“En junio de 1973 Franco da un paso atrás y
cede el control definitivo de la política cotidiana a Carrero Blanco. […] decide
que había llegado el momento de nombrar, por primera vez en la historia del
franquismo, un Presidente de Gobierno que fuera una persona diferente del Jefe
del Estado (cargo que seguía reservándose para sí). Esto ya había sido previsto
en la Ley
Orgánica del Estado de 1967 y viene a
significar algo así como el reconocimiento implícito de que la transición
política hacia el postfranquismo había comenzado.”[1]
El
nombramiento de Carrero Blanco como
Presidente del Gobierno en junio de 1973 marca el punto de partida del proceso
de sustitución del Dictador, y de todo lo que representaba, por el sistema
político que debía reemplazarlo. Desde entonces se ha venido desarrollando una
narrativa que ha ido, de manera paulatina, convirtiendo ese proceso en una
auténtica epopeya, en la que una serie de abnegados y desinteresados héroes se
sacrificaron por el futuro de nuestro país y fueron capaces de desarrollar un
proceso histórico único y sorprendente, que permitió la reconciliación de los
españoles que combatieron en bandos opuestos en la Guerra Civil y que después ha sido estudiado hasta la saciedad en
todo el mundo y reproducido en otros cambios de régimen que han tenido lugar en
muchos otros países (Sudáfrica, Este de Europa, Iberoamérica…).
Sin
embargo hay otras facetas de esa misma historia que se nos han ocultado y que,
en parte, ya vimos en el artículo anterior, que cambian buena parte del sentido
que ese proceso tuvo.
Adolfo Suárez y Felipe González en 1977
El punto de partida
Los
españoles veníamos de una dictadura. A lo largo de los casi cuarenta años que
duró se nos estuvo filtrando y dosificando toda la información que recibíamos.
La prensa, la televisión, los libros, los programas de estudios… estaban siendo
vigilados, regulados y controlados desde el poder político. Había una gran
incertidumbre de cara al futuro ¿Qué
pasaría cuando el dictador muriera? La guerra civil en la que surgió el
franquismo duró casi tres años, mató a medio millón de personas, obligó a
exiliarse a otro medio millón y, en los años de la posguerra, más de un millón
de personas pasaron por campos de concentración, cárceles, batallones de
castigo… por haber sido leales a una república que acababa de ser derrotada en
el campo de batalla. El hambre azotó el país durante los terribles años
cuarenta y desde entonces las campañas de intoxicación ideológicas del Régimen
y de demonización de sus adversarios políticos, buscaron alimentar el miedo de
la población hacia el “comunismo” que
había sido derrotado en aquel conflicto fratricida. Poco importaba que los
comunistas sólo hubieran sido una más de la multitud de fuerzas políticas que
participaron en los procesos electorales de la República y que siempre hubieran
sido un grupo minoritario dentro de la misma. El PCE había sido uno de los
muchos partidos de la coalición de gobierno que se formó tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. Esa
minoría tuvo la virtud, para la propaganda franquista, de contaminar al resto y
de volverlos sus “cómplices”.
Curiosamente,
la demonización de los comunistas durante los 40 años que duró el franquismo los
acabó convirtiendo en los héroes de la resistencia contra el Sistema para una
parte importante de la población. Todo el que estaba pasándolo mal como
consecuencia de las políticas del Régimen terminó mirando con simpatía a los
que se atrevían a plantarle cara, arriesgando para ello su vida o su libertad.
La sociedad estaba muy polarizada y el temor a que cuando la represión cesara
hubiera un “cambio de tortilla” (como
se decía en la época), es decir, que un proceso revolucionario le diera la
vuelta al Sistema y convirtiera a los represores en perseguidos y a los perseguidos
en perseguidores flotaba en el ambiente. Era una sociedad que llevaba sufriendo
durante 40 años un régimen totalitario y que juzgaba el mundo y la política con
categorías mentales totalitarias, es decir, maniqueas. Para los que estaban
fuertemente ideologizados el futuro se presentaba cargado de peligros.
