El
15 de junio de 1977 se celebraron en
España las primeras elecciones generales
democráticas desde el estallido de la Guerra
Civil. Fue un hito histórico que marcó el comienzo de un nuevo tiempo
político en nuestro país. En los últimos artículos hemos ido viendo el proceso
previo y el contexto general en el que se produjo. Esta fecha marca el comienzo
del Proceso Constituyente.
Aunque
la Constitución se aprobó en
referéndum el 6 de diciembre de 1978,
con posterioridad a esa fecha fueron surgiendo las comunidades y ciudades
autónomas que hoy forman parte constitutiva del Estado español. La etapa
constituyente, por tanto, no se cerró en 1978, sino que se prolongó en el
tiempo hasta bien entrados los años 80. Su desarrollo fue largo y complejo y aún
hoy la estructura territorial que surgió de la Constitución de 1978 sigue siendo cuestionada desde diversos
sectores del espectro político, lo que parece indicar que no fue bien resuelta.
Las elecciones del 15 de junio de 1977
El
resultado de las elecciones del 15 de junio estableció ya las líneas maestras
del modelo político vigente en España desde entonces. Fue el siguiente:
Elecciones al Congreso
- 1977 |
||
Partido |
Votos |
Escaños |
Unión de
Centro Democrático (UCD) |
6.310.391 |
165 |
Partido
Socialista Obrero Español (PSOE) |
5.371.866 |
118 |
Partido
Comunista de España (PCE) |
1.709.890 |
20 |
Alianza
Popular (AP) |
1.504.771 |
16 |
Pacte
Democràtic per Catalunya (PDPC) |
514.647 |
11 |
Partido
Nacionalista Vasco (PNV) |
296.193 |
8 |
Partido
Socialista Popular-Unidad Socialista (PSP-US) |
816.582 |
6 |
Unió del
Centre i la Democràcia Cristiana de Catalunya |
172.791 |
2 |
Esquerra de
Catalunya (EC-FED) |
143.954 |
1 |
Euskadiko
Ezkerra (EE) |
61.417 |
1 |
Candidatura
Aragonesa Independiente de Centro |
37.183 |
1 |
Candidatura
Independiente de Centro |
29.834 |
1 |
El
modelo, como vemos, es claramente bipartidista desde el primer momento, a pesar
de que, dado que son las primeras elecciones generales en más de 40 años,
cabría esperar uno menos consolidado y más fluido. La dicotomía izquierdas/derechas
es muy marcada, y las fuerzas nacionalistas, tanto catalanas como vascas,
presentan una implantación muy sólida. Las siglas han cambiado, pero el esquema
básico de las elecciones celebradas en la Segunda
República (1931-1939) no solo se mantiene, sino que la Dictadura lo ha
reforzado.
Las
formaciones políticas de la derecha no nacionalista vienen directamente del
franquismo. Debemos recordar que el líder de la UCD y Presidente del Gobierno, Adolfo
Suárez, había sido Ministro
Secretario General del Movimiento en el último gobierno Arias, por muy de centro que dijera ser. A la presidencia
lo había llevado su propia carrera en el seno de la estructura del Régimen
anterior. En cuanto al líder de Alianza
Popular, Manuel Fraga Iribarne,
su trayectoria franquista era mucho más dilatada aún que la de Suárez.
Por
la izquierda, los resultados del PSOE son sorprendentes si tenemos en cuenta
que llevaba casi 40 años desaparecido en la España interior. También los del
PCE, aunque en sentido contrario, pues no se corresponden con el gran
protagonismo que había venido ejerciendo en las luchas obreras durante el
franquismo. Era evidente que había habido un importante trasvase de votos desde
el PCE hacia el PSOE por las razones que hemos desarrollado en los dos últimos artículos.
Los
partidos nacionalistas, tanto catalanes como vascos, resurgen igualmente con
fuerza. Está claro que el recuerdo histórico tanto de la Segunda República como
de la Guerra Civil seguía muy vivo en una parte importante de la población,
aunque se había producido una concentración del voto, tanto en la izquierda
como en la derecha, sobre las fuerzas políticas que se perciben como moderadas.
Hay una clara voluntad de pasar página y de avanzar hacia un modelo político
que se ajuste a los estándares europeos.
Con
165 diputados, Suárez optó por gobernar en minoría (la mayoría absoluta se
alcanzaba con 176). Así que tenemos a un ejecutivo formado por una coalición de
gobierno (constituida por 15 partidos) llamada Unión de Centro Democrático, que se había creado el 3 de mayo (43
días antes de las elecciones) y unificado por decreto presidencial el 28 de
junio (13 días después de las mismas y 24 antes de que se inaugurara la
legislatura, el 22 de julio de 1977). Suárez parecía creer que la gran
popularidad alcanzada por su audaz gestión durante el año que precedió a las
elecciones constituyentes le permitiría seguir gobernando como si aún
funcionaran las normas de la dictadura. Pronto se daría cuenta de que,
obviamente, las reglas habían cambiado.
