viernes, 13 de julio de 2012

Las otras transversalidades

Hace un par de semanas estuvimos hablando del concepto de transversalidad, aplicado al desarrollo de la estructura imperial española en América, en contraste con la horizontalidad de los desarrollos imperiales anteriores. Hoy matizaremos ambos esquemas, que entonces presentamos como alternativos, y veremos que la realidad es algo más compleja de lo que se deduce de aquél planteamiento original.



Si observamos el mapa físico del complejo continental euroasiático vemos como la mayor parte de las cordilleras que encontramos en él tienen orientación este-oeste. También posee ese sentido el mayor mar interior que existe en nuestro planeta -el Mar Mediterráneo- que se encuentra flanqueado por todas las masas terrestres que forman parte del Viejo Mundo. Este complejo posee, en conjunto, más de 80 millones de kilómetros cuadrados, en su mayor parte atravesado por franjas climáticas horizontales, perfectamente delimitadas por los elementos más característicos de su relieve, que han funcionado históricamente como pasillos que han facilitado el movimiento de los diferentes pueblos en ese sentido horizontal y han dificultado, en cambio, los verticales.



En la composición de mapas que presenté entonces (y que vemos ahora) podemos observar como los dos primeros conjuntos, el Imperio persa y el griego de Alejandro Magno son, en realidad, la misma estructura política, cuya dirección se transfirió tras las campañas del macedonio desde la meseta iraní hasta... Babilonia, en Mesopotamia, por más que nominalmente fueran griegos los que se situaran a la cabeza de esa organización. Era obvio, incluso para Alejandro, que ese imperio no podía dirigirse desde Grecia, como la propia evolución histórica ulterior terminó demostrando. La conquista del Imperio persa por los greco-macedonios fue una operación que sirvió para elevar a éste hasta el Olimpo de los dioses y a convertirlo en fuente de inspiración para literatos y ególatras diversos, pero no era algo que sirviera a los intereses del pueblo griego. Unas conquistas más modestas, desde el punto de vista territorial, hubieran sido más útiles para sus impulsores en el plano estratégico y le hubieran dado a los griegos la centralidad política que finalmente asumirían los romanos.
 
El Imperio persa (incluyendo en él su fase final “alejandrina”) es la culminación de un proceso histórico que empezó mucho antes y que tuvo por protagonistas previos a babilonios, asirios, hititas... Todos estos pueblos actuaron, cada uno en su propio tiempo político, como facciones que pelearon por el liderazgo de una ecúmene suroccidental asiática que, finalmente, se fragmentaría.
 
A la siguiente fase histórica le podríamos llamar “El Imperio Mediterráneo”, por el que estuvieron luchando, durante un milenio, fenicios, griegos, cartagineses y romanos, culminando históricamente con estos últimos. Con Roma la iniciativa política se desplaza desde el suroeste de Asia hacia el centro del Mar Mediterráneo. Cuando este proceso alcanza su punto álgido tiene -necesariamente- que romper al anterior porque hay una importante área de solape entre ambos: todas las tierras situadas al oeste de Mesopotamia. La estructura política persa sobrevivió porque estaba muy alejada de ese eje mediterráneo, pero a la defensiva.

El viejo Imperio persa y el más reciente Imperio romano estuvieron situados en la misma latitud pero, en rigor, no podemos decir que tuvieran el mismo clima aunque ambas zonas eran contiguas, dada la fuerte continentalidad del primero, en contraste con el marcado carácter marítimo del segundo. El Mediterráneo (el “Mare Nostrum”, es decir “Nuestro mar”) es el eje que vertebra toda la estructura política del Imperio romano. De ese mar extrae su fuerza. Sus aguas engrasan toda la maquinaria romana y hace fluir su proyecto de sociedad.

Fue el arqueólogo Gordon Childe quien puso en conexión el confinamiento que se establece en los “oasis” del Próximo Oriente con la aparición del Estado y de la ciudad, a través de su “teoría del oasis”:

“Las condiciones de vida en un valle fluvial o en un oasis ponen en mano de la sociedad un extraordinario poder coercitivo sobre sus miembros; la comunidad puede negar al rebelde el acceso al agua y cerrar los canales que riegan sus campos. La lluvia cae sobre el justo y sobre el injusto por igual, pero las aguas de riego llegan a los campos por los canales que la comunidad ha construido. Y lo que la sociedad ha facilitado, la sociedad puede retirárselo al injusto y reservarlo para el justo sólo. La solidaridad social necesaria para los regantes puede así ser impuesta dejando obrar a las mismas circunstancias que la exigen. Y los jóvenes no pueden escapar a la autoridad de sus mayores fundando poblados nuevos si todo en torno al oasis es un desierto sin agua. Así, cuando la voluntad social llega a expresarse a través de un jefe o de un rey, lo inviste no sólo con autoridad moral, sino también con fuerza coercitiva: y puede aplicar sanciones contra el desobediente.”[1]

