La conversión de Recaredo. (Cuadro de Antonio Muñoz Degrain)
Tras la conversión masiva de la sociedad romana al cristianismo, que tuvo lugar a lo largo del siglo IV de nuestra era, este credo entraría en un proceso de depuración del dogma, para ajustarlo a su nueva función de religión oficial del estado. Y durante el mismo serán expulsados del seno de la Iglesia muchos miles de fieles que no estaban dispuestos a amoldar su fe a las necesidades ideológicas del Imperio.
El más numeroso de los grupos disidentes fue, sin
duda, el de los seguidores de Arrio (256-336), Los arrianos, que
no aceptaban la divinización de Cristo ni, en consecuencia, el dogma de la Santísima
Trinidad. El enfrentamiento entre trinitarios y arrianos llevó a estos
últimos a sufrir una nueva persecución religiosa que los devolvería a las
viejas catacumbas de los cristianos primitivos y al exilio.
Y fue en el exilio donde los arrianos prosperaron
y se multiplicaron. Más allá de los límites del Imperio sus misioneros
difundirán este credo por las tierras de los bárbaros. Cuando los germanos
hacen saltar el limes renano y avanzan por las galias, por Bretaña, Hispania o
Italia, se consideraban a sí mismos más cristianos, si cabe (es decir, más
fieles a la tradición del cristianismo primitivo), que los invadidos. Los
nuevos señores se reúnen ante la cruz de Cristo, en sus correspondientes
iglesias, de la misma manera que lo hacen sus súbditos. Lo que les diferencia
es el dogma de la Santísima Trinidad y, por tanto, la creencia de los
viejos romanos en la divinidad de Cristo.
Por todo el Occidente europeo se reproduce un
esquema parecido: una aristocracia arriana, minoritaria desde el punto de vista
demográfico, pero muy guerrera, ha sometido a un pueblo trinitario, mucho más
pacífico, que acepta la autoridad de los nuevos señores. Los súbditos de las
nuevas monarquías germánicas son doblemente dóciles, no sólo por la vieja
tradición pacifista del cristianismo sino, también, por la disposición que
habían demostrado, durante el siglo previo a la invasión, a plegarse ante la
voluntad de la autoridad política.
La fe arriana, que se había extendido primero
entre las capas de la población romana menos propensas a obedecer a una
autoridad a la que consideraban que había traicionado al verdadero cristianismo
y, después, entre los pueblos más guerreros que había más allá del limes
septentrional, se había terminado identificando con lo más indómito y rebelde
que había en esa nueva Europa en ciernes que se estaba forjando entre las ruinas
del viejo orden imperial.
Pero cuando los guerreros se convierten en
señores y se adueñan de las riquezas que venían administrando los antiguos
patricios romanos, se dejan subyugar por lo que queda de aquel viejo mundo de
la antigüedad tardía y de sus ecos, que resuenan desde los púlpitos de las
iglesias del cristianismo trinitario a través de aquel clero que, no hacía
tanto, había sabido pactar con el poder romano y que vuelve a repetir la jugada
doscientos años después.
O, al menos, ese sería el resumen de la historia
que nos vienen contando desde hace siglos: El cristianismo, igual que supo
doblegar en la antigüedad el poder de los césares, supo después ganarse el
respeto de las nuevas aristocracias germánicas en los reinos de la Alta Edad
Media en el Occidente europeo. Así ocurrió por toda nuestra ecúmene. España incluida:
Parece una historia con final feliz. Los
arrianos, que se alejan del cristianismo trinitario en el Concilio de Nicea (año
325), vuelven al redil de la
Santa Madre Iglesia, en lo que a España respecta, con la
conversión de Recaredo (589) y, de nuevo, todos los cristianos vuelven a
aceptar la autoridad del Papa (en el resto de países de Europa Occidental
tuvieron lugar “conversiones” parecidas, más o menos, por la misma época).
