La
trascendencia histórica de la batalla de Sagrajas
Dicen
los historiadores que la batalla de Sagrajas fue una victoria musulmana y una
derrota cristiana. Si aceptamos esa interpretación hay algo que no nos cuadra
en el comportamiento de los dos ejércitos que participaron en ella durante los
años que siguieron a la misma, porque los “vencedores” después... ¡se
repliegan! y los “derrotados”... ¡contraatacan! (¿?).
El
resultado de una batalla no se puede juzgar aislándolo del contexto global de
la guerra de la que forma parte. Desde el punto de vista de las dinámicas
históricas es obvio que Sagrajas frena la expansión castellano-leonesa por las
tierras andalusíes, que les había permitido conquistar la mayor parte de la
margen septentrional del valle del Tajo durante la primera mitad de la década
de los ochenta del siglo XI. Y también había obligado a sus ejércitos a
abandonar la ofensiva que acababan de iniciar contra el reino musulmán de
Zaragoza, en el noreste de Al-Ándalus, cuando fueron sorprendidos por la
poderosa fuerza invasora magrebí.
Pero
Sagrajas, igualmente, frenó en seco la ofensiva almorávide en la Península
Ibérica antes de que empezara. Ese día (23 de octubre de 1086), todas las
mentes pensantes, los grandes estrategas que vivían en la mitad occidental del
Mar Mediterráneo y que eran conscientes de lo que pasaba a su alrededor,
descubrieron que éste se estaba convirtiendo en un inmenso campo de batalla en
el que se batian ejércitos de decenas de miles de hombres llegados desde
regiones del mundo situadas a miles de kilómetros de sus orillas. Ese día el
Papa, Ben Yusuf, Alfonso VI, los cluniacenses y la nobleza borgoñona
descubrieron que en España se estaba jugando, nada menos, que el futuro de la
Humanidad. Los que se dieron cuenta de esto, desde ese momento, juegan con
ventaja con respecto a los que no lo hicieron. Y algunos, todavía, siguen sin
enterarse (mil años después).
La
invasión almorávide
Sagrajas
fue un “choque de trenes” entre unos castellano-leoneses que avanzaban
rápidamente hacia el sur y unos almorávides que lo hacían hacia el norte mucho
más rápido todavía. Pero los norteafricanos procedían de un inmenso mar de
arena dónde la tierra no tiene mucho valor y dónde la guerra es una sucesión de
rápidas ofensivas de la caballería ligera en la que una buena estrategia, una
acción decidida y un poco de suerte resultan determinantes a la hora de
solventar los conflictos. Las batallas se resuelven en unas horas, hasta que se
hace evidente el rumbo que están tomando y los “derrotados” le dejan el trozo
de desierto en el que se están batiendo a los “vencedores”.
Pero
la guerra, en España, es otra cosa. Cuando estalla de verdad, dura siglos.
Ningún conflicto aquí se resolverá en una sola batalla y, si me apuran, en una
sola guerra. El país hay que conquistarlo metro a metro. Aquí la infantería y
la caballería acorazada tienen mucho que decir. La guerra de posiciones
ralentiza los conflictos y los ejércitos no están tan jerarquizados, una buena
parte de los guerreros pelea por sus propias razones y, llegado el momento,
desplegará estrategias de combate no consensuadas con unos “superiores” que no
son tales, sino unos “primus inter pares” (primeros entre iguales).
Recordemos que los almorávides se enfrentan con los supervivientes de la época
de los amiríes, que habían tenido tres generaciones para recuperarse, para
reestructurarse, para anticiparse a las previsibles y futuras ofensivas de sus
enemigos. Tres generaciones en las que varias decenas de miles de colonos
habían estado avanzando desde la línea del Duero hasta la del Tajo, trescientos
kilómetros más al sur, ocupando las laderas del Sistema Central español, una
tierra que, entonces, recibió el nombre de “Extremadura”, que significa “tierra
fronteriza”, “zona en disputa entre dos ejércitos”. La Extremadura altomedieval
(que no es la misma zona que hoy recibe ese nombre) era una tierra de ganadería
trashumante, un paisaje rocoso y agreste, muy frío, donde las piedras tienen la
extraña manía de agruparse para formar murallas. Sus capitales, Soria, Segovia
y Ávila se encuentran situadas respectivamente a 1063, 1002 y 1131 metros de
altitud sobre el nivel del mar.
