Hoy presento, una vez más, la
imagen que nos muestra al mundo mediterráneo. Y de nuevo le pido
que observe el diferente color que nos muestra su ribera norte, con
predominio de los tonos verdes, del de su ribera sur, donde dominan
los pardos. Y como la Península Ibérica es una zona de transición
ente ambas, presentando una gran variedad de tonos intermedios entre
los que se dan en el norte y en el sur, pese a que su tamaño es
relativamente modesto. Observe como tanto Italia como la Península
de los Balcanes, que se hayan situados en nuestra misma latitud, son
más verdes que nuestro país.
Es obvio que los tonos pardos que
predominan en el norte de África se corresponden con el Desierto del
Sáhara, ese inmenso mar de arena sobre el que apenas llueve y que el
sol castiga durante todo el año. África limita por el
norte con el Mar Mediterráneo, el mayor mar interior de La Tierra y
uno de los más cálidos.
Hasta la construcción del Canal de
Suez, el Mediterráneo sólo conectaba con el resto de mares de
nuestro planeta a través del Estrecho de Gibraltar, un paso que, en
su punto más angosto, mide 14 kilómetros de ancho. Como era y
-prácticamente- sigue siendo el único punto de contacto entre el
mar interior y los mares libres, a su través fluye un gran caudal de
agua que debe compensar los desniveles de líquido que se dan entre
sus extremos.
Si alguien fuera capaz de construir
una muralla que aislara totalmente al Océano Atlántico del Mar
Mediterráneo (la naturaleza ya lo hizo hace millones de años),
veríamos como el nivel del Mare Nostrum comenzaría a bajar
inexorablemente, como sucede con otros mares interiores, tales como
el Mar Caspio o el Mar Muerto, cuyas superficies se encuentran
situadas muchos metros “bajo el nivel del mar” (aunque parezca un
juego de palabras). Y es que, aunque el Mediterráneo reciba las
aguas de las cuencas del Nilo, del Danubio (a través del Mar Negro),
del Po, el Ródano o el Ebro, no es suficiente cantidad como para
poder compensar las masas de líquido que evapora. Por eso un gran
caudal de agua entra continuamente en él, desde el Atlántico, para
compensar esa pérdida y mantener el nivel correspondiente.
La masa de agua que se evapora en el
Mediterráneo, que durante el verano es superior -lógicamente- a la
que lo hace durante el invierno, crea una sensación de sofoco por el
exceso de humedad, entre los habitantes de sus orillas, especialmente
durante el verano, que contrasta fuertemente con la sequedad del
desierto norteafricano, creando una barrera gaseosa que aísla la
tórrida y seca atmósfera del norte de África de la húmeda y
fresca continental europea.
En nuestra latitud los vientos
dominantes son del oeste, es decir, que fluyen desde el Atlántico
hacia el Mediterráneo, aunque un poco más al sur, en la de las
islas canarias, el flujo dominante es del noreste, y se conoce como
“vientos alisios”. Ese flujo del noreste tiene la culpa de que
las costas africanas situadas en la latitud de las canarias sean
desérticas (porque el viento viene del continente) y de que en este
archipiélago el nivel de humedad aumente conforme nos desplazamos
hacia el oeste o disminuya cuando lo hacemos hacia el este.
Las
importantes diferencias de temperatura que se producen entre las masas
terrestres euroafricanas y las marítimas del Atlántico son el motivo de la
existencia permanente sobre las latitudes templadas de este océano del famoso “Anticiclón de las Azores”:
“…
un anticiclón dinámico subtropical situado, normalmente, en el centro del
Atlántico Norte, a la altura de las islas portuguesas de las Azores. Es el
centro de acción que induce sobre el clima de Europa, Norte de África y América
del Norte.”[1]
Conclusión: la
persistencia de este potente anticiclón al oeste de nuestras costas, sobre todo
en verano (que es cuando ocupa las latitudes más septentrionales) actúa como una
muralla que desvía los húmedos vientos atlánticos del oeste, siguiendo la
dirección de las aguas de las agujas del reloj, hacia el norte, y que entran en Europa por Francia y
las islas británicas. Una vez superada nuestra longitud geográfica
una parte de ese viento baja de nuevo hacia el sur, entra en el
Mediterráneo por el sur de Francia y se recarga con las masas de
agua evaporada de las que antes les hablé. Por eso en Italia y en
los Balcanes llueve más que en España. Por eso toda Europa es
verde, excepto la Península Ibérica.
