de hecho-
mandó una exploración para localizar ese reino, que se detuvo antes de
alcanzarlo porque encontraron oro antes, en las orillas de un río:
“Al
parecer, Martín Alonso y un pequeño grupo de sus hombres (doce, dice su hijo)
entraron en la Vega Real, donde encontraron oro en las orillas de unos ríos”.[11]
Fue
ese descubrimiento del mayor de los pinzones y su expedición al Cibao el que deterioró la relación entre
éste y Colón, ya que el Almirante dedujo que Martín Alonso se había extraviado adrede, para ser él el que descubriera
–precisamente- las minas de oro. Luego… sabía lo suficiente como para poderlo
hacer.
Los
tripulantes de las naves descubridoras aceptaron embarcarse hacia lo
desconocido porque alguien les dio seguridades. En el caso de los paleños
(tripulantes de la Pinta y la Niña) fue Martín Alonso Pinzón. En el de los de la Santa María sería –obviamente- Juan
de la Cosa. Estas eran las personas
en las que ellos confiaban. Luego Colón tuvo que ganarse dicha confianza
con argumentos creíbles. Tanto los pinzones como Juan de la Cosa eran expertos
navegantes, con una gran experiencia acumulada, que no se iban a dejar
convencer por cantos de sirenas ni por las opiniones de los eruditos. Tenía que
haber algo más. Todos habían interiorizado antes de partir que una vez que
dejaran atrás las islas canarias no verían tierra hasta haber recorrido 750
leguas hacia el oeste. Esa certeza no podía proceder de los escritos ni del
mapa de Toscanelli, tenía que haber un conocimiento mucho más empírico para que
los marinos aceptaran ese riesgo: se
estaban jugando la vida.
“Según
el Diario, al anochecer del sábado, 6 de octubre,
Martín Alonso, basado en la carta de navegación de Cristóbal Colón, cree haber
alcanzado la longitud donde éste situaba el Cipango. Ahora bien, como ellos
navegaban por la latitud 28, situada algo más al norte del lugar donde el
genovés tenía ubicada en su mapa la famosa isla, el capitán de La Pinta aconseja públicamente que se cambie el
rumbo oeste, inalterado hasta entonces, por el sudoeste («cuarta del oeste, a
la parte del sudueste»), a fin de arribar cuanto antes a la futura Española (el
Cipango colombino). Colón no accede a esta pretensión de su subordinado […]
Sin embargo, al día siguiente, al avistar
los de la flota «gran multitud de aves» que venían de la parte del norte y se
dirigían al sudoeste, Colón decide desviarse de su camino ordinario -el oeste-
y navegar en la misma dirección seguida por las bandadas de pájaros, que era,
aproximadamente, la indicada por Martín Alonso unas horas antes.”[12]
Creo
que esta cita ha dejado meridianamente claro que, antes de partir, las
tripulaciones sabían lo suficiente acerca de lo que les esperaba en el viaje
como para poder darle un voto de confianza a Colón, y el desarrollo de los
acontecimientos confirmó que no estaban equivocados.
Pruebas e indicios, sobre el
terreno, del viaje de los prenautas
La
mayor parte del libro de Juan Manzano está dedicada a demostrar, en base al
comportamiento y a las manifestaciones de todos los que tuvieron algo que ver
con la gesta colombina, que había un conocimiento previo a su partida de lo que
se iban a encontrar allí. Pero los hipotéticos prenautas –además- dejaron
pruebas y testigos de su presencia sobre el terreno que dio alas a las
diferentes versiones que desde entonces no han parado de circular al respecto.
La
primera de las pruebas era el nido de pelotas
de lombarda (balas de cañón) que había enterrado en el lugar que Colón
escogió para establecer la fortaleza de Santo
Tomás, en un lugar estratégico en el límite de los dominios de Caonabó. El Padre Las Casas lo describe así:
“De
una cosa hobo admiración el Almirante y los que con él estaban, conviene a
saber, que, abriendo los cimientos para una fortaleza, y haciendo la cava, cavando
hondo bien un estado, y aun rompiendo a partes alguna peña, hallaron unos nidos
de paja, como si hobiera pocos años que allí hobieran sido puestos, y, como por
huevos, entre ellos, había tres o cuatro piedras redondas, casi como unas
naranjas, de la manera que las pudieran haber hecho para pelotas de lombardas”[13].
Este
hecho tuvo lugar en su segundo viaje, a mediados de marzo de 1494. Aunque Colón
se movió con relativa libertad en la zona norte de La Española, fue tomando sus precauciones conforme se acercaba al Cibao, pues debía saber que el monarca
del lugar no era tan amigable como lo fueron las poblaciones septentrionales.
Es curioso que las pelotas de lombarda estuvieran bien escondidas en un lugar
estratégico situado justo en el límite de dicho territorio, que fue precisamente el que escogió Colón
para situar su puesto avanzado. Todo apunta a que los prenautas, cuando
dejaron el territorio, tenían planeado volver, y que los detalles de dicho plan
eran conocidos por Colón.