Pero esta historia deja demasiados hilos sueltos,
demasiadas preguntas sin responder. Y el desarrollo ulterior de los
acontecimientos nos hace sospechar que estamos ante una verdad a medias, cocinada a
posteriori para presentarnos un pasado sin fisuras, monolítico, para que así
puedan justificarse los discursos de la Iglesia de siglos posteriores en la que
se presenta a sí misma como portadora de la única tradición cristiana medieval
del Occidente europeo.
Cuando analizamos con cierto nivel de detalle
este discurso, vemos que hace aguas por diferentes puntos y sospechamos,
además, que lo que hemos averiguado no es más que la punta del iceberg. Debemos
tener en cuenta que la historia que ha llegado hasta nosotros está bastante
filtrada:
“Hacer descansar buena
parte de nuestros conocimientos históricos sobre la base de los documentos que
han llegado hasta nosotros tiene el inconveniente de que nos estamos haciendo
eco de la propaganda de los poderosos del pasado, que se han encargado de filtrar
esos documentos para que su versión se impusiera sobre las tradiciones
alternativas. Y como los imperios y las ideologías se han ido turnando entre sí
a través de los tiempos, imagínense qué porcentaje del reflejo documental que
originalmente existió (que sólo recogía una parte de la realidad de su tiempo)
ha llegado hasta nosotros. ¿Cuántos libros, de los que circulaban en tiempos de
Roma, pudieron pasar los filtros de los invasores germanos, más los musulmanes,
más los medievales cristianos, más los del Antiguo Régimen europeo, más los de
la Ilustración, más los contemporáneos? En cada una de estas fases
se perdió un tipo de libros determinado. ¿Qué es lo que ha podido sobrevivir a
todos estos filtros? Obviamente lo más inofensivo, trivial e insípido, lo menos
polémico, lo más conformista. Y la visión que lo que sobrevivió nos aporta del
pasado se simplifica notablemente, se homogeniza, desaparecen buena parte de
las minorías que existieron realmente y que tuvieron cierta incidencia histórica.
Desaparecen grandes escuelas de pensamiento, como por ejemplo la potente
tradición arriana española [...] que
el discurso oficial lleva un milenio sepultando.”
[...]
“En realidad muy pocas de
las obras escritas por los antiguos ha llegado
directamente hasta nosotros. La inmensa mayoría lo ha hecho a través de copias
de copias. La labor de los copistas medievales ha sido imprescindible para garantizar
la supervivencia de las mismas. Pero claro, esos copistas eran monjes, es
decir, los individuos más ideologizados de su tiempo. Ellos tuvieron que tomar
decenas de miles de decisiones acerca de qué libro merecía ser copiado y
difundido y cual no. Y en la siguiente generación volvía a plantearse de nuevo
el asunto. Así un siglo detrás de otro. Es imposible que una obra que no cumpliera los estrictos
criterios de moralidad que los monjes tenían pasara el filtro de ese milenio
medieval y llegara hasta nosotros.”[2]
¿Cuáles son los elementos que nos hacen sospechar
que la historia que nos han venido contando está bastante cocinada y nos oculta
una parte importante de lo que pasó? Veamos: acabamos de ver como Recaredo
se convirtió oficialmente al trinitarismo en el III Concilio de Toledo
junto con ocho obispos arrianos y un grupo numeroso de nobles (¿?). Un
concilio que, por cierto, ¡¡estuvo presidido por el propio Recaredo!! y
sentaría el precedente para el resto de concilios celebrados por la iglesia
visigoda desde entonces.
Como verá, Recaredo parece que se había
convertido en el alumno más aventajado de la escuela de Constantino. Desde
luego supo aplicar sus tácticas como nadie lo había hecho antes ni –tampoco-
después, hasta los tiempos de Enrique VIII de Inglaterra. ¿Hay alguien
tan ingenuo que pueda creer que cuando un jefe de estado, en pleno ejercicio de
su cargo, se convierte a una religión diferente a la que tenía hasta entonces y
arrastra con él a toda su corte, se está moviendo por razones religiosas? Está
claro que la conversión de Recaredo fue tan política como lo había sido
la de Constantino, 250 años antes, o las de Enrique VIII de
Inglaterra (1509-1547) y Enrique IV de Francia (1589-1610) mil años
después (la frase más recordada de éste último es bastante ilustrativa al
respecto: “París bien vale una misa”).
