martes, 2 de diciembre de 2014

Un proceso milenario


A principios de 2012 comencé a desarrollar en este blog la serie de artículos que llevan la etiqueta genérica de “Dinámica Histórica”. Con ellos pretendía explicar mi particular visión de los procesos históricos que han ido teniendo lugar en el mundo como consecuencia del despliegue histórico de la Civilización Hispana.

Estoy convencido de que el impacto que la acción de los pueblos ibéricos ha tenido en la Historia Universal durante los últimos quinientos años ha sido tan poderoso que si a lo largo del siglo XV se hubiera producido una involución política en España que nos hubiera mantenido encerrados en nuestra península, peleándonos entre nosotros durante los siguientes doscientos años, el resultado final, a escala planetaria, hubiera sido que durante el último medio milenio nos hubiéramos ido enterando poco a poco de la existencia de los pueblos de América, pero que los europeos seguirían encerrados en Europa, dónde tres o cuatro imperios se disputarían el poder entre sí, y desde el punto de vista tecnológico y científico no andaríamos muy lejos del nivel que teníamos entonces, o del que pudieron llegar a desplegar, en su día, los romanos o los griegos. El modo de producción más extendido por el mundo hoy día sería el que denomino “señorial”, que es el que se corresponde con la fase de desarrollo político de las estructuras imperiales que el Viejo Mundo conoce desde hace miles de años (persas, egipcios, chinos, romanos, árabes, etc.)

La clave de la mutación que se ha producido en nuestro mundo desde entonces hay que buscarla en España durante la profunda Edad Media. En este lugar y durante ese tiempo se estuvo incubando la criatura que, una vez que rompió el cascarón peninsular, arrastró al resto del mundo hacia la modernidad.

Como el asunto no parece, ni mucho menos, evidente, llevo casi tres años explicando, paso a paso, mis razones, a través de las cuales intento demostrar por qué esto es así.

La afirmación teórica básica de partida es que las sociedades humanas son un subsistema de los ecosistemas naturales, y tienen que ser analizadas -dinámicamente- en relación con ellos. Los procesos históricos humanos actúan en un medio natural que los canaliza y que, también, reacciona frente a ellos. Si la acción del hombre provoca un agotamiento de los recursos naturales, el hambre hará acto de presencia y, con él, la agudización de los enfrentamientos entre los distintos grupos humanos. La violencia se extenderá y, finalmente, se producirá una resolución de tales conflictos de dos maneras alternativas posibles: o bien de forma involutiva o, por el contrario, de manera evolutiva. Es decir, o avanzamos o retrocedemos. Así de simple.

Para seguir avanzando es preciso, necesariamente, dar un salto tecnológico que nos permita obtener un mayor rendimiento a los recursos disponibles. Como consecuencia de esto el hombre volverá a reajustar su relación con el medio y las sociedades entrarán en una nueva fase expansiva que durará hasta que se produzca un nuevo agotamiento de los recursos en el nuevo estadio tecnológico en el que los humanos se embarcaron.

Si no es posible dar ese salto, por el contrario, la población disminuirá y asistiremos a un proceso de involución social con todas sus consecuencias: El estado se debilitará y se fragmentará, los señores ganarán preeminencia social, aumentará la delincuencia, disminuirán los flujos comerciales, la población abandonará las ciudades y retornará hacia el campo, aumentará la proporción de personas que se gana la vida en el sector primario de la economía, disminuyendo la que lo hace en el terciario, etc. etc. Es lo que los historiadores constatan que ocurrió a lo largo del Bajo Imperio Romano y la Alta Edad Media, y justo lo contrario de lo que viene sucediendo durante los últimos mil años.

A cada nivel tecnológico le corresponde una determinada estructura social, una forma de organizar el estado, un sistema de explicaciones del Universo que nos envuelve y de nuestros propios orígenes, una moral asociada a ese sistema de explicaciones, unas densidades de población determinadas, una trama urbana congruente con ellas, una red logística y comercial que garantice los suministros necesarios para su sistema de ciudades y un nivel de integración de ecosistemas naturales dentro de su sistema económico. Todas esas facetas son complementarias, se integrarán dentro del sistema social del que forman parte y, a través suya, de los ecosistemas naturales (varios) con los que se encuentran vinculados. De tal manera que un avance -o bien un retroceso- en cada una de estas facetas, termina teniendo consecuencias (aunque no necesariamente de manera simultánea) en todas las demás.

Los dos artículos de esta serie más leídos hasta el día de hoy son “El Imperio Transversal”[1] y “Las otras transversalidades”[2]. En los dos me entretuve explicando cómo el Imperio español se ha singularizado históricamente, frente al resto de imperios de nuestro planeta -anteriores a él- por una característica que usé para definirlo desde el punto de vista funcional: la transversalidad, a la que definí, en el primero de ellos, como:

“Una forma de organización de las sociedades humanas que se abstrae del paisaje concreto y busca articular una relación dinámica entre el hombre y su medio que preserve los elementos esenciales de la ética que deben regir las relaciones entre los hombres, liberándolos de las formalidades que sólo sirven para adaptarse a una franja climática concreta y que constituyen una rémora fuera de ella. Aquí la adaptación que vale no es la biológica –que convertirían al hombre que se desplaza por esa franja en un blanco fácil fuera de su hábitat- sino la cultural. Es decir: la característica que, en el proceso de evolución biológica, distingue de manera más nítida a los humanos del resto de las especies vivas de nuestro planeta. El imperio “transversal” está más evolucionado desde el punto de vista estructural [que su opuesto, el imperio horizontal] y es más “humano”, en el sentido de más identificado con las características que distinguen a los humanos del resto de las especies que pueblan nuestro planeta.

