La primera fisura del proyecto europeo
En nuestro anterior artículo vimos someramente cómo se puso en marcha el proyecto europeo. Cómo el núcleo duro impulsor del mismo era el eje franco-alemán, como este proyecto venía de lejos; cómo, para llevarlo a cabo, se puso en marcha toda la experiencia que franceses, alemanes e italianos habían acumulado en ese sentido desde principios del siglo XIX y cómo el objetivo político estratégico perseguido a largo plazo era la creación de los Estados Unidos de Europa.
También
vimos como éste tuvo que abrirse paso, en la Europa de la postguerra y de la
Guerra Fría, compitiendo con otras estructuras de coordinación económica
supranacionales como la EFTA y el COMECON, que perseguían unos
objetivos estratégicos diferentes e incompatibles con él. Y que la posible
creación de una unión política entre los europeos no era, ni mucho menos, bien
recibida en la Unión Soviética, ni menos aún en los Estados Unidos de
Norteamérica. También vimos la dureza de los enfrentamientos de todo tipo que
tuvieron lugar en el mundo a lo largo de los 50 y los 60 y como, pese a que los
actores principales durante esa época fueron los ya citados norteamericanos y
soviéticos, los estados europeos de primer nivel (Francia, Alemania Occidental
y el Reino Unido), desempeñaron un importante papel.
“El crecimiento
económico que tuvo lugar en los países del Mercado Común Europeo entre 1957 y
1973 fue extraordinario y superó ampliamente al de sus competidores. A
principios de los setenta la CEE era una potencia económica que rivalizaba, a
escala mundial, con los Estados Unidos de Norteamérica y que amenazaba, además,
con materializar el proyecto de los Estados Unidos de Europa. Europa había
hecho su propia travesía del desierto en la época de la postguerra y se
preparaba, de nuevo, a convertirse en uno de los protagonistas del futuro.”[1]
Con la
llegada al poder en Estados Unidos del Complejo Militar-Industrial con el
presidente Richard Nixon, se pone en marcha un poderoso plan de involución
social a escala planetaria que descansaba sobre tres paradigmas teóricos
complementarios:
“El
Neoliberalismo, en economía, el Neomalthusianismo, en demografía y el
Neofeudalismo como modelo de intervención política en los países de la
periferia del Sistema.”[2]
La puesta en
marcha, en Europa Occidental, de los planes del Complejo Militar-Industrial fue
facilitada por la desaparición del presidente francés Charles de Gaulle,
como consecuencia del mayo francés de 1968:
“De Gaulle era
un verdadero estorbo para los planes políticos del Complejo Militar-Industrial.
Recordemos que cuando estalló la crisis del petróleo en 1973 Francia era el
único país del mundo que producía más de la mitad de su electricidad con
centrales nucleares y, en consecuencia, el que menos sufrió con los brutales
incrementos de precios del petróleo que
tuvieron lugar entonces. A esa situación no se había llegado por casualidad.
Alcanzar ese nivel de autosuficiencia energética era fruto de una planificación
que venía de lejos. Charles de Gaulle se había adelantado a esa jugada, que
sorprendió al resto del mundo, en más de una década.”[3]
En cuanto De
Gaulle desapareció de la escena, comenzó el proceso de negociación de la
primera ampliación de la CEE, que abrió la puerta de la misma a tres
nuevos países; Reino Unido, Dinamarca e Irlanda, los dos primeros
procedentes del bloque rival de la EFTA:
“La EFTA estaba
compuesta entonces por siete países (Reino Unido, Dinamarca, Noruega, Suecia,
Suiza, Austria y Portugal). Su objetivo era crear una zona europea de libre
comercio, sin ninguna pretensión adicional de avanzar hacia la unidad
política.”[4]
El Reino
Unido y Dinamarca, hasta entonces, habían sido defensores del libre comercio,
dentro del viejo modelo político de los estados-nación europeos, en un contexto
atlantista en el que la Europa Occidental debía actuar como fuerza subordinada,
dentro del bloque del Gran Occidente, encarnado en el plano militar por
la OTAN, y liderado por los Estados Unidos de Norteamérica, moviéndose en el
contexto más amplio del mundo bipolar de la Guerra Fría.
Había dos
modelos de Europa, claramente explicitados, compitiendo entre sí en el Occidente europeo: el de los Estados Unidos de Europa, liderados por el
eje franco-alemán, que pretendía crear un nuevo proyecto político que
devolviera a Europa el liderazgo y la centralidad que había perdido como
consecuencia de las dos guerras mundiales y el atlantista que concebía, como
hemos dicho más arriba, a Europa como un elemento subordinado del Gran
Occidente. Ambos modelos compitieron apoyándose, inicialmente, en las dos
asociaciones rivales de la CEE y la EFTA. Desde finales de los 60 empieza a
desplegarse el modelo de integración de las dos, una vez desaparecidas de la
escena las personalidades que habían defendido de manera más contundente la
identidad europea frente al hegemonismo norteamericano.