¿Qué buscaba Recaredo con su conversión? Pues lo
mismo que Constantino, que Enrique VIII y que Enrique IV: la unidad política
del país y el reforzamiento de la autoridad real. Recaredo, que había sido el
brazo derecho de su padre, el gran Leovigildo (572-586) que, como
recordaremos, fue el primer rey de la historia que gobernó sobre toda la
Península Ibérica y, además, desde ella. El primer rey de la España unificada,
desde el punto de vista político, legó a su hijo un país que seguía dividido,
no obstante, desde el punto de vista religioso. Y éste, por tanto, lo que hizo
fue terminar el trabajo que había iniciado su padre.
Pero para poder entender el verdadero significado
histórico que tuvo el III Concilio de Toledo necesitamos
contextualizarlo adecuadamente. Debemos recordar que durante el reinado del
emperador Justiniano (527-565) tuvo
lugar la formidable ofensiva militar bizantina que les hizo conquistar Italia,
el Magreb, todas las islas del Mediterráneo Occidental (incluidas, por
supuesto, las Baleares) y los territorios del sur de Hispania comprendidos
entre las ciudades de Sevilla y Cartagena. Fue el último y supremo intento de restaurar
el Imperio Romano desde la corte de Constantinopla (Desde la ciudad de
Constantino). Del antiguo imperio unificado sólo habían sobrevivido a la
ofensiva de las tropas de Justiniano el resto de la Península Ibérica, Francia
e Inglaterra. Parecía que Roma resucitaba de nuevo en pleno siglo VI y volvía a
doblegar a los reinos germánicos del Occidente europeo. Pero aquel espejismo
murió con el propio Justiniano. Sus sucesores se limitaron a defender como
pudieron las líneas de un frente extenso y heterogéneo que no paró de encogerse
desde entonces, ante la multitud de adversarios que le combatían desde todos
los rincones de sus fronteras europeas, asiáticas y africanas. No obstante, la
ciudad de Roma fue una provincia bizantina durante varios siglos y los
ejércitos imperiales los garantes de la integridad física de su obispo frente a
los lombardos, que llegaron casi a rodearla. La autoridad del Papa
durante ese tiempo era más testimonial que real. Si a duras penas podía hacerse
obedecer en su propia ciudad ¿cómo podría imponerse en medio de aquella Europa
dónde multitudes de facciones de germanos se disputaban el poder político?
Y fue durante esa época cuando se fueron
produciendo las diversas “conversiones” de los monarcas arrianos al
catolicismo. Era una manera de hacer valer su autoridad dentro de las
estructuras de la iglesia trinitaria y, de esta manera, consolidar sus
precarios liderazgos en medio de aquella selva anarco-feudal. Ese fue,
claramente, el caso de Recaredo. Recordemos que había sido capaz de suceder en
el trono a su propio padre, algo muy difícil de conseguir en la España visigoda
(dónde los reyes eran elegidos en el seno de la nobleza de ese origen) y,
además, transmitir el cargo a su propio hijo. La Iglesia trinitaria, tanto en
la España visigoda como en el Bajo Imperio Romano, era una organización muy
potente, omnipresente por todo el país, y podía convertirse perfectamente en el
sistema nervioso del embrionario estado visigodo. El monarca capaz de ganársela
para su causa recibía un plus de legitimidad política absolutamente necesario
en medio de aquella lucha de facciones rivales.
