¿Para qué sirven las leyendas? Para construir identidades. La historia está llena de personajes legendarios que todos los pueblos han ido
creando, sobre todo en sus fases formativas, que actúan como mitos de origen,
cuya misión consiste en transmitirnos la idea motriz que dio origen a ese
pueblo o a esa identidad política. Las leyendas no tienen por qué ser veraces
(ninguna lo es, por eso son leyendas, si no serían, simplemente, historia). Las
personas reales en las que las leyendas se basan han ido dejando de serlo,
a lo largo del tiempo, transformándose en arquetipos. Y el arquetipo
termina devorando la humanidad del personaje.
El ser legendario más importante de la Edad Media española es, indudablemente, Rodrigo
Díaz de Vivar, “El Cid Campeador”. El Cid se convirtió en el arquetipo del
caballero cristiano. De él se cuentan algunas cosas que no son verdad y otras
que sí lo son. Si analizamos el mito cidiano podremos descubrir, de rebote,
algunas de las características esenciales de la sociedad en la que éste surgió.
Una
leyenda especial
Una
característica específica del mismo, que lo diferencia con nitidez de la mayor
parte de los seres legendarios que han existido es que, en su caso, podemos
comparar al personaje con el individuo histórico en el que se inspira. Hay
varias fuentes históricas, de diferentes orígenes, contemporáneas suyas, que
nos permiten conocer con relativa exactitud su biografía real. Eso no suele
ocurrir con la mayor parte de las leyendas. Y precisamente por esto el mito
cidiano nos puede servir, más que ningún otro, para ver cómo se va
construyendo, cuáles son los elementos que intervienen en ese proceso de
mitificación.
El
contexto histórico previo
Antes
de abordar el mito cidiano hay que contextualizarlo. Rodrigo Díaz, conocido
como “El Cid Campeador”, es un infanzón, señor de Vivar, un pequeño pueblo de
la actual provincia de Burgos, situado en el corazón del primitivo Condado
de Castilla. Un territorio que se independizó del reino de León en algún
momento durante el mandato del conde Fernán González (931-970).
La
Castilla primitiva
La
Castilla primitiva era un territorio que no llegaba a los 20.000 km2,
en el extremo nororiental de la Meseta Central española, con Burgos como
capital, en la margen septentrional de la cabecera del río Duero, con una
altitud media de más de 800 metros sobre el nivel del mar. Una zona
relativamente llana (en términos ibéricos claro, que es uno de los países más
montañosos de Europa), aunque flanqueada por dos cordilleras, tanto por el
norte como por el este (La Cantábrica y la Ibérica respectivamente). Es un
cruce de caminos para todo aquél que se dirija hacia el País Vasco, Navarra o
Francia desde la Submeseta Sur o hacia León o Galicia desde el noreste
peninsular. Era el territorio más expuesto, desde el punto de vista militar, de
todos los enclaves cristianos de la Península Ibérica en los tres siglos
finales del primer milenio de nuestra era. Vivir en esa zona era muy poco
recomendable, ya que las razias de la caballería ligera musulmana hacían acto
de presencia por allí de manera sistemática, debido a que era un lugar de paso
habitual en sus campañas guerreras contra los reinos cristianos del norte de España.
En consecuencia, las densidades de población eran muy bajas y había tierras de
sobra para todo el que tuviera el valor de establecerse allí. A nadie se le
preguntaba quién era, ni de dónde venía. Se podía ocupar cualquier terreno que
estuviera deshabitado. Esa forma de apropiación de la tierra era conocida en la
época con el nombre de “presura” y, en Castilla, era perfectamente legal.
Las
estructuras del poder político, en esa zona, eran muy débiles, y lo poco que
había era profundamente democrático, surgido espontáneamente entre los
habitantes del lugar. Pronto empiezan a agruparse en “concejos” y a organizar
colectivamente la defensa. Los castillos crecen como hongos y terminan dando
nombre al territorio: Castilla es, etimológicamente, el país de los castillos.
