Hace
algunos meses dijimos:
“Lo que la historia ha dejado muy claro es que todos
los proyectos imperiales “eurípetos” han acabado mal. Moderadamente mal cuando
se han abordado de manera gradual y estrepitosamente mal cuando lo han hecho
con decisión y con fuerza.”
Como recordarán, los
imperios
“eurípetos” eran la alternativa de los
imperios
“eurífugos”, que definimos como aquellos que
“se expandieron desde Europa hacia el
exterior”.
Los primeros, por tanto, son los que
se
expanden por el interior de Europa, y pusimos como ejemplo los de
Carlomagno, Carlos V, Napoleón y los alemanes del siglo XX.
En consecuencia, cualquier proyecto expansivo diseñado en
Alemania y que tenga como objetivo someter a cualquiera de sus vecinos europeos
es, por definición, un proyecto imperial
eurípeto y está, por tanto, condenado al fracaso.
Toda sociedad es, en realidad, un ecosistema
social, y la diversidad es algo consustancial con ella. Es cierto que es
posible avanzar hacia una mayor uniformidad de tipo lingüístico o religioso,
como han podido conseguir algunos grandes imperios a lo largo de la historia.
El Imperio romano, el árabe o el español lo llevaron a cabo en buena medida
(nunca totalmente), pero esto pudo ser posible por varias razones (que no se
dan en la Europa contemporánea):
La primera es que en el
espacio geográfico por el que se extendieron esos grandes imperios había
importantes desniveles tecnológicos entre sus diversos habitantes en el momento
en el que construyeron, y que los dominados cambiaron cultura por tecnología.
Aceptaron la dominación porque no juzgaron viable sacudirse el yugo de los
conquistadores y durante las siguientes generaciones se produjo un proceso
aculturador intenso entre las clases medias de la nueva sociedad que se estaba
formando que le garantizó a estos últimos los suficientes apoyos sociales como
para ir integrando -de manera gradual- a las diversas poblaciones del imperio
en el nuevo universo cultural.
La segunda razón que permitió
la consolidación de esos poderosos imperios fue que pudieron disfrutar -durante
su fase expansiva- de un relativo monopolio de la fuerza en esa extensa región.
No había cerca ningún otro imperio que alimentara la disidencia de los
dominados.
La tercera es que los
conquistadores se movieron en un ecosistema natural relativamente parecido al
de su país de origen y supieron desenvolverse en él con relativa destreza,
demostrando así ser “la especie mejor adaptada” a ese hábitat natural. En el
caso romano el espacio peri-mediterráneo, en el árabe las zonas áridas que
flanquean los desiertos del Próximo Oriente y del Norte de África y en el
español la transversalidad del continente americano. Detrás de cada imperio hay
una idea motriz, que genera un complejo cultural completo del que la religión y
la lengua forman parte, además de otra multitud de factores y de costumbres
validadas por el tiempo que garantizan tanto el salto tecnológico sobre la fase
histórica anterior como su peculiar adaptación al medio al que la citada idea
motriz da respuesta.
Nada de esto se ha dado en el
contexto de la expansión de las fuerzas nacionalistas por Europa a lo largo de
los siglos XIX y XX. Los desniveles tecnológicos y demográficos dentro de
Europa no son suficientes como para dejar sin capacidad de resistencia a los
dominados y, además, siempre hay alguna potencia rival cerca dispuesta a
agudizar todas las posibles contradicciones internas de sus adversarios, lo que
termina convirtiendo a toda agresión en el comienzo de un infierno que se
realimenta a sí mismo, en una espiral de violencia autodestructiva.
¿Qué pueden ganar los futuros dominados europeos como
contrapartida a la aceptación del proyecto hegemonista alemán? Aunque este país
tenga alguna superioridad tecnológica con respecto a varios de sus vecinos, no
es suficiente contrapartida para justificar la disciplina germánica y, en
cualquier caso, hay otras alternativas que presentan un modelo de desarrollo menos rígido y más adaptable a sus
características concretas. En cuanto a la capacidad de adaptación al medio en
escenarios exóticos, los alemanes no han sido, precisamente, un ejemplo
histórico al respecto.
