Arco de Constantino. Roma (all-free-photos)
En el cristianismo post-constantiniano
confluyeron varias tradiciones ideológicas previas diferentes que evolucionaban
-por separado- hacia el monoteísmo: El mitraísmo, el estoicismo y
la propia tradición judeo-cristiana. Y el resultado final fue lo que
llamamos “la religión pactada”. Una solución de compromiso entre todas
esas diferentes facciones preexistentes que se reagruparon alrededor de la
figura eminente de Constantino el Grande.
En dicha reagrupación los cristianos genuinos
eran los que, paradójicamente, habían evolucionado menos hacia el monoteísmo.
Y, desde luego, el carro que tiraba con más fuerza en esa dirección era el
propio emperador, que se había empeñado a fondo en una operación de rediseño
de la nueva religión del estado que sirviera a las necesidades de la
estructura imperial de éste, proyectando sobre el cielo las realidades sociales
de la tierra.
Conforme se fortalecía la figura del emperador,
también lo hacía la del Dios padre omnipotente, la del principio de autoridad,
la del gobernante universal que ordena y manda, el principio de todo, el alfa y
el omega, el dios guerrero del Antiguo Testamento: «Cantad al señor un
cántico nuevo porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria».
En
ese proceso de fortalecimiento del Dios padre poderoso, señor absoluto de todas
las cosas, el crucificado se convierte en una rémora, cada vez desentona más.
La humildad evangélica no casa, en absoluto, con las necesidades ideológicas
del nuevo tiempo:
“Ahora que al
obispo de Roma se le había dado el palacio de Letrán, incluso a Cristo se le
podía ver luciendo ricas vestiduras y viviendo en «casas de reyes».” […] “Tarde o temprano a los que viven en palacios
se les acaba llamando «príncipes de la Iglesia» y la gente les rinde homenaje a
la manera de los «reyes de las naciones». ¿Por qué? Porque el modelo no es cristiano
sino imperial. Cuando recordamos la humillación de Jesús por parte de los
soldados de las autoridades, resulta incomprensible que sus seguidores llevaran
coronas simbólicas y se adornasen con los colores reales. Sería incomprensible
si no fuera porque la Iglesia, en su calidad de brazo religioso del Estado
reproducía ahora los símbolos de la autoridad del propio Estado.”[2]
La
Iglesia, como vemos, había sido fagocitada por el estado y se había puesto a su
servicio. A partir de ese momento el dogma religioso se adapta a su nueva
función de reforzar el statu quo del modelo social preexistente. Esta situación
le da al emperador un margen de maniobra formidable, mucho mayor que el que
pudo tener ninguno de sus predecesores, que veían su poder “temporal” limitado
por las tradiciones religiosas -o ideológicas, en un sentido más amplio- de la
sociedad en la que vivían. Pero Constantino tuvo el privilegio de
diseñar -él personalmente- una nueva tradición, que adaptó a sus propias
necesidades. Eso lo convirtió en el emperador más poderoso de todos los que
gobernaron desde Roma o desde Constantinopla (ciudad que, por cierto, lleva su
nombre). Constantino es a Roma lo que Akenatón fue a Egipto, con la diferencia
de que las reformas religiosas introducidas por éste murieron con él y las que
el romano desarrolló están vivas todavía y han regido las vidas de miles de
millones de personas desde entonces. Constantino es el gran triunfador:
“En virtud del gran cambio, lo que se
dice de Constantino informa ahora lo que se dice de Cristo. Cristo permanece en
el centro del cristianismo, pero los valores del Jesús histórico son
sustituidos ahora por los de Constantino. En ninguna parte se ve esto con mayor
claridad que en el arte bizantino, en el cual se presenta a Cristo sentado en
un cielo que se parece sospechosamente a la corte de Constantino en Bizancio [o, mejor, en Constantinopla, es decir, en la ciudad
de Constantino]. Por lo tanto, en el presente capítulo tenemos que examinar
el proceso por medio del cual Constantino transformó el cristianismo en su
propio culto imperial.”[3]
Y claro, dentro de ese culto imperial, la
humildad del crucificado adquiere un carácter subversivo que amenaza la
integridad del modelo. Su apuesta por los pobres y los desposeídos debe ser
neutralizada ideológicamente, y de eso se encargarán los nuevos funcionarios
eclesiásticos, que ofician ahora como sacerdotes y, también, echan una mano los
miembros de las antiguas religiones mistéricas -como el mitraísmo- que
aportan su experiencia en ese campo.