La
tarea más inmediata y principal que había que abordar era consolidar el sistema
democrático y dotar al país, a la mayor brevedad posible, de una constitución
que fuera reflejo de esa voluntad de superar la etapa franquista. Mientras no
hubiera un marco jurídico consolidado sobre el que apoyarse la democracia
corría serio peligro.
Los Pactos de la Moncloa
Pero
también había otros problemas perentorios que exigían una respuesta inmediata,
porque la Transición a la Democracia en España tuvo lugar en medio de la brutal
crisis económica internacional provocada por la drástica elevación de los precios
del petróleo que se desarrolló a partir de 1973 y que contrajo la economía
mundial. La inflación se disparó en todo el mundo y con ella el desempleo (en
España llegó hasta el 26,4 % en 1977).
España
llevaba desde finales de los años cincuenta exportando mano de obra no
cualificada al resto de Europa. Cuando empezaron los despidos en esos países,
los primeros fueron, lógicamente, los de los trabajadores menos cualificados y
los extranjeros, lo que hizo volver al nuestro a muchos de ellos. Así que, de
pronto, nos encontramos a los empresarios españoles despidiendo trabajadores y,
a la vez, a cientos de miles de emigrantes volviendo, en medio de la crisis
política que acabó con el franquismo (Carrero Blanco fue asesinado el 20 de
diciembre de 1973 y Franco murió el 20 de noviembre de 1975). El Régimen, en su
debacle final, decidió combatir la pérdida de ingresos y el aumento de los
gastos que la crisis económica provocó endeudándose e imprimiendo billetes, lo
que disparó la inflación. El déficit de la balanza de pagos alcanzó máximos
históricos.
Era
urgente y fundamental detener el proceso inflacionario y desarrollar un sistema
impositivo que garantizara los ingresos fiscales que el Estado necesitaba para
abordar los ingentes retos a los que se enfrentaba. Pero el ejecutivo ahora
necesitaba apoyo parlamentario suficiente para sacar adelante una nueva
legislación que requería un amplio consenso tras de sí.
“La
subida de impuestos que venía registrándose en los últimos años provocaba un
descenso del nivel adquisitivo de los obreros, lo cual conllevó inmediatas
reivindicaciones salariales. Las empresas, que ya tenían que hacer frente al
aumento de las cotizaciones sociales, verán aumentar sus costes productivos, lo
cual repercutirá en un precio al alza de los artículos de consumo, lo que
explica la inflación galopante que paralizaba al sistema. El 23 de julio de
1977 el gobierno aprobó un plan para moderar esta curva inflacionista,
devaluando la peseta y acometiendo una reforma fiscal que dotara a España de
una auténtica política presupuestaria. Por otra parte, contra el imparable paro
se aprobó el subsidio de desempleo y empezó a fomentarse el empleo público y el
gasto en las zonas más afectadas. Todas estas medida daban lugar a un creciente
gasto público que aumentaba los niveles de deuda y déficit.
Ante
todos estos desajustes el gobierno, a través de Fuentes Quintana, se puso manos
a la obra para forjar un pacto social entre sindicatos y empresarios. Pero el
consenso no fue posible, así que el ejecutivo intentó llegar a un acuerdo
político con la oposición en materia socioeconómica. El PCE pronto apoyó al
gobierno, ofreciendo un ejecutivo de concentración para salir del marasmo
económico en que se hallaba España. Aunque ese gabinete finalmente no salió
adelante, lo cierto es que la actitud colaboradora del PCE arrastró a un reticente
PSOE, que finalmente participó en la búsqueda de un gran acuerdo para hacer
frente a la crisis.
El
8 de octubre de 1977 comenzarían las negociaciones y hasta el 25 de ese mismo
mes no se produjo el acuerdo final, ratificado por el Congreso de los
Diputados. […] Así pues, los Pactos de la Moncloa no sólo
supusieron un acuerdo en torno a políticas sociales o económicas, sino que la
negociación también afectó a las leyes de la dictadura, en proceso de mutación
para adecuarse al cambio político operado[1]. El
27 de octubre de 1977 fue aprobado el acuerdo final en el Congreso de los
Diputados, con el sonado voto en contra de AP, pues los de Fraga se oponían a
desmilitarizar a las fuerzas de orden público, aspecto que el gobierno había
acordado con la oposición de izquierdas durante la negociación.