Y también es más dinámico que sus alternativas porque ese hombre que se está desplazando por las diversas latitudes de nuestro mundo está obligado a reformularse a cada paso su relación con el medio y a mezclar lo aprendido en los distintos hábitats que ha conocido a lo largo de su vida, acelerando así el proceso de evolución cultural.

¿Comprende ahora por qué a partir de 1492 ya nunca nada sería igual? ¿Por qué en ese momento se puso en marcha el mecanismo de relojería que nos ha traído hasta aquí? ¿Por qué durante los últimos quinientos años la aceleración de los procesos históricos no ha parado de incrementarse?”

Como dije más arriba, las sociedades humanas evolucionan o involucionan, pero nunca se detienen, y en ese proceso dinámico, aunque actúen de forma primigenia y/o prioritaria sobre una faceta concreta de ese cambio social, terminan ejerciendo un efecto de arrastre sobre el resto de ellas que lo complementan.

Los españoles, al construir el primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad, rompieron el corsé que hasta entonces venía limitando el desarrollo político del resto de formaciones que le precedieron en el tiempo (las horizontales), que no habían sido capaces de extenderse de una manera eficiente y/o competitiva fuera de su hábitat natural de procedencia. Y al hacerlo pusieron en marcha un mecanismo de relojería que traería como consecuencia, a medio plazo, la vinculación económica del resto de pueblos de la Tierra.

Al poner en contacto a sociedades que vivían en varios ecosistemas naturales diferentes provocaron un incremento formidable de los intercambios económicos, porque había centenares de mercancías exóticas que transportar desde un punto hacia otro, dónde eran muy demandadas y no podían producirse. Ese aumento del comercio fue un acicate para el desarrollo de las economías de escala, la explotación de las ventajas comparativas que cada cual tenía, para profundizar en los procesos de especialización económica de las diferentes regiones integradas dentro del sistema, para la innovación tecnológica y científica...

La Revolución Industrial ¡¡es una consecuencia!! del desarrollo de la transversalidad político-social. La primera es hija de la segunda o -al revés- la segunda ha actuado históricamente como desencadenante de la primera.

Es posible que haciendo un análisis puramente histórico no acabe de percibirse esto con claridad debido a que, aunque desde que los españoles pusieron su pie sobre el continente americano propiamente dicho (lo que llamaron entonces “Tierra firme”) fueran avanzando por ecosistemas cada vez más variados, abriendo nuevas rutas comerciales e incorporando una gran cantidad de productos nuevos a las redes preexistentes, eran muy pocos y, en consecuencia, no podían generar un gran volumen de intercambios. Aunque desde el punto de vista cuantitativo el impacto se fue produciendo con una cierta gradualidad, desde el cualitativo, sin embargo, tuvo consecuencias inmediatas, cambiando desde el primer momento las reglas del juego. La globalización no es ningún invento contemporáneo, es una consecuencia directa de los descubrimientos geográficos realizados por vía marítima a partir del siglo XV, especialmente del descubrimiento y conquista de América por parte de los españoles.

¿Por qué pongo el énfasis en la acción de los españoles? Veamos:

“Hace ya tiempo que se dio a conocer la famosa saga vikinga de Erik el Rojo, uno de cuyos hijos, Leif Eriksson, parece que estuvo en América –en el año 1001-, a la que llamó Vinland. En algún lugar de la costa noreste de Norteamérica hubo, durante algunos años a principios del siglo XI, una colonia vikinga. Recientemente se ha publicado una obra que habla de un hipotético descubrimiento chino del continente americano en 1421. Hay además otros muchos libros que hablan de otros posibles descubrimientos de América con una base argumental mucho más endeble, internándose algunas claramente en el terreno de la ficción más o menos literaria.

Admitamos, por un momento, la posibilidad de que todas y cada una de estas propuestas fueran ciertas y que América haya sido un continente bastante visitado por todo tipo de “turistas” a lo largo de la Edad Media e, incluso, la Edad Antigua. ¿Qué diferencia al descubrimiento español de los demás? ¿Qué es lo que hace que sigamos hablando del “Descubrimiento”, con mayúsculas, cuando nos referimos al de 1492 y releguemos los demás a la categoría de “curiosidades”? Pues, sencillamente, que éste fue el único que tuvo verdaderas consecuencias históricas. Colón, cuando volvió, hizo exactamente lo mismo que Leif Eriksson y que el general chino que comandaba la flota descubridora: contar lo que había visto y decir donde estaba. La diferencia la marcaron los que escucharon esa noticia. Los españoles fueron los únicos que se pusieron inmediatamente en marcha. Las dos naves supervivientes del primer viaje colombino regresaron en marzo de 1493, en abril sería recibido Colón en audiencia por los reyes en la ciudad de Barcelona y el 25 de septiembre partía de nuevo, con 17 naves y el mandato de “explorar, colonizar y predicar la fe católica por los territorios que habían sido descubiertos en el primer viaje”[3]. La diferencia no la marcó Colón, la marcó España..”

[…]

“durante más de cien años América fue, prácticamente, monopolio de los españoles, por la ausencia de competidores que merecieran tal nombre. Mientras tanto las noticias procedentes del Nuevo Mundo no paraban de llegar a las cortes europeas. Está claro que por falta de estímulos no era.