El Codaste y el cazuelo de hierro
encontrados en Guadalupe
Colón
advirtió a las tripulaciones de la existencia de pueblos de caníbales (los
caribes), que vivían en las islas orientales. También que existía una isla
habitada sólo por mujeres, a la que los nativos llamaban Matininó (la actual Guadalupe)[14].
Hubo más restos materiales de origen español que los descubridores encontraron
en tierras americanas. Bartolomé de las Casas
dice:
“Mandó
[el Almirante] que fuesen ciertas barcas a tierra y a ver un poblezuelo que
parecía en la costa junto a la mar, donde no hallaron a nadie, porque como
vieron los navíos, huyeron todos los vecinos dél a los montes. Allí hallaron
los primeros papagayos, que llamaron guacamayos, tan grandes como gallos, de
muchos colores, y lo más es colorado, poco azul y blanco; éstos nunca chirrían
ni hablan, sino de cuando en cuando dan unos gritos desgraciados, y solamente
se hallan en tierra firme en la costa de Paria y por allí adelante. HALLARON EN
LAS CASAS UN MADERO DE NAVÍO QUE LLAMAN LOS MARINEROS QUODASTE; DE QUE TODOS SE
MARAVILLARON, Y NO SUPIERON IMAGINAR CÓMO HOBIESE ALLÍ VENIDO, sino que los
vientos y los mares lo hobiesen allí traído o de las islas de Canarias o de La
Española, de la nao que allí perdió el Almirante el primer viaje”.[15]
Y
el propio Hernando Colón (hijo del
descubridor), haciendo referencia a la misma exploración, cuenta:
“Después
de fondear, fueron a tierra con los bateles para ver la población que se
divisaba desde la orilla; no encontraron en ella a nadie, porque la gente había
huido al monte, excepto algunos niños, a los que pusieron cascabeles en los
brazos para tranquilizar a los padres cuando volviesen. Hallaron en las casas
muchas ocas semejantes a las nuestras y muchos papagayos, de colores verde,
azul, blanco y rojo, del tamaño de los gallos comunes. Vieron también calabazas
y ciertas frutas que parecían piñas verdes, como las nuestras, si bien bastante
mayores, llenas de pulpa maciza, como el melón, y de olor y sabor mucho más
suave; las cuales nacen en plantas parecidas a lirios o áloes, por los campos,
aunque son mejores las que se cultivan, como luego se supo. Vieron también
otras hierbas y frutas diferentes de las nuestras, y hamacas de algodón, arcos,
flechas y otras cosas por el estilo, de las cuales los nuestros no tomaron
ninguna, para que los indios se fiasen más de los cristianos.
«PERO
LO QUE ENTONCES MÁS LES MARAVILLÓ FUE QUE ENCONTRARON UN CAZUELO DE HIERRO;
aunque yo creo que por ser los cantos y pedernales de aquella tierra de aspecto
de hierro reluciente, alguien de poco juicio, que lo encontró, lo creería de hierro,
aunque no lo era, como quiera que desde entonces hasta el día de hoy no se ha
visto cosa alguna de hierro entre aquellas gentes, ni yo se lo he oído decir al
Almirante. Antes creo que acostumbrado él a escribir diariamente lo que ocurría
y lo que le decía, hubiese anotado con las demás cosas lo que acerca de esto le
refirieron los que habían ido a tierra; y aunque el cazuelo hubiese sido de hierro,
no sería cosa de maravillarse; porque siendo los indios de aquella isla de
Guadalupe caribes, y corriendo y robando hasta La Española, quizá tuviera aquel
cazuelo de los cristianos o de otros indios de aquella isla. Como también pudo
ocurrir que hubiesen llevado el casco de la nave que perdió el Almirante,
encontrado por ellos, a sus casas, para aprovecharse de los hierros; y aun
cuando no hubiese sido el casco de aquella nave, habría sido la armazón rota de
otra, que los vientos y las corrientes hubiesen llevado desde nuestras regiones
a aquellos lugares. Pero sería de ello lo que fuere, aquel día no tomaron el cazuelo
ni ninguna otra cosa, y se volvieron a los navíos».”[16]
Es
obvio que a Hernando Colón, heredero
del Almirante, no le interesaba -bajo ningún concepto- que se divulgara la
versión del predescubrimiento. Por eso sorprende esta cita tan explícita por su
parte al respecto. Pero es que en la época en la que él escribió esto la
leyenda de los prenautas ya era un clamor, que exigía algún tipo de respuesta.
“Antes
de abandonar Guadalupe en compañía del Almirante, queremos referir otro extraño
descubrimiento hecho por los españoles en esta isla, durante los seis días de
forzosa espera de la flota para recuperar a los marineros extraviados en la
selva guadalupana. Lo refiere Cuneo, tripulante del segundo viaje, y, por
tanto, testigo de vista del acontecimiento. Prestemos atención a sus palabras:
«Estuvimos
–dice- en el templo de los caníbales Y VIMOS DOS ESTATUAS DE MADERA TALLADA
PARECIDAS A LA PIEDAD»
El
templo Caribe lo debieron ver los expedicionarios en Guadalupe, pues en ninguna
otra isla de los fieros antropófagos desembarcaron los españoles en noviembre
de 1493, excepción hecha de Santa Cruz, poblada también por estos hombres
nefandos, en la que sólo se detuvo la flota seis horas, aunque durante ese
tiempo un grupo de marineros desembarcados llegó hasta un poblado indígena, del
que huyeron sus habitantes.
