Monumento a La Raza. Ciudad de México (Wikipedia)
En el encuentro que se ha producido en América entre las dos dinámicas históricas expansivas más potentes del occidente europeo, que escogieron el Nuevo Mundo como escenario para librar en él un formidable choque cultural se está dirimiendo -nada menos- que el modelo de civilización que se irá abriendo paso en el futuro en la mitad occidental del Planeta Tierra.
Por detrás de las estructuras políticas, de los modelos
económicos, de las luchas de poder entre grupos oligárquicos, se esconden dos
maneras diferentes de entender la vida, dos formas de mirar a nuestro alrededor
y de imbricarse en el medio que nos envuelve.
Ya dijimos que el modelo de despliegue imperial
que los británicos desarrollaron es reactivo[1],
esto quiere decir que, en realidad, es un contramodelo. Está diseñado para
enfrentarse con otro anterior a él, que era el enemigo a batir y que no es más
que el Imperio español.
Éste último, junto con el portugués (contemporáneo suyo) son
las estructuras imperiales primarias desarrolladas por los europeos fuera de
sus escenarios geográficos originarios. Son los imperios ultramarinos por
antonomasia, los de la primera generación, los que construyeron el marco y
establecieron las reglas del juego.
Ambos se despliegan siguiendo su propia lógica interna de
desarrollo, que es continuación de las dinámicas medievales de los pueblos
ibéricos. Una vez expulsados los musulmanes de la
Península, la lógica de la lucha contra el Islam conducía hacia el asalto a los
países del Magreb y, de hecho, fue lo primero que se intentó, pero por
el camino se cruzaron los vientos atlánticos, que terminarían desviando el
contragolpe español hacia el oeste. En América los españoles avanzaron sin un
plan formal que hubiera sido diseñado por sus dirigentes políticos o militares.
La sociedad siempre fue por delante y la mayor parte de las
conquistas se llevaron a cabo por la iniciativa particular de los que encabezaron
cada una de ellas, cuando no se produjeron en abierta rebeldía con respecto a
las órdenes recibidas, como ocurrió en el caso concreto de Hernán Cortés.
Los planes de conquista se fueron improvisando sobre la
marcha por parte de aquellos que pretendían llevarlos a cabo y en ellos lo que se refleja es la tendencia secular de la vanguardia militar medieval española a desplegar sobre el terreno toda la experiencia
acumulada durante los 800 años previos de combate en la frontera entre dos
civilizaciones rivales.
Las reglas del juego que se imponen en los escenarios
americanos son las que los pueblos ibéricos establecen. Españoles y portugueses
construyen su propio modelo de relaciones con respecto a los pueblos nativos.
Es un sistema que, aunque represente su adaptación a un medio natural que les
resulta ajeno, se realiza de la manera en la que sus protagonistas deciden
hacerlo y lo que les sale, por tanto, es la prolongación, al otro lado del mar,
de la propia historia que habían venido desarrollando en la Península Ibérica
durante los siglos medievales.
Los imperios ultramarinos de la segunda generación
(ingleses, franceses y holandeses) actúan en los escenarios extra europeos en
abierta competencia tanto con los pueblos ibéricos (que se les adelantaron nada
menos que cinco generaciones) como entre ellos mismos. En ese proceso hay ya un
sentido de urgencia que no se daba en la fase expansiva primaria, así como de
respuesta hacia los que iban por delante marcando el camino. Por tanto, las
reglas del juego que se establecen en esos modelos expansivos buscan optimizar
sus propios movimientos y quemar etapas. El impulso, la planificación y la
cobertura que el estado da a sus compatriotas es mucho más potente que lo que
fue en el caso español y el proceso impone su propia lógica a sus
protagonistas. Ya hablamos de la repugnancia de los británicos al mestizaje con
los indígenas, que les condujo al diseño del modelo “de capas”, que resolvía
muchos problemas de integración de pueblos heterogéneos que vivían juntos, a
corto plazo, pero que los trasladaba hacia el futuro. Un futuro que hoy es
presente en muchos países multirraciales que formaron parte –en el pasado- del Imperio
británico.
En el proceso expansivo anglosajón en los Estados Unidos de Norteamérica los
anglos estaban condenados a encontrarse con los hispanos, y estos respondieron articulando una barrera
de contención que buscaba frenarlo. Hoy
nos centraremos en el tramo de frontera que está cubriendo el pueblo mexicano.
El artículo 2 de la actual constitución mexicana dice:
“La Nación tiene una composición pluricultural
sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que
descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al
iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales,
económicas, culturales y políticas, o parte de ellas.”
Esta constitución “reconoce
la vinculación entre el actual estado y los pueblos indígenas prehispánicos,
quinientos años después de su conquista por los ejércitos que comandaba Hernán
Cortés.”[4]
Dicho reconocimiento es la constatación de una realidad
social compleja y profunda que hunde sus raíces en la larga historia de los
pueblos de Mesoamérica, de la que quisiera resaltar algunos aspectos derivados
de su propia dinámica secular. Empezaré refrescándoles un poco la memoria con
algunos textos publicados en este blog hace ya más de un año:
“El
Imperio Español fue un imperio mestizo no sólo porque los blancos se mezclaran
con los indios, ni porque hubiera indios que colaboraran con los blancos.