Ya hemos visto
como el derecho de frontera de la Extremadura castellano-leonesa
contrasta de manera brutal con el derecho feudal imperante en la mayor parte de
la Europa medieval, aunque el límite del rio Duero establece diferencias
significativas entre los territorios situados a ambos lados de sus orillas. Los
fueros municipales, especie de constituciones que los monarcas van otorgando a
los municipios, recogen unas libertades y unos derechos políticos impensables
en cualquier otro sitio, en ese momento histórico. Lo más parecido a la nobleza
que se da en estos territorios son los infanzones y los “fijosdalgo”
(literalmente “hijos de algo”), que vendrían a ser los típicos caballeros del
universo feudal. Los infanzones son los jefes de las partidas armadas que han
ido acumulando cierto poder y recibido algún “señorío”, poder político
hereditario que se ejerce en una determinada zona. Rodrigo Díaz es el señor
de Vivar. En el siglo X sólo hay un noble “titulado” en Castilla: El
Conde de Castilla que, muy pronto, se convierte en el monarca de un pequeño
reino que tendría un extraordinario recorrido histórico por delante.
En la órbita
de Navarra
Al independizarse
de León, su vecino occidental, Castilla entra en la órbita política de Navarra,
su vecino oriental, integrándose en las estructuras de esta monarquía pirenaica
en el reinado cumbre de su historia, el de Sancho
III el Mayor (1004-1035). Cuando el territorio castellano bascula desde la
órbita política leonesa hacia la navarra trastorna toda la correlación de
fuerzas del norte peninsular en favor de sus nuevos socios. Las estructuras
políticas tanto de León como de Navarra son mucho más feudales que las
castellanas. Esta singularidad social termina provocando que a los castellanos
les costara integrarse en ninguno de los reinos consolidados en la Plena Edad
Media española y acaben convirtiéndose en unos celosos defensores de sus
“peculiaridades” políticas.
La herencia de
Sancho III el Mayor
En la Europa
feudal prevalece una concepción patrimonialista del estado. Los monarcas lo
administran como si fuera una finca escriturada a su nombre. El rey Sancho III,
el más poderoso de todos los reyes navarros de la historia, si hubiera
transmitido a uno de sus hijos su legado íntegro, podría haber mantenido así la
hegemonía navarra que él había conseguido, dentro de los reinos cristianos del
norte peninsular y, tal vez, este territorio se hubiera convertido, dada la
centralidad geográfica de la que partía, en el centro de gravedad de la España
del futuro.
Pero decidió
dividirlo a su muerte entre sus cuatro hijos varones, bastardos incluidos. García, Fernando, Ramiro y Gonzalo
recibieron respectivamente los territorios de Navarra, Castilla, Aragón y Sobrarbe. De esta manera la hegemonía
navarra entre los reinos cristianos ibéricos pasará a la historia ya para
siempre.
Fernando I
Fernando I
(1035-1065), Conde de Castilla, segundo hijo legítimo de Sancho III, casado con
Doña Sancha, hermana del rey de León Bermudo III, en una disputa fronteriza con
su cuñado vio como éste perdía la vida en la batalla de Tamarón (1037),
por una acción imprudente en combate (con sólo 20 años de edad), lo que lo
convertía a él, de manera automática, en rey consorte y factual de dicho reino,
reunificando así, por primera vez, ambos estados.
León era el más
antiguo y poderoso de los reinos cristianos (una vez desintegrado el navarro).
En 1037 tenía ya más de trescientos años de existencia. También era el mejor
estructurado y más evolucionado de todos. Durante ese tiempo había ido desarrollando un discurso legitimador, muy
efectivo, que ya esbozamos en el capítulo que le dedicamos al “santiaguismo”[1].
Varios reyes leoneses habían usado, de forma un tanto retórica, el título de
“emperador”.
La palabra
“emperador”, en la Europa feudal, tenía un significado muy diferente al que hoy
solemos darle. Su referencia histórica era el “Sacro Imperio Germánico”. Un emperador era entonces un rey al que otros reyes le rendían
vasallaje. Era un “primus inter pares” (primero entre iguales), el más
poderoso de su entorno, que era reconocido como tal por sus iguales.