Cuando los primeros descubridores-colonizadores ultra pirenaicos aparecen por el Nuevo Mundo el Imperio ultramarino español era una realidad tan consolidada y tan poderosa que sólo cabía arañar un poco en su capa más externa. Quien quisiera competir con España con alguna posibilidad de éxito tenía que adoptar buena parte de su modelo. España marcó el camino y, también, las reglas del juego. Es altamente probable que, sin el poderoso impulso que los españoles imprimieron a la expansión ultramarina en el continente americano durante el siglo XVI, el modelo de expansión marítima de los europeos hubiera sido radicalmente diferente y, desde luego, mucho más lento, más pausado.”[4]

La España medieval fue una especie de caldera a presión. Durante ochocientos años los musulmanes no pararon de lanzar una ofensiva tras otra contra los núcleos de resistencia cristianos del norte peninsular. En total fueron cinco grandes “tsunamis” los que intentaron doblegar al pueblo estructuralmente más complejo de la ecúmene europea. La primera invasión sería la del año 711, cuya presión militar se mantendría durante varias generaciones, a la que seguiría más adelante la poderosa ofensiva de los amiríes (980-1009), los almorávides (finales del siglo XI y primera mitad del XII), almohades (siglos XII-XIII) y benimerines (siglos XIII-XIV).

Los musulmanes, en cada nueva oleada ofensiva que lanzaban, hacían retroceder a las fuerzas de los cristianos hasta que estos conseguían articular una línea defensiva con la suficiente consistencia como para poder contenerlos. En ese punto se “encastillaban” y organizaban la resistencia hasta que el impulso militar del adversario empezaba a debilitarse. A partir de ese momento empezaban a desplegarse por el territorio fronterizo las “mesnadas”, que se dedicaban a tantear la consistencia de las líneas del enemigo, al que van sometiendo de manera paulatina a un proceso de desgaste hasta que consiguen ponerlo a la defensiva. Desde ese momento empiezan a desplegar toda su fuerza militar, arrollándolo y empujándolo hacia el sur. Poco después una nueva oleada invasora musulmana sustituye a la anterior y el proceso se reinicia otra vez, aunque la línea del frente, en cada nueva oleada, se sitúa unos doscientos kilómetros más hacia el sur.

La Edad Media española es un proceso de acumulación de fuerzas que repite, de una manera cíclica, una serie de patrones que se desarrollan con una lógica interna recurrente que gira sobre su eje interno -en espiral- amplificando su propio modelo en cada nueva pasada

“la Edad Media actuó, en España, como un crisol en el que se fundió –primero- y se templó –después- una nueva civilización. La Era de las Invasiones Africanas puso la línea del frente al rojo vivo y para hacer retroceder esa línea, durante 250 años, no paró de aumentar la presión de la caldera hasta que, finalmente, se obligó a los musulmanes a replegarse hasta la orilla meridional del Estrecho de Gibraltar. A los que contemplaron la lucha desde el corazón del continente [...] les pudo parecer algo exótico, tal vez folclórico pero, aunque no lograran darse cuenta de ello, aquí se estaba jugando su propio futuro. Pero ya vimos como en una España con una de las densidades de población más bajas de Europa (es un país semiárido) y dividido en dos por la línea del frente, se libraron batallas con decenas de miles de combatientes por ambos bandos lo que implicaba, en el lado cristiano (los musulmanes llegaron a reclutar soldados hasta las orillas de los ríos Níger y Senegal), movilizar a un elevado porcentaje de sus habitantes, lo que terminó militarizando a la sociedad entera. No es nada fácil derrotar a un pueblo que ha ido creciendo despacio y avanzando lentamente en medio de un inmenso campo de batalla.”[5]

[…]

[España era] “un país de países, un pequeño continente, un lugar donde coexistían fértiles valles con auténticos desiertos, praderas atlánticas, extensas sierras y amplias estepas, todo ello bajo un sol de justicia, que hacía vivir a sus hombres siempre pendientes del cielo, implorando el agua cuya presencia marca la diferencia entre la vida y la muerte, la prosperidad y la miseria.”[6]
[…]

“La “Reconquista” española forjó el tipo humano -y también la sociedad- que se necesitaba para protagonizar la epopeya americana. La transversalidad [...] ya estaba prefigurada en la España medieval y sus elementos también estaban presentes, incluso, en el Imperio Romano, que supo vincular durante siglos a los habitantes de las tierras húmedas europeas con los de las áridas del norte de África y de Asia suroccidental.” [… Era] “una sociedad todo-terreno, capaz de estructurarse en las Antillas, en los Llanos de Venezuela, en Mesoamérica, la zona andina, los pre-desiertos de los trópicos… Hacía falta la respuesta multimodal española."[7]

La sociedad industrial que vimos aparecer y extenderse por el mundo a partir del siglo XIX necesitaba, como condición previa, una estructura económica y política planetaria consistente y segura.

Aunque hoy cuando miramos hacia el pasado nos encontremos primero con los imperios coloniales europeos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses), estos actúan como árboles que nos impiden ver el bosque primigenio que hizo posible esta estructura secundaria.

