En nuestro anterior artículo vimos el proceso evolutivo de la Unión Europea desde su primera ampliación (1973) hasta la actualidad. Es decir, desde la entrada hasta la salida del Reino Unido, 46 años después. Una vez realizado su trabajo, el Reino Unido se retira.
Hace años
que vengo comparando en mi blog a la diplomacia británica con la vaticana.
Ambas son las que históricamente han tenido un horizonte estratégico trazado a más largo plazo.
El proyecto
franco-alemán de los Estados Unidos de Europa fue interpretado por el Foreign
Office, ya en los años 50, como un intento de resucitar los viejos
proyectos hegemonistas de ambos, como una alianza temporal indefinida, para
intentar neutralizar, pacíficamente, la hegemonía anglosajona surgida tras la
Segunda Guerra Mundial. E inmediatamente se puso en marcha para neutralizarlo.
No obstante,
desde el punto de vista inglés, tenía algunos aspectos positivos: adecuadamente
descafeinado podía servir para que sus socios del otro lado del Atlántico se
tomaran más en serio su flanco europeo y, de esta manera, el Reino Unido podría
convertirse en algo así como el gendarme anglosajón en Europa, lo que lo
convertía en un socio privilegiado de los norteamericanos.
Por otro
lado, en el mundo de la Guerra Fría, con el enemigo soviético enfrente,
una Europa cohesionada, organizada, rica e integrada en la estructura política
y militar atlántica era una poderosa baza disuasoria frente al expansionismo
soviético por su flanco occidental.
De lo que se
trataba por tanto era, más que de destruir ese proyecto, de canalizarlo en la
dirección adecuada.
En ese
momento histórico tanto alemanes como franceses necesitaban también el apoyo
anglosajón para neutralizar, por su parte, la amenaza soviética. Entre el proyecto
de los Estados Unidos de Europa y el modelo atlantista había diferencias
estratégicas importantes, centradas en el medio y el largo plazo, pero también
significativas líneas de colaboración frente al enemigo común: El Bloque
Oriental. De esta manera echaron a andar las dos organizaciones económicas
supranacionales del Occidente europeo en los años 50: La CEE y la EFTA. La
primera de ellas buscaba crear, a medio plazo, una unión política europea, la
segunda, articular una estructura de colaboración que se apoyara en sus socios
trasatlánticos pero que no debía superar el marco político de los
estados/nación.
Desde la primera ampliación de la CEE, en 1973, comenzó un
proceso de fusión parcial de ambos proyectos que pretendía, del lado anglosajón,
canalizar en la dirección adecuada el proceso unificador europeo. Esta
dirección era el desarme arancelario interior y el mantenimiento de esta
estructura dentro del ámbito de colaboración atlántica. Europa Occidental debía
afirmar su identidad frente al COMECON y el Pacto de Varsovia, pero no
frente al universo anglosajón.
Y había también una línea roja: La unión política.
Había que impedir la culminación del proyecto de los Estados Unidos de Europa.
Los británicos, desde el minuto uno, se pusieron trabajar en esa
dirección. A trazar una política de contrapesos en Europa que impidiera que la
alianza franco-alemana cumpliera sus objetivos. Ya vimos como la llegada a
“Downing Street” de Margaret Thatcher en 1979 elevó la tensión con sus socios
más europeístas en la década de los 80, con Jacques Delors en la presidencia de
la Comisión Europea, François Mitterrand en la francesa, Felipe González en la
española y Helmut Kohl en la cancillería alemana.
El hundimiento del bloque oriental, la disolución del COMECON y
del Pacto de Varsovia, la caída del Muro de Berlín, la reunificación alemana y
las guerras yugoslavas, hechos que tuvieron lugar -casi todos- en la década de
los 90 del siglo XX, cambiaron por completo el paisaje europeo y las reglas del
juego.
Las ampliaciones hacia el este de la Unión Europea, ya en el
siglo XXI, incorporaron a la misma a 13 países, 11 de ellos procedentes de la
antigua Europa comunista, que tenían entre todos más de 150 millones de
habitantes. Fue un salto de gigante que cambió para siempre la naturaleza del proyecto europeo. La
Unión Europea de la segunda década del siglo XXI es un magma heterogéneo, donde
conviven visiones del mundo que son antagónicas entre sí. Europa ya no
converge, diverge. Por tanto el tiempo juega en su contra.
El Reino Unido, que entró en el club para dinamitar el proyecto,
considera que su presencia ya no es necesaria y se retira. Dentro quedan
fuerzas disgregadoras con suficiente entidad como para poder culminar ese
proceso. Los británicos, ahora, se dedicarán a preparar un escenario
alternativo con la ayuda de sus socios trasatlánticos. Se están construyendo
los proyectos geoestratégicos del siglo XXI.
Ya he expresado en otros artículos de este blog que estamos entrando
en una nueva fase histórica que denominé “El Sistema del Equilibrio Mundial”,
por su analogía con el que se dio en Europa entre 1648 y 1789 y que la
historiografía conoce como “El Sistema del Equilibrio Europeo”.