Pero,
independientemente del lugar donde se encontrara el templo caribe, lo que ahora
excita tremendamente nuestra curiosidad es el hallazgo, en su casa de oración,
de las dos estatuas de madera tallada que a los españoles la recordaron a la Virgen
Dolorosa. No queremos dejar volar nuestra imaginación. Suponemos que Cuneo no
tuvo ninguna intención de mentirnos. Tampoco él asegura que las tallas
contuvieran una real representación de la Virgen, sino que, a simple vista, le
recordaron las conocidas imágenes de la Piedad. Lo que sí nos extraña es que
las tallas se encuentren precisamente en su templo, como unos cemíes más, pero
muy diferentes a los que aquellos isleños acostumbraban a tener en sus adoratorios
particulares, en los cuales figuraba invariablemente representado el diablo,
como nos lo aseguran Oviedo y Bernáldez, que tuvieron ocasión de contemplarlos
con sus propios ojos.”[17]
Los “cristianos” de Paria y Cumaná
“En
la costa sur de la península de Paria encontrará Colón, en su tercer viaje,
bastantes hombres y mujeres «harto blancos». El cacique de Cumaná (región
contigua a Paria) tenía en su casa algunas hermosas jóvenes blancas. Y los cumaneses
–esto es lo más significativo para nosotros ahora–, entre sus ídolos, adoraban
unas extrañas cruces, que les servían para ahuyentar a los demonios cuando se les
aparecían de noche, cruces que también ellos colocaban a sus hijos al nacer.”[18]
…
“Durante
la estancia de los españoles en este lugar de Paria, donde tan obsequiosos y
hospitalarios se mostraron los indios con ellos, ocurrió un hecho insólito,
desconcertante, que no queremos omitir:
«En
esta tierra -consigna La Lettera- pusimos pila bautismal e infinita gente se bautizó».”[19]
Como
vemos por estos comentarios (la fuente del último es La Lettera, una obra atribuida a Américo Vespucio) los nativos de Cumaná tenían altares con cruces y
sus vecinos de Paria pidieron ser bautizados masivamente cuando Colón apareció
por allí en su tercer viaje. A lo que hay que añadir la presencia de jóvenes “harto blancos”. Es obvio que no era la primera vez que veían a los españoles por sus
costas.
Las leyendas sobre los hombres blancos
[Fray Bartolomé de] “Las Casas, que residió también en Cuba
algún tiempo, nos dice «que los indios cubanos tenían reciente memoria de haber
llegado a esta isla Española otros hombres blancos y barbados como nosotros,
antes que nosotros no muchos años;[…]
esto pudieron saber los indios vecinos de Cuba, porque como no diste más de diez
y ocho leguas la una de la otra de punta a punta, cada día se comunicaban con
sus barquillos o canoas, mayormente que Cuba sabemos, sin duda, que se pobló y
poblaba desta Española»”.[20]
También
había leyendas al respecto en La Española:
“…
una curiosa leyenda, recogida en un cantar o areito por los indios de La
Española, en la que se anunciaba la próxima arribada la isla de los hombres
blancos. Se trata de una tradición taína, que contaron los indígenas de La
Española a fray Ramón Pané, ermitaño jerónimo, y que éste recogió en su Relación
de las antigüedades de los indios. Años
después, Hernando Colón incluyó la Relación de Pané en el capítulo LXII de su Vida del Almirante. Anglería –en el Epistolario y en sus Décadas- y fray Bartolomé de las Casas – en su Apologética Historia de las
Indias- utilizaron las noticias del
fraile jerónimo. Y tomándola de los anteriores, mencionan la leyenda taína, Gómara,
Santa Cruz, Castellanos y otros autores.”[21]
…
“Y
dicen que este cacique afirma haber hablado con Yiocavugama, quien le había
anunciado que cuantos viviesen después de su muerte, gozarían poco tiempo de su
dominio, porque vendría a su país una gente con vestidos, que los dominaría y
mataría, y que se morirían de hambre. Pero ellos pensaron que éstos serían los
caníbales; mas luego, considerando que éstos no hacían sino robar y marcharse,
creyeron que sería otra gente aquella de que hablaba el cemí. Por eso creen
ahora que se trata del Almirante y de la gente que lleva consigo.”[22]
Y
Pedro Mártir de Anglería escribe:
“En
areitos transmitidos por sus mayores se contiene la profecía de nuestra
llegada, y entonándolos con gemidos se representan su desgracia. «Vendrían a
nuestra isla, dicen, maguacochíos, esto es, hombres vestidos, armados de
espadas capaces de dividirnos de un solo tajo, y a cuyo yugo habrá de someterse
nuestra descendencia.»”[23]
Todas
estas leyendas son interpretadas por Juan