Pero
mientras tanto el país se había ido desarrollando económicamente, había abierto
sus puertas de par en par a la penetración de millones de turistas que venían a
gastarse sus divisas en nuestras playas, a las empresas extranjeras, que
estaban invirtiendo millones de dólares en él y varios millones de españoles,
además, habían emigrado hacia los diferentes países europeos y con su remesas
de dinero ayudaban a sus familiares que se habían quedado en el nuestro. Pese
al carácter totalitario del régimen franquista, la forma de vida de los europeos
occidentales estaba transformando España, homologándola a gran velocidad a sus
parámetros sociales. La presión colectiva hacia una salida política compatible
con los estándares de nuestro entorno geográfico cada vez era más fuerte, y no
sólo entre las clases populares. Los empresarios veían como salida natural del Régimen,
tras la desaparición física del dictador, un proceso de homologación política y
social con los países de la Comunidad Económica
Europea que nos condujera, de la forma más rápida posible, a la integración
en las organizaciones supranacionales de nuestro entorno geográfico en las que
aún no estábamos.
Acotando los límites del proceso
Aunque
el movimiento obrero español era el más potente de Europa y durante el periodo
conocido como Tardofranquismo (1969-1975)
había escapado a todo control, era obvio que la posibilidad de una salida “revolucionaria”
había que descartarla de antemano ante la sólida evidencia de que las fuerzas armadas eran casi monolíticas y
seguían siendo leales al Régimen, pasara lo que pasara. Durante los últimos
años de la dictadura proliferaron organizaciones terroristas (ETA, FRAP, GRAPO…)
y la inercia política apuntaba a una expansión de las mismas. Pero ese
escenario sólo podía conducir hacia un baño de sangre. Los dos últimos años del
Régimen (tras el asesinato de Carrero Blanco) y los tres o cuatro más que
siguieron a la muerte de Franco fueron críticos.
La
Revolución de los Claveles portuguesa
(Abril de 1974) alimentó la idea de la posibilidad de un golpe de estado de
militares demócratas (una salida a la portuguesa), lo que no dejaba de ser un
espejismo. Era evidente que los militares
españoles no eran demócratas. Nunca debemos olvidar que el ejército franquista (que el Régimen
del 78 heredó) tuvo su origen en el que
se sublevó contra la República el 18 de julio de 1936.
Aunque
el movimiento obrero parecía estar fuera de control tenía, no obstante, una
característica que podría permitir reconducirlo en el futuro hacia posiciones
más moderadas: estaba muy buen bien articulado, organizativamente hablando.
Había un gran sindicato que lo vertebraba: Comisiones
Obreras y, dentro de él, un núcleo duro que militaba políticamente en el Partido Comunista de España (PCE). Por
tanto había un interlocutor con quien poder hablar. Ya era algo. Aunque el PCE para
los franquistas era algo así como el demonio personificado, los comunistas
siempre tuvieron una gran virtud que hasta sus peores enemigos le reconocían: eran muy disciplinados.
Y los militares
franquistas también lo eran. Así pues tenemos a dos grandes enemigos
librando un pulso poderoso, pero de forma muy ordenada y disciplinada ¿Quién
dijo que los españoles eran anárquicos? Llegado el momento se puede hablar
hasta con el mismísimo demonio si no queda otra salida. Ese sería el plan B, es
decir, el que nadie quiere pero que puede solucionar las cosas si todo sale mal,
aunque si eso ocurriera habría que quitar de en medio (por ambos lados) a todos
los fanáticos que se dedican a meter ruido para entorpecer el proceso. Era la
solución de reserva.
¿Hubo contactos
entre los franquistas y los comunistas? Oficialmente no, obviamente. Ese tipo
de cosas no se van contando por ahí. Pero “a
buen entendedor pocas palabras le bastan”. Hay diálogos implícitos, que no
precisan contacto físico y que se llevan a cabo a través de mensajes
subliminales, de interlocutores de segundo o tercer nivel, de mediadores… Pero hubo una entrevista en Bucarest, en
1974, entre el Jefe del Alto Estado Mayor,
Manuel Díez-Alegría, y Santiago Carrillo, Secretario General del PCE (que,
por cierto, le terminó costando el puesto al primero, pese a que contaba con el
visto bueno del entonces Presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro).