La crisis
económica de 1973 creó un nuevo escenario político de ámbito mundial. En
economía, el expansivo paradigma keynesiano es reemplazado por el
neoliberal, claramente involutivo. Al cerrar el grifo de la energía los poderes
fácticos planetarios nos reorientan a todos hacia la economía de la escasez y cortan las alas a los proyectos
expansionistas emergentes que estaban surgiendo por todo el mundo y que tenían
a los países de la CEE y a Japón como sus puntas de lanza más destacadas.
La entrada
del Reino Unido y de Dinamarca en la CEE frena el proceso de integración
política de la misma desde el primer momento. Entre el
librecambismo de los antiguos países de la EFTA y el proyecto de los Estados
Unidos de Europa franco-alemán se sitúan los países del Benelux, actuando como
fulcro de la balanza. La llegada al gobierno en el Reino Unido de Margaret
Thatcher (1979) elevará aún más la tensión dentro del bloque, ya que ella era
en ese momento histórico la punta de lanza más destacada, a nivel mundial,
tanto del neoliberalismo como del atlantismo.
Luego
vendrán la Segunda (Grecia, 1981) y la Tercera Ampliación (España
y Portugal, 1986). La España de Felipe González se alineará, claramente, con el
eje franco-alemán desde el primer momento. Portugal y Grecia también son
partidarias, aunque no de una forma tan militante, del modelo de integración
política. Las tensiones entre las dos “sensibilidades” se agudizan en la década
de los ochenta y los enfrentamientos fueron bastante agrios, sobre todo en la
época en la que Jacques Delors fue presidente de la Comisión Europea
(1985-1995). Es en ese momento cuando se empieza a hablar de la “Europa de las
dos velocidades”. La posibilidad de un abandono del Reino Unido (donde el
número de los euroescépticos no deja de crecer) de la Unión Europea empieza a
visualizarse.
También
empezó a hablarse de la creación de un ejército específicamente europeo, que se
percibe como necesario por parte de los partidarios de la integración política.
Con ese objetivo se intentó revitalizar una vieja organización militar europea
(La Unión Europea Occidental), puramente testimonial, que integraba a los seis
socios fundadores de la CEE más el Reino Unido desde los años 50 y en la que
ingresaron España y Portugal en 1990. La citada organización se disolverá, formalmente, en 2011.
En 1979 se
puso en marcha la “Unidad de Cuenta
Europea” (ECU, por sus siglas en inglés), una moneda virtual, utilizada en
la contabilidad comunitaria, que pretendía ser el embrión de una futura moneda
europea.
Y mientras
tanto, fuera de la Unión Europea estaban teniendo lugar acontecimientos políticos
de gran calado que tuvieron una repercusión inmediata en el equilibrio de poder
comunitario. La caída del Muro de Berlín, en 1989, la desintegración de la
Unión Soviética, la desaparición de la organización militar del Pacto de
Varsovia y económica del COMECON, así como el estallido de las guerras
yugoslavas, lo cambiaron todo y rompieron todos los equilibrios internos.
Como
consecuencia de la caída del Muro de Berlín se produjo un vertiginoso proceso
de unificación alemana que convirtió, de facto, a ésta en la Cuarta Ampliación
Comunitaria. La “reunificación” alemana fue una absorción de la segunda por parte de la primera. Desde el principio se dio por supuesto que la Constitución de la Alemania unificada era la de la RFA, que
la capital seguía estando, de momento, en Bonn, que la moneda era la de la
RFA y que el país se seguía llamando República Federal Alemana. Los alemanes
orientales, un día determinado, se levantaron como ciudadanos de la RFA.
Y como la
RDA era un país “comunista”, en el que la economía estaba estatalizada, de un
día para otro toda la economía del país pasó a manos de su nuevo poder
político: el estado capitalista de la RFA, que diseñó una transición ad hoc
para esos territorios que terminó subastando al mejor postor todo el tejido
industrial de la Alemania comunista.
La absorción
de la RDA por la RFA fue una ampliación de la CEE por la puerta de atrás.