Incluso olvidándonos de la “remota” historia que se desarrolló durante los siglos XVI al XVIII resulta que, aunque los imperios coloniales europeos del siglo XIX tuvieran una extensión planetaria y hubieran desarrollado un activo comercio entre las metrópolis y sus respectivas colonias, estableciendo un sistema de intercambio desigual entre centro y periferia, había ya unas estructura políticas intermedias independientes (las antiguas colonias ibéricas, los Estados Unidos de Norteamérica, los estados de Europa Oriental y las estructuras políticas asiáticas que resistieron la agresión europea sin perder totalmente su soberanía nacional, como China o Japón) que introducen un factor de complejidad y una profundidad estratégica en la estructura económica global que estabilizaba el modelo y le daban consistencia. Una parte importante de esas estructuras intermedias estaban presentes en él como consecuencia de la acción que los ibéricos venían desarrollando desde finales del siglo XV y no sólo en América. Las grandes culturas de Asia Oriental, cuando holandeses, ingleses y franceses aparecen en la zona, ya estaban integradas en circuitos comerciales que conectaban la región con Europa y habían desarrollado “anticuerpos” culturales frente a los europeos que les ayudó a establecer una relación más igualitaria, más multilateral, con los recién llegados de lo que hubiera sido ese mismo contacto sin el precedente ibérico. 

Los biólogos han aprendido que la presencia de una especie nueva -animal o vegetal- que procede de un ecosistema foráneo e otro diferente puede provocar una transformación del propio paisaje, afectando a aspectos sobre los que ese animal o planta no puede actuar directamente, pero sí de forma indirecta a través de la reacción en cadena que termina provocando. Pues el descubrimiento, por parte de los marinos ibéricos del “8” atlántico, desencadenaría un proceso que aún sigue cambiando el mundo y que terminará, en su día, llevando al hombre hasta las estrellas.


domingo, 20 de abril de 2014

El centro geográfico de Hispanoamérica

Muralla de Cartagena de Indias (Andrea Gaetano)

Desde que Vasco Núñez de Balboa descubriera el “Mar del Sur” en 1513, en el actual territorio panameño, el Istmo de Panamá pasó a convertirse en el punto más estratégico del Imperio Español en América. La ciudad de Portobelo, en el Mar Caribe, se convirtió en el punto de llegada de la Flota de Tierra Firme, que arribaba una vez al año, desde dónde se distribuían las personas y las mercancías destinadas al Virreinato del Perú. Desde allí se cruzaba el istmo con destino a la ciudad de Panamá, en el Océano Pacífico, y después se redistribuían por mar hacia el resto de destinos de América del Sur.

El Istmo de Panamá era un punto neurálgico del Imperio español. Tanto la monarquía católica como sus adversarios más enconados (la flota inglesa) eran perfectamente conscientes de la importancia que tenía. Y unos y otros dedicaron buena parte de sus esfuerzos a blindar o a atacar, respectivamente, ese territorio.

Para defenderlo, aparte de reforzar las fortificaciones y las guarniciones del Istmo propiamente dicho, pronto se vio la necesidad de consolidar las posiciones españolas en la parte del continente que estaba en contacto con él. El noroeste de Suramérica, la actual Colombia. Cerca de la región panameña se fundó Cartagena de Indias, poderoso bastión militar desde donde poder organizar la reconquista del Istmo  ante un potencial ataque británico. Así el tándem Cartagena-Portobelo constituía la primera línea del frente ante un potencial ataque masivo de fuerzas invasoras. Y más atrás estaba el resto del actual territorio colombiano, desde dónde podía organizarse una contraofensiva de más largo alcance.

Colombia irá ganando peso, de manera paulatina, en el Imperio español. Si en el siglo XVI sólo era la parte más septentrional del Virreinato del Perú, en el XVIII ya era evidente que esta zona necesitaba un tratamiento propio y diferenciado del que recibían sus vecinos meridionales por parte de la corona española, culminando con la constitución, en 1717, del Virreinato de Nueva Granada, formado por los actuales estados de Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá, con capital en Santafé de Bogotá, ciudad situada a 2.600 metros de altitud, en un altiplano que vuelve el clima de la región  mucho más templado que lo que le correspondería por la baja latitud en la que se encuentra.

Hace tiempo que dijimos que el Imperio Español en América fue un imperio de tierras altas, que los españoles (la mitad de los cuales procedían de una meseta) se movían con relativa soltura en tales altitudes (mucho mejor que la mayor parte de sus potenciales competidores de origen europeo). Con los españoles sólidamente asentados en Colombia era bastante complicado arrebatarles el Istmo de Panamá, el mayor nudo de comunicación del Hemisferio Occidental. Esto se pudo visualizar con claridad durante la Guerra del Asiento (1739-1748) o de la Oreja de Jenkins, especialmente durante el intento de asalto a Cartagena de Indias (1741) que protagonizó el almirante Vernon, en la que el general español Blas de Lezo infligió a la flota británica una de las mayores derrotas que jamás haya sufrido.

Panamá y Colombia juntas e integradas en el esquema defensivo español se fueron convirtiendo paulatinamente en una obsesión para sus adversarios anglosajones. Para romper la integridad del Imperio español había que empezar por ahí. Y fue precisamente en el Virreinato de Nueva Granada (rebautizado por los bolivarianos como Gran Colombia) dónde se jugaría el futuro del Imperio, durante las guerras de independencia de las repúblicas hispanoamericanas. Simón Bolívar se convertirá en el artífice principal de ese proceso.