El punto de arranque de todas las civilizaciones originarias (es decir, no importadas) se dio en lugares donde se concentraba el agua, pero que estaban rodeados por el desierto: Mesopotamia, Egipto… Un gran río que atraviesa un desierto. Por eso los primeros conatos de civilización arrancan siempre en zonas áridas. Es lógico que conforme el proceso va ganando envergadura y las estructuras políticas trascienden los valles originarios, las primeras formas imperiales anden siempre cerca de los desiertos, flanqueándolos. Por eso la ecúmene del suroeste de Asia, que culmina con el Imperio Persa, se extendió desde el Valle del Nilo hasta el del Indo y estuvo limitada por mares, desiertos e imponentes cordilleras.

Pero conforme la agricultura se fue extendiendo por el área peri-mediterránea, fue desplegando en esa zona una mayor potencialidad, porque el agua abundaba más y permitía, en consecuencia, mayores concentraciones de población. Al final el asunto es una cuestión demográfica: donde hay más habitantes puede haber también más soldados, y el ejército más grande termina derrotando al más pequeño.

Esta área es muy variada y, como vimos en artículos anteriores, marca el límite de las tierras húmedas del norte con las áridas del sur. El Imperio Mediterráneo es un experimento multi-ecológico. Pone en contacto directo a pueblos que viven en hábitats muy diferentes, con formas de vida muy distintas.
 
Nos podemos imaginar que el comercio se multiplicó por un espacio tan vasto, diverso y bien comunicado, incrementando los niveles de riqueza material, entendiendo esta como la posibilidad de adquirir bienes exóticos que estaban antes fuera del alcance de la mayor parte de sus habitantes. El deseo de adquirir tales bienes puede actuar de acicate para incrementar la producción de aquellos otros en los que cada cual posee una ventaja comparativa –para potenciar así los intercambios- y también para mejorar las infraestructuras, empezando por las vías de comunicación, siguiendo con la distribución de aguas, etc.

Todo esto traerá consigo mejoras tecnológicas, incrementos de población, fortalecimiento de las estructuras políticas, desarrollo urbano, artístico, científico y cultural. Los fuertes contrastes entre los niveles de vida de los pueblos de la zona en sus fases iniciales se irán paulatinamente amortiguando. Las costumbres se irán homogeneizando y la forma de vida romana se expandirá por doquier.
 
Y en ese proceso llega un momento en el que los pueblos más periféricos alcanzan un punto de madurez histórica en el que la estructura imperial se ha vaciado de contenido, perdiendo su razón de ser originaria. Cuando se ha transmitido a través de sus estructuras todo lo que había que transmitir, cuando se ha difundido todo lo que había que difundir.
 
Hay historiadores que opinan que no fueron los bárbaros los que acabaron con el Imperio Romano, sino que éste -sencillamente- se derrumbó porque ya no había nadie dispuesto a defenderlo. El colapso de Roma fue interno. A su alrededor, por supuesto, había multitud de enemigos, pero eso no era ninguna novedad para ellos, que hasta entonces los habían mantenido a raya en los diferentes “limes”. La novedad era que sus habitantes ya no veían razón para defender el proyecto que Roma encarnaba.
 
Tras la implosión romana se extienden por el área mediterránea los adversarios que hasta entonces no habían podido franquear sus fronteras. Los relevos vienen desde el corazón de los continentes que rodean al Mare Nostrum. Y, como dije en artículos anteriores, fuertemente vinculados con las franjas climáticas de sus países de procedencia: germanos por el norte, árabes por el sur. Nos adentramos así en los tiempos medievales, tiempos de aislamiento, de repliegue, de redefinición moral, de particularismos. Tiempo también de “choque de civilizaciones”. El Mediterráneo dejó de ser un puente para convertirse en una frontera, en un inmenso campo de batalla entre hombres que veían al diferente como una amenaza.
 
En ese contexto surge Europa: un mundo estanco que defiende su diferencia de las oleadas de invasores que se suceden unos a otros. En ese contexto crece el Islam con su “yihad” (su guerra santa) y ese mandato divino que obliga a imponer la religión con la punta de la espada.
 
