La misión de un ejército, en tiempo de paz, consiste en
prepararse para la guerra, para cualquier guerra potencial hipotética; pero
empezando, lógicamente, por las más probables. Debe prevenir todos los
escenarios posibles para que, cuando se dé la situación para la que fue creado,
pueda estar a la altura de las circunstancias y demostrar que su
existencia estaba justificada, que los gastos militares eran, en realidad, una
inversión, una apuesta de futuro. Recordad las palabras de Julio César: “Si quieres la
paz, prepárate para la guerra”.
Y fue otro general, Karl von Clausewitz, el que dijo: “La
guerra es la continuación de la política por otros medios”. La guerra es la
fase de la acción política a la que se llega cuando han fallado las otras
opciones, cuando se han roto todos los puentes. Es fundamental por tanto, para
evitar guerras futuras, que nuestro sistema educativo sea capaz de transmitir
los valores de la tolerancia, de la empatía... que se nos forme para ser
capaces de entender las razones de los otros, para comprender los motivos que guían
su acción. Los que alimentan, con argumentos fútiles, polémicas estériles entre
colectivos distintos, los que rompen los puentes, están, de alguna manera,
preparando el camino para conflictos futuros.
La preparación de un ejército para hacer frente a las guerras
futuras consiste, por supuesto, en adiestrar a sus miembros para que, cuando
llegue el momento, puedan estar a la altura de las circunstancias, y en dotarse
de las capacidades materiales y tecnológicas correspondientes para prever
cualquier escenario potencial de lucha.
Pero también debe guardarse algunos ases bajo la manga, para
elevar el nivel de incertidumbre de cualquier agresor hipotético. Todo ejército
que se precie debe saber jugar, cuando llegue el momento, con el factor
sorpresa, debe ser capaz de romper los esquemas de su adversario, debe saber
actuar de una manera que éste no haya sido capaz de prever, para poder así
tomar la iniciativa en el conflicto. Llevar la iniciativa no es una garantía de
victoria pero, al menos, nos brinda la oportunidad de seguir combatiendo, de
poder impedir la aniquilación.
Todos los ejércitos de las grandes potencias, a lo largo de la
Edad Contemporánea, han ocultado siempre a sus adversarios algún arma secreta o
algún avance tecnológico que su enemigo desconocía: los tanques, las armas
químicas, el principio de estanqueidad en los buques, el radar, las
investigaciones sobre la bomba atómica... Las armas secretas tienen que seguir
siéndolo hasta que su utilización se vuelva absolutamente necesaria, hasta el
momento en el que puedan romper la lógica del adversario. No pueden mostrarse
en el primer intercambio de disparos que se produzca, porque inmediatamente
harán que el estado mayor del ejército enemigo asigne recursos a la tarea de
replicar y/o neutralizar la ventaja adquirida. Por tales razones los ejércitos
de los países más avanzados guardan en la recámara una serie de mejoras que son
prototipos de armas futuras, y tienen asignados recursos para garantizar que la
estructura productiva pueda responder en caso de necesidad en la implementación
de tales mejoras.
Los ejércitos de los países menos avanzados también tienen sus
ases bajo la manga, aunque estos no hagan tanto hincapié en las mejoras
tecnológicas. Su debilidad relativa en este campo es suplida por un desarrollo
táctico más intenso, apoyándose mucho más que los primeros en las
características de su propio país, para hacer valer su vinculación con el
territorio que deben defender. En ese sentido, a lo largo del siglo XX hemos
visto como las fuerzas armadas de algunos países modestos han sido capaces de
derrotar a ejércitos que, a priori, parecían invencibles. Lo vimos en Vietnam
durante los años 60 y 70, lo vimos en Líbano en los 80, con la guerrilla de
Hezbolá...
Si hacemos un rápido recorrido por la historia de los conflictos
bélicos, deberemos reconocer que el nivel de incertidumbre que rodea a
cualquier agresión militar es bastante alto. Si los ejércitos que desencadenaron
las dos guerras mundiales hubieran sabido como acabarían ambas es seguro que no
las hubieran desatado. Los agresores, antes de dirigirse a la lucha, saben cómo
va a comenzar ésta, pero no como va a terminar. La cantidad de cosas que pueden
salir mal es superior, empíricamente, a todo cálculo racional previo. El
agresor suele pecar, generalmente, de prepotencia, y esta actitud lo suele
llevar, con relativa frecuencia, a sufrir derrotas que no habían sido
previstas. Las sociedades humanas son mucho más complejas de lo que cualquier
dirigente puede llegar a imaginar, y los terceros que contemplan la agresión
suelen extraer, igualmente, las conclusiones pertinentes y, aunque no entren
formalmente en el conflicto, tampoco suelen quedarse cruzados de brazos. Un
agresor que se sale con la suya suele ser muy mal presagio para los terceros
que rodean a los países en conflicto, y las “victorias” suelen llevar asociados
otros costes que la mayoría no ve: de entrada, habrá cambios en la percepción
que los demás tienen del “vencedor”, y esos cambios suelen tener consecuencias.