Y se inventan el “Misterio” de la Santísima
Trinidad (tres personas distintas y un sólo Dios verdadero), que convierte
al crucificado en un avatar del Dios Padre omnipotente. Al final resulta que el
que renunció a todos los bienes materiales y le dijo a sus discípulos que
dejaran cuanto tenían y lo siguiesen sólo estaba representando un papel, según
los predicadores de la nueva religión constantiniana. Hay que abandonarlo
todo... durante un tiempo. Después marcharemos a la casa del padre, que es algo
así como el “emperador del cielo” y nos sentaremos a su mesa. Nuestra fe ya no
sirve para cambiar la forma en la que nos relacionamos con nuestros hermanos
sino que, simplemente, nos ayuda a sobrellevar las penurias de la tierra con la
esperanza de las compensaciones futuras que recibiremos en el cielo. Se ha
desactivado el potencial revolucionario del mensaje evangélico.
Cuando los dogmas de la nueva religión mistérica
se van difundiendo por todo el Imperio, el debate ideológico entra en
ebullición por todas las asambleas de los fieles. En Egipto, un presbítero
llamado Arrio (256-336), articula una respuesta que cuenta con un amplio
consenso. Y el arrianismo se extiende con rapidez por todo el Oriente.
Lo que hace Arrio es concretar la réplica a las propuestas mistéricas
que vienen desde Roma, utilizando argumentos procedentes de la tradición del
cristianismo primitivo y que habían utilizado otros autores anteriores, como Pablo
de Samosata, Tertuliano, Justino
Mártir, Orígenes, etc. en la que viene a decir que Cristo es un ser
excepcional, un enviado de Dios... pero que no es Dios. Es una de las muchas
criaturas, todo lo especial que se quiera, que forman parte de la obra del
creador.
Cristo, para desempeñar su función de mensajero
de la divinidad, no necesita prescindir de su condición humana. Es un caso
semejante al de los profetas del Antiguo Testamento. La divinización de Cristo
no casa ni con la tradición del cristianismo primitivo ni, en un sentido más
amplio, con la judeo-cristiana. Sí forma parte, en cambio, de la lógica
imperial de los césares, que venían intentando divinizarse a sí mismos desde el
siglo I. Y ésta lógica imperial (no cristiana), se concreta a través del
enunciado del “Misterio” de la Santísima Trinidad (que utiliza
argumentos propios de las religiones mistéricas, ajenas –igualmente- al cristianismo).
El arrianismo prende en las regiones más cultas y
populosas de la periferia imperial, aquellas en las que la influencia
ideológica del emperador y sus adláteres es menor y dónde pesa más la tradición
cristiana primitiva en la que el Cristo histórico, el que conocieron en Judea
los discípulos que compartieron con él el pan y escucharon su palabra, está en
el centro del mensaje cristiano y su humilde existencia lo convirtió en un
referente para los que no tenían nada más que su fe.
“A partir de Alejandro Magno existió
una tradición de culto imperial en la cual el emperador era divino. A pocos
emperadores les interesaba ser divinos. Lo importante para ellos era si a su
política se le podía conferir la categoría de divina, es decir, si podía
reclamar una fuerza absoluta. Éste es el propósito que subyace en el culto
imperial; [...] Constantino pudo alcanzar su
objetivo. Por medio del gran cambio, su política pasó a ser considerada la
voluntad del logos. [...] cuando Constantino reconstruyó el culto imperial, en virtud del cual la sabiduría
del mundo y la ambición de un solo hombre recibieron el estatuto absoluto de
ley divina, ¡la Iglesia proclamó, de hecho, que este culto era el cristianismo!