La
transacción acordada en los Pactos de la Moncloa consistía en que la oposición
aceptaba las medidas de ajuste económico planteadas por el gobierno a cambio de
que éste desmantelara las instituciones corporativas de la dictadura, abriendo
las puertas a que los agentes sociales pudieran participar en el proceso de
toma de decisiones de las empresas. El Congreso de los Diputados controlaría el
cumplimiento de los acuerdos alcanzados y se democratizaban instituciones como
el Banco de España y el Tribunal de Cuentas.”[2]
La ley de Amnistía
En
un mitin que dio en París en 1974 Santiago Carrillo dijo estas palabras:
“Nosotros
estamos convencidos de que la solución para España es una solución democrática
y con libertades políticas para todos, mediante la reconciliación entre unos y
otros españoles.
Cuando
nosotros hablamos de la amnistía, no hablamos sólo de la amnistía para
nosotros. Hablamos de la amnistía para los que han combatido en el otro lado. Y
no solamente para los que han combatido en la guerra, sino para los que han
combatido después y para los que nos han matado después.
Hoy
«los criminales» somos nosotros. Pero mañana «los criminales» serán ellos.
Nuestra concepción de la amnistía es que esa amnistía debe ser para unos y para
otros.
Es
decir, que no debe haber ningún espíritu de revancha ni ninguna política de
revancha.”[3]
Como
vemos, la apuesta del PCE por la “Reconciliación
Nacional” era una línea estratégica, claramente explicitada desde 1956 como
ya vimos[4],
que seguía plenamente vigente cuando tuvo lugar la Transición a la Democracia
en España.
Adolfo Suárez encontró en Santiago Carrillo y en el PCE al más sólido de sus aliados. Sin
esta alianza entre “contrarios” es muy difícil entender el proceso político que
nos ha traído hasta aquí. Desde 1936 el PCE,
en España, ha venido comportándose más como un poder fáctico que como un
partido al uso. De hecho ha sabido perder visibilidad pública, sacrificándola
en aras del cumplimiento de su programa. Hay pocas fuerzas políticas en el
mundo que se hayan comportado de esa manera. Ya abordaremos este tema en un
artículo futuro.
En
la declaración política de Carrillo que acabamos de citar ya estaban definidas
las líneas maestras de la Ley de Amnistía
que las Cortes Españolas aprobaron el 14 de octubre de 1977 con el voto a favor de todos los diputados,
excepto los de Alianza Popular y Euskadiko Eskerra:
“El
perdón alcanzaba a todos y pretendía inaugurar una nueva convivencia en que los
viejos rencores fueran superados y pudiera discreparse, libremente, en el nuevo
juego democrático. La ley amnistiaba los actos -«cualquiera hubiera sido su
resultado»- anteriores al 16 de diciembre de 1976, así como «todos los de esa
misma naturaleza» realizados entre el 16 de diciembre de 1976 y el 15 de junio
de 1977, siempre y cuando la intencionalidad de esos actos hubiera sido
restablecer las libertades o reivindicar la autonomía.
También
quedaron perdonadas todas aquellas acciones realizadas hasta el 6 de octubre de
1977 que no hubieran supuesto violencia grave contra la vida o la integridad de
las personas, especificando que se entendería por el momento de la realización
del acto «aquel en el que se inició la actividad criminal».
Estas
puntualizaciones justificaron la puesta en práctica de una ley que arrojó el
siguiente resultado: todos los presos políticos antifranquistas que aún
quedaban en las cárceles salieron en libertad, incluidos aquellos que habían
cometido delitos de sangre, como era el caso de los miembros de ETA. Los únicos
excluidos de la amnistía eran los ultraderechistas que habían ejercido la
violencia después de diciembre de 1976, pues no podían apelar a los objetivos
de «restablecer las libertades» o «reivindicar la autonomía» expresados en el
texto legal.