Y la yihad llegó a España, y los españoles devolvieron el golpe creando su anti-yihad. Observen este mapa físico de la Península Ibérica:


La Península Ibérica posee una gran profundidad estratégica que es hija de su compleja orografía. Tiene varias cordilleras paralelas que discurren de este a oeste. Una que aísla del conjunto al sector más oriental (La Ibérica). Multitud de valles y de mesetas escalonados, que conducen a las aguas y a los vientos cada uno de diferente manera. Observe cómo los valles entre cordilleras van ganando altitud conforme nos desplazamos hacia el norte, amplificando así las diferencias climáticas que ya imponen la latitud y la dinámica atmosférica. Sumen a estos factores la invisible presencia, al oeste, del anticiclón de las azores durante los meses estivales, que actúa como barrera que frena la entrada de los vientos del oeste, dominantes por estas latitudes.
 
Hace tiempo que Hollywood descubrió la mina cinematográfica que hay en España, donde se pueden rodar escenas ambientadas en casi cualquier lugar de la Tierra… y de otros planetas, desplazándose sólo unos centenares de kilómetros. Las escenas siberianas de Doctor Zhivago se filmaron en la provincia de Soria (el “alto llano numantino” de Antonio Machado). Las del suroeste americano, ambientadas en el desierto de Nuevo México se ruedan en el desierto de Tabernas, en Almería. En Lawrence de Arabia vimos a la Plaza de España, de Sevilla, presentada como la ciudad de El Cairo, y después la volvimos a ver como capital del Planeta Naboo en el Episodio II de la Guerra de las Galaxias.
 
Así de diverso es este país. Atacar un territorio de esas características puede terminar convirtiéndose en una pesadilla para el agresor, como amargamente comprobaron los musulmanes y, también, las fuerzas napoleónicas. Cada región reacciona de manera diferente.
 
¿Cómo se fabrica un cristal blindado? Pegando finas láminas una junto a la otra. El cristal es un material muy quebradizo que con un golpe preciso puede quedar hecho añicos. Pero si pegamos diez cristales muy finos, uno junto a otro, comprobamos como el conjunto es capaz de resistir lo que no podría uno sólo que tuviera la misma anchura. ¿Por qué? Porque el golpe quiebra la capa más externa, pero la transmisión del impacto a la siguiente pierde buena parte de su fuerza y el proceso se repite con la tercera. Como siempre hay varias capas que resisten y están pegadas con las primeras, terminan sosteniendo a las que se han roto y al final el conjunto aguanta bastante bien. Algo parecido sucede en España. Cómo cada región tiene una personalidad marcadamente diferente a la vecina, cuando una fuerza exterior ataca al conjunto se encuentra con una respuesta diferida, escalonada y múltiple, que necesita su tiempo para articularse pero que cuando se pone en pie ha integrado una cantidad de facetas y de modulaciones diversas que nadie es capaz de frenar, porque nadie posee la acumulación de elementos diversos en su propuesta original que posee la respuesta española. Paradójicamente este mecanismo sólo funciona como respuesta secundaria a una agresión. No es capaz de articularse sólo sin estímulo exterior, de manera primaria.
 
La “Reconquista” española forjó el tipo humano -y también la sociedad- que se necesitaba para protagonizar la epopeya americana. La transversalidad de la que hablé en los dos artículos anteriores ya estaba prefigurada en la España medieval y sus elementos también estaban presentes, incluso, en el Imperio Romano, que supo vincular durante siglos a los habitantes de las tierras húmedas europeas con los de las áridas del norte de África y de Asia suroccidental.
 
El Imperio Transversal posee un dinamismo interno muy superior al de ninguna otra formación política anterior, algo que quizá no se perciba con claridad debido a que la presencia física de los españoles en unos espacios tan vastos fue bastante minoritaria dentro del conjunto de la población total americana. Cuando vemos que desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego se habla español estamos contemplando el final de una historia que tiene quinientos años, e inconscientemente proyectamos esta imagen hacia atrás y nos imaginamos que al día siguiente de que llegara Cortés a México o Pizarro al Perú los mexicanos o peruanos ya hablaban castellano. Por eso dije la semana pasada que los españoles heredaron las estructuras políticas prehispánicas y se pusieron a trabajar desde ellas, recalcando el carácter mestizo (Restall dice que era un imperio indio) de esa organización.
 