Hace tiempo que venimos comparando a las sociedades humanas con
los ecosistemas naturales. La biología nos ha enseñado que todos los
ecosistemas poseen sus propios mecanismos de compensación. Cuando el equilibrio
natural se rompe, se desencadenan una serie de sucesos que, con el tiempo,
terminan volviendo a establecer un nuevo equilibrio. Lo mismo ocurre con las
sociedades humanas.
La Historia está llena de
grandes “conquistadores” que terminaron viendo como sus conquistas se esfumaron
en cuanto dieron una muestra de debilidad o en cuanto los “neutrales” tomaron
conciencia de lo que se les venía encima. A veces descubrimos que el “malo”
oficial no lo era tanto, cuando intuimos que puede haber alternativas peores.
Pasó, por ejemplo, con los españoles al final de la Guerra de los Treinta
Años (1618-1648), cuando varios de sus enemigos oficiales se dieron cuenta
de que podían ser reemplazados en su función por los franceses y decidieron,
finalmente, apuntalar al malo conocido y relativamente controlado, antes que
abrir la nueva caja de pandora gala, por lo que pudiera pasar.
La mera amenaza de guerras potenciales a nuestro alrededor
trastorna buena parte de las estrategias de los grupos de poder de nuestro
mundo y los posibles avances tecnológicos que se puedan estar produciendo en la
sociedad. Cualquier invento que pueda ser utilizado en combate contra el
enemigo será inmediatamente canalizado hacia la esfera militar y ocultado a la
población, para que no caiga en manos del adversario. Es altamente probable que
los ejércitos de nuestro mundo y/o sus proveedores habituales oculten
importantes avances tecnológicos que, empleados por la sociedad civil, podrían
revolucionar nuestra vida cotidiana y permitirnos dar un salto de gigante en
nuestra calidad de vida. Pero tales avances se mantienen en secreto para poder
darle una ventaja táctica a los que los poseen, de cara a cualquier guerra
potencial que se pueda dar en el futuro.
La consecuencia es que se frena la evolución tecnológica en el
ámbito de la sociedad civil, que la brecha tecnológica que separa a los grupos
de poder del resto de la población se agiganta, que dicha población está cada
vez más ajena y más inerme ante los cambios que están teniendo lugar realmente,
y que la ciencia se escinde en dos: una ciencia oficial o de masas, que
es la que se difunde por los medios y se imparte en las instituciones
educativas del Sistema y una ciencia de vanguardia, que aparece ligada a
los proyectos secretos y que se oculta al resto de los mortales.
Este proceso que estoy describiendo no es nuevo. Ha existido
siempre. Repito: ¡Ha existido siempre! Una cosa es la historia que
nos cuentan y otra, muy distinta, la real. Buena parte de esta historia real es
olímpicamente ignorada por los historiadores oficiales por varias razones:
Primero porque la historia oficial debe reforzar el
discurso oficial, que es un discurso legitimador del statu quo, y cualquier
trabajo de investigación que lo cuestione o bien se parará, o bien se ocultará
y se transferirá a los ámbitos correspondientes.
Segundo porque descubrir cosas que, en su momento, fueron
secretas tampoco es fácil. Ya hubo una voluntad de ocultación en su momento y
el historiador sólo conoce la punta del iceberg. Muchos de los elementos que se
dieron en el pasado los tiene que deducir. A veces tiene que adivinar cómo era
un ser humano del que sólo tiene algunos huesos y, además, en mal estado, como
ocurrió con el descubrimiento de los denisovanos, en 2008.
Por eso vengo hablando desde los primeros artículos de mi blog de
los patrones de despliegue cultural: Cada sistema forma un todo en el
que cada una de las piezas que lo componen debe encajar. Para que una máquina
haga un trabajo determinado tiene que tener una serie de componentes que lo
hagan posible, y si no conozco esos componentes debo inferirlos a partir del
análisis de los procesos que tuvieron lugar.