También lo es porque su estructura, en realidad, es la de los imperios
indígenas subyacentes que recibió un injerto español.
Los españoles no crearon
un imperio sino que conquistaron dos y los transformaron. El tronco de esos dos
imperios sigue estando ahí, escondido bajo el ramaje del injerto español y son
dos, no uno, aunque las ramas de ambos hayan crecido tanto que se hayan
entrelazado y desde las alturas no haya manera de distinguir las que proceden
de un tronco de las que lo hacen del otro.
Después de conquistar
los dos imperios se crearon los dos virreinatos originarios que llegaron, en
solitario, hasta el siglo XVIII: El Virreinato de Nueva España, al
norte -continuación del Imperio Azteca- y el del Perú, al sur
–continuación del Imperio Inca-.
Desde México,
aprovechando la vieja estructura del Imperio Azteca que seguía descansando
sobre la base del campesinado indígena de Mesoamérica, con el apoyo de sus aliados tlaxcaltecas, los españoles llevaron a cabo un
sistemático proyecto de expansión militar que terminará llevándolos hasta el
Istmo de Panamá por el sur, la actual frontera norteamericano-canadiense por el
norte, el río Mississippi por el noreste y las Islas Filipinas por el oeste,
incorporando dentro de esa estructura las Grandes Antillas –Cuba, Española y
Puerto Rico- y la Península de Florida. El hecho de que el virrey de México
fuera designado por el rey de España y, en consecuencia, estuviera subordinado
a él nos puede hacer pensar que, en el fondo, no era más que un funcionario.
Pero era un funcionario que tenía más poder que la mayor parte de los reyes de la Europa de su época, claro que por un tiempo limitado, como los actuales
presidentes de las modernas repúblicas americanas. El rey de España, tanto en
Nueva España como en el Perú, procuraba que las personas que desempeñaran esos
cargos rotaran bastante y vieran limitado su poder, que estaba muy vigilado por
otros funcionarios que eran enviados para controlarlo. Está claro que el rey
era plenamente consciente del inmenso poder que el virrey tenía y que podía
llevarlo, si no se le vigilaba estrechamente, a crear un verdadero imperio más
poderoso que ninguno de los europeos.”
[…]
“Los dos virreinatos
son, en realidad, la siguiente fase histórica de los imperios indígenas
subyacentes y su lógica interna de desarrollo no es europea sino híbrida. Creo
que el concepto de “injerto” es la expresión que mejor define su función.
Los españoles, dentro de
esa estructura, actúan como bisagra que articula su relación con el resto del
mundo. Esa manera de
funcionar hace de este mundo algo único e irrepetible, que conecta espacios y
tiempos lejanos y hace fluir la energía de un extremo a otro del Hemisferio y
desde las civilizaciones prehispánicas hasta los actuales movimientos
indigenistas. Es el espíritu de la transversalidad, es el dinamismo que esta estructura imprimió al resto del mundo desde que
se constituyó, hace quinientos años, y que nos embarcó a todos en un proceso
histórico irreversible, que hoy llamamos “globalización” pero mañana llamaremos
–seguro- de otra manera.”[5]
Es obvio que la vinculación
del pueblo mexicano con su propio territorio es profunda y remota, característica
que comparte con otros pueblos de Hispanoamérica y que le diferencia de manera
nítida de sus vecinos del norte. Su proceso de evolución histórica es
independiente del norteamericano y tiene su propia lógica de desarrollo. Si la
etapa colonial, el antiguo virreinato de Nueva España, es la siguiente fase del
despliegue del Imperio Azteca (que -a su vez- no es más que el último imperio
prehispánico de Mesoamérica), el estado mexicano es la última que ha tenido
lugar y la que ha llegado a alcanzar el tiempo presente. El paso de los
imperios indígenas al imperio mestizo representó un salto cualitativo porque el viejo tronco recibió una inyección de savia nueva
intercontinental que transformará el Imperio de los aztecas en la mitad norte
del Imperio Transversal que, como vimos, es la estructura política más
dinámica, desde el punto de vista evolutivo, que jamás haya existido en este
planeta, la primera de toda la Historia de la Humanidad que ha sido capaz de
conectar políticamente a pueblos que estaban fuertemente adaptados a varios
ecosistemas claramente diferenciados y desparramados por una amplia extensión
geográfica. La primera gran estructura política que se expande en el sentido de
los meridianos y no en el de los paralelos.