Manzano de la siguiente manera:
“Los
hombres barbados de Las Casas debieron de ser los que llegaron a La Española
cuando reinaba en el gran valle de la isla Cacivaquex, padre del actual
reyezuelo. Existe una perfecta correlación, en nuestro sentir, entre la noticia
de los indios cubanos y la tradición que mantenían viva los indígenas de Haití
en su famoso areito. Esta leyenda surge precisamente en la región de La
Española contigua a las montañas del Cibao, donde se encontraban las minas de
oro de la isla. […] Así
pues, la leyenda taína de la llegada de los hombres vestidos tiene para
nosotros un fondo real, que vamos a tratar de esclarecer […] Cuando los caciques de Haití -y entre ellos
Cacivaquex, padre de Guarionex- vieron deambular por sus tierras a aquellos
hombres extraños, muy poderosos a juzgar por las armas que portaban, y
comprobaron su sed insaciable de oro y su lascivia, llegarían a la conclusión
de que los invasores tendrían que regresar algún día para señorear sus tierras
y llevarse el oro de las minas que ahora habían descubierto; con lo cual, ellos
-los reyes y caciques- quedarían privados del poder omnímodo que hasta entonces
habían tenido sobre sus indios. Estos, poco o nada podían perder al cambiar de
dueño, pero ellos serían desplazados de su elevado pedestal por los hombres barbados,
para quedar reducidos a unos seres miserables.”[24]
Para
contextualizar todo esto debemos tener en cuenta la composición étnica previa
que encuentran los españoles en las Antillas a su llegada: la mayor parte de la
población de La Española y de Cuba eran taínos,
unos indios bastante pacíficos que los acogieron bien y que habían desarrollado
una agricultura de subsistencia. Aunque aquellas tierras era muy fértiles y había
densas zonas selváticas, los animales de las islas no eran muy grandes y, en
consecuencia, el aporte proteico era deficitario, algo que ha sido bastante
estudiado por los antropólogos contemporáneos (invito al lector a leer el libro
de Marvin Harris “Caníbales y reyes”
para situarse). Esto explica la existencia de multitud de tribus de caníbales
en las pequeñas Antillas y en las costas meridionales y occidentales del Mar Caribe.
El pueblo caníbal más famoso de todos era, precisamente, el que dio nombre a
dicho mar, el de los caribes, que habitaban
las pequeñas Antillas orientales y algunos puntos de la costa suramericana
contiguos a ellas. Los caribes hacían
continuas incursiones militares en la zona de los taínos puramente
depredadoras, ya que eran antropófagos como hemos dicho, en las que también
robaban todo lo que veían de alguna utilidad. Esta tensión entre depredadores y
pacíficos agricultores facilitó la penetración de los españoles en las grandes
Antillas y las áreas costeras caribeñas y del golfo de México.
No
obstante, algunos caribes, mucho antes de la llegada de los españoles, se
habían establecido como aristocracia guerrera en algunas zonas de La Española,
sometiendo a los taínos y haciéndolos trabajar para ellos, evolucionando por su
cuenta y creando señoríos o pequeños estados, uno de los más destacados era –precisamente-
el de Cibao, mandado por Caonabó que era donde estaban las minas
de oro que buscaba Colón. Dicha aristocracia guerrera de La Española era conocida por los nativos como los “ciguayos”, que en cuanto vieron
aparecer a los españoles por sus costas y detectaron su interés por el oro intuyeron
qué era lo que iba a pasar. Dado que entre la llegada de los hipotéticos
prenautas y la de Colón debieron transcurrir entre quince y veinte años, dio
tiempo a que las leyendas sobre los hombres barbudos y las profecías sobre la
futura destrucción de su entorno cultural se extendieran por toda la zona,
llegando hasta la isla de Cuba, donde parece ser que los prenautas no
estuvieron.
La
destrucción del Fuerte de Navidad,
que Colón dejó en la costa norte de La Española en su primer viaje, construido con
los restos de la nao Santa María, fue
obra precisamente de los ciguayos de Caonabó. Y las precauciones que tanto
Colón como Martín Alonso Pinzón guardaron en su acercamiento al Cibao demuestran
que ya tenían referencias previas acerca de la hostilidad que podían esperar de
dichos guerreros. Todo esto ayuda a explicar multitud de sucesos que tuvieron
lugar más adelante, conforme los españoles fueron avanzando por todos aquellos
territorios (desde las pequeñas Antillas hasta el mismísimo imperio Azteca), ya
que su fama les había precedido.