La dinámica atmosférica que se da
en nuestro entorno geográfico y que hemos descrito brevemente, deja
su huella evidente en el paisaje y condiciona los ecosistemas
biológicos que se dan en él y, en consecuencia, también en los
culturales, condicionando fuertemente los procesos históricos. Ya
hemos hablado en los últimos artículos de los ciclos mediterráneos
y de su periódico relevo por otros de carácter continental. En su
día dijimos que el Imperio Mediterráneo era un experimento
multiecológico que se fue desarrollando por fases (fenicios,
griegos, cartagineses, romanos) y que cuando agotó su recorrido dio
lugar a una implosión que aprovecharon sus vecinos continentales
(los germanos desde la verde continentalidad europea, los árabes
desde la parda continentalidad norteafricana), que llegaron con
soluciones culturales fuertemente adaptadas a sus ecosistemas de
origen y, por tanto, mucho más simples desde el punto de vista
estructural que las que tuvieron su punto de arranque en el ámbito
mediterráneo.
Para interconectar a todos los
pueblos de la Tierra hacía falta un contexto cultural complejo,
capaz de articular en una sola estructura orgánica a gentes
procedentes de los distintos ámbitos ecológicos que pueden darse a
lo largo y ancho de nuestro planeta. El lugar más idóneo para
ello que se da en el mundo es el Mar Mediterráneo, el mayor mar
interior del mismo. En ningún otro se da la masa crítica suficiente
para poder hacerlo posible. Roma creó el contexto (Roma como final
de trayecto, como punto de llegada. Egipto, Fenicia, Grecia y Cartago
como fases previas de ese mismo proceso), el espacio cultural
peri-mediterráneo y el espacio ideológico monoteísta cristiano,
que son las consecuencias del proceso político e histórico que les
precedió.
Una vez agotado este primer ciclo
son relevados desde las áreas vecinas, al producirse la
descomposición política del Imperio Mediterráneo. Pero las
semillas del mundo clásico quedaron repartidas por todo su antiguo
ámbito geográfico, prestas para germinar cuando llegara la estación
correspondiente.
Como dijimos hace tiempo, los
procesos evolutivos siempre van más rápido en las áreas
fronterizas que se dan entre dos ecosistemas que en el interior de
los mismos. Esto les da una ventaja comparativa tanto a los pueblos
ibéricos como a los de la Península de Anatolia, como podrán
observar en la imagen que mostramos al principio. Y el segundo ciclo
mediterráneo, en consecuencia, se incubó en esos dos extremos de
dicho mar. Dos imperios se despliegan por él a partir del siglo
XV. El de Levante (conocido como Imperio turco), avanzando hacia
el oeste, y el de Poniente (el español), que lo hace hacia el
este. Los dos chocan en el centro del Mare Nostrum y durante
trescientos años libran un duelo singular2 que acaba en tablas y que sólo sirve para debilitar a ambos, en
beneficio de los que estaban contemplándolo desde una distancia
segura.
Pero el citado duelo era, solamente,
una parte de esta historia. Si los turcos estaban encerrados en el
extremo oriental del mundo mediterráneo, en el área de solape entre
este espacio cultural y el del Próximo Oriente asiático, rodeados
de pueblos con gran bagaje histórico a sus espaldas con los que
competir por su propio espacio vital, los españoles -por el
contrario- tenían toda su fachada atlántica virgen, libre para
poderse desplegar por ella. Sólo había que desarrollar la
tecnología suficiente como para poder adentrarse en las
profundidades de la Mar Océano y descorrer el velo que protegía a
todo un continente que se ocultaba en el otro extremo del Atlántico.
Ese proceso ya estaba en marcha cuando los Habsburgo llegaron y estos
se limitaron a mantener los procedimientos que se estaban
desplegando, por cierto con una extraordinaria relación
coste/beneficio para ellos.
Observe ahora el mapa físico de la
Península Ibérica:
Si cruzáramos España de sur a
norte por el meridiano que pasa por Valladolid o por el de Toledo,
atravesaríamos un país que nos muestra este corte transversal:
Ese escalonamiento de la altitud de
los valles interiores amplifica el efecto que la latitud ya produce
de por sí. Y convierte a nuestro país en un pequeño continente,
produciendo una concentración de ecosistemas en un espacio mucho
menor de lo que podemos encontrar en ningún otro lugar de La
Tierra.