Diseño
estratégico de la batalla
La
noticia de la llegada a la Península de una nueva fuerza invasora movilizó
inmediatamente a toda la población de la España cristiana, y los ejércitos
castellano-leoneses se dirigieron de manera casi automática hacia el punto
dónde los musulmanes se estaban concentrando: la ciudad de Badajoz,
capital del reino homónimo, presentándose ante las murallas de la ciudad antes
incluso de que lo hicieran algunos de los que allí habían sido convocados. La
frontera entre los reinos de Badajoz y de León estaba situada, en ese momento
histórico, en la ciudad de Coria, 150 km. más hacia el norte. Los
castellano-leoneses, por tanto, se habían metido, ellos solitos, en la boca del
lobo. Se habían adentrado 150 km. en territorio enemigo buscando expresamente,
además, al grueso de su ejército. Los campamentos de los almorávides y de sus
aliados andalusíes estaban situados alrededor de la ciudad, en la orilla
meridional del río Guadiana. Los cristianos hacen lo propio en la llanura de
Sagrajas, en su ribera norte. Dos ejércitos mirándose a ambos lados del río.
Será en Sagrajas donde se libre la batalla en la que, según las fuentes,
perecieron la mitad de los contingentes cristianos y un alto porcentaje,
también, de los musulmanes.
Era
evidente que Alfonso VI no pretendía conquistar la ciudad, que sabía que iba a
perder una buena parte de su ejército en esa batalla y que, al final del día,
tendría que dar la orden de retirada. Todo eso lo sabía antes de meterse en esa
ratonera. Alfonso VI, que reinó entre 1065 y 1109, era un hombre bastante
sensato, bien informado, valiente y que demostró sobradamente poseer grandes
dotes de estadista a lo largo de su vida. Pero también tenía, cuando la
situación lo requería, grandes dosis de osadía. ¿Qué buscaba conseguir con esa
operación militar?
Objetivos
políticos
Pues
buscaba, sencillamente, enseñar los dientes. Mostrarles a sus nuevos
adversarios norteafricanos el tipo de guerra que les esperaba y el temple de
los guerreros con los que iban a tener que enfrentarse. También estaba
mandándole un mensaje al Papa: “España es la barrera que está protegiendo a
Europa del alud islamista. Si España cae, la puerta queda abierta”.
Los dos mensajes llegaron a sus respectivos destinatarios. Ben Yusuf tomó buena nota y comprendió que había subestimado a su adversario. Se dio cuenta de que el ejército que traía no estaba preparado para este tipo de guerra y de que antes de emplearse a fondo en la Península tenía que adiestrar adecuadamente a su tropa y mentalizar a sus oficiales. A esa tarea se dedicará durante los años siguientes. Es muy significativo que, tras la batalla, dejara a los cristianos cruzar los 150 km. que le separaban de la línea fronteriza sin molestarlos. Ya había tenido bastante en Sagrajas.
Los
servicios de información de Alfonso VI permeaban la estructura política
andalusí. Estaba al tanto de todo lo que se movía entre los Pirineos y el
Estrecho de Gibraltar, de la psicología de sus adversarios, de las facciones en
que se dividían... a los únicos que no conocía era a los almorávides y decidió
que la mejor manera de hacerlo era probarlos directamente en el campo de
batalla para averiguar de que material estaban hechos.
También
estaba al tanto de lo que había en todo el occidente europeo. Él estaba
financiando la expansión de la orden cluniacense y, en justa reciprocidad, los
monjes actuaban, al norte de los Pirineos, como embajadores suyos, como
informadores y como propagandistas. Había una facción de la curia romana que
tenía línea directa con la corte castellano-leonesa.
En
Sagrajas pelearon hombres con todas las tonalidades de piel que se dan en la
parte occidental del Viejo Mundo, pues habían sido reclutados desde el río
Senegal hasta el norte de Francia. Había nobles borgoñones y franceses que
nunca se habían visto en una tesitura semejante, que no la habían imaginado
siquiera. Y esta batalla, sin duda, establecerá el patrón de las que vendrán
después, durante los dos siglos y medio siguientes. Sagrajas marca el
comienzo de una Era: La Era de las Invasiones Africanas
(1086-1344), que comienza cuando los almorávides ponen su pie en Al-Ándalus, en
junio de 1086 y cercan la ciudad andalusí de Algeciras, y acaba cuando los
castellanos arrebatan esta misma ciudad a los benimerines, en marzo de 1344,
258 años después.
Contraofensiva
cristiana
El
estado mayor castellano-leonés era consciente de que sólo había obtenido una
pequeña tregua. Dos o tres años de margen antes de enfrentarse a la verdadera
invasión. Y empezó a diseñar el escenario en el que esperarían a sus enemigos.
Durante los meses que siguieron, los castellanos se dedican a reforzar las
guarniciones de la línea del Tajo y a estimular el avance de los colonos
cristianos hacia las tierras situadas al sur del Sistema Central. Después
pasarán de nuevo a la ofensiva en el territorio andalusí, marcándose un
objetivo estratégico: Aledo.
