domingo, 23 de noviembre de 2025

El secreto de Colón

 



Colón guardaba un gran secreto, del que se viene hablando desde hace 500 años: el secreto de cómo llegó a la conclusión de que había tierras al oeste, en la misma latitud de las islas canarias, exactamente a 750 lenguas al oeste de la isla de Hierro.

Gonzalo Fernández de Oviedo, en su libro Historia General y Natural de las Indias, publicado en Sevilla en 1535, dice:

“Quieren decir algunos que una carabela que desde España pasaba para Inglaterra cargada de mercadurías e bastimentos, así como vinos e otras cosas que para aquella isla se suelen cargar, de que ella caresce e tiene falta, acaesció que le sobrevinieron tales e tan forzosos tiempos, e tan contrarios, que hobo de necesidad de correr al Poniente tantos días, que reconosció una o más de las islas destas partes e Indias; e salió en tierra, e vido gente desnuda, de la manera que acá la hay; y que cesados los vientos, que contra su voluntad acá le trujeron, tomó agua y leña para volver a su primer camino. Dicen más: que la mayor parte de la carga que este navío traía eran bastimentos e cosas de comer, e vinos; y que así tuvieron con qué se sostener en tan largo viaje e trabajo; e que después le hizo tiempo a su propósito, y tornó a dar la vuelta, en tan favorable navegación le subcedió, que volvió a Europa, e fue a Portugal. Pero como el viaje fuese tan largo y enojoso, y en especial a los que con tanto temor e peligro forzados le hicieron, por presta que fuese su navegación, les duraría cuatro o cinco meses, o por ventura más, en venir acá e volver a donde he dicho. Y en este tiempo se murió, cuasi toda la gente del navío, e no salieron en Portugal sino el piloto con tres o cuatro, o alguno más, de los marineros e todos ellos tan dolientes, que en breves días después de llegados murieron.

Dícese, junto con esto, que este piloto era muy íntimo amigo de Cristóbal Colón, y que entendía alguna cosa de las alturas; y marcó aquella tierra que halló de la forma que es dicho, y en mucho secreto dio parte dello a Colom, e le rogó que le hiciese una carta y asentase en ella aquella tierra que havia visto. Dícese que él le recogió en su casa, como amigo, y le hizo curar, porque también venía muy enfermo; pero que también se murió como los otros, e que así quedó informado Colom de la tierra e navegación destas partes, y en él solo se resumió este secreto. Unos dicen que este maestre o piloto era andaluz; otros le hacen portugués; otros vizcaíno; otros dicen quel Colom estaba entonces en la isla de la Madera, e otros quieren decir que en las de Cabo Verde, y que allí aportó la carabela que he dicho, y él hobo por esta forma noticia desta tierra.”[1]

Y Francisco López de Gómara, en su Historia General de las Indias, publicada en Zaragoza en 1552, escribe:

[Cristóbal Colón] “… en la isla de Madera, donde pienso que residía a la sazón que llegó allí la carabela susodicha. Hospedó al patrón della en su casa, el cual le dijo el viaje que le había sucedido y las nuevas tierras que había visto, para que se las asentase en una carta de marear que le compraba. Fallesció el piloto en este comedio y dejóle la relación, traza y altura de las nuevas tierras, y así tuvo Cristóbal Colón noticia de las Indias. Quieren también otros, porque todo lo digamos, que Cristóbal Colón fuese buen latino y  cosmógrafo, y que se movió a buscar la tierra de las antípodas, y la rica Cipango de Marco Polo, por haber leído a Platón en el Timeo y en el Cricias, donde habla de la gran isla Atlante y de una tierra encubierta mayor que Asia y África; y a Aristóteles o Teofrasto en el Libro de Maravillas, que dice cómo ciertos mercaderes cartagineses, navegando del estrecho de Gibraltar hacia poniente y mediodía, hallaron, al cabo de muchos días, una grande isla despoblada, empero proveída y con ríos navegables; y que leyó alguno de los autores atrás por mi acotados. No era docto Cristóbal Colón, mas era bien entendido. E cómo tuvo noticia de aquellas nuevas tierras por relación del piloto muerto, informóse de hombres leídos sobre lo que decían los antiguos acerca de otras tierras y mundos. Con quien más comunicó esto fue un fray Juan Pérez de Marchena, que moraba en el monasterio de la Rábida; y así, creyó por muy cierto lo que dejó dicho y escripto aquel piloto que murió en su casa. Parésceme que si Colón alcanzara por esciencia dónde las indias estaban, que mucho antes, y sin venir a España, tratara con genoveses, que corren todo el mundo para ganar algo, de ir a descubrillas. Empero nunca pensó tal cosa hasta que se topó con aquel piloto español que por fortuna de la mar las halló.”[2]

 

La leyenda del prenauta

Desde el mismísimo Descubrimiento de América circula por Castilla y -sobre todo- por las Indias (en La Española era un clamor) la leyenda del prenauta, la del predescubridor de América, que le contó su secreto a Colón en su lecho de muerte en una de las islas del archipiélago de Madeira. Circulan, incluso, varios nombres del supuesto navegante, pero el más extendido es el de Alonso Sánchez de Huelva, un señor que tiene una estatua en esta ciudad y cuyo nombre lleva también un instituto de enseñanza secundaria.

Estatua de Alonso Sánchez, en Huelva (fuente: Wikipedia)

Se han escrito gran cantidad de libros hablando del predescubrimiento de América por un marino castellano o portugués (los portugueses también tienen sus versiones del asunto en la que ellos son, lógicamente, los protagonistas) que constituyen un rumor de fondo que cuestiona -desde 1492- la versión oficial sobre el Descubrimiento.

 

El libro de Juan Manzano

Pero, desde mi punto de vista, el libro definitivo sobre este tema es el que publicó Juan Manzano, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, en 1976, titulado Colón y su secreto, que tuvo varias reediciones hasta 1992 y está agotado desde entonces. Sus ejemplares se cotizan -algunos bastante caros- en el mercado de segunda mano. Creo que no estaría de más una nueva reedición de una obra tan demandada.

El libro en cuestión es bastante denso (tiene 743 páginas) y los argumentos que maneja son bastante sólidos.

 

Las Capitulaciones de Santa Fe

Manzano, aunque cita las diversas fuentes del siglo XVI en su argumentario, como todos los autores que han escrito sobre este tema, se centra sin embargo, fundamentalmente, en los documentos reales y en los colombinos, así como en el comportamiento y argumentos manejados tanto por los monarcas como por el propio Colón, los que se cartean con él, sus herederos, los pinzones y otros individuos que le acompañaron en algunos de sus viajes. Entre todos van tejiendo una sólida red que termina volviendo dicha hipótesis no sólo verosímil sino –incluso- inevitable.

Un documento fundamental en el argumentario de Manzano es la propia redacción de las Capitulaciones de Santa Fe, del 17 de abril de 1492 y de varios documentos relacionados con las mismas, previos a la partida de Colón.