Había una
asociación entre poder político y poder religioso en Europa Occidental, que era
el modelo a seguir en la España de la época. Se manifestaba a través de lo que
se conoce como “los dos poderes universales”: papado e imperio. El Papa y el Emperador se reconocían mutuamente
como interlocutores válidos y este reconocimiento mutuo los reforzaba a ambos,
convirtiéndolos en el vértice dirigente del universo feudal.
La España
cristiana se había mantenido relativamente al margen de los procesos políticos
que habían tenido lugar en Europa Occidental durante los últimos siglos del
primer milenio. Y, aunque formalmente cristiana, mantenía vivas una serie de
peculiaridades que marcaban claramente la diferencia con sus vecinos
septentrionales. Los españoles del norte se estaban enfrentando, en la más
absoluta soledad, con el Islam andalusí. Y esa soledad les había hecho
construir un mundo autorreferenciado que replicaba, en clave local, los elementos
culturales de sus vecinos, y no sólo los musulmanes.
Los
“emperadores” de León
Los reyes
astur-leoneses, desde el primer momento, se presentaron como los herederos
legítimos de la monarquía visigoda y, en consecuencia, como los verdaderos
reyes de España, aunque sólo controlaran una pequeña parte del noroeste
peninsular. Y cuando el modelo de los dos “poderes universales” empezó a
consolidarse en la Europa feudal, comienzan a autodenominarse, también ellos,
“emperadores”, y a llamar “Sumo Pontífice” al obispo de Compostela, replicando
en la Península el modelo continental.
Al asumir
Fernando I, de facto, la corona leonesa, se convirtió automáticamente en el más
poderoso de los reyes peninsulares, en un momento en el que el Califato de
Córdoba acababa de desintegrarse en casi una treintena de mini-estados
independientes: los reinos de taifas.
Esa hegemonía
política leonesa le llevó, también de facto, a convertirse en un verdadero
“emperador”, al modo feudal, pues buena parte de los reyes de taifas terminaron
estableciendo lazos de vasallaje con él, lo que se traducía en el pago de un
impuesto conocido como “las parias”,
que lo convirtieron, probablemente, en el rey más rico de Europa.
Hemos hablado del
proceso de penetración en España de la orden cluniacense y de la consolidación
del Camino de Santiago. Ambos
procesos dieron un salto de gigante precisamente durante los treinta años de su
reinado (1035-1065). Buena parte de las parias que pagaban los musulmanes
acabaron financiando la construcción de monasterios cluniacenses, y no sólo en
España. Esta orden se asoció con el poder político castellano-leonés, ampliando
extraordinariamente su influencia más allá de los Pirineos. Digamos que
pusieron a España en el mapa de Europa.
El testamento
de Fernando I
El poder
político, económico y militar de Fernando I al final de su vida era notable. A
lo largo de su reinado había ido asociando paulatinamente a todos sus hijos, de
una u otra manera, a las tareas de gobierno. Eran tres varones (Sancho, Alfonso y García) y dos mujeres
(Urraca y Elvira). Como buen hijo de
Sancho III de Navarra, repartió el reino al morir entre sus hijos. Dejó Castilla a su primogénito, Sancho, que ya venía actuando como gobernador en
ella, Asturias y León a Alfonso, Galicia a García y a sus hijas Urraca y Elvira las rentas que debían satisfacer a las coronas respectivas los
monasterios de los tres reinos[2], así
como los señoríos respectivos de Zamora y de Toro.
Las conquistas
de Sancho II
Pero el
primogénito, Sancho, no estaba de acuerdo. Él pensaba que el reino debía de
haberse mantenido unido, siguiendo la tradición histórica leonesa, y que dicho
testamento había sido un gran error político de su padre. Así que se propuso
corregirlo.
Tras la muerte de
su madre, en 1067, comenzaría las
hostilidades contra sus hermanos. Después invadió los reinos de los dos varones
(León y Galicia), mandando a ambos al exilio (Alfonso se refugió en el reino de
Toledo y García en el de Sevilla. Ambos estados, aunque musulmanes, eran
vasallos de León). Es en ese contexto histórico en el que aparece el Cid.
Tradicionalmente
se ha considerado al Cid como el Alférez de Castilla durante el reinado
de Sancho II, algo así como el Jefe del Estado Mayor[3].