La
Ley de Amnistía no contempló la reincorporación al ejército que los militares
de la UMD, pues Gutiérrez Mellado –a la sazón vicepresidente del Gobierno para Asuntos
Militares- advirtió a Suárez de que, de producirse tal reincorporación, las Fuerzas
Armadas protestarían con vehemencia, y no descartaba la posibilidad de que
pudieran dar un golpe de Estado. La prudencia aconsejó, por tanto, dejar fuera
a los «úmedos» -como en el argot de la época se conocía a estos militares de la
UMD-, lo cual fue criticado por la izquierda más radical, que también
reivindicó la amnistía para los militares del antiguo Ejército republicano, así
como para las mujeres condenadas por haber cometido los delitos de «adulterio»
y «aborto». El PCE se solidarizó con estas reivindicaciones de ampliación de la
amnistía, pero ninguna fuerza de izquierdas, ni siquiera la Euskadiko Eskerra
de Letamendía, hizo referencia en el hemiciclo a los funcionarios y policías de
la dictadura que podrían beneficiarse ahora de la nueva ley recién aprobada.”[5]
La
Ley de Amnistía fue la plasmación
legal, como hemos visto, de la Política
de Reconciliación Nacional que el PCE llevaba 20 años defendiendo, aplicada
por un partido de “centro” que bebía en las fuentes del franquismo y que,
además de amnistiar a los que habían estado luchando contra la Dictadura, también fue una ley de punto final para los
franquistas, que les permitió reciclarse e incorporarse a la nueva España
democrática libres de cargos. Fue, igualmente, una oportunidad que se brindó a
los miembros de ETA, MPAIAC, FRAP y GRAPO para romper con su propio pasado, oportunidad
que será aprovechada por ETA político-militar
para abandonar la lucha armada, autodisolverse e incorporarse a la lucha
política en las filas de Euskadiko
Ezkerra. Años después ese partido, que había sido creado por una de las
facciones de ETA, se fusionaría con el Partido
Socialista de Euskadi (PSOE) en un congreso celebrado en 1993, pasando a denominarse
Partido Socialista de Euskadi-Euskadiko
Ezkerra. El dirigente de ETA Mario
Onaindia, que fue condenado en el Proceso
de Burgos (1970) a dos penas de muerte y 51 años de prisión, murió en 2003 siendo
presidente del PSE-EE de Álava. Esta evolución personal, como la de Juan María Bandrés y muchas más, son algunas
de la multitud de historias de la Transición española.
Desgraciadamente
no todos a los que se ofreció la posibilidad de dejar la lucha armada la
aprovecharon, y ETA Militar emprendió,
como respuesta, una huida hacia adelante que le terminaría llevando a un
enfrentamiento abierto con el Estado durante décadas y que le condujo hacia una
inevitable derrota, tanto “militar” como política.
La Constitución de 1978
Entre
agosto y diciembre de 1977 se elaboró el anteproyecto de la futura Constitución
por parte de los miembros de la Ponencia
Constitucional: Gabriel Cisneros, Miguel Herrero de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca
(los tres de la UCD), Gregorio Peces-Barba (PSOE), Manuel Fraga (AP), Jordi Solé
Tura (PSUC-PCE) y Miquel Roca (en representación de los nacionalistas catalanes
y vascos), que desde entonces serán llamados los “Padres de la Constitución”. Se estuvo debatiendo en las Cortes
durante la mayor parte de 1978.
“En
largas sesiones de negociación, muchas veces hasta altas horas de la noche, Abril
Martorell y Alfonso Guerra lograron hilar un gran consenso que aceleró el
proceso a partir de mayo de 1978. A finales de octubre ya estaba preparado el
texto para someterlo a las Cámaras, pero, para llegar a ese punto, muchas
habían sido las discusiones, no pocos los desencuentros, y también los parones
a la sombra de un posible fracaso. Y es que se trataban asuntos de tanto calado
histórico, cuestiones a las que no se había dado una respuesta viable en las
últimas décadas, que los meses de negociación estuvieron marcados por la
tensión y la incertidumbre. Y, sobre todo, por la voluntad de sobrevolar los
intereses cortoplacistas en los momentos más críticos, intentando ofrecer un
marco de convivencia estable y duradero que fuera más allá de los pacatos
cálculos partidistas.” [6]
Hubo
importantes desencuentros en temas como la confesionalidad del Estado, el papel
del monarca en el organigrama de éste y, sobre todo, en el de la estructura
territorial del futuro Estado español.
“La
autonomía política asumida por la Constitución estaba pensada, en un principio,
para Cataluña, el País Vasco y Galicia, pues el resto de regiones españolas irían
accediendo a una progresiva descentralización administrativa. No obstante, la Carta
Magna contemplaba la posibilidad de que estas regiones donde se ponía en
práctica tal descentralización pudieran, en el futuro, acceder a las mayores
cotas de autogobierno disfrutadas por las «nacionalidades históricas»”[7].
El
31 de octubre de 1978 fue aprobada la Constitución en el Congreso de los Diputados
con 325 votos a favor, 6 en contra (5 de Alianza Popular y el de Euskadiko Eskerra)
y 14 abstenciones (3 de Alianza Popular, 7 del PNV, el de ERC, un diputado de UCD
y 2 del Grupo Mixto). El 6 de diciembre fue votada en referéndum, que contó con
una participación del 67 % del censo, el voto a favor del 87 % de los votantes
y en contra del 8 %. Hubo muchos partidos, sobre todo a la izquierda del PCE,
que promovieron la abstención.