El
día del asesinato de Carrero Blanco (20 de diciembre de 1973) era el que estaba
previsto que comenzara el Juicio 1001
contra la cúpula dirigente del sindicato Comisiones
Obreras. En cuanto se conoció el suceso, los máximos dirigentes franquistas
ordenaron proteger a los acusados. Sólo faltaría que un fascista fanático
atentara, para vengarse, contra alguno de ellos, eso hubiera incendiado las
calles y precipitado el fin de un Régimen político cada vez más cuestionado.
Aunque el franquismo era un régimen totalitario, la mayor parte de sus
dirigentes, en 1973, eran conscientes de que ya habían completado su ciclo
histórico, y a los perros de presa se les deja ladrar, pero se los sujeta con
la correa.
“A
las siete o las ocho de la tarde del mismo día del atentado Santiago Carrillo,
secretario general del entonces ilegal y clandestino Partido Comunista de
España, que se encontraba en París, recibió una insólita llamada telefónica
desde Madrid de Antonio García López que decía hablar en nombre del entonces
jefe del Estado Mayor, general Manuel Díez Alegría, que, según contó el propio
Carrillo, «quería confirmar que nosotros estábamos contra el terrorismo como
forma de lucha y al mismo tiempo quería tranquilizarme garantizando que no
habría represalias esa noche en Madrid, que el ejército había tomado las
medidas necesarias para impedirlo». […] Carrillo
recordó años después:[2]
Evidentemente,
esa llamada para mí tenía un doble valor. Primero, el de que no hubiera
represalias, que era lo que yo me temía; segundo, el de que, por primera vez en
muchísimos años, nada menos que de parte del jefe del Estado Mayor, que para
mí, desde el punto de vista práctico, era la segunda figura del régimen, se nos
llamaba y se nos tranquilizaba a nosotros, comunistas, rojos, que habíamos sido
los enemigos número uno del sistema. Algo estaba cambiando en España cuando esa
tarde, después de la muerte del jefe del Gobierno, se producía una llamada tan
impresionante.”[3]
Los
franquistas empezaban a maniobrar para darle al Régimen una salida política lo
más ordenada posible. Los comunistas, que su propia propaganda había
estigmatizado, eran el enemigo oficial (el enemigo “en primer plano” como decían los maoístas de la época), pero tal
vez estaban empezando a dejar de ser el “enemigo
principal”, ante la gran cantidad de frentes que se le abrían al Régimen
por todas partes. Los que mataron a Carrero Blanco no tenían nada que ver con
el PCE, como bien sabían en El Pardo,
y la extraordinaria efectividad de ese atentado, así como el explosivo
utilizado, la cercanía del lugar a la Embajada de los Estados Unidos, etc., apuntaban
claramente hacia la participación, al menos indirecta, norteamericana en el
mismo, lo que abría un escenario bastante siniestro, para el Régimen, de cara
al futuro.
Si
los dos grandes adversarios de los últimos 40 años fueran capaces de establecer
cauces de diálogo que permitieran avanzar hacia un posible entendimiento entre
los que se enfrentaron en los años 30 en los campos de batalla, tal vez fuera
posible una salida “a la española” en
dicho proceso. Aunque era evidente que tal remota posibilidad no generaba la
más mínima simpatía en Washington, en Bruselas, ni en Bonn.
La Restauración borbónica de 1875 como
referencia histórica
La
gran pregunta, tanto en España como en Portugal, a principios de los setenta
era: Cuando haya elecciones democráticas ¿Quién
ocupará el espacio político del centro izquierda, es decir, el de la
socialdemocracia? ¿Quién asumirá la representación oficial de la clase obrera
dentro del nuevo sistema? Porque, dependiendo de cómo se respondiera a esa
pregunta podría estar asegurada, o no, la pertenencia de ambos países al Bloque
Occidental.