Su intervención fue decisiva en la batalla de Golpejera (1072), en la
que Alfonso VI de León fue derrotado y capturado.
El sitio de
Zamora
El siguiente
movimiento militar de los castellanos fue poner cerco a la ciudad de Zamora, el
señorío de Urraca, la primogénita de Fernando I, dónde se había refugiado una
parte de la nobleza leonesa que seguía manteniéndose leal al rey Alfonso.
Y en ese cerco
tuvo lugar un oscuro suceso que costó la vida a Sancho II. El rey castellano,
según la tradición, fue asesinado por un noble zamorano (o leonés) llamado Bellido
Dolfos. La leyenda dice que se presentó en el campamento castellano, habló
con el rey y le dijo que quería mostrarle una pequeña puerta por la que su
ejército podía colarse en Zamora sin que sus defensores lo detectasen. Ambos se
dirigieron... ¡solos!, al lugar y allí éste le dio muerte, refugiándose
inmediatamente en la ciudad. Es obvio que la narración ha debido de ser
modificada de alguna manera y que los hechos reales debieron ser diferentes.
Pero esta versión es la que ha sobrevivido al paso del tiempo. Lo único que sabemos seguro es que Sancho II murió en el sitio de Zamora.
Un estadista
excepcional
La muerte de
Sancho II, sin ningún descendiente que pudiera reclamar su herencia, convertía
a Alfonso VI en su heredero natural. El monarca que sólo unos meses antes había
sido derrotado en Golpejera y había tenido que marchar al exilio, acaba
reuniendo de nuevo bajo su mando a todos los territorios sobre los que Fernando
I había gobernado.
Cuando los historiadores
hablan de los grandes estadistas del pasado suelen referirse, normalmente, a
los gobernantes que llegaron a acumular mayor poder formal a lo largo de su
vida; a los que, nominalmente, llegaron a obedecer más gente, a los que ejercieron
su jurisdicción sobre los territorios más extensos y mandaron a un mayor número
de soldados.
Desde ese punto
de vista, los personajes más poderosos de la historia son individuos como
Alejandro Magno, Carlomagno, Gengis Khan, Carlos V, Napoleón Bonaparte...
individuos con ese tipo de perfiles.
Sin embargo, el
poder que todas esas personas que he citado ejercieron fue efímero. Se fue con
ellos... fueron una tormenta de verano.
El verdadero
poder, desde mi punto de vista, es el de ser capaces de cambiar el curso de la
historia, el de conseguir que las generaciones que vinieron después de que
tales individuos murieran, siguieran desarrollando la política que ellos habían
trazado. El poder de conseguir que millones de individuos defiendan, por
convicción propia, lo que ellos defendieron. El poder de convencer, más que el
de vencer. Eso es poder. Lo demás es parafernalia vana.
Y desde este otro
punto de vista, el rey más poderoso de toda la Historia de España, más que
Carlos I, que Felipe II o que Carlos III es... … ... Alfonso VI de León y de
Castilla (1072-1109). Un rey medieval sepultado por miles de historias de
caballeros, de luchas entre moros y cristianos... El malo de la leyenda del
Cid.
Alfonso VI era
una de esas personas que trascienden a su propio momento histórico, que saben
ver lo que no ven sus contemporáneos, que sabe rodearse de los individuos más
capaces de su entorno, que entiende las contradicciones que dividen a su
sociedad y es capaz de lidiar con ellas y de hacer que colaboren entre sí
individuos que defienden visiones antagónicas del mundo.
La máxima
autoridad del universo feudal español de su tiempo tuvo, sin embargo, la
suficiente sensibilidad y visión política como para darse cuenta que los
concejos de la Extremadura castellano-leonesa, con su democracia municipal,
eran una avanzadilla de las sociedades del futuro.
El orgulloso rey
de León, que mantuvo vivas las viejas instituciones de su reino y contó con el
respaldo leal de la más rancia nobleza, supo entender a la emergente sociedad
castellana mucho mejor que ningún castellano.
El financiador de
la orden cluniacense, también se autoproclamó “emperador de las dos
religiones” y nombró a Sisnando Davídiz, el mayor defensor de la
libertad religiosa y de la convivencia pacífica entre moros y cristianos que hubo
en la España del siglo XI, gobernador de Toledo en 1085.