[... El cristianismo] se transformó en la
religión del Estado. De hecho, fue el comienzo de la historia del cristianismo
tal como lo conocemos. Estableció las nuevas normas para interpretar el
cristianismo. Lo que fue de peor agüero: proporcionó la perspectiva desde la
cual se interpreta ahora la forma anterior del cristianismo.”[4]
El mecanismo ideológico desarrollado resultó
demasiado sutil para buena parte de los fieles: Se inventaron un “misterio” (los
misterios, por definición, no se pueden comprender, superan la capacidad de
entendimiento del ser humano, como nos vendría a decir San Agustín, el
obispo de Hipona), según el cual el enviado del Padre era el Padre mismo, que
se presentaba con un avatar creado ex profeso para poder conectar con las
clases más humildes de la sociedad. El Cristo histórico dijo: “el que quiera
salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del
evangelio, la salvará.”[5] ¿Se imaginan una
sociedad cristiana, que crea de verdad ese mensaje y lo aplique? La sociedad de
clases saltaría por los aires. Había que desactivar esa peligrosa bomba de
relojería.
“La historia de la Iglesia hasta el
siglo IV fue una historia de persecución fortuita y a menudo intensa. Siempre
que el emperador o las tradiciones del imperio parecieran amenazadas, se
levantaba la veda y se perseguía a los cristianos. Y a pesar de ello, esta
minoría pequeña, insignificante, débil e indefensa no sólo sobrevivió, sino que
creció. El aforismo de Tertuliano es tan aterrador como memorable: «Nos
multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros; la sangre de los
cristianos es semilla».”[6]
A la altura del siglo IV era evidente que la
represión contra los cristianos no paraba de cosechar un fracaso detrás de
otro. Se imponía un cambio de táctica. Se necesitaba una mente superior que se
pusiera al frente y parara, desde dentro, aquél alud antes de que sepultara el
viejo orden social.
El enviado de Dios es Dios. La Iglesia es su
mensajera, y el emperador de la tierra (el portador del lábaro sagrado) su
brazo armado. Si el crucificado fue un avatar del “emperador del cielo” y
volvió a su naturaleza divina después de su muerte terrenal, entonces nuestra
vida presente es un avatar de la verdadera vida, que disfrutaremos después de
nuestra propia muerte.
Nada tenemos que hacer en la tierra pues, más que
sobrellevar las penurias que nos encontremos en ella, pues son una prueba a la
que nos somete el altísimo para purificarnos y prepararnos espiritualmente para
aceptar el orden que nos encontraremos en el cielo. La religión que debía
liberar a los hombres con la instauración de un nuevo orden social basado en el
respeto hacia nuestro prójimo (“no le
hagáis a los demás lo que no queráis que os hagan a vosotros”) y en la paz (“el que a hierro mata, a hierro muere”)
se transforma así en la de la sumisión al orden establecido, que acepta la
perpetuación de las injusticias terrenales para ganarnos, a través del
sufrimiento, el derecho a vivir en la Jerusalén celeste.
¿Qué fue del Cristo que expulsó a los mercaderes
del templo? ¿Qué fue de aquellos cristianos militantes contra la injusticia que
no dudaron en poner su vida al servicio de sus hermanos más necesitados, de los
enfermos y los marginados de la sociedad? ¿Cómo fue posible transformar en unas
pocas generaciones a la religión más subversiva de cuántas habían existido en
una de las más conservadoras?
En el año 325 se celebrará el Concilio de Nicea, dónde se estableció
como dogma la naturaleza divina de Cristo, que condujo –poco después- al
establecimiento del “Misterio” de la
Santísima Trinidad y se condenó como herejes a los seguidores de Arrio, es
decir, a los defensores de la condición humana de Cristo. Un concilio que
estuvo presidido por el mismísimo emperador, pese a que aún no se había
bautizado y seguía siendo, por tanto, formalmente pagano.
La resistencia contra la nueva religión imperial
continuará (aún durará siglos). Los arrianos serán expulsados de la Iglesia y volverá
de nuevo a perseguirse a los hombres por motivos religiosos. Pero ahora los perseguidores
se esconden detrás de la Cruz de Cristo y del Lábaro sagrado de Constantino.
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