Pasemos a lo concreto: Sabemos que los cartagineses ocultaban a
sus competidores sistemáticamente las cosas que ellos habían descubierto. Eso
llevó a un faraón de Egipto a “subcontratarlos” para llevar a cabo la vuelta al
continente africano. El egipcio sabía que sólo ellos podían llevar a cabo tal
proyecto. Y no salió decepcionado.
Sabemos que los griegos llegaron a construir autómatas, una
especie de robots mecánicos que hacían determinados trabajos rutinarios. Y,
también, sofisticados mecanismos de relojería, como el “Mecanismo de
Anticitera”, del siglo II a.C. Hay narraciones que nos hablan de que en el sitio
romano de la ciudad griega de Siracusa (212 a.C.-214 a.C.), los defensores
usaron “espejos ustorios”, que concentraban los rayos del Sol sobre las
naves romanas y las incendiaban. Se afirma que fueron diseñados por
Arquímedes.
Quizá el arma secreta más famosa de la Historia haya sido el “fuego
griego” de los bizantinos, que empezaron a usar a partir del siglo VI, que
causó una honda impresión a los cruzados medio milenio después y cuya fórmula
se fue con ellos, aunque haya tenido multitud de imitadores.
La vuelta al mundo de Magallanes-Elcano, entre 1519 y 1522 no fue
sólo un alarde de poder, de pericia marinera, de valor y de coraje, también de
tecnología... Hemos de tener en cuenta que el Tratado de Tordesillas
(1494), firmado entre españoles y portugueses, prohibía a las naves españolas
adentrarse en el Atlántico Oriental al sur de las Canarias y en el Océano
Índico. Cualquier barco español que los portugueses detectaran en esa zona
sería hundido. Ya conocemos el extraordinario celo que los portugueses ponían
en su “política de sigilo”. No estaban dispuestos a permitir que ningún
extranjero descubriera ni sus rutas, ni sus técnicas, ni sus bases. Los
españoles sabían esto desde que empezaron a proyectar ese viaje. Sabían que
navegarían por territorio hostil desde las Molucas hasta las Canarias... ¡Medio
mundo!... Y lo hicieron.
Al frente, Fernando de Magallanes, un portugués que se
había puesto a las órdenes del rey de España y que, podemos suponer, pasó a los
españoles toda la información que tenía, tanto tecnológica como geográfica. Los
españoles tendrían cartas de navegación precisas sobre los enclaves portugueses
en el Atlántico y en el Índico, así como información sobre rutas, rutinas,
costumbres, etc. Pero Magallanes murió en las islas Filipinas, antes de entrar
en la zona portuguesa. Quedó al mando el español Juan Sebastián Elcano,
que estuvo evitando a las naves y a las bases portuguesas durante medio viaje.
Dígame como habría podido hacer esto posible sin relojes de precisión a bordo
para poder calcular adecuadamente la longitud geográfica, por más cartas de
navegación que tuviera.
“Una flota inglesa
formada por cinco naves comandada por el Almirante Clowdisley se hundió al
chocar con las islas Sorlingas (cerca de Inglaterra) en el año 1707 por un
erróneo cálculo de su posición. Concretamente de la longitud. Dos mil hombres
perecieron. Siglo XVIII.
Y es que calcular la
longitud en medio del océano era un problema para los ingleses todavía en el
siglo XVIII. [...] que un marino calculara correctamente latitudes y
longitudes era la diferencia entre llegar a puerto o no llegar, entre saber
dónde estás o encontrarte con sorpresas desagradables y en muchos, muchos
casos, entre la vida y la muerte.”[1]
Como ve, los españoles tenían resuelto, a principios del siglo
XVI, un problema técnico que los británicos aún no habían sido capaces de
resolver doscientos años más tarde. El cálculo preciso de la longitud
geográfica pudo garantizar la hegemonía ibérica en todos los mares de La Tierra
durante más de doscientos años. Alonso de Santa Cruz, cosmógrafo mayor
de Castilla, en pleno siglo XVI, escribió el “Libro de las longitudes y
manera que hasta agora se ha tenido en el arte de navegar”, cuya
publicación fue prohibida por Felipe II por “razón de estado” (Lo será,
finalmente, en 1921[2], tres
siglos y medio después).