Ocho cordilleras compartimentan un
espacio geográfico de apenas 600.000 km2. Seis de las
cuales están orientadas en el sentido de los paralelos, produciendo
así el efecto amplificador del que he hablado.
Hay una séptima: La Ibérica.
La única claramente transversal, que rompe la Península en dos
partes: La oriental, con una clara vocación mediterránea, y la
occidental, que mira hacia el Atlántico. Casi todos los territorios
que formaron parte de los reinos bajomedievales de Castilla y León y
de Portugal vierten sus aguas hacia el oeste, que es hacia donde las
lleva la pendiente y, en consecuencia, empuja a sus habitantes a
“bajar” hacia el litoral atlántico, el mar que estaba más allá
del fin de La Tierra medieval. Hay, por tanto, un impulso natural que
los arrastra a explorar lo desconocido. Una vez que se hicieron a la
mar -tuvieran las intenciones que tuvieran y, al principio, sólo
pretendían comunicarse por él con sus vecinos septentrionales y/o
conquistar las tierras de los meridionales- el océano le fue
mostrando poco a poco sus secretos: el “8” atlántico y los
archipiélagos de la Macaronesia. Toda una invitación para
adentrarse en el mar, para explorar lo desconocido.
Simultáneamente a estos viajes de
exploración, colonización (Azores y Madeira) y conquista (Las
Canarias), los aragoneses, es decir los españoles orientales,
aquellos cuyas aguas vierten hacia el Mare Nostrum y la naturaleza
los empuja, por tanto, hacia el este, crearon un verdadero imperio
mediterráneo que incluía dentro del mismo a Cerdeña y Sicilia, que
los enfrentó con Francia -durante trescientos años- y les llevó a
Grecia, Turquía, las costas norteafricanas... insertándoles
profundamente en la vida política, económica y cultural que se
estaba desarrollando en este ámbito. La unión de las coronas de
Castilla y de Aragón, a finales del siglo XV, terminó de articular
ambos procesos, que habían evolucionado en sentido convergente
durante los 800 años previos a esa vinculación, gracias al enemigo
común que compartieron en la Península.
España es una
especie de concentrado de los paisajes y de los ecosistemas que se
pueden ver en todo el ámbito peri-mediterráneo, en un espacio mucho
menor. Sabemos que la evolución se acelera, tanto en términos
biológicos como en términos culturales, si aislamos a las especies
que forman un ecosistema en un espacio pequeño. Eso fue lo que pasó
en la Edad Media española... Especialmente durante el período que
llamé “Era de las invasiones africanas” (1086-1344), un
proceso de brutal aceleración histórica que duró diez
generaciones. La España del siglo XV era una píldora concentrada de
experiencias políticas y militares que habían sido grabadas a fuego
en el subconsciente colectivo de sus habitantes, en un entorno
multiecológico que, sin embargo, había estado en contacto
permanente, en movimiento, en ebullición, durante varios siglos.
Eran el resultado acabado de un proceso que parecía haber sido
diseñado como un ensayo de lo que vendría después.
Cuando se descorrió el velo de la
Mar Océano apareció, al fondo, el Continente Transversal, el
único de toda la Tierra en el que el relieve está orientado
mayoritariamente en sentido norte-sur y que se extiende, además, de
polo a polo. Un impresionante telón sobre el que proyectar el más
acabado producto cultural incubado en el “cañón mediterráneo”,
que había sido acelerado en el “ciclotrón” ibérico en dos
fases, una primera -más lenta- de 375 años (711-1086) y una segunda
-mucho más intensa- de más de cuatrocientos (1086-1492). Cuando el proyectil se lanzó sobre el telón
americano, sus diversos componentes buscaron en su tierra de destino
el ecosistema que más se parecía a su región originaria,
desplegando así lo que en su día llamé “la respuesta
multimodal española”.