Primera Legislatura Constitucional
Una
vez aprobada la Constitución, quedaba formalmente cerrado el Proceso Constituyente, aunque aún había
que desarrollar la nueva estructura territorial establecida en la misma. Suárez
disolvió las Cortes y convocó nuevas elecciones, que tendrían lugar el 1 de marzo de 1979 para la que sería la Primera Legislatura Constitucional. Poco
después, el 3 de abril, se
celebrarían también las primeras
elecciones municipales de la Democracia. La nueva y flamante estructura
democrática del Estado español se había puesto en marcha. Las elecciones
generales del 1 de marzo de 1979 arrojaron el siguiente resultado:
Como
vemos, el modelo político que salió de las elecciones de 1977 parecía
consolidarse. Pero la extraordinaria responsabilidad histórica que durante los
dos años del Periodo Constituyente había empujado a las fuerzas políticas de
todo el arco parlamentario español a buscar el consenso había dejado de estar
en el primer plano de las preocupaciones de las mismas. Ahora comenzaba la verdadera lucha política entre todas ellas, que
pondría a prueba el material del que cada una estaba hecha. Cuando se hicieron
públicos los resultados, el Secretario General del PSOE, Felipe González, dijo
ante la prensa “Nos vamos a la oposición”[8].
Era un anuncio de lo que venía. Muy pronto se pondría de relieve la
extraordinaria fragilidad que tenía el partido del gobierno (la UCD), y las
luchas entre las diversas familias políticas, tanto de derechas como de
izquierdas, así como nacionalistas, adquiriría un carácter cada vez más agrio,
lo que tendría importantes consecuencias históricas.
El
intento de Alianza Popular de
distanciarse de su pasado franquista, creando una coalición con una imagen más
centrista llamada “Coalición Democrática”
no funcionó. Con esa maniobra perdió 416.000 votos (un 28 %) y cayó desde los 16
hasta los 10 diputados. El centro político, para el electorado, se asociaba con
la UCD y con Adolfo Suárez. A Fraga no le quedaba más opción que endurecer su
discurso y desplazarse hacia la derecha.
El
PCE subía ligeramente (sus votantes
se incrementaban en un 13 %), lo que unido al hundimiento de Alianza Popular / Coalición Democrática
lo convertía de manera indiscutida en la tercera formación política del país
aunque, con sólo 23 escaños, se encontraba muy lejos de ser una fuerza
decisiva.
Las
aparentes subidas de la UCD (de 165 a 168 escaños) y del PSOE (de 118 a 121)
eran, en realidad, ligeros retrocesos. La UCD había perdido más de 40.000 votos
(un 0,66 %). En cuanto al PSOE, aunque ganaba 98.000 (un 1,8 %), si tenemos en
cuenta que se acababa de fusionar con el PSP
de Tierno Galván, que en 1977 había
obtenido más de 800.000 votos y 6 diputados, el balance neto era una pérdida de
más de 700.000 votantes (un 11,6 %) y de 3 diputados lo que, sobre todo en
votos, representaba un retroceso significativo. En realidad no se había perdido
tanto, ya que el PSP en 1977 había ido en coalición con diversas fuerzas
regionalistas de izquierdas, que no participarían en el proceso de fusión con
el PSOE y que se presentaron en 1979 por separado.
Las
fuerzas nacionalistas y regionalistas mantuvieron sus posiciones globales, pero
se produjeron importantes cambios en algunas de ellas. En Cataluña la coalición Convergència
i Unió, que era la fusión del Pacte
Democràtic per Catalunya y la Unió
del Centre i la Democràcia Cristiana de Catalunya pierde nada menos que 200.000
votos, un 30 % de su electorado, y 5 diputados (baja de 13 hasta 8). Era un
descalabro importante, que no compensó ninguna otra fuerza nacionalista. En el País Vasco apareció Herri Batasuna, vinculada con el abertzalismo más radical, que se
había abstenido en 1977 y que obtiene nada menos que 172.000 votos y 3
diputados en el Congreso. Era una demostración de fuerza. Esos diputados, sin
embargo, nunca tomaron posesión de sus escaños, que permanecieron vacantes -de
facto- durante toda la legislatura. Pero la gran novedad estaba en Andalucía, ya que el Partido Socialista de Andalucía-Partido Andaluz,
liderado por Alejandro Rojas-Marcos, irrumpe
en el Congreso con 5 diputados y un respaldo popular de 325.000 votos, lo que
le convierte en la segunda fuerza nacionalista de todo el ámbito estatal (detrás
de Convergència i Unió) y la séptima
en términos absolutos, tanto en número de votantes como de escaños. Darán su apoyo
a Adolfo Suárez en la investidura a cambio de obtener grupo parlamentario
propio (En la legislatura constituyente se formaba grupo parlamentario con un
mínimo de 15 diputados, y en ésta, gracias a ese pacto, se bajó hasta 5, lo que
permitió también formar grupo a Convergència
i Unió y al PNV.