Alfonso VI fue un
estadista con mayúsculas, que plantó cara con una decisión y con una visión
estratégica que sorprendió a sus contemporáneos, a la invasión
almorávide, que supo lidiar con unos papas orgullosos y altivos y los hizo
entrar en su propio juego, que -desde el extremo noroccidental de la Península
Ibérica- sirvió de punto de referencia a centenares de aristócratas de todo el
Occidente Cristiano Medieval.
Alfonso VI fue
una persona excepcional que tuvo que desenvolverse en una coyuntura histórica
también excepcional. Estaba en el sitio justo, en el momento justo. Y supo dar
la talla.
Ya hemos visto en
acción al personaje en otros artículos. Ahora estamos hablando de la leyenda
del Cid. En toda ella la personalidad de este monarca sobrevuela de manera
implícita, porque las grandes hazañas que se cuentan de Rodrigo Díaz
ocurrieron, precisamente, en este reinado, algunas de ellas en confrontación
abierta con el rey.
“En Santa
Gadea de Burgos, do juran los hijosdalgo...”
Este es el punto
de arranque de la leyenda cidiana: La jura de Santa Gadea. Muerto el rey
Sancho II, había que coronar a su hermano, Alfonso VI. Según la leyenda este
acto tuvo lugar en la iglesia de Santa Gadea, en Burgos. En ella, el Cid
Campeador manifestó en voz alta lo que todo el mundo pensaba y nadie se atrevía
a decir: pidió al rey que jurara, con la mano puesta en las sagradas
escrituras, "que no tuvo arte ni parte en la muerte de su hermano".
Alfonso, que
sabía que si no lo hacía tampoco contaría con la lealtad de los guerreros de
Castilla, que lo habían derrotado dos veces en el campo de batalla, hizo el
juramento. Pero se lo tomó como una afrenta personal y, poco después, mandó a
destierro a Rodrigo. Y será en el destierro donde el Cid lleve a cabo sus
mayores hazañas, que lo terminarían llevando, muchos años después, a
convertirse en el gobernante independiente del antiguo reino musulmán de
Valencia.
La realidad y
la leyenda
Pero resulta que
esta escena, que es la que sirve de justificación a una biografía guerrera
desarrollada lejos de su patria (buena parte de la misma al servicio del rey
musulmán de Zaragoza) es -sencillamente- falsa. Alfonso no fue coronado en
Santa Gadea ni, siquiera, en la ciudad de Burgos, sino en
la catedral de León. Y los maestros de ceremonia no eran castellanos sino
leoneses. El Cid asistió a la coronación junto con el resto de personajes
relevantes de Castilla, y le juró lealtad como los demás, sin ponerle
condiciones.
Sabemos que
durante su estancia en León, Rodrigo y Alfonso hablaron en privado intentando,
por ambos lados, limar las asperezas del pasado reciente. A Rodrigo le convenía
llevarse bien con el nuevo rey y el monarca también necesitaba tender puentes
con los castellanos. En esa atmósfera, en la que ambos intentan reconducir una
relación personal que hasta ese momento había sido mala, el rey le ofrece a
Rodrigo, que seguía soltero, la mano de una sobrina suya, de una de las
familias nobles de Asturias, Doña Jimena. Y Rodrigo la acepta como un
verdadero honor. Ya sabemos que en la Edad Media los matrimonios concertados
eran la regla, especialmente entre la nobleza. Y este matrimonio presentaba la
ventaja, para el rey, de vincular a uno de los individuos más “castellanistas”
del reino con la nobleza de sus antiguos enemigos. Parecía un paso en la buena
dirección.
Pero al primer
guerrero del pequeño y belicoso reino de Castilla no le iba a resultar nada
fácil integrarse, como uno más, en la compleja y numerosa aristocracia
castellano-leonesa del reinado de Alfonso VI. Ni tampoco era fácil que la parte
leonesa de esa aristocracia olvidara las humillaciones sufridas en Llantada
y en Golpejera. Los buenos propósitos de 1072 no resistieron bien el
paso del tiempo, y los malos entendidos entre ambas partes fueron en aumento.