Si este virreinato hubiera sido sometido por las tropas de los condes de Calderón y de la Bisbal a partir de 1820 (que fue impedido por la sublevación contra el absolutismo monárquico que tuvo lugar en las Cabezas de San Juan (Sevilla), en enero de ese año, liderada por Rafael Riego), estaríamos hoy en un universo alternativo en el que los países hispanoamericanos habrían -igualmente- alcanzado finalmente su independencia, pero tras un proceso mucho más largo y sangriento. Aquél ejército, como sabemos, debía haber arribado a tierras de Venezuela, dónde le esperaban otros contingentes realistas que combatían allí. Vemos, por tanto, como la “Gran Colombia” resultó determinante en el proceso independentista del resto de pueblos de Hispanoamérica.

Posteriormente, la diplomacia anglosajona supo mover sus hilos tanto en esta zona como en Centroamérica para atomizar aún más a las repúblicas que rodeaban al Mar de las Antillas, culminando en 1903 con la independencia de Panamá, lo que permitió al gobierno norteamericano controlar el Istmo y el Canal homónimos y desde ahí ejercer una mayor influencia sobre el resto de países de Centro y de Suramérica.

A finales del siglo XIX y principios del XX los estrategas del Imperio norteamericano fueron trazando un plan cuyo objetivo consistía en adueñarse paulatinamente de los territorios que rodeaban al Golfo de México y al Mar de las Antillas. En él figuraban Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y Panamá como los puntos de máxima prioridad. 

Panamá entró en la órbita del Imperio desde el primer momento de su andadura como estado independiente. Aunque desde el punto de vista cultural supo mantener, como Puerto Rico, su personalidad hispana. Pero al margen de la resistencia cultural de los hispanos en Panamá, en Puerto Rico o en Cuba, el control del canal por los norteamericanos era esencial para poder ejercer un control efectivo sobre su “patio trasero” y mantener así su papel hegemónico por todo el Hemisferio Occidental. La presión yanqui sobre toda Centroamérica (desde Guatemala hasta Panamá) llegó a ser verdaderamente asfixiante a lo largo del siglo XX. Sus embajadores ejercieron el papel de gobernadores sobre el terreno. Quitaban y ponían gobiernos y, llegado el caso, organizaban invasiones. Durante ese tiempo vimos desarrollarse movimientos insurreccionales en Nicaragua, El Salvador y Guatemala.

Para poder ejercer dicha presión sobre esta zona era preciso neutralizar a los dos grandes países que la limitan, tanto por el norte (México) como por el sur (Colombia). De México ya hablamos en el artículo anterior. Posee una potente demografía y es el gran vecino del sur de los EEUU. Las relaciones entre norteamericanos y mexicanos a lo largo de los últimos doscientos años han sido complejas y han atravesado momentos de gran tensión.

Colombia, aunque algo menos extensa y menos poblada que México, está más alejada del Imperio, pero demasiado cerca del Canal de Panamá, un punto tan neurálgico hoy como lo fue el Istmo en tiempos del Imperio español. Un gobierno fuerte en este país, que defienda su integridad territorial y vigile su hinterland es, obviamente, una amenaza para la política hegemonista de los norteamericanos en la zona. Colombia debía, por tanto, ser neutralizada. Había que agudizar al máximo sus contradicciones internas para anular su posible influencia sobre el exterior. Los movimientos guerrilleros, que han eternizado la guerra civil en este país, han venido a cumplir "casualmente" esa misión.

Ha habido otros países en Hispanoamérica que han desarrollado movimientos guerrilleros, pero el desenlace de la acción de los mismos se produjo en un tiempo razonable. En Colombia, durante el último medio siglo, en cambio, la guerra llegó a convertirse prácticamente en un modo de vida[2]. Mientras los colombianos se peleen entre ellos no ejercerán la influencia exterior que de manera natural están llamados a ejercer, por su propia envergadura y por la posición estratégica en la que se encuentran situados.

Colombia es el centro de gravedad de Hispanoamérica, el país que conecta las Antillas, Centro y Suramérica. Una potente demografía en el corazón de la Ecúmene, que está llamada a hacer de punto de encuentro, de lazo de unión entre todas las partes que componen a este grupo de naciones. Por eso la gran batalla por la unidad de todos los pueblos hispanos comienza en sus selvas y en sus montañas. La consolidación de la paz en Colombia es una parte vital para que ese proceso llegue a buen fin. Será condición necesaria (aunque no suficiente) para que la unidad de los pueblos americanos de origen ibérico cristalice alguna vez.




[2] A la que habría que sumar la acción de los cárteles de la droga que han sustraído, igualmente, a la autoridad del Estado una parte significativa del territorio nacional.

jueves, 27 de marzo de 2014

El ariete mexicano


Monumento a La Raza. Ciudad de México (Wikipedia)

En el encuentro que se ha producido en América entre las dos dinámicas históricas expansivas más potentes del occidente europeo, que escogieron el Nuevo Mundo como escenario para librar en él un formidable choque cultural se está dirimiendo -nada menos- que el modelo de civilización que se irá abriendo paso en el futuro en la mitad occidental del Planeta Tierra.

Por detrás de las estructuras políticas, de los modelos económicos, de las luchas de poder entre grupos oligárquicos, se esconden dos maneras diferentes de entender la vida, dos formas de mirar a nuestro alrededor y de imbricarse en el medio que nos envuelve.

Ya dijimos que el modelo de despliegue imperial que los británicos desarrollaron es reactivo[1], esto quiere decir que, en realidad, es un contramodelo. Está diseñado para enfrentarse con otro anterior a él, que era el enemigo a batir y que no es más que el Imperio español.