Pero ahora quisiera mostrarle otro mapa físico: El del Continente americano:



En América, al contrario que en el Viejo Mundo y que en España, la gran mayoría de las cordilleras se extiende siguiendo una orientación norte-sur. Por tanto la transversalidad es algo que forma parte de la íntima estructura del Nuevo Mundo. Es una característica que el medio impone a los hombres, de hecho el Imperio Inca también es un imperio transversal y, además, por partida doble: primero por su gran longitud norte-sur y segundo por las brutales diferencias de altitud que había entre sus diversos territorios.

Cuando los españoles avanzaron por esos vastos espacios no hicieron otra cosa que seguir las rutas que la naturaleza ya había trazado hace millones de años y que todos los hombres que se habían desplazado antes que ellos por el continente también habían seguido. De esta afirmación tal vez podríamos inferir que, si de seguir un camino se trata, cualquier otro europeo hubiera valido ¿no? Como antes lo habían hecho los hombres americanos. Los españoles, desde el punto de vista racial, no son muy diferentes a sus vecinos, y buena parte de las poblaciones prerromanas de la Península Ibérica eran celtas, como las francesas, inglesas o italianas del norte.

Pero ni los franceses, ni los ingleses, ni ningún otro pueblo de la ecúmene europea tiene la historia medieval de los españoles, ni el país fragmentado, árido y diverso que constituye su hábitat, ni compartió durante tanto tiempo su condición fronteriza, tanto militar como ecológica, ni sufrieron las agresiones de 250 años consecutivos de oleadas invasoras, ni tampoco vivían en la puerta de la “Autopista de los Alisios” en la Era de la Navegación a Vela.

La conquista de los dos grandes imperios prehispánicos exigió, además, combatir en países muy cálidos y altitudes muy elevadas. No es sólo vivir a 1.000, 1.500, 2.000, 2.500 metros de altitud, es librar una guerra en ese medio y con muy pocos hombres, es sostener la logística necesaria, es asentarse después en el territorio... unos centenares de hombres rodeados de millones de indígenas que –hasta la llegada de los europeos- estaban perfectamente organizados y no los necesitaban, por tanto, para nada; es establecer una hábil política de alianzas con los nativos, hacerse un hueco en esa sociedad, hibridarse con ellos, cambiar las costumbres, la alimentación…

Desde el Estrecho de Bering -en la punta noroeste del continente americano- hasta la Tierra del Fuego -en su extremo sur- se extiende la cordillera más larga que existe sobre la Tierra, cuya línea de cumbres avanza desde el Círculo Polar Ártico hasta el Antártico, en sentido norte-sur, a unos centenares de kilómetros de distancia –por término medio- del Océano Pacífico. Esa cordillera fue el eje del Imperio Español (que ya dije que fue un imperio de tierras altas). Los navegantes se desplazaban hacia el oeste, desde España, hasta alcanzar los dos grandes puertos atlánticos de sus correspondientes virreinatos: Veracruz como puerta de la Nueva España, Portobelo como puerta del Perú. A partir de ahí las comunicaciones avanzaban por tierra hasta el Pacífico, desde cuyos puertos se redistribuían buena parte de las mercancías que habían llegado desde Europa por la mayor parte del Imperio Americano. El Océano Pacífico era el verdadero mar interior de los españoles, su “Mare Nostrum”.

La gran cordillera americana fue el esqueleto del Imperio Español, su reserva estratégica. Y el Océano Pacífico su sistema nervioso y circulatorio. La semana pasada dije que los españoles desempeñaron la función de bisagra que articuló la conexión entre América y el resto del mundo. Esa conexión necesitaba una sociedad todo-terreno, capaz de estructurarse en las Antillas, en los Llanos de Venezuela, en Mesoamérica, la zona andina, los pre-desiertos de los trópicos… Hacía falta la respuesta multimodal española. 