Los destierros
del Cid
El Cid no fue
desterrado una vez, sino dos. Y ambas fueron por acciones u omisiones que
habían tenido lugar en el campo de batalla, que el rey interpretó como actos de
traición; criterio que, probablemente, hubiera ratificado un tribunal militar
contemporáneo. Pero estamos hablando de sucesos que ocurrieron en la profunda
Edad Media, en un tiempo en el que un soldado no juraba lealtad a un país, sino
a un señor. Todo el mundo entendió, en su momento, que Rodrigo era desleal con
su nuevo rey porque seguía vinculado emocionalmente con el que había muerto en
el sitio de Zamora. La leyenda modifica la narración de los hechos para que el
pueblo llano, que era el destinatario último de la misma, captara la esencia
del mensaje a transmitir. No es congruente con la historia, pero sí lo es con
la lógica interna del proceso.
La
funcionalidad de la leyenda
Debemos ponernos
en el lugar de aquellos orgullosos guerreros, casi invencibles en combate, que
tuvieron que hincar la rodilla, impelidos por las leyes sucesorias de su reino,
ante unos enemigos más ricos y poderosos desde el punto de vista material que,
sin embargo, habían sucumbido ante ellos en el campo de batalla. El pequeño
reino de Castilla, que en 1009 era poco más que la actual provincia de Burgos,
en 1075 era lo que hace cincuenta años llamábamos “Castilla la Vieja”: había multiplicado su espacio vital por tres
y su población aún más. Castilla estaba creciendo aceleradamente, se estaba
democratizando, y sus guerreros se estaban convirtiendo en la fuerza de choque
más temible de Europa. Los castellanos estaban construyendo su propio discurso
legitimador. Era un país adolescente afirmando su identidad, con cierta
insolencia, frente a su progenitor, frente a la madre patria leonesa.
En 1157 los
reinos de León y de Castilla se volverán a separar por tercera y última vez…
hasta la reunificación definitiva de 1230. Y la leyenda del Cid evolucionará
con rapidez durante ese tiempo, convertido en el mito de origen de un reino
castellano cuya frontera sur se situaba ya en Sierra Morena. Había avanzado 500
kilómetros en 150 años (a tres kilómetros por año). Y sus ejércitos se abrían
paso en el Valle del Guadalquivir. Una Castilla que estaba plantando cara a los
invasores almohades en Alarcos (1195) y en Las Navas de Tolosa
(1212). La leyenda del Cid tenía como destinatarios finales a los guerreros que
se batieron en esas batallas. Los poetas se tomaron ciertas licencias
históricas. Adornaron el pasado para forjar el futuro.
Esas leyendas
ayudaron a crear las realidades políticas de la Baja Edad Media peninsular.
Formaron parte del estallido vital del mundo ibérico. Crearon un mito que
simbolizaba la identidad colectiva de una Castilla emergente, vital, poderosa…
Sirvieron también
para reflejar por escrito, por primera vez, la lengua del pueblo y de la
cultura más expansiva de la Europa de su tiempo. Fueron los primeros balbuceos
de un idioma que hoy hablan más de 500 millones de personas en todo el mundo.
El 7% de la humanidad.
Pero, por el camino,
se perdieron algunas cosas…
Álvar Fáñez
El mito del
Cid eclipsó al verdadero héroe de aquella generación de guerreros: Álvar
Fáñez, “Minaya”, cometiendo una injusticia histórica que aún debe ser
reparada. Álvar Fáñez es presentado en
la leyenda del Cid como su lugarteniente, su segundo al mando. Pero Fáñez era
mucho más que eso: Era el cerebro militar de la Castilla de Alfonso VI, el gran
estratega; el que dirigió la carga de la caballería cristiana en la batalla de
Sagrajas y después cubrió la retirada; el que salvó los muebles en la batalla
de Uclés; el que diseñó la estrategia ofensiva contra los almorávides que
rompió en dos las tierras de Al Ándalus desde la fortaleza de Aledo; estrategia
que el propio Cid reproduciría una década después en la ciudad de Valencia y
sus descendientes a finales del siglo XII contra los almohades. El que
fue derrotado en Almodóvar del Río intentando salvar la Sevilla de Al-Mu'tamid,
aquél reino de poetas y de guerreros que los islamistas laminaron, el que
evacuó, frente a miles de almorávides, a las poblaciones leales de los enclaves
de Aledo y de Valencia, buena parte de ellos de religión musulmana. Minaya era,
a finales del siglo XI, El Héroe de Castilla con mayúsculas.