El
modelo parlamentario bipartidista viene funcionando en el mundo anglosajón,
casi como un reloj, desde hace bastante tiempo. Los Whigs y los Tories británicos
del siglo XIX son su ejemplo más paradigmático, ejemplo que imitamos, de forma
un poco burda, en España en la época de la Restauración
(1875-1923). Era más que evidente que en el sistema político de la Restauración
las cotas de manipulación de los procesos electorales alcanzaron niveles de
verdadero escándalo, como explicamos en su momento[4].
Para refrescarle la memoria sólo mostraré el gráfico de los que tuvieron lugar
en España durante ese periodo:
Curioso
¿Verdad? 21 Elecciones generales en 48 años, lo que hace una media de poco más
de 2 años por legislatura, pero ¿Cómo es posible que entre el 70% y el 80% de
los escaños del Congreso de los Diputados cambiara de manos en cada proceso
electoral entre el partido del gobierno y el primer partido de la oposición? ¿Era
creíble ese sistema político? Pues,
creíble o no, funcionó durante 48 años. Habrá quien diga a continuación que
ese tipo de cosas sólo pueden pasar en España.
Bueno,
de manera tan descarada, quizá. Pero el sistema bipartidista obedece a un
patrón de manipulación cultural que los antropólogos han estudiado bastante
bien en las sociedades poco desarrolladas y que se conoce como el Sistema de las dos mitades. Consiste en
dividir a la población en dos colectivos enfrentados simbólicamente entre sí, a
los que se adhieren aproximadamente la mitad de ella a cada uno, para que dicho
enfrentamiento capte toda la atención mediática y oculte la manipulación que
los dirigentes ejercen sobre el cuerpo social. Estamos hartos de verlo a
niveles deportivos (Real Madrid
contra Atlético de Madrid, Sevilla contra Betis, Atlético de Bilbao
contra Real Sociedad…) o religiosos (Macarena contra Trianera, la Virgen de Arriba
contra la Virgen de Abajo…). Pues a
nivel político funciona igual. Si la política es la lucha por el poder (no un deporte) y en ese nivel la alternancia
en el gobierno se convierte en algo rutinario, si las victorias o derrotas
electorales se ven de la misma manera que las de tu equipo de futbol en el
partido del domingo, es bastante evidente que el verdadero poder se encuentra en
un plano diferente al que el Sistema nos muestra. Cuando tienes el poder, de
verdad, no lo sueltas así de fácil. Los
sistemas electorales occidentales son, obviamente, una representación mediática que parte de la ficción de que podemos
cambiar el sistema de gobierno sin implicarnos realmente en el proceso, a
través de un simple papel que metemos en una urna cada cuatro años.
Desde
las revoluciones inglesa (1642), norteamericana (1776) y francesa (1789) se
fueron generalizando los sistemas parlamentarios, con procesos electorales
reglados y una participación ciudadana cada vez más amplia (conforme el sistema
se fue asentando y controlando los detalles de dichos procesos). El Sufragio Universal se fue alcanzando prácticamente
en todos los países occidentales a lo largo del siglo XX, cuando quedó claro
que esa “universal” participación política no pondría en peligro los
fundamentos del mismo. En España la baraja la rompió Miguel Primo de Rivera, con el apoyo del rey Alfonso XIII, en 1923,
cuando se hizo bastante evidente que las poblaciones urbanas ya no estaban
dispuestas a “seguir comulgando con
ruedas de molino”. ¡Trece años
después estallaba la Guerra Civil! Era obvio que a las clases dirigentes
españolas les faltaba la necesaria finura para manejarse bien en las complejas
sociedades contemporáneas. Los 40 años del franquismo les permitieron seguir
mandando, a costa de alejarse demasiado de los estándares políticos de su
entorno, lo que hacía peligrar el modelo de forma bastante seria. En cuanto
comenzaron las luchas intestinas en el núcleo dirigente del Régimen las huelgas
y los atentados terroristas se multiplicaron exponencialmente. La imagen de un Franco
anciano y tembloroso, que a duras penas se mantenía en pie y que se limitaba ya
a transmitir las consignas de la “Camarilla
del Pardo” no hacía más que incitar a actuar a las aves carroñeras que
siempre se mueven en el entorno del poder. Pero ese núcleo duro franquista
carecía de las destrezas políticas necesarias para conservar ese poder en un
país desarrollado de finales del siglo XX.