La ruta de los prenautas
La
historiografía ha dado por supuesto que los nativos se vieron sorprendidos por
la llegada de los españoles, lo que les dio a éstos la ventaja de la sorpresa,
que aprovecharían para someter con relativa rapidez buena parte del Nuevo Mundo;
pero esto no fue exactamente así pues, aunque la inmensa mayoría de los
indígenas no habían visto jamás a los españoles, sí que habían oído hablar de
ellos y estaban predispuestos a actuar de una o de otra manera, en función de
sus propios conflictos internos. Los “aristócratas” y los guerreros eran
hostiles, en cambio los pueblos dominados por éstos estaban mejor predispuestos
a relacionarse con ellos, pues podrían –tal vez- ayudarles a librarse de sus
opresores. Hay multitud de historias que confirman esto. Y, desde luego, el
caso más paradigmático de todos tuvo lugar treinta años más tarde de la llegada
de Colón, en Mesoamérica, y tuvo a Hernán Cortés como protagonista. Las
inercias históricas, como vengo afirmando en este blog desde 2012, son mucho
más poderosas de lo que las historias oficiales reflejan, que tienden a
presentar como meramente casuales o aleatorios unos procesos que, en realidad,
no son más que el desarrollo lógico de las correlaciones de fuerzas previas.
En
base a todas estas pruebas e indicios que los distintos protagonistas de los
acontecimientos históricos ligados al Descubrimiento de América nos han
suministrado y que -si los sabemos conectar- nos dan una imagen bastante clara
de lo que pasó, Juan Manzano ha reconstruido la ruta seguida por los prenautas
con relativa precisión.
Es
muy probable que el barco en cuestión perteneciera a una tripulación castellana
que llevaba bastimentos diversos hasta las bases portuguesas de Cabo Verde en
los años 70 del siglo XV (antes de la firma del Tratado de Alcáçovas-Toledo (1479-1480), que les vetó esas rutas comerciales).
Allí adquirieron un cargamento de esclavos negros que pensaban vender en algún
puerto castellano, e iniciaron el camino de regreso usando la ruta convencional
(la Volta da Mina), que los obligaba
a adentrarse bastante hacia el oeste en el Océano Atlántico, impulsados por los
alisios, buscando vientos más
favorables para poder girar hacia el norte en la longitud de las Azores.
Pero
parece ser que ese viaje de vuelta tuvo lugar en la época del año en la que
proliferan los huracanes y las tormentas tropicales, viéndose sorprendidos por una
sucesión de días en los que el tiempo estuvo nublado de manera permanente y los
vientos los impulsaron con fuerza en la dirección de los alisios (oeste) en la
misma latitud del archipiélago portugués de Cabo Verde (su punto de procedencia),
lo que les llevó hasta las costas del noroeste de Brasil, alcanzando tierra a
la altura del Cabo Orange en el
límite actual entre las costas de Brasil y de la Guayana Francesa, dónde
tuvieron la impresión de encontrarse en el extremo más oriental del nuevo
continente al que acababan de llegar, ya que ahí la costa suramericana gira
bruscamente hacia el sur (esa interpretación de los prenautas tendrá
importantes consecuencias históricas, como veremos más adelante).
Siguieron
costeando en dirección oeste, hasta que se toparon con las Pequeñas Antillas,
decidiendo entonces girar hacia el norte para explorarlas y, también, para no
seguir alejándose de España, dado que eran conscientes de que para volver
tendrían que alcanzar aproximadamente el paralelo 40. Así pues mataban dos
pájaros de un tiro: seguían explorando aquellas tierras y, además, mantenían la
ruta de regreso a casa. En las Antillas Orientales tuvieron –obviamente-
desagradables encuentros con los caribes,
a los que pudieron repeler con facilidad dado que -como hemos visto- tenían
lombardas y estaban bien armados dado que, aunque eran mercaderes, traficaban
con esclavos en zonas, además, relativamente peligrosas.
En
las Islas Vírgenes se encontraron con los bajos traicioneros que pueden hacer
naufragar cualquier barco con facilidad. Después arribaron a Puerto Rico, La
Española y Jamaica. En La Española se les escaparon los negros, lo que explica algunas
cosas que pasaron después:
“Los
indios de la Española le habían dicho a Colón que hasta ella habían llegado en tiempos
anteriores gente negra procedente del Sudeste. […]
En su cuarto viaje, el Almirante
encontrará, entre Punta Caxinas y el Cabo de Gracias a Dios, gente «casi negra
y de feo aspecto… y en todo muy selvática».”[25]
Es
obvio que los negros citados encontraron la forma de huir de La Española y llegar nada menos que
hasta la actual Honduras, que es
dónde se encuentran los dos puntos citados en el párrafo anterior. Esto pone de
relieve algo que las fuentes de la época resaltan: que los indios de las
Antillas eran grandes navegantes, a pesar de que la envergadura de sus naves no
tenían punto de comparación con las de los españoles y, por otro lado, que los
negros citados se adaptaron rápidamente a su nueva situación y asimilaron con
facilidad las técnicas de los indígenas.
La vuelta de los prenautas
La
mayor parte de los prenautas enfermaron durante su estancia en las Antillas, lo
que les obligó a acelerar su regreso hacia España. Lo que sabemos al respecto
apunta en la misma dirección de los síntomas de la enfermedad que contraería
-en el primer viaje colombino- Martín Alonso Pinzón, así como otros muchos
tripulantes: La sífilis. La
historiografía de la conquista española hace referencia a las enfermedades que
los españoles transmitieron a los nativos (la viruela, por ejemplo), para las que los europeos tenían
anticuerpos, ya que llevaba siglos enfrentándose a ellas, pero los nativos no.