Las capitulaciones comienzan así:

“Las cosas suplicadas e que vuestras altezas dan e otorgan a Don Christóval de Colón en alguna satisfacción de lo que ha descubierto en las Mares Océanas y del viage que agora, con el ayuda de Dios, ha de facer por ellas en servicio de Vuestras Altezas son las que se siguen.”[3]

Ese “ha descubierto” -en tiempo pasado- de las Capitulaciones de Santa Fe abre la puerta a todo tipo de especulaciones acerca del asunto. No estamos hablando de rumores que la gente va comentando por la calle, sino del compromiso previo, por escrito y rubricado por los monarcas, del primer viaje de Colón, el del Descubrimiento. Ninguna de las palabras de las que figuran en ese texto están ahí puestas por casualidad. El documento es la expresión de un acuerdo, fruto de meses de negociación entre ambas partes, en el que hasta la última coma ha tenido que ser consensuada. Nada en él es accesorio. Al respecto comenta Juan Manzano en su libro:

“Las «cosas suplicadas» por Colón a los reyes españoles contenidas en un «memorial» redactado por aquél[4], fueron ampliamente discutidas y sopesadas por fray Juan Pérez y el secretario Juan de Coloma[5], en presencia de Fernando Álvarez de Toledo, secretario de doña Isabel[6]. Habida cuenta la enorme trascendencia de este documento -en el que se otorgan al aventurero ligur las elevadísimas dignidades de Almirante y Virrey, amén de otros beneficios de carácter económico-, ni por un momento cabe suponer que los redactores incurrieran en el más leve descuido u omisión al confeccionarlo. Párrafo por párrafo, frase por frase, palabra por palabra, las demandas colombinas debieron ser examinadas con la máxima atención por los anteriores comisionados. Por eso, cuando concluidas las deliberaciones los reyes se decidieron a estampar su firma en el histórico documento, eran plenamente conscientes del alcance del mismo. No nos cabe la menor duda de ello.”[7]

 

Isabel la Católica reconoce que Colón cumplió lo prometido

No podemos saber qué es lo que Colón le contó a los monarcas para convencerlos de que debían respaldar su proyecto, en contra de la opinión de todos los expertos consultados. Tampoco lo que le dijo a Fray Juan Pérez de Marchena (posiblemente en secreto de confesión), para que se convirtiera en su principal valedor ante la Corte. Lo cierto es que a todos los que se relacionaron con él les sorprendió sobremanera la seguridad que tenía en su proyecto y como, varios años después del descubrimiento, la reina Isabel la Católica afirmó públicamente que “había cumplido todo lo prometido”:

“XI. Iten, que quando el dicho Cañizares entró y dio a Vs. As. las dichas cartas y nuestras, LA REINA NUESTRA SEÑORA, DE GLORIOSA MEMORIA, DIXO ANTE MUCHAS PERSONAS QUE EL DICHO ALMIRANTE AVIA CUMPLIDO LO QUE PROMETIÓ”[8].

“Todo lo que en agosto de 1494 quedaba por descubrir («saber») se había hallado en 1498: las dos tierras firmes (la de acá y la de allá), además de otras muchas islas. El Almirante podía sentirse plenamente satisfecho. Por su parte había cumplido fielmente el contrato de Santa Fe. Tan lo creía así que, cuando a la vuelta de dos años regresa a España cargado de cadenas por orden del gobernador Bobadilla, no piensa ya en volver a las Indias de sus amores, porque en este tiempo estimaba ya perfectamente cumplida su misión, al haber descubierto todas las tierras que ofreció a los soberanos en 1492. Nos lo asegura Hernando Colón, con ocasión de referirnos la estancia de su padre en la corte de Granada, al regresar de su tercer viaje, el año 1501: «El Almirante -dice su hijo, en el capítulo LXXXVII de su Historia- estaba decidido a no meterse más en las cosas de las Indias, sino a descargar de ellas en mi Hermano [Diego]…, PUES LA PRINCIPAL COSA QUE ÉL HABÍA OFRECIDO ANTES DE DESCUBRIR LAS INDIAS LA HABIA CUMPLIDO YA, QUE ERA MOSTRAR QUE HABIA ISLAS Y TIERRA FIRME EN LAS PARTES DE OCCIDENTE, y que el camino era fácil y navegable, la utilidad manifiesta, y las gentes muy domésticas y desarmadas. De modo que, habiendo probado todo esto por su persona, ya no faltaba más sino que sus altezas continuasen la empresa, mandando gente que buscase y procurase entender los secretos de aquellos países». Hernando se encontraba en la corte de Granada en aquella época y conoce muy bien los planes e intenciones de su progenitor.

El padre Las Casas corrobora lo dicho por el cordobés: en Granada –dice-, «el Almirante siempre les suplicaba [a los reyes] que le tornasen a restituir en su estado, guardándole sus privilegios de las mercedes que le habían prometido, PUES ÉL HABÍA CUMPLIDO LO QUE PROMETIÓ…»[9]

 

A 750 leguas al oeste de la Isla de Hierro

Colón no sólo prometió a los reyes que descubriría el Nuevo Mundo (que él creía que eran las costas orientales de Asia), sino que dio detalles concretos acerca de dónde estaban esas tierras a las que se dirigía, dio distancias y coordenadas que resultaron ser bastante rigurosas: esperaba encontrar Cipango (el Japón de Marco Polo) a 750 leguas al oeste de la isla de Hierro, y La Española (Santo Domingo, Haití o Quisqueya, que era el nombre que le daban los nativos y que para Colón siempre fue la Cipango de Marco Polo) está exactamente a 750 leguas de la isla de Hierro, aunque ligeramente más al sur (a 20° de latitud norte, se ve que quien fuera que hubiera estado allí antes no era muy fino calculando latitudes).

Del estudio exhaustivo de los escritos colombinos, de la correspondencia conocida del Almirante, así como de las de todos sus interlocutores y compañeros de viajes se obtienen una gran cantidad de detalles de los que se saca la conclusión lógica de que Colón sabía perfectamente a dónde iba. El habló, desde el principio, de multitud de islas, entre las que estaba el Cipango de Marco Polo, exactamente a 750 leguas de Canarias y dos tierras firmes (dos continentes): la Tierra Firme de Allá (Asia), a 375 leguas al oeste de Cipango, es decir, a unas 1.100 leguas de Canarias y la Tierra Firme de Acá (Suramérica a la altura de la actual Venezuela) a sesenta o setenta leguas al sur de Cipango (es decir, de La Española).

 

¿Por qué asoció Colón el Nuevo Mundo con Asia?

“No era docto Cristóbal Colón, mas era bien entendido”

Francisco López de Gómara

Historia General de las Indias (1552)

Lo que quedó meridianamente claro para multitud de contemporáneos suyos era que Colón, cuando partió, sabía perfectamente a dónde iba. Lo que, sin embargo, hizo pensar a la posteridad que no era así fue su empecinamiento en asociar tales descubrimientos con el continente asiático. Fue Américo Vespucio el que puso por escrito algo que muchos de los que colaboraron con Colón o con los reyes en las tareas de descubrimiento durante los primeros tiempos ya sabían perfectamente: que se trataba de otro continente diferente, algo que también sabía Colón cuando inició su cuarto viaje en 1502, aunque referido sólo a la Tierra Firme de Acá (Suramérica). El siempre creyó que la Tierra Firme de Allá, que era la que fue a buscar en 1502 sí lo era, y murió creyéndolo a pesar de todas las evidencias que había en su contra.

Del comportamiento de Colón se deduce que sus “conocimientos” acerca de la existencia de las Indias Occidentales tenían dos facetas claramente diferenciadas: una parte empírica, que resultó ser extraordinariamente precisa y otra más teórica, que resultó un verdadero fiasco. La primera fue la que lo convirtió en el personaje que cambió la historia de la Humanidad y la segunda servirá a sus detractores para desautorizarlo. Pero, por muy desorientado que estuviera Colón acerca de dónde estaba Asia, el descubrimiento de América constituye un hecho capital en la Historia Universal por sí solo, al margen de la posible conexión por el oeste con las tierras del Gran Khan que él utilizó como argumento para recabar los apoyos necesarios para poder llevar a cabo el viaje proyectado.

La confusión entre conocimiento empírico y teórico dio argumentos a sus adversarios y también ha suministrado evidencias acerca del predescubrimiento por una persona o personas distintas de él.

 

El mapa de Toscanelli

Colón no fue el primero que habló de la posible existencia de tierras al otro lado del Atlántico. En la propia corte portuguesa se había estado valorando esa opción, antes de que apareciera por allí, y él lo sabía.

“Dos años antes de la llegada de Colón a tierra portuguesa el canónigo lisboeta Fernao Martins recibía una carta, fechada en Florencia el 25 de julio de 1474, que le enviaba el famoso físico, matemático y astrónomo Paolo dal Pozzo Toscanelli, gran amigo suyo desde años atrás, pues se conocieron en Italia.