Éste último, junto con el portugués (contemporáneo suyo) son las estructuras imperiales primarias desarrolladas por los europeos fuera de sus escenarios geográficos originarios. Son los imperios ultramarinos por antonomasia, los de la primera generación, los que construyeron el marco y establecieron las reglas del juego.

Ambos se despliegan siguiendo su propia lógica interna de desarrollo, que es continuación de las dinámicas medievales de los pueblos ibéricos. Una vez expulsados los musulmanes de la Península, la lógica de la lucha contra el Islam conducía hacia el asalto a los países del Magreb y, de hecho, fue lo primero que se intentó, pero por el camino se cruzaron los vientos atlánticos, que terminarían desviando el contragolpe español hacia el oeste. En América los españoles avanzaron sin un plan formal que hubiera sido diseñado por sus dirigentes políticos o militares. La sociedad siempre fue por delante y la mayor parte de las conquistas se llevaron a cabo por la iniciativa particular de los que encabezaron cada una de ellas, cuando no se produjeron en abierta rebeldía con respecto a las órdenes recibidas, como ocurrió en el caso concreto de Hernán Cortés.

Los planes de conquista se fueron improvisando sobre la marcha por parte de aquellos que pretendían llevarlos a cabo y en ellos lo que se refleja es la tendencia secular de la vanguardia militar medieval española a desplegar sobre el terreno toda la experiencia acumulada durante los 800 años previos de combate en la frontera entre dos civilizaciones rivales.

Las reglas del juego que se imponen en los escenarios americanos son las que los pueblos ibéricos establecen. Españoles y portugueses construyen su propio modelo de relaciones con respecto a los pueblos nativos. Es un sistema que, aunque represente su adaptación a un medio natural que les resulta ajeno, se realiza de la manera en la que sus protagonistas deciden hacerlo y lo que les sale, por tanto, es la prolongación, al otro lado del mar, de la propia historia que habían venido desarrollando en la Península Ibérica durante los siglos medievales.

Los imperios ultramarinos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) actúan en los escenarios extra europeos en abierta competencia tanto con los pueblos ibéricos (que se les adelantaron nada menos que cinco generaciones) como entre ellos mismos. En ese proceso hay ya un sentido de urgencia que no se daba en la fase expansiva primaria, así como de respuesta hacia los que iban por delante marcando el camino. Por tanto, las reglas del juego que se establecen en esos modelos expansivos buscan optimizar sus propios movimientos y quemar etapas. El impulso, la planificación y la cobertura que el estado da a sus compatriotas es mucho más potente que lo que fue en el caso español y el proceso impone su propia lógica a sus protagonistas. Ya hablamos de la repugnancia de los británicos al mestizaje con los indígenas, que les condujo al diseño del modelo “de capas”, que resolvía muchos problemas de integración de pueblos heterogéneos que vivían juntos, a corto plazo, pero que los trasladaba hacia el futuro. Un futuro que hoy es presente en muchos países multirraciales que formaron parte –en el pasado- del Imperio británico.

En el proceso expansivo anglosajón en los Estados Unidos de Norteamérica los anglos estaban condenados a encontrarse con los hispanos, y estos respondieron articulando una barrera de contención que buscaba frenarlo. Hoy nos centraremos en el tramo de frontera que está cubriendo el pueblo mexicano.

El artículo 2 de la actual constitución mexicana dice:

“La Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas.”

Esta constitución “reconoce la vinculación entre el actual estado y los pueblos indígenas prehispánicos, quinientos años después de su conquista por los ejércitos que comandaba Hernán Cortés.”[4]

Dicho reconocimiento es la constatación de una realidad social compleja y profunda que hunde sus raíces en la larga historia de los pueblos de Mesoamérica, de la que quisiera resaltar algunos aspectos derivados de su propia dinámica secular. Empezaré refrescándoles un poco la memoria con algunos textos publicados en este blog hace ya más de un año:

“El Imperio Español fue un imperio mestizo no sólo porque los blancos se mezclaran con los indios, ni porque hubiera indios que colaboraran con los blancos. También lo es porque su estructura, en realidad, es la de los imperios indígenas subyacentes que recibió un injerto español.

Los españoles no crearon un imperio sino que conquistaron dos y los transformaron. El tronco de esos dos imperios sigue estando ahí, escondido bajo el ramaje del injerto español y son dos, no uno, aunque las ramas de ambos hayan crecido tanto que se hayan entrelazado y desde las alturas no haya manera de distinguir las que proceden de un tronco de las que lo hacen del otro.

Después de conquistar los dos imperios se crearon los dos virreinatos originarios que llegaron, en solitario, hasta el siglo XVIII: El Virreinato de Nueva España, al norte -continuación del Imperio Azteca- y el del Perú, al sur –continuación del Imperio Inca-.