La batalla por el espacio político de la
socialdemocracia
Los
sistemas democráticos más estables suelen ser bipartidistas, como vimos un poco
más arriba. En el siglo XIX los grandes partidos de la derecha del arco
parlamentario solían ser los conservadores y los de “la izquierda”, los
liberales. Esa fue la denominación que tuvieron en España, que imitaba de forma
demasiado explícita el sistema británico. Pero en el siglo XX, en todos los
países europeos se habían ido abriendo paso, como principal fuerza política de
la “izquierda” oficial, los partidos socialdemócratas
(llamados laboristas en algunos de
ellos), que habían arrebatado su hegemonía a los liberales como consecuencia de
la sustitución del sufragio censitario por el universal.
Una
característica histórica de la socialdemocracia (de la que se escindieron en su
día los comunistas) es su estrecho vínculo con los sindicatos de trabajadores.
En los países mediterráneos, sin embargo, ese espacio estaba siendo seriamente
disputado por los partidos comunistas. El caso italiano era el más
paradigmático de todos, como vimos en el artículo anterior, modelo que se
estaba imponiendo en España, de facto, desde principios de los años 60. La
clara hegemonía de Comisiones Obreras
como el gran sindicato de los trabajadores españoles y su vinculación política
con el PCE era un hecho consumado a mediados de los 70. Poco podía hacerse ya desde
el Régimen para cambiarlo lo que, para quienes habían ido creciendo asustados
por el “coco” comunista, era algo
verdaderamente terrible. Por muy leales que los militares siguieran siendo al Régimen
¿Durante cuánto tiempo podrían mantener
el pulso? ¿Cómo montar un sistema bipartidista sabiendo que los comunistas
se iban a adueñar del espacio político del centro izquierda en cuanto se les
dejara participar? Y si no se les dejaba ¿Cuánto tiempo podría mantenerse esa
exclusión? Si ya se habían adueñado del Sindicato
Vertical franquista a través de una masiva estrategia de infiltración, en
plena clandestinidad ¿Qué les impediría hacer lo mismo en el plano político?
La
tímida Ley de Asociaciones Políticas
de Arias Navarro de 1974 (la palabra “partido”
seguía siendo tabú para el Régimen) pretendía crear un sistema político
pluralista… ¡que respetara los Principios
Fundamentales del Movimiento! Era evidente para todos que Arias y los suyos
vivían ya en un mundo irreal (ya vimos en el artículo anterior como los
interlocutores políticos internacionales optaron por sentarse a hablar con Manuel Fraga Iribarne, que sólo era el Embajador
de España en Londres, pero que al menos se daba algo de cuenta de cómo estaba
la situación). Su nivel de ensoñación era tal que crearon una “asociación política” que se presentaba como
la “socialdemocracia” del Régimen (Reforma Social Española, de Cantarero del Castillo). Soñaban con un
sistema de fuerzas políticas que se presentaban a las elecciones y debatían en
el parlamento, que habían evolucionado todas desde las distintas familias de la
Falange. Los hedillistas iban por ahí
contándole a todo el que estuviera dispuesto a escucharles que José Antonio Primo
de Rivera había sido un hombre de izquierdas, cuya memoria había sido
manipulada por el Régimen franquista.