Hubo otros imperios ultramarinos, hubo otras “transversalidades” simultáneas o posteriores a la española, hubo otras maneras de estructurar imperios multi-continentales protagonizadas por otros pueblos de la ecúmene europea:

En paralelo al imperio español se desarrolló el portugués. Era otro imperio ibérico, que compartió buena parte de la esencia de éste. Los portugueses también sufrieron la “Era de las Invasiones Africanas”, también se estructuraron militarmente para poder romper la hegemonía islamista en la Península e, igualmente, estaban apostados en la puerta de la “Autopista de los Alisios”. ¿Qué los diferencia de los españoles? Primero que son sólo una parte del todo, que la gran variedad de paisajes ibéricos, en su caso, se ve notablemente reducida. Ellos controlan buena parte del litoral atlántico peninsular y las tierras interiores adyacentes. Son un pueblo básicamente litoral, al que le falta la dimensión continental que aporta la meseta. El clima no llega a ser tan extremo. En comparación con España les falta profundidad demográfica y estratégica. Todo esto se vio reflejado después en su desarrollo imperial: Construyeron un imperio litoral, de tierras bajas, intertropical, que evitó los países templados y fríos. Un imperio básicamente comercial que nos recuerda a algunos pueblos de la antigüedad, como los fenicios. Serían los fenicios del Atlántico y del Índico. Los españoles, en cambio, fueron los romanos de América.

Los otros imperios ultramarinos -el inglés, el francés y el holandés- son los de la segunda generación. Mientras que españoles y portugueses están inventando a cada paso su propio modelo, construyéndolo sin referentes previos y lo que les sale, por tanto, es un reflejo de su propia personalidad, de su propia manera de proyectarse sobre los nuevos territorios. Los países de la segunda generación trabajan ya con un guion de referencia y, además, compiten entre sí e intentan arrancarle trozos a los imperios primigenios. Saben que tienen que establecer algún tipo de relación con los nativos de los países de ultramar que les permita entrar en una carrera en la que los ibéricos les llevan varios cuerpos de ventaja, y han interiorizado las formas de la transversalidad.

El imperio inglés construye una falsa transversalidad. El mestizaje es algo que les repugna íntimamente, aunque saben que tienen que articular algún tipo de relación estable con los nativos de los pueblos colonizados, sobre todo en las áreas tropicales e inter-tropicales, que los vincule con la nueva estructura política que están creando; así que se inventan un modelo de relación por capas. Se trata de establecer una sociedad estratificada tanto desde el punto de vista social como desde el racial. Y montan un modelo de castas o estamentos (al estilo del “Antiguo Régimen” europeo) que conecta bien con algunas aristocracias locales pre-británicas, llegando a un pacto tácito con ellas. Es el principio del “divide y vencerás”. Se trata de encontrar un grupo étnico minoritario en cada lugar -que puede ser nativo o importado- que desempeñe la función de mandos intermedios entre los blancos y el grueso de la población autóctona, estableciendo fuertes sanciones sociales contra el mestizaje (aunque los mestizos antiguos son bien recibidos porque pueden desempeñar esa función intermediaria que hemos citado). Así se utilizan a los brahmanes en la India, los hindúes en Sudáfrica, los judíos en Oriente Próximo... como ese instrumento de dominación, en un ambiente donde los blancos son claramente minoritarios. Este es el modelo en países donde el clima no parece adecuado para organizar un proceso colonizador masivo desde la metrópoli.

Pero en las franjas templadas, tanto del Hemisferio Norte como del Hemisferio Sur, sí se organiza ese proceso colonizador. Estas zonas se convierten así en el punto de destino de los excedentes de población británica, de sus minorías religiosas, disidentes diversos e, incluso, de presidiarios de la metrópoli. Esa franja templada (las trece colonias americanas, Canadá, Australia, Nueva Zelanda) se estructuran como “nuevas inglaterras”, proyectando sobre ellas, por tanto, un modelo imperial “horizontal”, al viejo estilo de los imperios antiguos.

El modelo global inglés podemos definirlo como: horizontalidad esencial, transversalidad formal. Y denominarlo: “Estructura por capas”. Capas geográficas y capas sociales, perfectamente delimitadas.

Los modelos holandés y francés no son demasiado diferentes a éste. Podemos decir que el francés es algo más suave y el holandés menos extenso y, en consecuencia, menos variado, también podemos detectar en él algunos rasgos mercantiles y de tierras bajas que ya habíamos identificado en el portugués. En los tres casos estamos hablando de modelos reactivos, es decir: “son la respuesta a…” los modelos previos y, por tanto, digamos que juegan con unas reglas con las que no acaban de sentirse totalmente cómodos pero que tienen que aceptar para no dejarle más espacio de ventaja a sus adversarios políticos.

Por todo ello podemos, por tanto, afirmar que los ibéricos marcaron el camino y establecieron las reglas del juego, crearon la dinámica y luego los “especialistas” se subieron al tren, que ya estaba en marcha, con objeto de luchar, dentro ya, para adueñarse de la locomotora.


[1] VERE GORDON CHILDE: Qué sucedió en la historia. 1946.

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