El asunto del cálculo de la longitud geográfica es un ejemplo de
lo que ocurre cuando se cubre el ciclo completo. El secreto de estado lo
que hace es retrasar la llegada del conocimiento que está protegiendo hasta el
resto de la población que pudiera estar interesada en saberlo. Pero hay otros
ejemplos en los que el ciclo no llega a cerrarse y el conocimiento acaba
perdiéndose.
Cuando hace ya varios años abordé el descubrimiento de América
por parte de los españoles lo comparé con otros “descubrimientos” americanos
que no tuvieron trascendencia histórica, como el de los vikingos (1001) o el de
los chinos (1421). En ambos casos los “descubridores” fueron, volvieron y
contaron lo que habían visto a quienes tuvieron a bien escucharlos. Pero nadie
siguió después su estela.
Lo que hace diferente al descubrimiento colombino no es el
comportamiento de Colón, que es semejante al que tuvo Leif Erikson o
Zheng He. La diferencia la marcaron los que escucharon la noticia. Sólo los
españoles se pusieron inmediatamente en marcha. Sólo ellos llevaron el
descubrimiento hasta sus últimas consecuencias. Y por eso cambiaron el
curso de la Historia.
He sostenido en varios de mis artículos que este comportamiento
de los españoles es insólito, que nunca antes se había producido. Hay muchos
ejemplos conocidos y estoy seguro que muchos más por conocer, en los que
grandes descubrimientos, tanto técnicos como geográficos, se han perdido a lo
largo de la Historia porque sus descubridores los mantuvieron en secreto y,
finalmente, los que guardaban ese conocimiento murieron sin poder transmitirlo.
Los secretos que se mantienen dentro de un círculo reducido de personas se
terminan perdiendo, porque esas personas estratifican sus círculos para
protegerlo y, en algún momento, se termina rompiendo la cadena de transmisión
del mismo. Por otra parte, el verdadero conocimiento sólo lo poseen los
auténticos descubridores, los que sabían lo que estaban buscando y estaban
dispuestos a pagar el precio correspondiente. Éste no es sólo el conocimiento,
también es el espíritu que condujo hasta él. Los guardianes del saber antiguo
sólo transmiten su eco, pero han perdido el impulso que lo hizo posible, la curiosidad
infinita de los pioneros. Cuando éste pasa desde los que lo hicieron posible
hacia los que lo administran y lo dosifican de cara al exterior, se produce el
relevo de los científicos por los sumos sacerdotes, y la administración del
conocimiento acaba convertida en la coartada para sostener una estructura de
poder. Las estructuras de poder son conservadoras, buscan perpetuarse, mantener
inalterada su ventaja. Y la evolución, a su alrededor, se ralentiza, se frena,
hasta que alcanza su punto de inflexión y comienza a involucionar. La
involución, a largo plazo, nos termina devolviendo a la casilla de salida.
Antes comparé el descubrimiento colombino de América con el de
los vikingos y los chinos, para que viéramos que fue lo que marcó la diferencia
entre ellos. La marcó el espíritu de la sociedad que tenía que gestionarlo. La
sociedad española de finales del siglo XV era extraordinariamente dinámica,
estaba sufriendo intensas transformaciones. Y su impronta se transmitió a todas
las cosas que sus miembros hicieron, por eso fueron los artífices de la
modernidad y desencadenaron un horizonte de transformaciones que nos han traído
hasta aquí.
Ahora comparemos el Descubrimiento de América en 1492 con la
llegada del hombre a La Luna en 1969. Colón se hizo a la mar el 3 de agosto, y
pisó tierra americana el 12 de octubre, setenta días más tarde. En marzo de
1493 estaba de vuelta en España y en abril presentaba su informe a los reyes en
la ciudad de Barcelona. En septiembre de 1493, 17 naves se hacen de nuevo a la
mar, con 1.500 hombres (marinos, soldados agricultores, albañiles, herreros,
carpinteros...), con caballos, animales de granja y semillas; con la firme
voluntad de construir la primera ciudad española al otro lado del mar, de crear
una nueva sociedad en el Nuevo Mundo... ¡trece meses después de que
partiera, por primera vez, del puerto de Palos! Aún no había llegado la
noticia del descubrimiento a muchos rincones de Europa y los españoles ya
estaban construyendo su primera ciudad americana.