Desde México, aprovechando la vieja estructura del Imperio Azteca que seguía descansando sobre la base del campesinado indígena de Mesoamérica, con el apoyo de sus aliados tlaxcaltecas, los españoles llevaron a cabo un sistemático proyecto de expansión militar que terminará llevándolos hasta el Istmo de Panamá por el sur, la actual frontera norteamericano-canadiense por el norte, el río Mississippi por el noreste y las Islas Filipinas por el oeste, incorporando dentro de esa estructura las Grandes Antillas –Cuba, Española y Puerto Rico- y la Península de Florida. El hecho de que el virrey de México fuera designado por el rey de España y, en consecuencia, estuviera subordinado a él nos puede hacer pensar que, en el fondo, no era más que un funcionario. Pero era un funcionario que tenía más poder que la mayor parte de los reyes de la Europa de su época, claro que por un tiempo limitado, como los actuales presidentes de las modernas repúblicas americanas. El rey de España, tanto en Nueva España como en el Perú, procuraba que las personas que desempeñaran esos cargos rotaran bastante y vieran limitado su poder, que estaba muy vigilado por otros funcionarios que eran enviados para controlarlo. Está claro que el rey era plenamente consciente del inmenso poder que el virrey tenía y que podía llevarlo, si no se le vigilaba estrechamente, a crear un verdadero imperio más poderoso que ninguno de los europeos.”

[…]

“Los dos virreinatos son, en realidad, la siguiente fase histórica de los imperios indígenas subyacentes y su lógica interna de desarrollo no es europea sino híbrida. Creo que el concepto de “injerto” es la expresión que mejor define su función.

Los españoles, dentro de esa estructura, actúan como bisagra que articula su relación con el resto del mundo. Esa manera de funcionar hace de este mundo algo único e irrepetible, que conecta espacios y tiempos lejanos y hace fluir la energía de un extremo a otro del Hemisferio y desde las civilizaciones prehispánicas hasta los actuales movimientos indigenistas. Es el espíritu de la transversalidad, es el dinamismo que esta estructura imprimió al resto del mundo desde que se constituyó, hace quinientos años, y que nos embarcó a todos en un proceso histórico irreversible, que hoy llamamos “globalización” pero mañana llamaremos –seguro- de otra manera.”[5]

Es obvio que la vinculación del pueblo mexicano con su propio territorio es profunda y remota, característica que comparte con otros pueblos de Hispanoamérica y que le diferencia de manera nítida de sus vecinos del norte. Su proceso de evolución histórica es independiente del norteamericano y tiene su propia lógica de desarrollo. Si la etapa colonial, el antiguo virreinato de Nueva España, es la siguiente fase del despliegue del Imperio Azteca (que -a su vez- no es más que el último imperio prehispánico de Mesoamérica), el estado mexicano es la última que ha tenido lugar y la que ha llegado a alcanzar el tiempo presente. El paso de los imperios indígenas al imperio mestizo representó un salto cualitativo porque el viejo tronco recibió una inyección de savia nueva intercontinental que transformará el Imperio de los aztecas en la mitad norte del Imperio Transversal que, como vimos, es la estructura política más dinámica, desde el punto de vista evolutivo, que jamás haya existido en este planeta, la primera de toda la Historia de la Humanidad que ha sido capaz de conectar políticamente a pueblos que estaban fuertemente adaptados a varios ecosistemas claramente diferenciados y desparramados por una amplia extensión geográfica. La primera gran estructura política que se expande en el sentido de los meridianos y no en el de los paralelos.

Dijimos que la lógica imperial británica era reactiva y que se diseñó para optimizar sus movimientos y para quemar etapas. Son corredores de velocidad, mientras que los hispanos lo son de fondo. Los anglos idearon una serie de artificios que les servían para avanzar más rápido y poder imponerse con facilidad sobre sus competidores. Desarrollaron la estructura de capas (que ya habían usado los germanos en la Europa meridional y occidental durante al Alta Edad Media y antes otros pueblos indoeuropeos, como los arios en la India. ¿Se acuerda de Robin Hood y de los sajones contra los normandos?). Ese mecanismo, combinado con el resto de instrumentos de dominación que usan habitualmente las fuerzas imperiales (el hegemonismo ideológico, el dominio comercial, la tecnología, el espionaje...) refuerzan la estructura de dominación durante un tiempo, permiten derribar con facilidad a los grupos oligárquicos que militan en el campo enemigo, descabezan una y otra vez la estructura política del adversario... Pero no detienen la Historia. Nada puede reemplazar a la lealtad que da cohesión a los grupos humanos.

Las sociedades hispanas avanzaron, desde el principio, por la senda del mestizaje, tanto biológico como cultural, es decir, asumieron desde el primer momento la inevitabilidad histórica que conduce a que pueblos de diferentes orígenes, que viven en el mismo espacio geográfico, se terminen fusionando.

A estas alturas de la historia ese proceso de mestizaje tiene un rodaje de quinientos años. Mientras que algunos de los países multirraciales que pertenecieron al Imperio Británico han levantado las barreras jurídicas que impedían la mezcla racial hace menos de una generación (olvidémonos, de momento, de las barreras mentales). Y en los EEUU ese asunto desencadenó, en el siglo XIX, una sangrienta guerra civil que, como sus mismos intelectuales reconocen, dejó marcado, de forma indeleble, a su país. Huttington viene a decir que la nación americana es un producto de la guerra civil, y yo añado que ésta es, a su vez, consecuencia de los errores de diseño del modelo social anglosajón en los espacios geográficos ultramarinos y multiétnicos.

En el artículo “La estructura del Sistema Europeo”[7] expliqué como los españoles crearon en Europa, a lo largo del siglo XVI, una estructura imperial que terminó cristalizando como el esqueleto de la Europa moderna. El conjunto de territorios que llamé “La Camisa de Fuerza francesa”[8] vino a desempeñar la función que la columna vertebral cumple en el organismo humano. Y alrededor de esa parte “ósea” se estructuró el complejo sistema europeo en el que cada país asumió un rol diferenciado dentro del mismo, lo que convirtió al conjunto en una máquina temible.