Por
último hay que decir que entró en el Congreso una formación de extrema derecha,
la Unión Nacional, una coalición de
partidos franquistas aglutinados alrededor de Fuerza Nueva, liderados por Blas
Piñar. Sólo obtuvo un diputado por Madrid, pero rozó los 380.000 votos en
toda España, lo que la convirtió en la sexta fuerza del país por número de
votos. Ellos fueron los beneficiarios directos del intento de Alianza Popular de desplazarse hacia el
centro. Fraga aprendió la lección, como demostraría después. En España seguía habiendo
un importante rescoldo social vinculado con el Régimen anterior que reclamaba
expresarse políticamente.
La
“luna de miel” del consenso
constitucional había acabado. Pronto se demostraría que la UCD no tenía la
suficiente consistencia como para gestionar el país en un entorno de dura
competencia por el liderazgo político. La Coalición
Democrática de Fraga y la Unión Nacional
de Blas Piñar endurecieron su discurso por el flanco derecho, y el PSOE utilizaría
toda su artillería, por el izquierdo, estimulados todos ellos por las
crecientes muestras de división que se daban en un partido tan heterogéneo y
coyuntural.
“El
Presidente Suárez sabía que González le pisaba los talones, que era un valor
político en alza, que el PSOE estaba, prácticamente, al mismo nivel que UCD en
lo referente al apoyo electoral. Además, es consciente del desgaste que su
gobierno habrá de sufrir, pues son muchos los frentes abiertos y escasas las
posibilidades de una rápida y satisfactoria solución de los mismos. Mientras el
terrorismo de ETA no hace más que golpear al Ejército, a la Policía y a la Guardia
Civil, el malestar en las salas de banderas es imparable. Y todo ello en un
contexto de intensa crisis económica, acrecentada por la nueva subida del
precio del petróleo de 1979. Es en esa difícil tesitura cuando Suárez se vuelve
hacia sí mismo, empieza encerrarse en Moncloa, no defiende su proyecto de
gobierno desde la tribuna del Congreso, teme al Parlamento, a la oposición, a sus
continuas críticas y vapuleo.”[9]
Un
mes después de las elecciones generales de 1979 tuvieron lugar las primeras elecciones municipales de la democracia. En la mayoría de las
grandes ciudades ganó la izquierda y en virtud de un acuerdo postelectoral alcanzado
entre el PSOE y el PCE consiguen que las tres cuartas partes de los españoles
vivieran en ayuntamientos gobernados por ella. Los tabúes que el franquismo
llevaba cuarenta años imponiendo se habían roto. Los “rojos” demostraron pronto, desde las alcaldías, que no eran el
demonio y que no venían a reeditar la Guerra
Civil, tal y como la propaganda del Régimen los había retratado. Era un
anuncio del vuelco electoral que se avecinaba.
Las comunidades autónomas
Pero
una de las más importantes tareas que aún estaban pendientes era el desarrollo
de la estructura territorial de España derivada del Pacto Constitucional. El punto de referencia previo era el trabajo
que en este sentido se había llevado a cabo durante la Segunda República. En ella se
le había reconocido el derecho a la autonomía política a Cataluña, el País Vasco
y Galicia, aunque sólo fue posible poner en marcha las dos primeras, ya que
el estallido de la Guerra Civil lo impidió en el caso de Galicia. La autonomía
para las tres comunidades históricas fue algo innegociable desde el primer
momento. La robusta presencia de fuerzas nacionalistas en el País Vasco y en
Cataluña, que habían estado muy activas además durante la Dictadura, la
existencia de sendos gobiernos autonómicos en el exilio, etc. eran elementos
imposibles de obviar, pero para los partidos de ámbito estatal la
descentralización política se debía ralentizar todo lo posible, y los propios
nacionalistas vascos y catalanes tampoco deseaban una proliferación excesiva de
comunidades en el resto del Estado, a la que llamaban despectivamente “café para todos”, ya que entendían que
tal proceso devaluaría sus propias conquistas.
En
el caso catalán Adolfo Suárez había maniobrado desde el principio con gran
inteligencia, intentando aprovechar las disensiones internas de las propias
fuerzas nacionalistas en dicho territorio para intentar recuperar un
protagonismo que había perdido antes de empezar, encontrando un gran aliado en
la persona del Presidente en el exilio de la Generalitat de Catalunya, Josep
Tarradellas:
“Gracias
a la mediación del banquero Manuel Ortínez, Suarez entabló una estrecha
relación con el presidente en el exilio de la Generalitat de Catalunya, Josep Tarradellas,
lo que facilitó un golpe de efecto político. Los resultados de las elecciones
del 15 de junio en Cataluña habían hecho que Suárez tomara conciencia del «problema
catalán». La UCD había sido desbancada por dos de los partidos llamados «sucursalistas»,
el PSC y el PSUC, las agrupaciones catalanas de los partidos socialista y comunista.