El 20 de julio de 1969 las televisiones de todo el mundo
transmitieron en directo la llegada del hombre a La Luna por parte de una
tripulación norteamericana. Ésta tardó 8 días desde que despegó en Cabo
Cañaveral hasta que la recogieron en algún lugar del Océano Pacífico (los
españoles tardaron 7 meses y medio entre la ida y la vuelta del primer viaje
americano). Durante los siguientes tres años y medio (hasta diciembre de 1972)
pusieron su pie en la Luna un total de seis tripulaciones que, básicamente,
repitieron lo que había hecho la primera: darse un paseo por el lugar, recoger
algunas muestras... Después nada... Nunca más un humano volvería a pisar
nuestro satélite (¿?). Hasta hoy... Al menos, eso es lo que nos han contado...
Estamos en 2019. Han pasado 50 años. ¿Cómo estaban los españoles
50 años después del descubrimiento? ¿En 1542? Pues habían dado la vuelta al
mundo, habían conquistado los imperios azteca e inca, habían creado los
virreinatos de Nueva España y del Perú, sus hombres se desplegaban desde el sur
de los actuales Estados Unidos hasta el Río de la Plata y el centro de la
actual República de Chile (La primera fundación de Buenos Aires tuvo lugar en
1535 y la de Santiago de Chile en 1541). Sus naves se habían hecho visibles por
la mitad de los mares de La Tierra (y en los de la otra mitad lo habían hecho
las portuguesas).
¿Qué ha pasado en Estados Unidos y/o en el resto del mundo
durante los útimos 50 años que nos pueda ilustrar acerca del sentido del
frenazo evidente que ha tenido lugar?
Estoy seguro de que la investigación científica ha continuado, de
que el gobierno ha destinado cantidades ingentes de dinero a sostenerla y que
eso ha debido traducirse en descubrimientos concretos. Pero tales
descubrimientos, que todo el mundo supone que se han producido, han tenido un
escaso eco sobre la sociedad civil, y el americanito de a pie vive hoy peor que
hace 50 años. ¿Para qué ha servido tanta investigación? Pues, obviamente, para
estratificar mucho más la sociedad, para segregarla en segmentos, para romper
las solidaridades sociales.
¿Y ha servido ese proceso para dar una ventaja a su ejército en
el campo de batalla? Pues, de nuevo, se presume que sí, pero sus logros reales
no nos impresionan demasiado. La ventaja militar americana parece haber servido
para hacer retroceder a la Edad Media o al tiempo de las tribus a una buena
parte de sus enemigos. Pero no serán recordados por ello, desde luego, como
héroes por las generaciones venideras del resto del mundo. Y esto, a largo plazo, se terminará volviendo
contra su pueblo, como ya ha ocurrido demasiadas veces a lo largo de la Historia.
¿Recuerdan lo que dije al principio?: “La Historia está llena de grandes
“conquistadores” que terminaron viendo como sus conquistas se esfumaron en
cuanto dieron una muestra de debilidad o en cuanto los “neutrales” tomaron
conciencia de lo que se les venía encima”.
En las últimas semanas hemos leído la noticia de que una misión
china, no tripulada, ha vuelto a La Luna. No sabemos muy bien eso que significa
porque, teóricamente, no debía aportar gran cosa a la historia de la
exploración espacial, aunque sí a la del desarrollo tecnológico chino. Se
supone que tanto rusos como norteamericanos hacían esto de forma rutinaria en
los años 60. Pero me da la impresión de que se puede estar
rompiendo un tabú. Que detrás de ese dato aislado se esconde un desafío
larvado de carácter estratégico, que los chinos parecen haber arrojado el
guante a sus rivales occidentales para obligarlos a mover ficha. De hecho hace
algunos meses Trump anunció la creación de un ejército espacial norteamericano.
Da la impresión de que se está abriendo una nueva rivalidad, al
menos, en el ámbito de la comunicación. Y estas cosas no suelen ocurrir por
casualidad. Lo que nos pone en guardia es el contexto en el que se producen.
Esto es una partida de ajedrez global que se está librando ante nosotros y el
Imperio emergente está amenazando a la reina de su adversario. No lo habría
hecho si no tuviera una jugada preparada. ¿Cuál será el siguiente movimiento?
[1]
https://www.xn--elcaminoespaol-1nb.com/la-epoca/el-calculo-de-la-longitud-geografica-el-secreto-de-felipe-ii-que-duro-2-siglos/
[2] Alonso de Santa Cruz: Libro
de las longitudes, y manera que hasta agora se ha tenido en el arte de navegar.
Centro Oficial de Estudios Americanistas de Sevilla, 1921
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