Durante su época italiana, Martins habló algunas veces con el florentino de las navegaciones que en aquellos años llevaban a cabo sus compatriotas, a lo largo de la costa africana, con el propósito de alcanzar las regiones extremo-orientales de la India, donde se encontraban las islas de la Especiería. En estas conversaciones, Toscanelli le indicó a su amigo que a la India se podía llegar por un camino más corto que el seguido por los lusitanos (por la costa de Guinea y las playas meridionales), navegando con rumbo Oeste el mar Tenebroso.

A su regreso a Lisboa, el canónigo Martins expuso a su soberano las revolucionarias ideas de su amigo Toscanelli. Vivamente interesado por la relación de Martins, Alfonso V ordenó a su fiel consejero que escribiera una carta al florentino pidiéndole datos y aclaraciones sobre su original proyecto de descubrimiento de las Indias por el nuevo camino del mar.

En su respuesta al portugués, Toscanelli le da alguna información sobre las regiones orientales, información que él había recogido en la obra de Marco Polo y en las relaciones orales que le facilitó un viajero italiano contemporáneo: Nicòlo di Conti, muerto en 1469.

Para facilitar la comprensión de su proyecto, Toscanelli envió en esta ocasión al rey portugués una carta de navegación confeccionada por él. En esta carta, hoy desaparecida, el sabio italiano representaba «todo el fin del poniente [las costas occidentales Europa y de África, «desde Irlanda… hasta el fin de Guinea»] con todas las islas que en este camino están, enfrente de las cuales, derecho por Poniente, está pintado el comienzo de las Indias»; puntualizando el número de leguas que tendrían que recorrer los navíos que, salidos de las playas occidentales, intentaran arribar «a aquellos lugares fértilísimos en todas maneras de especiería, y en joyas y piedras preciosas». Estas regiones continentales del Oriente, ubicadas en la ribera opuesta del Atlántico (a las que, según Toscanelli, «se puede ir muy derechamente» por el nuevo camino marítimo indicado por él en su carta con toda precisión, ya que señalaba la longitud y latitud por una serie de meridianos y paralelos dibujados en su mapa) eran los opulentos reinos del Cathay y Mangy, señoreados por un poderosísimo monarca, llamado Gran Khan; nombre, dice Toscanelli, que equivale en nuestro idioma al de Rey de Reyes. Se trataba de un gran Emperador que dominaba un extensísimo país, sumamente poblado, cuyas gentes, en gran parte mercaderes, navegaban constantemente con múltiples barcos por aquellas costas. El tráfico mercantil era especialmente importante en un «puerto nobilísimo, llamado Zaitón, do cargan y descargan -dice el florentino- cada año cien naos grandes de pimienta, allende las otras muchas naos que cargan las otras especierías». En la provincia de Mangui existía «la nobilísima y gran ciudad del Quinsay», la «Ciudad del Cielo», de la cual se contaban cosas maravillosas. El gran Señor residía habitualmente en el Cathay.

Al este del Cathay se encontraba «la nobilísima ISLA DE CIPANGO, … la cual isla es fertilísima de oro y de perlas y piedras preciosas. SABED -advierte Toscanelli - QUE [EN ESTA ISLA] DE ORO PURO COBIJAN LOS TEMPLOS Y LAS CASAS REALES». Tengamos bien presentes estas últimas frases para comprender mejor después la sorprendentes deducciones de nuestro autodidacta.

Cuando la precedente epístola de Toscanelli llegó a poder de su destinatario, éste se apresuró a comunicársela al soberano, quien, a su vez, la dio a conocer a los técnicos en cosmografía y navegación de su corte, para que sobre ella emitieran el correspondiente dictamen.

El proyecto de Toscanelli no fue aceptado por nuestros vecinos, pues nos consta que éstos decidieron levantar el castillo de San Jorge, en la Mina de oro de Guinea (1481), como escala obligada para sus navegaciones a lo largo de las costas africanas. Desde este momento, el camino del Oeste propuesto por Toscanelli fue olvidado, y su proyecto debió quedar depositado en los archivos de la cancillería portuguesa.”[10]

La fuente básica en la que Toscanelli se apoyaba para sostener su tesis no era otra que los escritos de Marco Polo que, como sabemos, vivió durante años en China, a la que él llamaba Catay. No estuvo en Japón (Cipango), pero tenía las referencias que le proporcionaron los chinos, entre ellas que era el principal suministrador tanto de oro como de perlas en la época en la que él estuvo allí. Toscanelli, en base a las descripciones de Marco Polo, se atrevió a elaborar un mapa y estimar la posible distancia a la que dichas tierras estaban de Europa… ¡por el oeste!, toda una temeridad. Pero el rey de Portugal le dio crédito y eso lo convirtió en una fuente de referencia indiscutible para Colón (que vivía en Portugal) y le brindaba un argumentario de cierto prestigio para vender su propio proyecto. El canónigo Martins, interlocutor portugués de Toscanelli, resultó ser un amigo de la familia de la mujer de Colón y le dio información detallada al respecto. Para el futuro almirante Toscanelli fue siempre la máxima autoridad en este asunto. Colón, curiosamente, no leyó su fuente originaria (el libro de Marco Polo) hasta poco antes de emprender su cuarto viaje (el último de todos). Y de dicha lectura dedujo que entre la Tierra Firme de Acá (Suramérica) y la de Allá (Asia) tenía que haber algún estrecho o paso por el que Marco Polo alcanzó el Océano Índico en su viaje de regreso, posibilidad que no había tenido en cuenta hasta entonces, luego las dos tierras firmes eran continentes diferentes y Marco Polo nunca llegó a saber que la de Acá existía.

Aunque el mapa de Toscanelli no haya llegado directamente hasta nosotros, sí lo ha hecho la versión simplificada que del mismo elaboró Martín Behaim alrededor de 1492 y que Manzano publica en su libro:

Mapa de Martin Behaim

En dicho mapa, como vemos, no hay ninguna gran masa de tierra al sur de Cipango. Sin embargo Colón sabía que sí la había (la Tierra Firme de Acá) ergo -además de Toscanelli- tenía otra fuente… más empírica, menos teórica, que resultó ser extraordinariamente precisa. Sabía que la Tierra Firme de Acá (las costas de la actual Venezuela) estaba sesenta o setenta leguas justo al sur de Cipango (la Española), lo que era rigurosamente cierto. Esa información no la pudo obtener de ninguna fuente erudita, sólo se la pudo contar alguien que ya hubiera estado allí.

 

¿Por qué pensaba Colón que La Española era Cipango?

Colón sabía cosas sobre aquellas tierras que no procedían de Toscanelli. Sabía que en la isla que los nativos llamaban Quisqueya había minas de oro… en una región que denominaban Cibao, que estaba gobernada por un señor llamado Caonaboa (palabra compuesta por los vocablos taínos “Caona”, que significaba “oro”, y “boa”, que significaba “casa”, lo que sugiere que su “nombre” tal vez fuera -en realidad- su título) o Caonabó, y que dicho gobernante era el más poderoso de Quisqueya. Así que interpretó que “Cibao” había terminado derivando en el “Cipango” de Toscanelli y que éste –o cualquiera de los que habían formado parte de la cadena que transmitió el mensaje- había exagerado la riqueza y el nivel cultural del país al que hoy llamamos Japón.

También sabía cómo llegar hasta allí desde la costa norte, pues había un monte muy característico en la misma que desde lejos parecía un islote pero que en realidad era una pequeña península (y que en cuanto lo detectó lo llamó Monte Christi), que se encontraba muy cerca de la desembocadura de un río en cuya cabecera se encontraba Cibao, es decir, el reino de Caonabó, el más rico y poderoso de los reyes de Quisqueya, que era dueño de las minas de oro que había allí y cuyo límite estaba situado a 20 leguas de la costa norte.