Pero
ni en Washington, Bruselas o Bonn estaban dispuestos a permitir que el futuro
de España lo decidieran entre las fuerzas políticas que venían de cualquiera de
los dos bandos que se enfrentaron en la Guerra Civil, así que pusieron en
marcha un plan que consistía en crear nuevos grupos en el país vinculados con
las grandes familias políticas europeas: democristianos,
liberales y socialdemócratas. Sus diferentes internacionales comenzaron una
ronda de captación de futuros dirigentes, a los que sometieron a un intenso
proceso de adoctrinamiento, con cursillos, becas, asesores… creando colectivos
a los que se financió adecuadamente y se les dio la necesaria cobertura
mediática para que su mensaje calara en la sociedad. De esta manera fueron
apareciendo los Tácitos, Izquierda Democrática, FPD, etc., en el sector democristiano.
La familia Garrigues (franquista de toda la vida) supo presentarse como lo más
liberal que uno pudiera imaginarse y terminaron fundando el Partido Demócrata Liberal. Tanto los
democristianos como los liberales tendrían después un recorrido histórico
bastante corto. La verdadera derecha española se desplegó a partir de las
fuerzas conservadoras que Manuel Fraga
representaba y que empezaron a moverse por su cuenta, mucho antes de que se
aprobara la Ley de Asociaciones Políticas,
creando el grupo GODSA:
“En
torno a la personalidad de Fraga se funda (como sociedad mercantil, puesto que
las asociaciones políticas aún no se permiten) un club político denominado
GODSA (Gabinete de Orientación y Documentación, S. A.), que desde 1974 se
convertirá en una de las asociaciones políticas (aún se evita el nombre de
partidos políticos) que permite el denominado espíritu del 12 de febrero, con
el nombre de Reforma
Democrática. Frente a la ruptura con la
legalidad franquista, aboga por una línea reformista que permita llegar, sin
convulsiones y de manera controlada, a un régimen democrático.”[5]
Desde
Reforma Democrática se impulsará en
la Transición una coalición que se llamó Alianza
Popular y que evolucionaría después hasta convertirse en el actual Partido Popular.
Dentro
del proceso político al que nos referimos un poco más arriba fueron surgiendo nuevas
revistas políticas que debían acompañarlo, para ayudar a crear el
correspondiente estado de opinión (Cuadernos
para el diálogo, Cambio 16…) a las que se unieron otras más antiguas (como Triunfo, por ejemplo), periódicos (Diario 16, El País…), revistas de
historia, que debían ayudar a difundir la nueva narrativa (Historia 16, Tiempo de historia, Historia y vida…). Y también vieron
la luz multitud de libros de historia que suministrarían el argumentario
adecuado (Historia de España Alfaguara, Historia
Universal Siglo XXI…). Cuando cambias de régimen hay que cambiar también todo
el relato sobre el pasado. Los cambios en el gobierno son sólo la punta del
iceberg. Es en ese contexto en el que aterrizaron en España las fundaciones políticas extranjeras, que le
dieron potencia a ese proceso, como ya vimos en el artículo anterior.
El
nudo gordiano del mismo estaba en la creación de una nueva fuerza política que
debía disputarle (y a ser posible arrebatarle) a los comunistas el espacio de
la socialdemocracia. El PCE, aunque ignorara la forma concreta en la que el
proceso se iba a producir, esperaba la jugada desde hacía tiempo. Su núcleo
dirigente vivía en el exilio, fundamentalmente en Francia, y estaba al tanto de
todo lo que se movía en Europa y de las tácticas que se estaban empleando. Para
ellos Italia, Francia y Grecia eran los escenarios más parecidos posibles a los
ibéricos. Pero, tanto España como Portugal tenían una característica que los singularizaba:
eran los únicos regímenes fascistas del
periodo de entreguerras que habían sido capaces de sobrevivir hasta los años 70
del siglo XX y, en consecuencia, habían ido reciclándose sobre la marcha
para adaptarse a los nuevos tiempos. Y el español era el más sólido de los dos.
España era el sexto país más poblado de Europa y su PIB era el décimo del mundo,
lo que significaba que para influir adecuadamente en su proceso de transición
hacia la democracia había que emplear medios mucho más masivos y potentes que
los que se emplearon en Portugal. La
experiencia portuguesa sirvió para diseñar el proceso español, y la española
para diseñar los procesos de intervención en Sudáfrica y en los países del Este
de Europa.