Varios pueblos europeos se
desplegaron durante la Edad Moderna por el continente americano, cada
uno de los cuales lo hizo con su propio estilo. Sólo los españoles
buscaron expresamente las tierras altas para establecerse
(Mesoamérica, Perú, Bolivia, Colombia...) y se extendieron por toda
la variedad de climas que este continente presentaba. Como eran pocos, poseían una gran tradición militar (eran hidalgos en una elevada proporción) y había escasez de
campesinos entre sus filas, apenas colonizaron tierras: Las
conquistaron y se establecieron en ellas como clase dominante, tal y
como -antes que ellos- habían hecho los aztecas o los incas. Nada
nuevo, visto desde el lado de un campesino de Mesoamérica o del
Tahuantinsuyo. Eso explica que un puñado de españoles, que buscaron
expresamente los lugares más densamente poblados para establecerse,
rodeados de millones de indígenas que podían haberlos devuelto al
mar perfectamente si hubieran tenido un estímulo suficiente para
ello, se asentaran con rapidez en el territorio, se insertaran en él
aprovechando las propias estructuras de poder que tenían los nativos
(El Virreinato de Nueva España se despliega desde las estructuras de
poder de los aztecas y el del Perú desde las de los incas).
El resto de europeos que aparecieron
por allí se comportaron de manera muy diferente. Portugueses y
holandeses (pueblos litorales) crearon imperios litorales, al estilo
de los fenicios de la antigüedad, en los que el comercio fue la
principal actividad económica, aunque –en el caso portugués- se
va produciendo, poco a poco, un proceso colonizador en el que son
obligados a participar también los indios y negros de origen
africano. Ingleses y franceses darán prioridad a la colonización,
en las mismas latitudes geográficas que ellos ocupan en Europa,
avanzando hacia el oeste, siguiendo la línea de los paralelos, lo
que significa desplazar a los indígenas de sus tierras, que van
siendo arrollados conforme el proceso gana potencia. Esto es en
realidad lo que en Europa habían hecho los pueblos neolíticos miles
de años atrás con los cazadores que les precedieron y el Hombre de
Cromañón con los neandertales, mucho antes todavía. Es un patrón
muy antiguo y excluyente.
Pero para competir con los españoles
en los ecosistemas más cálidos, dado que no tenían suficientes
colonos europeos para enfrentarse con ellos en esas latitudes,
desarrollan el sistema que llamé “estructura por capas”, que es
el sistema esclavista que se desarrolló en las colonias del sur de
Norteamérica y en Haití. Con ese modelo social se enfrentaron con
las estructuras sociales mestizas del Virreinato de la Nueva España.
Mientras en los dominios españoles se producía de manera bastante
natural el mestizaje racial entre los europeos y los indígenas
–fundamentalmente-, a los que se unirían algunos miles de negros,
sobre todo en la época del “asiento”, en las colonias tropicales
y subtropicales inglesas y francesas se introducen esclavos negros de
manera masiva y sistemática y se endurece el sistema de castas del
Antiguo Régimen europeo para impedir la mezcla de razas. Es una
forma rápida de colarse en las áreas geográficas en disputa con
los españoles que, sin embargo, proyecta un horizonte de
enfrentamientos raciales hacia el futuro.
El poderoso despliegue terrestre
español en América que tiene lugar en los siglos XVI y XVII
sorprendió a todos sus potenciales competidores, dejándolos fuera
de juego. De hecho nos sigue sorprendiendo a nosotros mismos porque,
como buenos europeos que hemos aprendido a ser usamos, para estudiar
nuestra propia historia, las categorías mentales de los que fueron
nuestros adversarios y nos vemos a través de sus lentes.
Lo que sucedió en la América
española entre 1492 y 1800 es el resultado del encuentro entre un
pueblo que se había estado preparando durante los 800 años
anteriores para el gran salto y los del Continente Transversal.
Aunque no hubiera sido pensada tampoco fue improvisada (por parte de
los españoles, se entiende, que son, en este caso, el sujeto agente)
porque se despliega siguiendo estrategias y tácticas bien ensayadas
e interiorizadas por aquellos que las llevan a cabo. Son los imperios
de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) los que
se ven obligados a improvisar, los que tienen que cambiar el chip y
quemar etapas para poder neutralizar el poder español. Pero de eso
hablaremos otro día.
Muy interesante articulo "generico" de como las circunstancias climaticas e historicas fueron forjando la mayor epopeya de la historia del mundo en la que España fue decisiva .
ResponderEliminar