Igualmente sabía que en la citada isla no había ningún yacimiento de perlas, como afirmaba Toscanelli, pero que se comerciaba con ellas, ya que su fuente originaria estaba en la Tierra Firme de Acá, en una región que los nativos llamaban Cubagua. Conocía también la existencia de la isla de Jamaica y del actual Puerto Rico, de las islas vírgenes, situadas más hacia el este y de la existencia de zonas entre esas islas muy peligrosas para la navegación (50 leguas al este de su Cipango) por la presencia de rocas muy cercanas a la superficie. De hecho ordenó a su tripulación -en el primer viaje- dejar de navegar de noche cuando calculó estar a 700 leguas de las Canarias, para no tener desagradables experiencias en ese sentido. Las tripulaciones que le acompañaron en dicho viaje, empezando por Martín Alonso Pinzón, conocían estas instrucciones, de donde dedujeron –obviamente- que Colón navegaba por zona conocida. De hecho, el capitán de la Pinta sabía lo suficiente del Cipango colombino como para descubrir antes que el Almirante (cuando se perdió durante un mes) el Monte Christi, la desembocadura del río que nacía en el Cibao y -de hecho- mandó una exploración para localizar ese reino, que se detuvo antes de alcanzarlo porque encontraron oro antes, en las orillas de un río:

“Al parecer, Martín Alonso y un pequeño grupo de sus hombres (doce, dice su hijo) entraron en la Vega Real, donde encontraron oro en las orillas de unos ríos”.[11]

Fue ese descubrimiento del mayor de los pinzones y su expedición al Cibao el que deterioró la relación entre éste y Colón, ya que el Almirante dedujo que Martín Alonso se había extraviado adrede, para ser él el que descubriera –precisamente- las minas de oro. Luego… sabía lo suficiente como para poderlo hacer.

Los tripulantes de las naves descubridoras aceptaron embarcarse hacia lo desconocido porque alguien les dio seguridades. En el caso de los paleños (tripulantes de la Pinta y la Niña) fue Martín Alonso Pinzón. En el de los de la Santa María sería –obviamente- Juan de la Cosa. Estas eran las personas en las que ellos confiaban. Luego Colón tuvo que ganarse dicha confianza con argumentos creíbles. Tanto los pinzones como Juan de la Cosa eran expertos navegantes, con una gran experiencia acumulada, que no se iban a dejar convencer por cantos de sirenas ni por las opiniones de los eruditos. Tenía que haber algo más. Todos habían interiorizado antes de partir que una vez que dejaran atrás las islas canarias no verían tierra hasta haber recorrido 750 leguas hacia el oeste. Esa certeza no podía proceder de los escritos ni del mapa de Toscanelli, tenía que haber un conocimiento mucho más empírico para que los marinos aceptaran ese riesgo: se estaban jugando la vida.

“Según el Diario, al anochecer del sábado, 6 de octubre, Martín Alonso, basado en la carta de navegación de Cristóbal Colón, cree haber alcanzado la longitud donde éste situaba el Cipango. Ahora bien, como ellos navegaban por la latitud 28, situada algo más al norte del lugar donde el genovés tenía ubicada en su mapa la famosa isla, el capitán de La Pinta aconseja públicamente que se cambie el rumbo oeste, inalterado hasta entonces, por el sudoeste («cuarta del oeste, a la parte del sudueste»), a fin de arribar cuanto antes a la futura Española (el Cipango colombino). Colón no accede a esta pretensión de su subordinado […] Sin embargo, al día siguiente, al avistar los de la flota «gran multitud de aves» que venían de la parte del norte y se dirigían al sudoeste, Colón decide desviarse de su camino ordinario -el oeste- y navegar en la misma dirección seguida por las bandadas de pájaros, que era, aproximadamente, la indicada por Martín Alonso unas horas antes.”[12]

Creo que esta cita ha dejado meridianamente claro que, antes de partir, las tripulaciones sabían lo suficiente acerca de lo que les esperaba en el viaje como para poder darle un voto de confianza a Colón, y el desarrollo de los acontecimientos confirmó que no estaban equivocados.

 

Pruebas e indicios, sobre el terreno, del viaje de los prenautas

La mayor parte del libro de Juan Manzano está dedicada a demostrar, en base al comportamiento y a las manifestaciones de todos los que tuvieron algo que ver con la gesta colombina, que había un conocimiento previo a su partida de lo que se iban a encontrar allí. Pero los hipotéticos prenautas –además- dejaron pruebas y testigos de su presencia sobre el terreno que dio alas a las diferentes versiones que desde entonces no han parado de circular al respecto.

La primera de las pruebas era el nido de pelotas de lombarda (balas de cañón) que había enterrado en el lugar que Colón escogió para establecer la fortaleza de Santo Tomás, en un lugar estratégico en el límite de los dominios de Caonabó. El Padre Las Casas lo describe así:

“De una cosa hobo admiración el Almirante y los que con él estaban, conviene a saber, que, abriendo los cimientos para una fortaleza, y haciendo la cava, cavando hondo bien un estado, y aun rompiendo a partes alguna peña, hallaron unos nidos de paja, como si hobiera pocos años que allí hobieran sido puestos, y, como por huevos, entre ellos, había tres o cuatro piedras redondas, casi como unas naranjas, de la manera que las pudieran haber hecho para pelotas de lombardas”[13].

Este hecho tuvo lugar en su segundo viaje, a mediados de marzo de 1494. Aunque Colón se movió con relativa libertad en la zona norte de La Española, fue tomando sus precauciones conforme se acercaba al Cibao, pues debía saber que el monarca del lugar no era tan amigable como lo fueron las poblaciones septentrionales. Es curioso que las pelotas de lombarda estuvieran bien escondidas en un lugar estratégico situado justo en el límite de dicho territorio, que fue precisamente el que escogió Colón para situar su puesto avanzado. Todo apunta a que los prenautas, cuando dejaron el territorio, tenían planeado volver, y que los detalles de dicho plan eran conocidos por Colón.

 

El Codaste y el cazuelo de hierro encontrados en Guadalupe

Colón advirtió a las tripulaciones de la existencia de pueblos de caníbales (los caribes), que vivían en las islas orientales. También que existía una isla habitada sólo por mujeres, a la que los nativos llamaban Matininó (la actual Guadalupe)[14]. Hubo más restos materiales de origen español que los descubridores encontraron en tierras americanas. Bartolomé de las Casas dice:

“Mandó [el Almirante] que fuesen ciertas barcas a tierra y a ver un poblezuelo que parecía en la costa junto a la mar, donde no hallaron a nadie, porque como vieron los navíos, huyeron todos los vecinos dél a los montes. Allí hallaron los primeros papagayos, que llamaron guacamayos, tan grandes como gallos, de muchos colores, y lo más es colorado, poco azul y blanco; éstos nunca chirrían ni hablan, sino de cuando en cuando dan unos gritos desgraciados, y solamente se hallan en tierra firme en la costa de Paria y por allí adelante. HALLARON EN LAS CASAS UN MADERO DE NAVÍO QUE LLAMAN LOS MARINEROS QUODASTE; DE QUE TODOS SE MARAVILLARON, Y NO SUPIERON IMAGINAR CÓMO HOBIESE ALLÍ VENIDO, sino que los vientos y los mares lo hobiesen allí traído o de las islas de Canarias o de La Española, de la nao que allí perdió el Almirante el primer viaje”.[15]

Y el propio Hernando Colón (hijo del descubridor), haciendo referencia a la misma exploración, cuenta:

“Después de fondear, fueron a tierra con los bateles para ver la población que se divisaba desde la orilla; no encontraron en ella a nadie, porque la gente había huido al monte, excepto algunos niños, a los que pusieron cascabeles en los brazos para tranquilizar a los padres cuando volviesen. Hallaron en las casas muchas ocas semejantes a las nuestras y muchos papagayos, de colores verde, azul, blanco y rojo, del tamaño de los gallos comunes. Vieron también calabazas y ciertas frutas que parecían piñas verdes, como las nuestras, si bien bastante mayores, llenas de pulpa maciza, como el melón, y de olor y sabor mucho más suave; las cuales nacen en plantas parecidas a lirios o áloes, por los campos, aunque son mejores las que se cultivan, como luego se supo. Vieron también otras hierbas y frutas diferentes de las nuestras, y hamacas de algodón, arcos, flechas y otras cosas por el estilo, de las cuales los nuestros no tomaron ninguna, para que los indios se fiasen más de los cristianos.