En América fueron también los españoles los que, aprovechando el “tronco” de los dos grandes imperios prehispánicos que encontraron, desplegaron otra estructura, otro esqueleto que estaba vertebrado alrededor de la gran cordillera que atraviesa el continente desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, en sentido norte-sur. Esa inmensa cordillera le da al Nuevo Mundo un sentido transversal que es único en el Planeta Tierra. No hay nada comparable que pueda desempeñar una función equivalente. Por eso la llegada de los españoles al continente americano cambió el curso de la Historia. Es como cuando una especie animal procedente de un ecosistema invade otro distinto, dónde no encuentra adversarios naturales capaces de frenar su expansión. Al final, los únicos que terminaron parándoles fueron otros invasores procedentes del ecosistema original de los primeros. Pero los últimos tardaron en llegar el tiempo suficiente como para que aquellos mutaran. Y ya puestos a mutar se desencadenó un proceso histórico que tuvo, desde el principio, repercusiones mundiales ya que, como consecuencia de todo esto, surgieron circuitos económicos globales que abrirían la puerta a movimientos masivos de población intercontinentales. Ese fenómeno al que llamamos “globalización” es la consecuencia directa, más que del descubrimiento de América (que también, porque fue el que la propició), de la conquista, por parte española, de los dos grandes imperios prehispánicos americanos. Es decir, de la conquista de México y del Perú.

México, por tanto, no es un país cualquiera. Es el origen remoto de buena parte de las transformaciones económicas, políticas y demográficas que están teniendo lugar por todo el planeta desde hace quinientos años, es un lugar dónde está fermentando una nueva civilización, dónde se produjo hace tiempo el encuentro entre dos dinámicas históricas complementarias que mezcladas tienen un potencial revolucionario a largo plazo.

Desde México, y apoyándose en la estructura política indígena subyacente, los españoles formaron un imperio, al que llamaron “Virreinato de la Nueva España” que, siglos después, colisionaría con el anglosajón en las praderas, estepas y desiertos de Norteamérica. Los anglos avanzaron en sentido este-oeste. Los hispanos en el sur-norte. Los primeros multiplicaron sus efectivos humanos en términos exponenciales, entre los siglos XVIII y XX, pero su crecimiento se produjo fundamentalmente a través de los flujos migratorios de origen europeo (no sólo británicos), que fueron secándose a lo largo del siglo XX. También hubo aportaciones significativas de mano de obra esclava, de origen africano, cuya integración en la mayoría social anglosajona ha sido –y está siendo- un poco complicada.

La población mexicana también lleva siglos creciendo, pero éste incremento es básicamente de carácter endógeno, vegetativo. Aunque fue más lento que el anglosajón desde principios del siglo XVIII hasta mediados del XX, alcanzó su punto álgido precisamente al final de ese período y, aunque durante las últimas generaciones esté disminuyendo en términos relativos, dada la masa crítica que ya ha alcanzado, el crecimiento poblacional, medido en términos absolutos, es formidable. Habiéndose convertido en un potente foco que sostiene buena parte de las presiones migratorias hispanas sobre su frontera norte.

A mediados del siglo XIX los norteamericanos empujaban a los mexicanos hacia el sur en las tierras de Texas, Nuevo México, California… Hoy levantan muros y los llenan de cámaras de vigilancia, sensores de infrarrojos y todo tipo de artificios para intentar frenar la avalancha humana que se les viene encima. Todo esto nos recuerda bastante a la secuencia histórica que tuvo lugar en el “Limes” septentrional romano durante los siglos III al V, que ya sabemos cómo acabó.

México hoy es una caldera a presión que es el origen de un potente flujo demográfico que tiene orientación sur-norte. Es un ariete que golpea sobre el Limes Hispano de Río Grande, sobre la “Muralla de Adriano” electrónica que los anglos han edificado para frenar su avance. Pero el problema lo tienen los norteamericanos en casa, en su propia división interna. La competitividad capitalista, planteada en términos individualistas, desarma a las sociedades que han hecho del egoísmo personalista burgués el motor de todos los cambios. El incremento de las desigualdades sociales está fragmentando a su sociedad, la está desestructurando y debilitando. En ese contexto los marcadores de etnicidad de las diferentes subculturas que coexisten allí pueden terminar prefigurando las líneas de ruptura futuras de su estado.

Nos encontramos pues en un escenario sociológico que guarda grandes paralelismos con el Imperio Romano a finales del siglo IV de nuestra era. Los dirigentes políticos imperiales hace tiempo que son conscientes de ello y pretenden neutralizar su proceso de descomposición interna a través de una estrategia muy agresiva y militarista. No pueden dejar de someter pueblos con las armas porque el día que lo hagan perderán la iniciativa política y será el principio del fin. Pero la constelación de fuerzas que se está formando a escala mundial eleva paulatinamente los costes de tales agresiones. Llegará un momento en el que no puedan sostener el pulso que libran con sus adversarios exteriores de primer nivel, y cuando ese hecho se visualice empezará a producirse el desenlace de esta historia. Será entonces cuando el ariete mexicano alcance su máxima potencia y termine rompiendo el “Limes” de Río Grande.




[1] Las otras transversalidades: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
[4] Los imperios mestizos: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/los-imperios-mestizos.html
[5] Ibíd.
[7] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-estructura-del-sistema-europeo.html
[8] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-camisa-de-fuerza-francesa_05.html