Se trata de un mundo en el que hay cuatro o cinco potencias de primer nivel y
diez o doce de segundo, que se vigilan las unas a las otras para que ninguna de
ellas pueda culminar un proyecto hegemonista.
Es evidente desde hace tiempo la emergencia de varias nuevas
grandes potencias en Asia Oriental (China en este momento, La India muy pronto)
y otras tantas de segundo nivel (Japón, Indonesia, Pakistán, Corea, Rusia,
Irán...) que preparan un escenario mundial multipolar.
El hegemonismo anglosajón se bate en retirada, pero pretende
minimizar los daños, mantener su hegemonía en la mitad occidental de nuestro
planeta, administrar su propia decadencia de una manera ordenada y sin
sobresaltos. Y en el universo anglo el Reino Unido es, sin lugar a dudas, el
país con mayor visión estratégica.
Pero en este nuevo escenario que se abre, el mundo ibérico, en
general, y España, en particular, tienen mucho que decir, porque lo que está en
juego en este momento es el modelo de articulación política entre América,
Europa y África durante los próximos doscientos o trescientos años. Y España
ocupa una posición geográfica privilegiada en esa articulación y posee, además,
una proyección atlántica superior, incluso, a la británica. Por eso es
importantísimo que enfrentemos la coyuntura con una visión estratégica que sea
congruente con lo que somos y con lo que representamos.
En el corazón de Europa hay voces ya pidiendo que, tras el Brexit, se redefina la posición de España dentro de la Unión Europea y se la
refuerce, pues es el país con mayor influencia en el continente americano de
entre los que quedan y, además, vigila desde las Canarias la evolución política
de toda el África noroccidental. Somos el núcleo duro del flanco occidental de
la nueva Unión Europea.
Todos los estrategas del planeta observan con interés, en este
momento, lo que ocurre en España. A alemanes y franceses nuestro país puede
seguir suministrándoles el oxígeno necesario para seguir practicando el juego
de las grandes potencias. Una firme apuesta española por la Unión, en esta
precisa coyuntura política, es fundamental para que estos dos países puedan
proyectarse sobre Iberoamérica. Necesitan una España fuerte que apueste,
además, por el proyecto europeo, para minimizar el impacto de la deserción
británica, para reforzar la política exterior francesa en el norte de África,
para poder intervenir en la evolución de los flujos comerciales que se mueven
por el Atlántico y por el Estrecho de Gibraltar.
Hay dos modelos de referencia históricos que pueden servir de
patrón para ese despliegue político mundial desde el continente europeo a
través de España. Para los alemanes el Imperio de Carlos V, que les permitió
ejercer cierta influencia, hace quinientos años, sobre acontecimientos que
estaban ocurriendo a miles de kilómetros de su país en los que ellos no podían,
ni de lejos, intervenir. Para los franceses, la alianza política que tuvieron
con España en el siglo XVIII, cuando la Casa de Borbón mandaba en los dos
países y estos se coordinaban en política exterior. En ambos casos España fue
instrumentalizada desde el corazón de Europa, para defender intereses que le
resultaban ajenos. Las dos alianzas hicieron daño a nuestro país. En ambas
España era vista como un país periférico que debía trabajar para hacer posible
la culminación de los proyectos políticos de otros.
Los anglosajones también nos observan atentamente, por las
razones contrarias. Pretenden evitar esa proyección atlántica franco-alemana a
través de España. Para ellos, igual que para los rusos e, incluso, los chinos,
somos los guardianes del Estrecho de Gibraltar y, también, un país con un gran prestigio en Iberoamérica y con alguna influencia en el mundo árabe. Son bazas
que pretenden utilizar, de una o de otra
manera, en su propio provecho.
Toda esa vigilancia se traduce en presiones políticas
contrapuestas que ahogan la expresión de nuestros verdaderos intereses, de
nuestras necesidades, que condicionan nuestra política exterior. Si los
dirigentes que están al mando en nuestro país no poseen una visión estratégica
lo suficientemente amplia, si no tienen meridianamente claro cuáles son los
intereses de nuestro país en el ámbito geopolítico a largo plazo nos
convertiremos, una vez más, en los brazos ejecutores de proyectos políticos
ajenos.
Pero con buenos pilotos al frente de la nave España puede
aprovechar esas pugnas de las fuerzas exteriores en su propio provecho,
convertirse en el centro de gravedad de un nuevo proyecto supranacional que
aproveche nuestra posición estratégica para articular nuevas alianzas que
nuestro país puede vertebrar. Podemos ser la bisagra que articule Iberoamérica
con la Europa mediterránea y el noroeste de África. Es un reto ilusionante,
gigantesco, con un horizonte de despliegue por delante de doscientos o
trescientos años. Es el momento de
empezar a trabajar para convertir a nuestro país en el corazón del Mundo Occidental.
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