«PERO LO QUE ENTONCES MÁS LES MARAVILLÓ FUE QUE ENCONTRARON UN CAZUELO DE HIERRO; aunque yo creo que por ser los cantos y pedernales de aquella tierra de aspecto de hierro reluciente, alguien de poco juicio, que lo encontró, lo creería de hierro, aunque no lo era, como quiera que desde entonces hasta el día de hoy no se ha visto cosa alguna de hierro entre aquellas gentes, ni yo se lo he oído decir al Almirante. Antes creo que acostumbrado él a escribir diariamente lo que ocurría y lo que le decía, hubiese anotado con las demás cosas lo que acerca de esto le refirieron los que habían ido a tierra; y aunque el cazuelo hubiese sido de hierro, no sería cosa de maravillarse; porque siendo los indios de aquella isla de Guadalupe caribes, y corriendo y robando hasta La Española, quizá tuviera aquel cazuelo de los cristianos o de otros indios de aquella isla. Como también pudo ocurrir que hubiesen llevado el casco de la nave que perdió el Almirante, encontrado por ellos, a sus casas, para aprovecharse de los hierros; y aun cuando no hubiese sido el casco de aquella nave, habría sido la armazón rota de otra, que los vientos y las corrientes hubiesen llevado desde nuestras regiones a aquellos lugares. Pero sería de ello lo que fuere, aquel día no tomaron el cazuelo ni ninguna otra cosa, y se volvieron a los navíos».”[16]

Es obvio que a Hernando Colón, heredero del Almirante, no le interesaba -bajo ningún concepto- que se divulgara la versión del predescubrimiento. Por eso sorprende esta cita tan explícita por su parte al respecto. Pero es que en la época en la que él escribió esto la leyenda de los prenautas ya era un clamor, que exigía algún tipo de respuesta.

“Antes de abandonar Guadalupe en compañía del Almirante, queremos referir otro extraño descubrimiento hecho por los españoles en esta isla, durante los seis días de forzosa espera de la flota para recuperar a los marineros extraviados en la selva guadalupana. Lo refiere Cuneo, tripulante del segundo viaje, y, por tanto, testigo de vista del acontecimiento. Prestemos atención a sus palabras:

«Estuvimos –dice- en el templo de los caníbales Y VIMOS DOS ESTATUAS DE MADERA TALLADA PARECIDAS A LA PIEDAD»

El templo Caribe lo debieron ver los expedicionarios en Guadalupe, pues en ninguna otra isla de los fieros antropófagos desembarcaron los españoles en noviembre de 1493, excepción hecha de Santa Cruz, poblada también por estos hombres nefandos, en la que sólo se detuvo la flota seis horas, aunque durante ese tiempo un grupo de marineros desembarcados llegó hasta un poblado indígena, del que huyeron sus habitantes.

Pero, independientemente del lugar donde se encontrara el templo caribe, lo que ahora excita tremendamente nuestra curiosidad es el hallazgo, en su casa de oración, de las dos estatuas de madera tallada que a los españoles la recordaron a la Virgen Dolorosa. No queremos dejar volar nuestra imaginación. Suponemos que Cuneo no tuvo ninguna intención de mentirnos. Tampoco él asegura que las tallas contuvieran una real representación de la Virgen, sino que, a simple vista, le recordaron las conocidas imágenes de la Piedad. Lo que sí nos extraña es que las tallas se encuentren precisamente en su templo, como unos cemíes más, pero muy diferentes a los que aquellos isleños acostumbraban a tener en sus adoratorios particulares, en los cuales figuraba invariablemente representado el diablo, como nos lo aseguran Oviedo y Bernáldez, que tuvieron ocasión de contemplarlos con sus propios ojos.”[17]

 

Los “cristianos” de Paria y Cumaná

“En la costa sur de la península de Paria encontrará Colón, en su tercer viaje, bastantes hombres y mujeres «harto blancos». El cacique de Cumaná (región contigua a Paria) tenía en su casa algunas hermosas jóvenes blancas. Y los cumaneses –esto es lo más significativo para nosotros ahora–, entre sus ídolos, adoraban unas extrañas cruces, que les servían para ahuyentar a los demonios cuando se les aparecían de noche, cruces que también ellos colocaban a sus hijos al nacer.”[18]

“Durante la estancia de los españoles en este lugar de Paria, donde tan obsequiosos y hospitalarios se mostraron los indios con ellos, ocurrió un hecho insólito, desconcertante, que no queremos omitir:

«En esta tierra -consigna La Lettera- pusimos pila bautismal e infinita gente se bautizó».”[19]

Como vemos por estos comentarios (la fuente del último es La Lettera, una obra atribuida a Américo Vespucio) los nativos de Cumaná tenían altares con cruces y sus vecinos de Paria pidieron ser bautizados masivamente cuando Colón apareció por allí en su tercer viaje. A lo que hay que añadir la presencia de jóvenes “harto blancos”. Es obvio que no era la primera vez que veían a los españoles por sus costas.

 

Las leyendas sobre los hombres blancos

[Fray Bartolomé de] “Las Casas, que residió también en Cuba algún tiempo, nos dice «que los indios cubanos tenían reciente memoria de haber llegado a esta isla Española otros hombres blancos y barbados como nosotros, antes que nosotros no muchos años;[…] esto pudieron saber los indios vecinos de Cuba, porque como no diste más de diez y ocho leguas la una de la otra de punta a punta, cada día se comunicaban con sus barquillos o canoas, mayormente que Cuba sabemos, sin duda, que se pobló y poblaba desta Española»”.[20]

También había leyendas al respecto en La Española:

“… una curiosa leyenda, recogida en un cantar o areito por los indios de La Española, en la que se anunciaba la próxima arribada la isla de los hombres blancos. Se trata de una tradición taína, que contaron los indígenas de La Española a fray Ramón Pané, ermitaño jerónimo, y que éste recogió en su Relación de las antigüedades de los indios. Años después, Hernando Colón incluyó la Relación de Pané en el capítulo LXII de su Vida del Almirante. Anglería –en el Epistolario y en sus Décadas- y fray Bartolomé de las Casas – en su Apologética Historia de las Indias- utilizaron las noticias del fraile jerónimo. Y tomándola de los anteriores, mencionan la leyenda taína, Gómara, Santa Cruz, Castellanos y otros autores.”[21]

“Y dicen que este cacique afirma haber hablado con Yiocavugama, quien le había anunciado que cuantos viviesen después de su muerte, gozarían poco tiempo de su dominio, porque vendría a su país una gente con vestidos, que los dominaría y mataría, y que se morirían de hambre. Pero ellos pensaron que éstos serían los caníbales; mas luego, considerando que éstos no hacían sino robar y marcharse, creyeron que sería otra gente aquella de que hablaba el cemí. Por eso creen ahora que se trata del Almirante y de la gente que lleva consigo.”[22]

Y Pedro Mártir de Anglería escribe:

“En areitos transmitidos por sus mayores se contiene la profecía de nuestra llegada, y entonándolos con gemidos se representan su desgracia. «Vendrían a nuestra isla, dicen, maguacochíos, esto es, hombres vestidos, armados de espadas capaces de dividirnos de un solo tajo, y a cuyo yugo habrá de someterse nuestra descendencia.»”[23]

Todas estas leyendas son interpretadas por Juan Manzano de la siguiente manera:

“Los hombres barbados de Las Casas debieron de ser los que llegaron a La Española cuando reinaba en el gran valle de la isla Cacivaquex, padre del actual reyezuelo. Existe una perfecta correlación, en nuestro sentir, entre la noticia de los indios cubanos y la tradición que mantenían viva los indígenas de Haití en su famoso areito. Esta leyenda surge precisamente en la región de La Española contigua a las montañas del Cibao, donde se encontraban las minas de oro de la isla. […] Así pues, la leyenda taína de la llegada de los hombres vestidos tiene para nosotros un fondo real, que vamos a tratar de esclarecer […] Cuando los caciques de Haití -y entre ellos Cacivaquex, padre de Guarionex- vieron deambular por sus tierras a aquellos hombres extraños, muy poderosos a juzgar por las armas que portaban, y comprobaron su sed insaciable de oro y su lascivia, llegarían a la conclusión de que los invasores tendrían que regresar algún día para señorear sus tierras y llevarse el oro de las minas que ahora habían descubierto; con lo cual, ellos -los reyes y caciques- quedarían privados del poder omnímodo que hasta entonces habían tenido sobre sus indios. Estos, poco o nada podían perder al cambiar de dueño, pero ellos serían desplazados de su elevado pedestal por los hombres barbados, para quedar reducidos a unos seres miserables.”[24]

Para contextualizar todo esto debemos tener en cuenta la composición étnica previa que encuentran los españoles en las Antillas a su llegada: la mayor parte de la población de La Española y de Cuba eran taínos, unos indios bastante pacíficos que los acogieron bien y que habían desarrollado una agricultura de subsistencia. Aunque aquellas tierras era muy fértiles y había densas zonas selváticas, los animales de las islas no eran muy grandes y, en consecuencia, el aporte proteico era deficitario, algo que ha sido bastante estudiado por los antropólogos contemporáneos (invito al lector a leer el libro de Marvin Harris “Caníbales y reyes” para situarse). Esto explica la existencia de multitud de tribus de caníbales en las pequeñas Antillas y en las costas meridionales y occidentales del Mar Caribe. El pueblo caníbal más famoso de todos era, precisamente, el que dio nombre a dicho mar, el de los caribes, que habitaban las pequeñas Antillas orientales y algunos puntos de la costa suramericana contiguos a ellas. Los caribes hacían continuas incursiones militares en la zona de los taínos puramente depredadoras, ya que eran antropófagos como hemos dicho, en las que también robaban todo lo que veían de alguna utilidad. Esta tensión entre depredadores y pacíficos agricultores facilitó la penetración de los españoles en las grandes Antillas y las áreas costeras caribeñas y del golfo de México.

No obstante, algunos caribes, mucho antes de la llegada de los españoles, se habían establecido como aristocracia guerrera en algunas zonas de La Española, sometiendo a los taínos y haciéndolos trabajar para ellos, evolucionando por su cuenta y creando señoríos o pequeños estados, uno de los más destacados era –precisamente- el de Cibao, mandado por Caonabó que era donde estaban las minas de oro que buscaba Colón. Dicha aristocracia guerrera de La Española era conocida por los nativos como los “ciguayos”, que en cuanto vieron aparecer a los españoles por sus costas y detectaron su interés por el oro intuyeron qué era lo que iba a pasar. Dado que entre la llegada de los hipotéticos prenautas y la de Colón debieron transcurrir entre quince y veinte años, dio tiempo a que las leyendas sobre los hombres barbudos y las profecías sobre la futura destrucción de su entorno cultural se extendieran por toda la zona, llegando hasta la isla de Cuba, donde parece ser que los prenautas no estuvieron.

La destrucción del Fuerte de Navidad, que Colón dejó en la costa norte de La Española en su primer viaje, construido con los restos de la nao Santa María, fue obra precisamente de los ciguayos de Caonabó. Y las precauciones que tanto Colón como Martín Alonso Pinzón guardaron en su acercamiento al Cibao demuestran que ya tenían referencias previas acerca de la hostilidad que podían esperar de dichos guerreros. Todo esto ayuda a explicar multitud de sucesos que tuvieron lugar más adelante, conforme los españoles fueron avanzando por todos aquellos territorios (desde las pequeñas Antillas hasta el mismísimo imperio Azteca), ya que su fama les había precedido.

 

La ruta de los prenautas

La historiografía ha dado por supuesto que los nativos se vieron sorprendidos por la llegada de los españoles, lo que les dio a éstos la ventaja de la sorpresa, que aprovecharían para someter con relativa rapidez buena parte del Nuevo Mundo; pero esto no fue exactamente así pues, aunque la inmensa mayoría de los indígenas no habían visto jamás a los españoles, sí que habían oído hablar de ellos y estaban predispuestos a actuar de una o de otra manera, en función de sus propios conflictos internos. Los “aristócratas” y los guerreros eran hostiles, en cambio los pueblos dominados por éstos estaban mejor predispuestos a relacionarse con ellos, pues podrían –tal vez- ayudarles a librarse de sus opresores. Hay multitud de historias que confirman esto. Y, desde luego, el caso más paradigmático de todos tuvo lugar treinta años más tarde de la llegada de Colón, en Mesoamérica, y tuvo a Hernán Cortés como protagonista. Las inercias históricas, como vengo afirmando en este blog desde 2012, son mucho más poderosas de lo que las historias oficiales reflejan, que tienden a presentar como meramente casuales o aleatorios unos procesos que, en realidad, no son más que el desarrollo lógico de las correlaciones de fuerzas previas.

En base a todas estas pruebas e indicios que los distintos protagonistas de los acontecimientos históricos ligados al Descubrimiento de América nos han suministrado y que -si los sabemos conectar- nos dan una imagen bastante clara de lo que pasó, Juan Manzano ha reconstruido la ruta seguida por los prenautas con relativa precisión.

Es muy probable que el barco en cuestión perteneciera a una tripulación castellana que llevaba bastimentos diversos hasta las bases portuguesas de Cabo Verde en los años 70 del siglo XV (antes de la firma del Tratado de Alcáçovas-Toledo (1479-1480), que les vetó esas rutas comerciales). Allí adquirieron un cargamento de esclavos negros que pensaban vender en algún puerto castellano, e iniciaron el camino de regreso usando la ruta convencional (la Volta da Mina), que los obligaba a adentrarse bastante hacia el oeste en el Océano Atlántico, impulsados por los alisios, buscando vientos más favorables para poder girar hacia el norte en la longitud de las Azores.

Pero parece ser que ese viaje de vuelta tuvo lugar en la época del año en la que proliferan los huracanes y las tormentas tropicales, viéndose sorprendidos por una sucesión de días en los que el tiempo estuvo nublado de manera permanente y los vientos los impulsaron con fuerza en la dirección de los alisios (oeste) en la misma latitud del archipiélago portugués de Cabo Verde (su punto de procedencia), lo que les llevó hasta las costas del noroeste de Brasil, alcanzando tierra a la altura del Cabo Orange en el límite actual entre las costas de Brasil y de la Guayana Francesa, dónde tuvieron la impresión de encontrarse en el extremo más oriental del nuevo continente al que acababan de llegar, ya que ahí la costa suramericana gira bruscamente hacia el sur (esa interpretación de los prenautas tendrá importantes consecuencias históricas, como veremos más adelante).

Siguieron costeando en dirección oeste, hasta que se toparon con las Pequeñas Antillas, decidiendo entonces girar hacia el norte para explorarlas y, también, para no seguir alejándose de España, dado que eran conscientes de que para volver tendrían que alcanzar aproximadamente el paralelo 40. Así pues mataban dos pájaros de un tiro: seguían explorando aquellas tierras y, además, mantenían la ruta de regreso a casa. En las Antillas Orientales tuvieron –obviamente- desagradables encuentros con los caribes, a los que pudieron repeler con facilidad dado que -como hemos visto- tenían lombardas y estaban bien armados dado que, aunque eran mercaderes, traficaban con esclavos en zonas, además, relativamente peligrosas.