La
Internacional Socialista que, en
Europa, ocupa el nicho político que en Estados Unidos cubre el Partido Demócrata, tenía que impedir que
el PCE español se convirtiera en algo parecido al PCI italiano, y aterrizó en
España con su Fundación Friedrich-Ebert,
cuyo proceso de intervención en nuestro país, tanto a nivel político como
sindical, ya vimos en el artículo anterior. Con las adecuadas técnicas de
marketing, como ya vimos, pudieron “vender” su producto masivamente en el plano
político. Aunque en el sindical el duelo con Comisiones Obreras fue, y sigue siendo aún, mucho más reñido. En el
plano sindical tienes que tener militantes en todos los centros de trabajo, con
la experiencia necesaria como para defender adecuadamente los intereses de los
trabajadores en cada convenio de empresa, lo que no resulta nada fácil y
tampoco puede improvisarse. Es un proceso que requiere años, el compromiso de
miles de personas y una red de lealtades que sólo va surgiendo en la lucha
cotidiana de los trabajadores.
La Unión de Centro Democrático
Con
dinero y una buena cobertura mediática se puede crear un partido político en
muy poco tiempo. Otra cosa es que sobreviva. Aunque los dos elementos que hemos
citado son necesarios para formar una organización con una importante presencia
institucional, no son suficientes. Además tiene que haber un recorrido político
previo que permita articular una sólida red de lealtades personales. Los líderes
carismáticos son una buena percha a la que agarrarse para los arribistas de la
política (que son legión), pero ese tipo de individuos son “radioactivos” y duran en sus formaciones políticas lo que duran
sus expectativas de lucro personales. Un partido formado por arribistas es
capaz de devastar un país en muy poco tiempo… o de
transformarlo de manera irreversible. Esos partidos son hijos de las modas
del momento y duran lo que dura su particular coyuntura histórica. En la España
postfranquista el ejemplo más paradigmático es, indudablemente, la Unión de Centro Democrático, pero hay
varias decenas de ejemplos más. Lo que singulariza a los miembros de la UCD del
resto es que ellos sí fueron capaces de
ganar unas elecciones y gobernaron España durante cinco largos años, que fueron
los cinco años críticos en los que cristalizó el Régimen del 78.
La
suerte que tuvo la España del 78 es que el consenso por la democracia era un
anhelo compartido por casi todas las fuerzas del arco parlamentario y por la
inmensa mayoría de los ciudadanos, lo que permitió que este modelo sobreviviera
a la fuerza política que gestionó su fundación. Este partido surgió para hacer la Transición de la dictadura a la
democracia, y murió con ella.
Todo
el mundo, tanto dentro del Régimen como de las diversas cancillerías europeas, esperaba
que el tránsito de la dictadura a la democracia en España lo liderara Manuel Fraga Iribarne. Pero ya vimos
como el talante autoritario de este dirigente político le impidió desempeñar
ese papel. La historia lo colocó en su verdadero rol, que era el de integrar en
la España del 78 al núcleo duro del franquismo sociológico de una manera
ordenada, lo que lo convierte en una figura verdaderamente histórica, aunque no
lograra cumplir el objetivo de su vida: alcanzar
la presidencia del gobierno. Su autoritarismo lo convertía en un líder
creíble para los franquistas pero le impedía gestionar una Transición en la que
había que sentarse a hablar, como ya vimos, con el mismísimo demonio.
De
esa tarea se encargó un núcleo de dirigentes, tan franquistas como Fraga, pero mucho
más discretos y sin el excesivo culto a la personalidad que se daba entre los
fraguistas y que, precisamente por no atraer hacía sí las miradas de la prensa
y de los grupos de poder europeos, pudieron ir ocupando en silencio los puestos
clave en el proceso de transición hacia la Democracia: la Presidencia de las Cortes y del Consejo
del Reino. Ese grupo, que tenía línea directa con el futuro rey Juan Carlos I, estaba liderado por Torcuato Fernández-Miranda, y contaba
entre sus filas con personas como Fernando
Herrero Tejedor o Adolfo Suárez.