A la inversa también pasó: la sífilis
era una enfermedad de transmisión sexual molesta para los nativos, pero no
mortal. Sin embargo, los primeros españoles que llegaron a las Antillas carecían
de los anticuerpos adecuados para sobrellevarla y murieron en gran cantidad,
dada las relativamente relajadas costumbres sexuales de los nativos en
comparación con las de los europeos. Durante las primeras generaciones -tras el
contacto- esta enfermedad pasará una importante fractura, en términos de vidas
humanas, a los descubridores, lo que les obligó a ser mucho más cautos en sus
relaciones físicas con los nativos.
El Tratado de Tordesillas
Colón
-como los prenautas- estaba convencido de que el extremo más oriental de la “Tierra Firme de Acá” (Suramérica) era el
cabo que hoy llamamos Orange, que
marca en la actualidad el límite entre Brasil y la Guayana Francesa. Esa falsa
certeza de Colón tuvo que tener la misma fuente que le llevó hasta la isla de La
Española… Y fue tenida en cuenta por los Reyes Católicos en la negociación que
éstos desarrollaron con el rey de Portugal previa a la firma del Tratado de Tordesillas:
“Al
comprobar Colón […]
que aquella inmensa costa seguía una clara dirección sur, dio por finalizada su
exploración de esta parte del actual litoral brasileño, pensando que la tierra
no avanzaba más hacia el Este. El cabo de Orange sería para él el finisterre oriental […] Colón tuvo así ocasión de comprobar que sus anteriores cálculos sobre
esta tierra incógnita habían resultado exactos, y que, por tanto, su nuevo
mundo quedaba comprendido dentro de la nueva demarcación castellana acordada en
Tordesillas. Es curioso observar que el autor del mapa de Cantino dibuja la
línea de demarcación (llamada por él «o marco dantre Castella e Portugall») inmediata al cabo de Orange y a la bahía
de Oyapock (golfo Hermoso), situando esta gran bahía dentro de la zona
reservada a Castilla en la capitulación lusocastellana de 1494.”[26]
…
“Para
Colón esta tierra -su tierra firme de acá- constituía un inmenso apéndice del continente asiático, totalmente
desconocido para todos los sabios antiguos y modernos (Ptolomeo, Marino, etc.) consultados
por él anteriormente en la Imago Mundi,
de d´Ailly. Se trataba de una tierra «nueva», pero perteneciente a la India
oriental. […] Las alusiones del Almirante
a las ideas geográficas del monarca portugués tienen, en nuestro sentir, un
alcance algo diferente del que le atribuye Cortesao. Don Cristóbal dice que
Juan II aseguraba que en estas regiones del sur del Atlántico existía una
tierra firme, «y por esto, [para tratar de reservarse para sí esa tierra], tuvo
diferencias con los reyes de Castilla»; diferencias a las que puso fin el Tratado
de Tordesillas, en el que las altas partes interesadas acordaron sustituir el
primitivo meridiano de demarcación de Alejandro VI -el establecido en la bula Inter
Caetera, de 4 de mayo de 1493, a 100 leguas
al Oeste de las Azores y Cabo Verde- por otro que pasara 370 leguas al Occidente
del archipiélago de Cabo Verde. Para nosotros es indudable -en este punto volvemos
a coincidir plenamente con Cortesao y con otros ilustres historiadores- que en
las laboriosas negociaciones de Tordesillas el objetivo no ya principal, sino único de Juan II fue salvar para Portugal la
tierra firme del Brasil, cuya existencia, sin duda alguna, conocían nuestros
vecinos en aquella época. A nuestros admirados colegas les asiste toda la razón
cuando afirman que las negociaciones lusocastellanas de 1494 carecen de
sentido, no tienen explicación adecuada, si no se admite el descubrimiento del
Brasil por los portugueses con anterioridad a la firma de dicha Capitulación.
Para nosotros esto es indudable. Por ello suscribimos íntegramente estas
palabras de Cortesao: «o don Juan II conocía la continentalidad de América… y se
proponía en la partición reservarse… la posesión de una parte de aquel
continente o toda su conducta en el debate con los Reyes era absurda». «Si el
monarca portugués -añade más adelante este mismo autor- al proponer [en agosto
de 1493] como línea de partición el paralelo de las islas Canarias, pretendía
tan sólo reservarse el camino hacia la India por el Oriente, ¿por qué no aceptó
la primera división por un meridiano a 100 leguas al Oeste de Cabo Verde o de
las Azores? La distancia de 370 leguas hacia Occidente no podía significar ninguna
ventaja en el caso de que ignorasen la existencia de tierras comprendidas por
esta línea…»”[27]
Es
decir, que la hipotética conversación que el prenauta mantuvo en Madeira con
Colón muchos años antes del Descubrimiento oficial de América tuvo -como una de
sus consecuencias históricas- la aparición del país que hoy llamamos Brasil. Una conversación que creó un país. (Una contundente demostración
del efecto mariposa).