Entraba en el club un país de 15 millones de habitantes (más poblado que
Holanda, Bélgica, Portugal, Grecia, Dinamarca, Irlanda o Luxemburgo) ¡¡sin
negociación alguna!! con los 12 miembros de la CEE, sin mecanismos
de compensación, sin períodos transitorios de adaptación, como se había hecho
en el resto de ampliaciones que habían tenido lugar hasta entonces. Sin tiempo
para adaptar legislaciones que amortiguaran sus brutales efectos.
La Alemania
Federal puso al resto de países de la CEE ante hechos consumados. Les impuso
una ampliación de facto y, como consecuencia, esto produjo desajustes en la
distribución de los diferentes fondos estructurales de la Unión, dado que la
media del PIB europeo bajó como consecuencia de la incorporación de los landers
de la antigua RDA, que éstos pasaron a situarse entre las regiones
beneficiarias de los mismos y que su cuantía económica no se incrementó de
manera significativa. En conclusión, el mismo dinero para repartir entre más y
las condiciones para optar a ellos se endurecieron. ¿Qué país europeo salió más perjudicado por esto? ¡España!
Algunas regiones españolas que hasta entonces se situaban ligeramente por
debajo del umbral que las convertía en beneficiarias de esos fondos subieron
por encima del mismo y los perdieron, ya que la media en base a la cual se
hacían los cálculos había bajado. Y las que seguían teniendo acceso a los
mismos vieron reducirse su importe, ya que ese dinero había que repartirlo
entre más gente. Eso significó que una parte de la factura de la reunificación
alemana la pagamos los españoles en términos de reducción de subvenciones
europeas.
Y la
absorción de la Alemania Oriental fue solo el comienzo. La disolución del
COMECON fue haciendo que la mayor parte de sus antiguos miembros pidieran el
ingreso en la CEE que, a partir de 1993, pasó a llamarse Unión Europea.
Como éstos sí iban a negociar su ingreso, tal y como habían hecho antes españoles,
portugueses y griegos, había gran interés en formar parte de la mesa
negociadora, ya que estaba en juego la posible participación de centenares de
grandes empresas occidentales en los procesos de privatización pendientes en
todos los países del este. Como
consecuencia nuevos países de la EFTA llamaron a la puerta (Suecia, Noruega,
Finlandia y Austria). En 1995 se produjo la quinta ampliación, de la que
Noruega, fiel a sus viejas tradiciones, se descolgará en el último momento,
como consecuencia de un nuevo referéndum, repitiendo así la jugada 22 años
después.
En paralelo
a este proceso tendrán lugar las guerras yugoslavas que se irán sucediendo a lo
largo de la década de los 90 (guerras de Eslovenia (1991), de Croacia
(1991-1995), de Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y de Kosovo (1998-1999)) y que
tendrán una gran repercusión en las relaciones de poder dentro de la Unión
Europea. Durante las primeras fases de las mismas se produjo un claro
enfrentamiento estratégico entre alemanes, por un lado, que apostaron desde el
primer momento por la desintegración del estado yugoslavo y franceses y
británicos que, inicialmente, intentaron frenar ese proceso. Los
norteamericanos respaldaron abiertamente las posiciones alemanas, lo que
llevará a los franco-británicos a terminar aceptando los hechos consumados que
se estaban produciendo sobre el terreno.
Mientras tanto las empresas occidentales se extienden por los países del Este de Europa y se adueñan de las joyas más preciadas de su industria (la Skoda checa es absorbida por la Volkswagen alemana, la Dacia rumana por la Renault francesa, etc.)
Es en este
contexto político en el que aparece la moneda de la Unión Europea (el Euro),
fruto de un acuerdo que tuvo lugar en Madrid el 16 de diciembre de 1995. En
1999 sustituirá a la Unidad de Cuenta Europea (ECU) y en 2002 entrará en
circulación, reemplazando a 12 monedas nacionales previas. Hoy es la moneda
oficial de 19 países de la Unión.
El euro será
puesto en circulación por el Banco Central Europeo, una institución que
había nacido a imagen y semejanza del Bundesbank alemán. Como éste, será
independiente de los poderes comunitarios. En la nueva Europa que se está
creando, al modelo del equilibrio de poderes de Montesquieu (ejecutivo,
legislativo y judicial) se le añade una nueva pata: la entidad emisora de
moneda. Los estados que se incorporan a la eurozona han perdido la capacidad de
dar instrucciones al banco emisor, que hasta ese momento tenían. El viejo
recurso a la emisión de papel moneda (del que tanto la España de Franco como la
de Suárez usaron para capear la crisis económica de 1973) se había perdido. La
siguiente gran crisis (la de 2008) será enfrentada sin esa capacidad de
maniobra por parte de los estados o del “nuevo estado” emergente llamado Unión
Europea. Esto puso a los diferentes gobiernos, en especial a los de los
países periféricos, al pie de los caballos, dejándolos a merced de los bancos
privados.