En las Islas Vírgenes se encontraron con los bajos traicioneros que pueden hacer naufragar cualquier barco con facilidad. Después arribaron a Puerto Rico, La Española y Jamaica. En La Española se les escaparon los negros, lo que explica algunas cosas que pasaron después:

“Los indios de la Española le habían dicho a Colón que hasta ella habían llegado en tiempos anteriores gente negra procedente del Sudeste. […] En su cuarto viaje, el Almirante encontrará, entre Punta Caxinas y el Cabo de Gracias a Dios, gente «casi negra y de feo aspecto… y en todo muy selvática».”[25]

Es obvio que los negros citados encontraron la forma de huir de La Española y llegar nada menos que hasta la actual Honduras, que es dónde se encuentran los dos puntos citados en el párrafo anterior. Esto pone de relieve algo que las fuentes de la época resaltan: que los indios de las Antillas eran grandes navegantes, a pesar de que la envergadura de sus naves no tenían punto de comparación con las de los españoles y, por otro lado, que los negros citados se adaptaron rápidamente a su nueva situación y asimilaron con facilidad las técnicas de los indígenas.

 

La vuelta de los prenautas

La mayor parte de los prenautas enfermaron durante su estancia en las Antillas, lo que les obligó a acelerar su regreso hacia España. Lo que sabemos al respecto apunta en la misma dirección de los síntomas de la enfermedad que contraería -en el primer viaje colombino- Martín Alonso Pinzón, así como otros muchos tripulantes: La sífilis. La historiografía de la conquista española hace referencia a las enfermedades que los españoles transmitieron a los nativos (la viruela, por ejemplo), para las que los europeos tenían anticuerpos, ya que llevaba siglos enfrentándose a ellas, pero los nativos no. A la inversa también pasó: la sífilis era una enfermedad de transmisión sexual molesta para los nativos, pero no mortal. Sin embargo, los primeros españoles que llegaron a las Antillas carecían de los anticuerpos adecuados para sobrellevarla y murieron en gran cantidad, dada las relativamente relajadas costumbres sexuales de los nativos en comparación con las de los europeos. Durante las primeras generaciones -tras el contacto- esta enfermedad pasará una importante fractura, en términos de vidas humanas, a los descubridores, lo que les obligó a ser mucho más cautos en sus relaciones físicas con los nativos.

 

El Tratado de Tordesillas

Colón -como los prenautas- estaba convencido de que el extremo más oriental de la “Tierra Firme de Acá” (Suramérica) era el cabo que hoy llamamos Orange, que marca en la actualidad el límite entre Brasil y la Guayana Francesa. Esa falsa certeza de Colón tuvo que tener la misma fuente que le llevó hasta la isla de La Española… Y fue tenida en cuenta por los Reyes Católicos en la negociación que éstos desarrollaron con el rey de Portugal previa a la firma del Tratado de Tordesillas:

“Al comprobar Colón […] que aquella inmensa costa seguía una clara dirección sur, dio por finalizada su exploración de esta parte del actual litoral brasileño, pensando que la tierra no avanzaba más hacia el Este. El cabo de Orange sería para él el finisterre oriental […] Colón tuvo así ocasión de comprobar que sus anteriores cálculos sobre esta tierra incógnita habían resultado exactos, y que, por tanto, su nuevo mundo quedaba comprendido dentro de la nueva demarcación castellana acordada en Tordesillas. Es curioso observar que el autor del mapa de Cantino dibuja la línea de demarcación (llamada por él «o marco dantre Castella e Portugall») inmediata al cabo de Orange y a la bahía de Oyapock (golfo Hermoso), situando esta gran bahía dentro de la zona reservada a Castilla en la capitulación lusocastellana de 1494.”[26]

“Para Colón esta tierra -su tierra firme de acá- constituía un inmenso apéndice del continente asiático, totalmente desconocido para todos los sabios antiguos y modernos (Ptolomeo, Marino, etc.) consultados por él anteriormente en la Imago Mundi, de d´Ailly. Se trataba de una tierra «nueva», pero perteneciente a la India oriental. […] Las alusiones del Almirante a las ideas geográficas del monarca portugués tienen, en nuestro sentir, un alcance algo diferente del que le atribuye Cortesao. Don Cristóbal dice que Juan II aseguraba que en estas regiones del sur del Atlántico existía una tierra firme, «y por esto, [para tratar de reservarse para sí esa tierra], tuvo diferencias con los reyes de Castilla»; diferencias a las que puso fin el Tratado de Tordesillas, en el que las altas partes interesadas acordaron sustituir el primitivo meridiano de demarcación de Alejandro VI -el establecido en la bula Inter Caetera, de 4 de mayo de 1493, a 100 leguas al Oeste de las Azores y Cabo Verde- por otro que pasara 370 leguas al Occidente del archipiélago de Cabo Verde. Para nosotros es indudable -en este punto volvemos a coincidir plenamente con Cortesao y con otros ilustres historiadores- que en las laboriosas negociaciones de Tordesillas el objetivo no ya principal, sino único de Juan II fue salvar para Portugal la tierra firme del Brasil, cuya existencia, sin duda alguna, conocían nuestros vecinos en aquella época. A nuestros admirados colegas les asiste toda la razón cuando afirman que las negociaciones lusocastellanas de 1494 carecen de sentido, no tienen explicación adecuada, si no se admite el descubrimiento del Brasil por los portugueses con anterioridad a la firma de dicha Capitulación. Para nosotros esto es indudable. Por ello suscribimos íntegramente estas palabras de Cortesao: «o don Juan II conocía la continentalidad de América… y se proponía en la partición reservarse… la posesión de una parte de aquel continente o toda su conducta en el debate con los Reyes era absurda». «Si el monarca portugués -añade más adelante este mismo autor- al proponer [en agosto de 1493] como línea de partición el paralelo de las islas Canarias, pretendía tan sólo reservarse el camino hacia la India por el Oriente, ¿por qué no aceptó la primera división por un meridiano a 100 leguas al Oeste de Cabo Verde o de las Azores? La distancia de 370 leguas hacia Occidente no podía significar ninguna ventaja en el caso de que ignorasen la existencia de tierras comprendidas por esta línea…»”[27]

Es decir, que la hipotética conversación que el prenauta mantuvo en Madeira con Colón muchos años antes del Descubrimiento oficial de América tuvo -como una de sus consecuencias históricas- la aparición del país que hoy llamamos Brasil. Una conversación que creó un país. (Una contundente demostración del efecto mariposa).

 

Lecciones derivadas de la historia de los prenautas

Hace tiempo que vengo diciendo que el guión del descubrimiento y de la conquista de América desde que los marinos ibéricos descubrieron la Volta do mar, es decir, la maniobra que los obligaba a internarse en el Océano Atlántico hacia el oeste, cuando querían volver a la Península desde las islas canarias o desde el litoral occidental africano, para buscar vientos favorables que le permitieran retornar a sus puertos de procedencia. También me he referido con frecuencia en mis trabajos a la zona intertropical (la comprendida entre los trópicos de Cáncer y de Capricornio) como la “autopista de los alisios”, pues en esa zona del mundo soplan constantemente vientos del este de gran potencia (los alisios, del nordeste en el hemisferio norte y del sureste en el hemisferio sur) que se ven acelerados aún más en la época de los huracanes o tifones (según la zona del mundo a la que estemos haciendo referencia) y que pueden permitir alcanzar las costas de Brasil, a vela, desde Cabo Verde (bajo determinadas condiciones atmosféricas, peligrosas pero favorables) en unos diez días. Al principio –obviamente- nadie podía saberlo, pero conforme un gran número de tripulaciones fueron comprobando empíricamente que si se adentraban en el Atlántico navegaban más rápido, los marinos ibéricos fueron adquiriendo un aplomo y una templanza que les permitió asumir retos cada vez mayores y que posibilitaron, por ejemplo, descubrir las islas Azores en la década de los treinta del siglo XV.

El hipotético viaje de los prenautas debió tener lugar a finales de los años setenta de esa misma centuria, en una época en la que la Volta do mar del norte o Volta da Mina, la mitad superior (la del hemisferio norte) del gigantesco “8” que forman los vientos del Atlántico entre los 40 grados de latitud norte y los 40 de latitud sur, el descubrimiento de América era -tan sólo- cuestión de tiempo. Y la historia que hemos contado constituiría la más palmaria demostración de lo que acabamos de decir.