Así, a finales de junio, Tarradellas fue invitado a Madrid e inició arduas
negociaciones con el presidente del Gobierno. […] A cambio del restablecimiento
de la Generalitat, mediante una adaptación del Estatuto de 1932, Tarradellas
prometió la lealtad de Cataluña a la monarquía, la aceptación de la unidad de
España y el respeto a las fuerzas armadas. El encuentro fue un gesto teatral
que restaba importancia a la victoria electoral de los partidos de izquierda
catalanes y reafirmaba la tendencia de Suárez a gobernar mediante negociaciones
ocultas. El acuerdo con Tarradellas supuso un gran éxito popular, pero que se
consiguió al precio del rencor de los militares. Tarradellas regresó
triunfalmente a Barcelona el 23 de octubre, para pronunciar su mítica frase: «Ciutadans
de Catalunya, ja soc aquí».”[10]
…
“El
25 de octubre de 1979 se aprobaba en referéndum el nuevo Estatuto de Autonomía
de Cataluña, con un 59,7 % de participación y un aplastante voto a favor del
88,15 %. Las primeras elecciones al Parlamento catalán, celebradas el 20 de
mayo de 1980, dieron al poder al nacionalismo moderado de Convergència i Unió
(CiU), liderado por Jordi Pujol. Tanto UCD como ERC apoyarían el ascenso al
poder de Pujol, quien, desde ese momento, pondría en marcha la Autonomía en
Cataluña, capitalizando y controlando todo el proceso, mientras marginaba al
resto de fuerzas políticas. La decisión que Suárez tomó en su día de negociar
la reinstauración de la autonomía catalana con Tarradellas, sin tener en cuenta
la Asamblea de Parlamentarios, benefició a Pujol y perjudicó a la izquierda
catalana, que desde el principio estuvo fuera del juego negociador que condujo
a la autonomía.
Tanto
en Cataluña, como en el País Vasco se registró un descenso de apoyo a los
partidos nacionales y un aumento progresivo del poder acumulado por CiU y PNV en
sus respectivos territorios, que pilotaron -hegemonizando prácticamente- la
política autonómica desde aquel momento.”[11]
En
el País Vasco, sin embargo, Suárez no encontró un interlocutor equivalente a Tarradellas.
El “problema vasco” era, además, mucho más complejo que el catalán debido a los
continuos atentados de ETA:
“…
el fantasma del resentimiento de los militares se cernía sobre las
negociaciones relativas a la autonomía vasca. El gobierno vasco en el exilio
era una entidad más sustancial que la simbólica Generalitat representada por Tarradellas.
Suárez no contemplaba llegar a un acuerdo con el lendakari vasco, Jesús María
de Leizaola, como el que había cerrado con Tarradellas. En cambio, en
circunstancias complicadas, el ministro adjunto para las regiones, el andaluz
Manuel Clavero Arévalo, pactó con representantes parlamentarios del Partido Nacionalista
Vasco y de las agrupaciones vascas del PSOE y de la UCD la creación del Consejo
General Vasco, con el que el gobierno negociaría las cuestiones de la
autonomía. De este modo, los separatistas más radicales quedaban excluidos, por
lo que contemplaban el proceso con recelo. El tema más conflictivo fue la
situación de Navarra. Para los nacionalistas vascos la provincia formaba parte
de Euskadi; para el Ejército, la UCD y la derecha en general y la derecha navarra
en particular, era la cuna del nacionalismo español. Además, ni el PSOE ni el PCE
estaban a favor de la inclusión de Navarra en el País Vasco. En consecuencia,
el Estatuto de Autonomía del País Vasco que acabó entrando en vigor el 25 de
octubre de 1979 se limitó a las tres provincias indudablemente vascas de
Vizcaya, Guipúzcoa y Álava. Aunque fue un paso hacia la paz en Euskadi, se
encontró con la abierta hostilidad tanto del Ejército como de los aberzales.”[12]
Si
en el País Vasco y Cataluña llegaron a constituirse gobiernos antes del
estallido de la Guerra Civil y después de ella mantuvieron gobiernos en el
exilio, en el caso gallego nada de esto había ocurrido. La Segunda República
había dado el visto bueno a la creación de la comunidad autónoma gallega, pero la
sublevación del 18 de julio impidió materializar el proyecto. No llegó, por
tanto, a constituirse ningún gobierno gallego y tampoco hubo gobierno en el
exilio.