El sistema
de financiación que el Banco Central Europeo diseñó es un mecanismo que convierte a los bancos privados en los intermediarios entre éste y los
gobiernos a los que debiera respaldar. El BCE presta a los bancos el dinero y
estos, a su vez, se lo prestan a los gobiernos, con un pequeño margen de
beneficio. Está prohibida la financiación directa del BCE a los
estados de la Unión. Esto
refuerza el papel de las élites financieras europeas,
puesto que son capaces de administrarles a sus respectivos gobiernos el flujo
del dinero.
Con esta
estructura fue con la que la Unión Europea se enfrentó con la sexta
ampliación (2004) en la que entrarán en la Unión ocho países de la antigua
Europa comunista (Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa,
Eslovaquia, Hungría y Eslovenia) y los dos más pobres de la EFTA (Malta y
Chipre). Diez nuevas absorciones que nos recuerdan en parte a la
germano-oriental, aunque ya lo hacen a través de un mecanismo más reglado y
previo pacto entre todas las partes. Después de 2004 ya no queda en la Unión
nada del espíritu de los que pretendían crear los Estados Unidos de Europa.
Está surgiendo un modelo jerárquico, con países de primera
clase (Alemania), de segunda (Francia,
el Benelux, Austria, Reino Unido y los escandinavos) y de tercera (los demás),
regido por un modelo atlantista que se coordina con la OTAN y que está actuando
de una manera cada vez más agresiva fuera de sus propias fronteras.
Poco después se producirá la séptima (Rumanía y Bulgaria en 2007) y octava
(Croacia en 2013) ampliaciones siguieron profundizando en ese modelo. Antes de
estas tres últimas ampliaciones se propondrá la Constitución Europea,
aprobada en junio de 2003, firmado por
los jefes de gobierno en octubre de 2004 y por el Parlamento Europeo en enero
de 2005. Durante el proceso de ratificación por los diferentes estados, a lo
largo de 2005 y 2006, será rechazada en referéndum en Francia y en Holanda
(bastaba que un sólo estado lo hiciera para que no entrara en vigor, por la
famosa regla de la unanimidad). España estaba en la lista de los países que la
ratificaron, con un 76,7% de votos a favor, pero con una participación del
42,33%. Es decir, que sólo el 32,46% del electorado votó a favor... ¡la
tercera parte del censo! La Constitución que no se aprobó será, finalmente,
reemplazada por el Tratado de Lisboa (diciembre de 2007).
El
complicado sistema de toma de decisiones instaurado en la Unión Europea, que
facilita los bloqueos en las decisiones importantes y que eterniza las negociaciones,
el poder de los grandes lobbies empresariales, el escaso poder de los órganos
centrales de decisión de la Unión, el dumping
social practicado por algunos de los estados que componen la Unión,
la subasta a la baja de los impuestos empresariales, la inexistencia de un
ejército europeo o de una política exterior común, la asimetría del peso
relativo entre los diferentes estados que la componen en el sistema de toma de
decisiones y la propia heterogeneidad de los 28 en términos culturales,
históricos, económicos y políticos, apuntan de manera cada vez más clara hacia
una dinámica de disgregación.
Y es en este
contexto político en el que el Reino Unido, el estado que lideró la EFTA en los
años 50 y 60, planteó el referéndum para la salida de la Unión Europea, que se
llevó a cabo en 2016, popularmente conocido como “Brexit”. El Brexit fue un
torpedo que impactó bajo la línea de flotación de una maltrecha Unión Europea
que cada vez ilusiona a menos gente, es el pistoletazo de salida del
proceso de desintegración europea cuyo efecto los poderes financieros
comunitarios están intentando ralentizar. La previsible salida del Reino Unido
de la Unión Europea en 2019 marcará un precedente que otros
usarán después. Cuando el Reino Unido salga –dentro de unos meses- de la Unión
Europea todo el mundo observará con lupa ese proceso. Y si la jugada le sale
medianamente bien, seguro que tendrá emuladores.
2019 será un año decisivo. Marcará, con toda probabilidad, un
punto de inflexión en la historia de la Unión Europea. La evolución de los
acontecimientos que ya están programados hará que el devenir futuro de la misma se oriente en una o en otra dirección. Las fuerzas disgregadoras que la
Unión lleva dentro podrán acelerar su marcha (si el Brexit sale bien) o la
frenarán (si sale mal). Pero la utopía de una futura unión política europea ya
está, desde luego, muerta y enterrada.
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