Lecciones derivadas de la historia de
los prenautas
Hace
tiempo que vengo diciendo que el guión del descubrimiento y de la conquista de
América desde que los marinos ibéricos descubrieron la Volta do mar, es decir, la maniobra que los obligaba a internarse
en el Océano Atlántico hacia el oeste, cuando querían volver a la Península desde
las islas canarias o desde el litoral occidental africano, para buscar vientos
favorables que le permitieran retornar a sus puertos de procedencia. También me
he referido con frecuencia en mis trabajos a la zona intertropical (la
comprendida entre los trópicos de Cáncer y de Capricornio) como la “autopista de los alisios”, pues en esa
zona del mundo soplan constantemente vientos del este de gran potencia (los alisios, del nordeste en el hemisferio
norte y del sureste en el hemisferio sur) que se ven acelerados aún más en la
época de los huracanes o tifones (según la zona del mundo a la que estemos
haciendo referencia) y que pueden permitir alcanzar las costas de Brasil, a vela, desde Cabo Verde (bajo determinadas
condiciones atmosféricas, peligrosas pero favorables) en unos diez días. Al
principio –obviamente- nadie podía saberlo, pero conforme un gran número de
tripulaciones fueron comprobando empíricamente que si se adentraban en el Atlántico
navegaban más rápido, los marinos ibéricos fueron adquiriendo un aplomo y una
templanza que les permitió asumir retos cada vez mayores y que posibilitaron,
por ejemplo, descubrir las islas Azores en la década de los treinta del siglo
XV.
El
hipotético viaje de los prenautas debió tener lugar a finales de los años
setenta de esa misma centuria, en una época en la que la Volta do mar del norte o Volta
da Mina, la mitad superior (la del hemisferio norte) del gigantesco “8” que
forman los vientos del Atlántico entre los 40 grados de latitud norte y los 40
de latitud sur, el descubrimiento de América era -tan sólo- cuestión de tiempo.
Y la historia que hemos contado constituiría la más palmaria demostración de lo
que acabamos de decir.
¿Por qué se silenció esa versión de
la historia?
¿Por qué se olvidó la
historia de los prenautas? ¿Por qué, pese a que de manera
regular suele recuperarse cada cierto tiempo (en los siglos XVIII, XIX y XX),
después vuelve a olvidarse? Pues, simplemente, porque contradice la versión
oficial. Tan sólo por eso, y porque introduce incertidumbre acerca de nuestra
visión de los acontecimientos históricos. Es obvio que tras el descubrimiento
colombino se crean inmediatamente toda una serie de intereses que hay que
defender y, por parte del estado, una historia oficial ya cerrada que mantiene
el statu quo. Cualquier nueva
polémica que ponga en cuestión dicha historia oficial dará pie a la
intervención de nuevas de nuevos actores que intentarán pescar en río revuelto,
abriendo fisuras en el argumentario comúnmente aceptado para intentar obtener
nuevas ventajas. Cada nueva polémica sienta un nuevo precedente que abrirá la
puerta a nuevas hipótesis de trabajo que cuestionarán de nuevo la verdad
oficial más adelante. Cortar en seco el primer cuestionamiento aborta cualquier
otra posible puesta en tela de juicio ulterior de la misma.
Pero,
como el lector habitual de este blog
ya conoce, el planteamiento fundamental del mismo -desde el principio- es buscar la lógica interna de los procesos
históricos. Siempre hemos afirmado que los documentos históricos que han
llegado hasta nosotros reflejan los intereses (particulares o generales) de las
personas que los han escrito y que no necesariamente tienen por qué corresponderse
con los hechos. Las diferentes narraciones históricas ocultan –siempre- los
intereses de los que las han construido.
La
visión de la historia que podríamos llamar “encadenamiento
de casualidades” siempre me ha chirriado. Vengo sosteniendo desde hace
mucho tiempo que los procesos históricos tienen una sólida estructura por
detrás, mucho más gradualista que la que los documentos reflejan. Y las
inercias sociales son mucho más determinantes de lo que la historiografía “cortesana” está dispuesta a reconocer.
El descubrimiento y la conquista tanto de América (por parte de los españoles)
como de los territorios del litoral atlántico africano y del Océano Indico (por
parte de los portugueses) es una consecuencia, como vengo diciendo desde hace
tiempo, del fin de la Reconquista en
la Península Ibérica y de la ulterior proyección de los pueblos ibéricos sobre
el Atlántico y, por tanto, algo absolutamente inevitable y, por consiguiente,
mucho menos dependiente de las “ocurrencias” particulares de los individuos
concretos, lo que no impide –obviamente- que los pioneros intentaran
monopolizar el discurso y, al hacerlo, defender sus propios intereses
particulares. Por lo que hemos podido averiguar es exactamente lo que
pretendían hacer los prenautas, algo que (al parecer) la sífilis (es decir la contingencia de los sucesos particulares
dentro del marco de la poderosa corriente de los procesos históricos) se lo
impidió.