“Después
de los casos catalán y vasco, el gobierno de Suárez temía que la previsible
avalancha de Estatutos de autonomía colapsara la administración, generara un
gasto inasumible e iniciara una dinámica de inestabilidad política con un
rosario de elecciones autonómicas que flaco favor harían a la consolidación de
la democracia. Por eso Suárez quiso reconducir el proceso a través del artículo
143 de la Constitución, que preveía la consecución de un autogobierno con nivel
competencial menor al desarrollado por el artículo 151, al que se habían
acogido Cataluña y el País Vasco.
Galicia
se negó, al considerarse «nacionalidad histórica», y por eso su estatuto
acabaría aprobándose en referéndum el 21 de diciembre de 1980, en medio de una
considerable abstención que alcanzó la cifra del 71 %.”[13]
En
1980 las tres comunidades “históricas”
habían puesto en marcha sus respectivos procesos autonómicos, tal y como había
sido acordado por los “padres de la Constitución”.
La futura descentralización administrativa prevista para el resto de
territorios del Estado español podía esperar. Dicho proceso debería ser lo
suficientemente pausado como para evitar posibles desbordamientos y tensiones
políticas que alimentaran actitudes golpistas. Pero los andaluces no estaban
dispuestos a esperar, y consideraron que eso de establecer diferentes niveles
de autogobierno era un “agravio
comparativo” para el resto del país que quedaba fuera de esas tres
comunidades:
“…
la región que más quebraderos de cabeza dio al ejecutivo de Adolfo Suárez fue
Andalucía. Los ayuntamientos andaluces consideraban un agravio comparativo la
obligación de acogerse al artículo 143 para obtener la autonomía, mientras que a
catalanes y vascos se les había permitido conseguirla por la vía rápida del
151. Secundaron a los ayuntamientos andaluces los consistorios canarios y valencianos,
generalizándose así el grito del «café para todos» en una España que clamaba
por una autonomía «en igualdad de condiciones» para el conjunto de sus
territorios, sin agravios comparativos.
El
28 de febrero de 1980 fue convocado en Andalucía un referéndum sobre «la
iniciativa del proceso autonómico». En él, se preguntaba a los andaluces sí
preferían el acceso a la autonomía por la vía rápida del artículo 151. El
gobierno de Suárez promovió la abstención en aquella consulta, mientras que la
izquierda y el regionalismo abogaban por el sí. Ante aquella disyuntiva, el presidente
de la UCD en Andalucía, Manuel Clavero Arévalo, a la sazón ministro de Cultura,
dimitió de su cargo y apoyó el sí en el referéndum, contradiciendo así a su
propio gobierno. El 55,42 % de los votantes apoyaron la autonomía por la vía
rápida, mientras que la abstención alcanzó un porcentaje del 36,17 %. Los
resultados de aquel referéndum andaluz abrieron definitivamente la puerta al «café
para todos», a la generalización de la autonomía por la vía rápida que permitía
alcanzar el mayor techo competencial previsto en aquellos momentos. La
descentralización y el autogobierno eran un hecho, y se amplificarían a partir
de ese instante, mientras las heridas en la UCD andaluza, y dentro del propio
gobierno, quedaban abiertas tras aquella consulta electoral que había dividido
al partido y al ejecutivo. Un episodio más que añadir a la crisis interna de
una UCD en proceso de descomposición; un escollo más para un Suárez anegado de
problemas.”[14]
La “rebelión”
andaluza rompió la estrategia gradualista de Suárez y aceleró el desarrollo del
proceso autonómico en el resto del Estado. En los años que siguieron al
referéndum andaluz el resto de territorios irían poniendo en marcha sus
respectivos procesos. La UCD era incapaz de parar o, siquiera, reconducir aquel
alud. Solo el PSOE podría hacerlo, pero para eso se necesitaba un cambio de
gobierno.
[1] Joan Trullen i Tomas: Fundamentos económicos de la transición
política española. La política económica de los acuerdos de la Moncloa.
Madrid. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. 1994.
[2] Alfonso Pinilla García: La Transición en España. España en
Transición. Alianza Editorial. Madrid. 2021. pp. 119-120.
[3] Urbano, Pilar: La gran desmemoria. Barcelona. Planeta. 2014.
[5] Alfonso Pinilla García: Ibíd. pp. 116-117.
[6] Ibíd. p. 128.
[7] Ibíd. p. 131.
[8] Diario El País. 4 de marzo de 1979.
[9] Alfonso Pinilla García: Ibíd. pp. 140-141.
[10] Paul Preston: Un pueblo traicionado. Penguin Random House Grupo Editorial.
Barcelona. 2019. pp. 523-524.
[11] Alfonso Pinilla García: Ibíd. pp. 145-146.
[12] Paul Preston: Ibíd. pp. 524-525.
[13] Alfonso Pinilla García: Ibíd. p. 146.
[14] Alfonso Pinilla García: Ibíd. pp. 146-147.
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