Desde la Protohistoria los germanos vienen constituyendo la
más potente fuente de inestabilidad política que hay en Europa. En los tiempos del Imperio Romano mantuvieron con éste
el frente más activo y más masivo de todos los que esta formidable estructura
política tuvo que sostener a lo largo de sus inmensas fronteras. Serán los
germanos los que rompan el Limes occidental a principios del siglo IV, los que
invadan todos los territorios de Europa Occidental y del Magreb –en varias
oleadas- a lo largo de la Alta Edad Media, sometieron pueblos, crearon reinos y se
establecieron en ellos como aristocracias guerreras que instauraron multitud de
nuevas estructuras políticas que, con el tiempo, darían origen a los actuales
estados europeos. Pero la cultura, la religión y las lenguas de todos estos países
evolucionaron desde los patrones latinos, no desde los germánicos (con la
salvedad del caso inglés).
La aparición de los dos poderes universales del Medievo
(Papado e Imperio) representó la cristalización de un modelo que nos mostró la
especialización a la que habían llegado cada una de estas dos tradiciones
étnicas europeas (la romana y la germánica), y si bien el poder político y el
militar fueron los ámbitos en los que éstos se
hicieron fuertes, la manera en la que ejercieron esos poderes fue la más
anárquica de cuantas se hallan conocido en el ámbito peri-mediterráneo durante
los últimos 2.500 años. Los germanos se pusieron al frente de los diversos
“estados” medievales justo en el momento en el que el Estado alcanzó en Europa su mínima expresión, creando unas
estructuras de poder clánicas basadas en una trama de lealtades personales que
conocemos con el nombre de feudalismo.
Durante el largo milenio medieval la herencia latina siguió
trabajando en la base de la sociedad a través de la Iglesia y de las
tradiciones culturales de los distintos pueblos. Se mantuvo viva en la religión
y la lengua. Y esa herencia religiosa y cultural se fue expandiendo por
regiones que en la antigüedad no habían sido romanizadas, alcanzando los
confines de la ecúmene europea.
A finales de la Edad Media, Europa era el hábitat de los
pueblos cristianos
, en la
víspera de la gran ruptura que representó la Reforma Protestante. En varios de
mis artículos he llamado la atención acerca del hecho de que tras la
Guerra de los Treinta Años las fronteras
finales que terminarían delimitando geográficamente a los luteranos coincidían
con las que, en la Era Cristiana, delimitaban a los germanos.
A lo largo de los siglos XIX y XX vimos como la emergencia
de la nueva “nación” alemana desestabilizó todos los equilibrios políticos
previos y condujo a Europa a los dos conflictos militares más sangrientos que la
humanidad haya conocido. En el siglo XX, al igual que en el IV, el
expansionismo germánico vino acompañado de destrucción y de violencia. En la Alta
Edad Media puso fin a un milenio de Civilización Clásica y acabó con el Imperio
Mediterráneo, abriendo una nueva fase histórica de signo continenta. En el siglo XX lo que ha provocado es la implosión
europea. En ambos casos viene a representar el fin de una época y el comienzo
de otra.
Vemos por tanto como expansionismo
alemán es igual a implosión europea y como, desde el principio, este
proceso tuvo reflejos en todos los confines de nuestro planeta, sentando una de
las precondiciones necesarias para la aparición de nuevas grandes potencias tanto
en América como en Asia. El proceso sigue su curso, manteniendo su propia lógica
interna. El crecimiento chino, indio y japonés vino facilitado por la implosión
europea, que provocó una retirada importante de efectivos desde sus imperios
ultramarinos hacia Europa para hacer frente a los ataques alemanes. Un siglo
después el proceso ha alcanzado una potencia considerable.
Roma no sucumbió ante los
bárbaros sino que se autodestruyó ella sola. Los invasores pudieron entrar
cuando el Imperio se había debilitado interiormente lo bastante como para no
ser capaz de resistir agresiones que unos siglos antes estaban en condiciones
de repeler perfectamente.
Pues en Europa se ha iniciado un proceso de descomposición interna que le va a ir conduciendo de manera paulatina hacia la irrelevancia política conforme de vayan desplegando las fuerzas emergentes del siglo XXI.
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