En los procesos de cambio político la discreción resulta fundamental, pues sin
ella resulta imposible resistir a la multitud de presiones que se ejercen desde
los diversos grupos de poder.
El
propio desarrollo de los acontecimientos terminó poniendo en el sitio y en el
momento justo a Adolfo Suárez por una serie de sucesos fortuitos (entre ellos
el accidente de tráfico en el que murió Fernando Herrero Tejedor). Pero Suárez
no fue, ni de lejos, el arquitecto de la Transición, sólo la persona a la que
le tocó gestionarla. La misma Ley para la
reforma política que la hizo posible fue obra de Fernández-Miranda que,
como insinué en el artículo anterior, estaba sometido a multitud de presiones
externas de todo tipo que, de alguna manera, marcaron las líneas maestras de
dicha ley, a la que su autor incorporó el propio conocimiento que tenía de los
mecanismos jurídicos e institucionales de un Régimen que conocía perfectamente.
Un
grupo de personas que controlaron la Secretaría
General del Movimiento hasta el mismo día en que se votó su disolución
prepararon, desde dentro del Régimen, un proceso político que hubiera sido
complicadísimo organizar desde fuera. Y precisamente porque estaban trabajando
dentro de la Falange, es decir, del partido único del franquismo, no podían ir
contando en la prensa cuál era su verdadero programa que, por otro lado, era
muy parecido al que Fraga iba difundiendo a los cuatro vientos, así que no era
necesario que le vendieran a los suyos la idea de que ellos pensaban lo mismo
sino que les bastaba jugar la carta del “pragmatismo” y del consenso “para intentar hacer posible la convivencia
entre los españoles”. Como dijo Xabier
Arzalluz (refiriéndose a otros protagonistas desde luego) “unos sacuden el árbol y otros recogen las nueces”.
Cuando hay una potente “oposición” externa se puede simular desde el poder un
acercamiento a la misma. Y si esa “oposición” no es demasiado poderosa basta
con amplificar su discurso a través de los correspondientes altavoces
mediáticos.
Pero
la verdad es que el tándem Fernández Miranda-Adolfo Suárez estaba dispuesto a
llegar mucho más lejos que el propio Fraga, como se terminó demostrando. Y fue
su propia audacia política la que los convirtió en los verdaderos artífices de
la transición española. Estos “pragmáticos”
del franquismo tenían algunas ventajas comparativas con respecto a todos los
demás actores de la Transición: 1) no les cegaba la ideología (eran de hecho
muy oportunistas) y 2) tenían información de primerísima mano acerca de todo lo
que se movía en nuestro país y bastante buena acerca de lo que estaba
ocurriendo fuera. Entre sus debilidades estaba su propia indefinición
ideológica y, sobre todo, su debilidad numérica. Era muy pocos. Estaban
condenados, a priori, a quemarse en el proceso.
Y
eso fue lo que pasó: Suárez y sus muchachos, cuando los de Fraga fracasaron,
pisaron el acelerador y se pusieron al frente de un proceso cuyo guion habían
escrito otros que, a la postre, no fueron capaces de representarlo, y lo
hicieron con tanta decisión que se terminaron creyendo su propio papel y
llevaron la lógica del proceso hasta el final con casi todas las consecuencias.
El 9 de abril de 1976 Suárez tuvo el valor de legalizar al Partido Comunista de España, sabiendo que esa era una línea roja que
ni la cúpula militar, ni los franquistas de la víspera y conservadores del
momento estaban dispuestos a traspasar, pero que volvía creíble, por primera
vez, el proceso de transición a la democracia en España. Ese día Adolfo Suárez
salvó a la monarquía que heredó el aparato del estado franquista y sentó las
bases de la fundación del futuro Régimen
del 78.
No hay comentarios:
Publicar un comentario