Ningún contemporáneo suyo hubiera jamás imaginado que los castellanos del
futuro iban a considerarlo el segundón de Rodrigo Díaz.
A principios del
siglo XII, las tierras situadas en las zonas más orientales de la actual
provincia de Toledo y las occidentales de Cuenca, es decir, lo más duro de la
línea del frente entre castellanos y almorávides en ese momento histórico, eran
conocidas como “La Tierra de Álvar Fáñez”. Fáñez representa la línea
principal de la historia del reino castellano-leonés de la época de Alfonso VI,
mientras que la historia de Rodrigo Díaz representa una línea paralela y secundaria. Minaya estuvo
en el meollo de todos los acontecimientos, participó activamente en la mayoría
de las decisiones que se tomaron en el ámbito militar, mientras el Cid recorría
con un cuerpo de élite de 200 ó 300 caballeros el Levante peninsular buscando
un lugar dónde asentarse y tuvo el mérito de organizar el segundo cerrojo que
contuvo el avance almorávide durante ocho años, el doble de lo que aguantó el
primero, el de Aledo, que montó Minaya.
¿Por qué los
castellanos de finales del siglo XII y de principios del XIII elevaron la
figura del Cid hasta el Olimpo de los dioses y convirtieron a Fáñez en su
segundo? Pues, se me ocurren algunas interpretaciones: Castilla, como dije más
arriba, había vuelto a separarse de León en 1157 y vivió desde ese momento un
intenso proceso de autoafirmación, tanto cultural como político. Necesitaba
castellanos puros como referentes históricos y Álvar Fáñez estaba contaminado
por su colaboración con Alfonso VI, un rey de León que también gobernó en
Castilla.
En una época en
la que las mentalidades feudales y fraccionales se abrían paso en la cúpula de
la sociedad, en la que el “Partido Borgoñón” llevaba en su programa político
“normalizar”, es decir, feudalizar este país, para ajustarlo a los cánones
ideológicos europeos y la iglesia apostaba por romper en varios trozos el reino
castellano-leonés, Fáñez no era un personaje políticamente correcto. Necesitaban una biografía con el
perfil de Rodrigo Díaz.
Fáñez, que era
tan castellano como el Cid e, incluso, pariente suyo, representa la unidad de
acción entre castellanos, leoneses, asturianos, gallegos, portugueses,
borgoñones… la Castilla inclusiva en la que todo el mundo cabía. Fue el que
lideró a la generación de guerreros que contuvo la más potente invasión
africana de todos los tiempos sobre la vieja Europa. No es, por tanto, ningún
héroe local, ni tribal. Puede ser reivindicado, con orgullo, por todos los
pueblos ibéricos e, incluso, por el resto de pueblos europeos.
Alfonso VI
Pero no olvidemos
que todos estos acontecimientos tuvieron lugar durante el reinado de Alfonso
VI. Fue este monarca el que puso a Fáñez al frente de sus tropas, el que confió
en él… El que estaba al mando.
Aunque -para los
castellanistas- se cierna sobre su reinado la sospecha de haber comenzado con un
fratricidio, este monarca demostró sobradamente, a lo largo de su vida, que conocía
a los castellanos y a sus potencialidades mejor de lo que ellos mismos podían
imaginar. Confió plenamente en ellos y no salió decepcionado. Y al hacerlo
cambió, para siempre, el curso de la historia.
[3] Últimamente ha sido cuestionado este dato por algunos historiadores.
No obstante, la mayor parte de la historiografía lo sigue manteniendo. En
cualquier caso, formó parte del círculo más cercano del monarca y actuó como
portaestandarte real en la batalla de Golpejera lo que, de alguna manera, viene
a confirmar la tesis mayoritaria, aunque en ese preciso momento histórico el
jefe militar del reino es posible que aún no recibiera dicha denominación.
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