Primer
cerrojo: Aledo
Aledo
es, en la actualidad, un municipio de la provincia de Murcia. En la década de
los ochenta del siglo XI, una localidad fronteriza entre tres reinos
andalusíes: Murcia, Granada y Sevilla, en el extremo
sureste de Al-Ándalus, ¡a más de 300 kilómetros de la frontera del Tajo!
con una población mayoritariamente mozárabe, es decir, cristiana, y una
fortaleza que ocupaba una posición estratégica. Los castellanos la conquistarán
en 1088, convirtiéndola en una importante base de operaciones situada en la
retaguardia de las posiciones andalusíes, llevando la guerra hasta el corazón
del territorio enemigo y rompiendo en dos, desde allí, las tierras de
Al-Ándalus. Hacia el este el Levante (reinos de Murcia, Denia, Valencia,
Albarracín, Zaragoza y Lérida), protegidos de los almorávides por la vanguardia
militar castellano-leonesa. Hacia el oeste los aliados de Ben Yusuf, los reinos
de Granada, Sevilla y Badajoz (en realidad Sevilla estaba siendo anexionada, en
ese momento, por la fuerza, al imperio norteafricano). La campaña de
distracción y de ruptura en dos mitades de Al-Ándalus ejecutada por el gran estratega
castellano Alvar Fáñez -“Minaya”- fue un éxito total, que crearía escuela y
sería repetida varias veces frente a los almorávides y a los almohades. El
cerrojo de Aledo resistirá cuatro años. En 1092 la posición se volverá
insostenible y Fáñez evacuará la ciudad y a todos sus habitantes, que serán
realojados en la zona de Toledo.
Segundo
cerrojo: Valencia
Una
vez caída Aledo, Rodrigo Díaz de Vivar (“El Cid Campeador”) repetirá la jugada
en Valencia, que se convirtió así en el segundo cerrojo que
contuvo el avance almorávide por las tierras de Al-Ándalus durante otros 8 años
(1094-1102), protegiendo a los reinos musulmanes de Zaragoza y de Lérida. En
1099 morirá El Cid. Y en 1102 volverá Alvar Fáñez a organizar la evacuación de
Valencia, como había hecho en Aledo 10 años antes. Esta retirada hará historia de
nuevo porque una vez abandonada la ciudad, Fáñez ordenará incendiarla para no dejarles
a los almorávides nada que pudieran utilizar para consolidar su poder. Es la
jugada que, en 1812, el conde Rostopchín repitió en Moscú y que le dio fama
mundial. Nadie recuerda la operación de Fáñez siete siglos antes.
La
línea del Tajo
Así
que, entre Aledo y Valencia, los castellano-leoneses habían conseguido llegar
hasta el siglo XII evitando el ataque directo masivo almorávide contra la
frontera del Tajo, a base de crearle frentes alternativos en territorio
andalusí. Esta ofensiva tendrá lugar, por fin, en 1108. Los castellanos
intentaron pararla en Uclés, ¡22 años después de Sagrajas!.
Para entonces Ben Yusuf ya había muerto, el líder almorávide ahora era Alí
ibn Yúsuf. Pero Alvar Fáñez, incombustible, aún seguía en la brecha. El
héroe de Sagrajas, de Aledo y de varias decenas más de choques armados, volvió
a plantarles cara a sus ya viejos adversarios. La extraordinaria agresividad de
las huestes castellano-leonesas, que estaban siendo observadas muy atentamente
por buena parte de la nobleza europea, había dado un fruto extraordinario,
mostrando a todos cuál era el camino a seguir.
Uclés
fue una derrota sin paliativos de los castellanos
en campo abierto. Pero los almorávides volvieron a comprobar, una vez más, que
derrotar en descampado a los ejércitos cristianos no les abría la puerta de las
ciudades amuralladas, que después había que ir sitiando una por una.
La
última línea de defensa
Los
que habían entrado en España para hacer retroceder a los cristianos, en vez de
hacer esto, se dedicarían a ir sometiendo a los diferentes reinos musulmanes,
consumiendo su tiempo y sus energías en luchar contra sus propios
correligionarios. El último de los reinos andalusíes, Zaragoza, caerá en 1110.
Este será el momento cumbre del imperio norteafricano. Entonces los islamistas
alcanzan las fronteras más septentrionales de Al Ándalus, limítrofes con el
reino cristiano de Aragón.
El
estallido vital del reino de Aragón
Y
serán precisamente los aragoneses los que comiencen la contraofensiva
cristiana, por fin, sin interferencias castellanas (los castellanos habían
protegido históricamente al reino musulmán de Zaragoza de los ataques
aragoneses. Paradojas de la geopolítica). En 1118 expulsarán a los almorávides
y convertirán a esta ciudad en la capital de su propio reino. Diez años después
era aragonesa toda la actual provincia de Zaragoza. Y habían echado a los
ejércitos musulmanes, ya para siempre, del Valle del Ebro. Era el principio del
fin para los almorávides. Y el estallido vital del reino de Aragón.
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