¿Quién
podía terminar rentabilizando los esfuerzos individuales de los centenares de
aventureros que vimos precipitarse sobre las nuevas tierras descubiertas, tanto
en América como en África o en Asia? Sólo los poderosos estados de la
vanguardia militar del suroeste de Europa en la Era de los Descubrimientos Geográficos (obviamente). La HISTORIA es un proceso colectivo que
arrastra consigo millones de pequeñas historia individuales. Pero en la era del
Capitalismo son esas historias individuales las que tienen a contarse, olvidando la marea humana que las impulsa.
[1] MANZANO Y
MANZANO, JUAN: Colón y su secreto.
Ediciones de Cultura Hispánica. Madrid. 1976. pp. 63-64.
[2] Ibíd. pp. 85-86.
[3] Cfr. Capitulaciones del Almirante Don Cristóbal
Colón y salvoconductos para el descubrimiento del Nuevo Mundo, Edición
facsímil, según los originales conservados en el Archivo de la Corona de
Aragón, publicada por la Dirección General de Archivos y Bibliotecas, con
motivo de la III reunión extraordinaria del Consejo Directivo de la Oficina de
Educación Iberoamericana y Conferencia Iberoamericana de Ministros de Educación,
Madrid-Toledo-Barcelona, octubre, 1970, pp. 16 y 21. Vid. ANTONIO MURO OREJÓN: El original de la Capitulación de 1492 y sus
copias contemporáneas; en el “Anuario de Estudios Americanos” (Publicación
de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, tomo VII (Sevilla, 1950),
pp. 512 513.
[4] Una copia de
este «memorial» la conservaba el Almirante en su archivo de la Cartuja de las
Cuevas de Sevilla, y figura descrita así en el inventario publicado por SERRANO
SANZ (cfr. El archivo colombino, cit.,
pág. 254): «Una memoria quel primer
Almirante dio al Rey don Fernando y doña Ysabel, de los capítulos y prebillejos
que le habían de firmar para las Indias e yslas que descubriere y por descubrir».
[5] En un «Memorial
del Almirante don Cristóbal Colón sobre agravios que ha recibido», publicado
por la duquesa de BERWICK Y DE ALBA (Nuevos
autógrafos de Colón, Madrid, 1902, pp. 25 - 29, dice aquél «que al tiempo
que él vino a S.A. con la impresa de las Yndias, que él demandaba por un
memorial muchas cosas, y fray Juan Pérez
y mosén de Coloma, los quales entendían en esto por mandado de S.A., le concertaron
que le ficiesen su almirante de las yslas y tierra firme que descubriese…».
Al dorso de este documento hay
escrito: «Traslado del concierto que fizieron fray Juan Pérez y mosén Coloma
sobre las cosas que demandaba el señor Almirante a sus altezas, con una
petición para ellos sobre los agravios que rescibía».
[6] “Las Casas -escribe
ALICIA GOULD- ha debido de saber muy poco de la gran parte tomada por fray Juan
en la formulación de las Capitulaciones, redactadas por él y por Juan de Coloma
en casa de Fernand Álvarez…”. Cfr. Nueva lista, cit., tomo CXV (Madrid,
1944), pág. 152, n. 1, y tomo XCI, pág. 267.
[7] MANZANO Y
MANZANO, JUAN: Ibíd. pp. 15-16.
[8] Pleitos Colombinos; edición de ANTONIO
MURO OREJÓN, FLORENTINO PÉREZ-EMBID y FRANCISCO MORALES PADRÓN, publicados por
la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1964. Tomo II, pág. 14.
[9] MANZANO Y
MANZANO, JUAN: Ibíd. p.663.
[10] Ibíd. pp.188-191.
[11] Ibíd. p. 362.
[12] Ibíd. pp. 282-283.
[13] Historia de las Indias, I, lib. 1º, cap.
XCI, págs. 372-73. Citado en Ibíd. p.474.
[14] Esto -en
realidad- no era cierto. La de Guadalupe (que los nativos llamaban Matininó) era una más de las islas de
los caribes, pero éstos hacían
campaña guerreras, sobre las de los taínos,
que duraban semanas, dejando en las suyas a mujeres, ancianos y niños. Y las
mujeres tenían la suficiente destreza militar (eran muy buenas arqueras) como
para ser capaces de repeler cualquier incursión ajena sobre su propio
territorio. Parece ser que los prenautas llegaron allí en uno de esos momentos
y pudieron comprobar su destreza, lo que les causó una honda impresión.
[15] Historia de las Indias, I, lib. 1º, cap. LXXXIV, págs. 352-3. Citado en Ibíd. pp. 431-432. Las mayúsculas proceden de éste último.
[16] Vida del Almirante, cap. XLVII, págs.
145-46. Citado en Ibíd. p.432. Las mayúsculas proceden de éste
último.
[17] MANZANO Y
MANZANO, JUAN: Ibíd. p.437-438
[18] Ibíd. p.556.
[19] Ibíd. pp.554-555.
[20] Ibíd. pp. 87 y 96.
[21] Ibíd. p. 120.
[22] Ibíd. pp. 124-125.
[23] Ibíd. p. 128.
[24] Ibíd. pp. 129-131.
[25] Ibíd. p.638.
[26] Ibíd. pp. 536-537.
[27] Ibíd. pp. 622-623.



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