Recordemos también que Leovigildo había expulsado
a los bizantinos de la Península Ibérica (donde habían estado ocupando, hasta entonces,
la mayor parte de la actual Andalucía y la provincia de Murcia). En esta región,
y en ese preciso momento histórico, estaba lo más lúcido que tenía dicho imperio
al oeste del Estrecho de Mesina. La Iglesia católica española del siglo VI era,
de entre todas las iglesias nacionales de los reinos germánicos europeos, la de
mayor nivel intelectual:
Al frente de la Iglesia católica española estaba,
en ese momento, una verdadera élite intelectual que poseía, además, un amplio
margen de autonomía. Pero a la cabeza del estado visigodo también había una
élite política excepcional. En torno a Leovigildo se había agrupado lo más
lúcido del universo godo. Un núcleo dirigente con una extraordinaria visión de
futuro. Las dos élites se reconocieron mutuamente como interlocutores válidos
para establecer una gran alianza estratégica, mutuamente beneficiosa. La ya
secular tradición pactista del cristianismo trinitario, la decadencia
bizantina, la debilidad estructural del papado del siglo VI, el gran empuje
militar de la España visigoda y el claro liderazgo de su monarca sobre la
aristocracia que lo reconocía como el primero de entre los suyos facilitaron el
entendimiento entre los dos núcleos dirigentes del mundo ibérico en aquella
excepcional coyuntura histórica.
Lo que nos han vendido como una absorción de la
iglesia arriana por parte de la católica fue, en realidad, un congreso de unificación entre dos tradiciones ideológicas
diferentes. Un pacto entre iguales para
crear una iglesia nacional española que superara el enfrentamiento
histórico entre trinitarios y arrianos.
La
nueva iglesia era nacional porque había sido capaz
de integrar en su seno a visigodos e hispanorromanos, abriendo así el camino de
la superación de los enfrentamientos que en el pasado había separado a
ambos colectivos. Nacional porque la "conversión" de los grupos sociales
más poderosos del reino los llevaría también a los centros de decisión
religiosa, convirtiendo a la iglesia en un apéndice del estado (recordemos
la presencia sistemática de los reyes en todos los concilios celebrados en
España entre el reinado de Recaredo y la invasión musulmana). Nacional
porque la nobleza visigoda, con su tradición arriana y con el control que
ejercía sobre todos los resortes del poder estaba muy poco dispuesta a
tolerar injerencias extranjeras, por muy espirituales que fueran, en un
territorio que controlaba de manera exclusiva.
De
esta manera, la iglesia visigoda impondría, de facto, una gran autonomía a esa nueva
iglesia que la fue distanciado paulatinamente del resto de la cristiandad europea.
La especificidad del cristianismo hispánico en la época de los visigodos era
patente incluso en el plano litúrgico, que se regía por el “rito visigodo” y
en el temporal, pues el calendario lo hacía por la “Era Hispánica”, que
empezaba a contar el tiempo a partir del año 38 A. C.
Había, por tanto, un distanciamiento anímico muy
significativo entre la cristiandad peninsular y la del resto del continente que
era reflejo, en parte, de las características propias de una época que se regía
por unas relaciones económicas de carácter autárquico, pero que -en el caso
español- venía reforzado además por la distancia y por la complicada orografía
del país. No olvidemos que con la monarquía visigoda el centro de decisión
política peninsular se había desplazado, por primera vez en la historia, hacia
el corazón de la meseta central.
Un poco más arriba comparé la conversión de
Recaredo con las de otros monarcas de momentos históricos diferentes y, entre
ellos, cité a Enrique VIII de Inglaterra, el fundador de la Iglesia anglicana.
Pues bien, la iglesia unificada española, que surge en el III Concilio de Toledo tiene una gran cantidad de elementos comunes
con el anglicanismo moderno y contemporáneo. En ambos casos el rey aparece
liderando claramente una iglesia nacional que había sabido integrar en su seno
a dos tradiciones religiosas enfrentadas en el resto de la Europa de su tiempo
(arrianos y trinitarios en la España visigoda, católicos y protestantes en la
Inglaterra del siglo XVI). En ambos casos esa solución de compromiso se abre
paso como una tercera vía que busca superar ese enfrentamiento para construir
una realidad nacional que se sitúe por encima de las facciones enfrentadas y
obvie aquellos elementos que lo están provocando.
La pervivencia de buena parte de las creencias de
la tradición arriana en la España de los siglos posteriores y la extraña
reacción de la nobleza visigoda ante la invasión musulmana durante el siglo
VIII nos hace pensar que el “catolicismo” de la España visigoda del siglo VII
era más nominal que real. Pero de ese tema nos ocuparemos más adelante.
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