 

¿Por qué se silenció esa versión de la historia?

¿Por qué se olvidó la historia de los prenautas? ¿Por qué, pese a que de manera regular suele recuperarse cada cierto tiempo (en los siglos XVIII, XIX y XX), después vuelve a olvidarse? Pues, simplemente, porque contradice la versión oficial. Tan sólo por eso, y porque introduce incertidumbre acerca de nuestra visión de los acontecimientos históricos. Es obvio que tras el descubrimiento colombino se crean inmediatamente toda una serie de intereses que hay que defender y, por parte del estado, una historia oficial ya cerrada que mantiene el statu quo. Cualquier nueva polémica que ponga en cuestión dicha historia oficial dará pie a la intervención de nuevas de nuevos actores que intentarán pescar en río revuelto, abriendo fisuras en el argumentario comúnmente aceptado para intentar obtener nuevas ventajas. Cada nueva polémica sienta un nuevo precedente que abrirá la puerta a nuevas hipótesis de trabajo que cuestionarán de nuevo la verdad oficial más adelante. Cortar en seco el primer cuestionamiento aborta cualquier otra posible puesta en tela de juicio ulterior de la misma.

Pero, como el lector habitual de este blog ya conoce, el planteamiento fundamental del mismo -desde el principio- es buscar la lógica interna de los procesos históricos. Siempre hemos afirmado que los documentos históricos que han llegado hasta nosotros reflejan los intereses (particulares o generales) de las personas que los han escrito y que no necesariamente tienen por qué corresponderse con los hechos. Las diferentes narraciones históricas ocultan –siempre- los intereses de los que las han construido.

La visión de la historia que podríamos llamar “encadenamiento de casualidades” siempre me ha chirriado. Vengo sosteniendo desde hace mucho tiempo que los procesos históricos tienen una sólida estructura por detrás, mucho más gradualista que la que los documentos reflejan. Y las inercias sociales son mucho más determinantes de lo que la historiografía “cortesana” está dispuesta a reconocer. El descubrimiento y la conquista tanto de América (por parte de los españoles) como de los territorios del litoral atlántico africano y del Océano Indico (por parte de los portugueses) es una consecuencia, como vengo diciendo desde hace tiempo, del fin de la Reconquista en la Península Ibérica y de la ulterior proyección de los pueblos ibéricos sobre el Atlántico y, por tanto, algo absolutamente inevitable y, por consiguiente, mucho menos dependiente de las “ocurrencias” particulares de los individuos concretos, lo que no impide –obviamente- que los pioneros intentaran monopolizar el discurso y, al hacerlo, defender sus propios intereses particulares. Por lo que hemos podido averiguar es exactamente lo que pretendían hacer los prenautas, algo que (al parecer) la sífilis (es decir la contingencia de los sucesos particulares dentro del marco de la poderosa corriente de los procesos históricos) se lo impidió.

¿Quién podía terminar rentabilizando los esfuerzos individuales de los centenares de aventureros que vimos precipitarse sobre las nuevas tierras descubiertas, tanto en América como en África o en Asia? Sólo los poderosos estados de la vanguardia militar del suroeste de Europa en la Era de los Descubrimientos Geográficos (obviamente). La HISTORIA es un proceso colectivo que arrastra consigo millones de pequeñas historia individuales. Pero en la era del Capitalismo son esas historias individuales las que tienen a contarse, olvidando la marea humana que las impulsa.



[1] MANZANO Y MANZANO, JUAN: Colón y su secreto. Ediciones de Cultura Hispánica. Madrid. 1976. pp. 63-64.

[2] Ibíd. pp. 85-86.

[3] Cfr. Capitulaciones del Almirante Don Cristóbal Colón y salvoconductos para el descubrimiento del Nuevo Mundo, Edición facsímil, según los originales conservados en el Archivo de la Corona de Aragón, publicada por la Dirección General de Archivos y Bibliotecas, con motivo de la III reunión extraordinaria del Consejo Directivo de la Oficina de Educación Iberoamericana y Conferencia Iberoamericana de Ministros de Educación, Madrid-Toledo-Barcelona, octubre, 1970, pp. 16 y 21. Vid. ANTONIO MURO OREJÓN: El original de la Capitulación de 1492 y sus copias contemporáneas; en el “Anuario de Estudios Americanos” (Publicación de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, tomo VII (Sevilla, 1950), pp. 512 513.

[4] Una copia de este «memorial» la conservaba el Almirante en su archivo de la Cartuja de las Cuevas de Sevilla, y figura descrita así en el inventario publicado por SERRANO SANZ (cfr. El archivo colombino, cit., pág. 254): «Una memoria quel primer Almirante dio al Rey don Fernando y doña Ysabel, de los capítulos y prebillejos que le habían de firmar para las Indias e yslas que descubriere y por descubrir».

[5] En un «Memorial del Almirante don Cristóbal Colón sobre agravios que ha recibido», publicado por la duquesa de BERWICK Y DE ALBA (Nuevos autógrafos de Colón, Madrid, 1902, pp. 25 - 29, dice aquél «que al tiempo que él vino a S.A. con la impresa de las Yndias, que él demandaba por un memorial muchas cosas, y fray Juan Pérez y mosén de Coloma, los quales entendían en esto por mandado de S.A., le concertaron que le ficiesen su almirante de las yslas y tierra firme que descubriese…».

Al dorso de este documento hay escrito: «Traslado del concierto que fizieron fray Juan Pérez y mosén Coloma sobre las cosas que demandaba el señor Almirante a sus altezas, con una petición para ellos sobre los agravios que rescibía».

[6] “Las Casas -escribe ALICIA GOULD- ha debido de saber muy poco de la gran parte tomada por fray Juan en la formulación de las Capitulaciones, redactadas por él y por Juan de Coloma en casa de Fernand Álvarez…”. Cfr. Nueva lista, cit., tomo CXV (Madrid, 1944), pág. 152, n. 1, y tomo XCI, pág. 267.

[7] MANZANO Y MANZANO, JUAN: Ibíd. pp. 15-16.

[8] Pleitos Colombinos; edición de ANTONIO MURO OREJÓN, FLORENTINO PÉREZ-EMBID y FRANCISCO MORALES PADRÓN, publicados por la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1964. Tomo II, pág. 14.

[9] MANZANO Y MANZANO, JUAN: Ibíd. p.663.

[10] Ibíd. pp.188-191.

[11] Ibíd. p. 362.

[12] Ibíd. pp. 282-283.

[13] Historia de las Indias, I, lib. 1º, cap. XCI, págs. 372-73. Citado en Ibíd. p.474.

[14] Esto -en realidad- no era cierto. La de Guadalupe (que los nativos llamaban Matininó) era una más de las islas de los caribes, pero éstos hacían campaña guerreras, sobre las de los taínos, que duraban semanas, dejando en las suyas a mujeres, ancianos y niños. Y las mujeres tenían la suficiente destreza militar (eran muy buenas arqueras) como para ser capaces de repeler cualquier incursión ajena sobre su propio territorio. Parece ser que los prenautas llegaron allí en uno de esos momentos y pudieron comprobar su destreza, lo que les causó una honda impresión.

[15] Historia de las Indias, I, lib. 1º, cap. LXXXIV, págs. 352-3. Citado en Ibíd. pp. 431-432. Las mayúsculas proceden de éste último.

[16] Vida del Almirante, cap. XLVII, págs. 145-46. Citado en Ibíd. p.432. Las mayúsculas proceden de éste último.

[17] MANZANO Y MANZANO, JUAN: Ibíd. p.437-438

[18] Ibíd. p.556.

[19] Ibíd. pp.554-555.

[20] Ibíd. pp. 87 y 96.

[21] Ibíd. p. 120.

[22] Ibíd. pp. 124-125.

[23] Ibíd. p. 128.

[24] Ibíd. pp. 129-131.

[25] Ibíd. p.638.

[26] Ibíd. pp. 536-537.

[27] Ibíd. pp. 622-623.

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