Dijimos que la lógica imperial británica era reactiva y que
se diseñó para optimizar sus movimientos y para quemar etapas. Son corredores
de velocidad, mientras que los hispanos lo son de fondo. Los anglos idearon una
serie de artificios que les servían para avanzar más rápido y poder imponerse
con facilidad sobre sus competidores. Desarrollaron la estructura de capas
(que ya habían usado los germanos en la Europa meridional y occidental durante
al Alta Edad Media y antes otros pueblos indoeuropeos, como los arios en la
India. ¿Se acuerda de Robin Hood y de los sajones contra los normandos?). Ese
mecanismo, combinado con el resto de instrumentos de dominación que usan
habitualmente las fuerzas imperiales (el hegemonismo ideológico, el dominio
comercial, la tecnología, el espionaje...) refuerzan la estructura de
dominación durante un tiempo, permiten derribar con facilidad a los grupos
oligárquicos que militan en el campo enemigo, descabezan una y otra vez la
estructura política del adversario... Pero no detienen la Historia. Nada puede reemplazar a la
lealtad que da cohesión a los grupos humanos.
Las sociedades hispanas avanzaron, desde el principio, por
la senda del mestizaje, tanto biológico como cultural, es
decir, asumieron desde el primer momento la inevitabilidad histórica que
conduce a que pueblos de diferentes orígenes, que viven en el mismo espacio
geográfico, se terminen fusionando.
A estas alturas de la historia ese proceso de
mestizaje tiene un rodaje de quinientos años. Mientras que algunos de
los países multirraciales que pertenecieron al Imperio Británico han levantado
las barreras jurídicas que impedían la mezcla racial hace menos de una
generación (olvidémonos, de momento, de las barreras mentales). Y en los EEUU
ese asunto desencadenó, en el siglo XIX, una sangrienta guerra civil que, como
sus mismos intelectuales reconocen, dejó marcado, de forma indeleble, a su
país. Huttington viene a decir que la nación americana es un producto de la
guerra civil, y yo añado que ésta es, a su vez, consecuencia de los errores
de diseño del modelo social anglosajón en los espacios geográficos ultramarinos
y multiétnicos.
En el artículo “La estructura del Sistema Europeo”[7]
expliqué como los españoles crearon en Europa, a lo largo del siglo XVI, una
estructura imperial que terminó cristalizando como el esqueleto de la Europa
moderna. El conjunto de territorios que llamé “La Camisa de Fuerza francesa”[8]
vino a desempeñar la función que la columna vertebral cumple en el organismo
humano. Y alrededor de esa parte “ósea” se estructuró el complejo sistema
europeo en el que cada país asumió un rol diferenciado dentro del mismo, lo que
convirtió al conjunto en una máquina temible.
En América fueron también los españoles los que,
aprovechando el “tronco” de los dos grandes imperios prehispánicos que
encontraron, desplegaron otra estructura, otro esqueleto que estaba vertebrado
alrededor de la gran cordillera que atraviesa el continente desde Alaska hasta
la Tierra del Fuego, en sentido norte-sur. Esa inmensa cordillera le da al
Nuevo Mundo un sentido transversal que es único en el Planeta Tierra. No hay
nada comparable que pueda desempeñar una función equivalente. Por eso la
llegada de los españoles al continente americano cambió el curso de la
Historia. Es como cuando una especie animal procedente de un ecosistema invade
otro distinto, dónde no encuentra adversarios naturales capaces de frenar su
expansión. Al final, los únicos que terminaron parándoles fueron otros invasores
procedentes del ecosistema original de los primeros. Pero los últimos tardaron
en llegar el tiempo suficiente como para que aquellos mutaran. Y ya puestos a
mutar se desencadenó un proceso histórico que tuvo, desde el principio,
repercusiones mundiales ya que, como consecuencia de todo esto, surgieron
circuitos económicos globales que abrirían la puerta a movimientos masivos de
población intercontinentales. Ese fenómeno al que llamamos
“globalización” es la consecuencia directa, más que del descubrimiento de
América (que también, porque fue el que la propició), de la conquista, por parte
española, de los dos grandes imperios prehispánicos americanos. Es decir, de la
conquista de México y del Perú.
México, por tanto, no es un país cualquiera. Es el origen
remoto de buena parte de las transformaciones económicas, políticas y
demográficas que están teniendo lugar por todo el planeta desde hace quinientos
años, es un lugar dónde está
fermentando una nueva civilización, dónde se produjo hace
tiempo el encuentro entre dos dinámicas históricas complementarias que mezcladas tienen un potencial revolucionario a largo plazo.
Desde México, y apoyándose en la estructura política
indígena subyacente, los españoles formaron un imperio, al que llamaron “Virreinato
de la Nueva España” que, siglos después, colisionaría con el anglosajón en
las praderas, estepas y desiertos de Norteamérica. Los anglos avanzaron en
sentido este-oeste. Los hispanos en el sur-norte. Los primeros multiplicaron
sus efectivos humanos en términos exponenciales, entre los siglos XVIII y XX,
pero su crecimiento se produjo fundamentalmente a través de los flujos
migratorios de origen europeo (no sólo británicos), que fueron secándose a lo
largo del siglo XX. También hubo aportaciones significativas de mano de obra
esclava, de origen africano, cuya integración en la mayoría social anglosajona
ha sido –y está siendo- un poco complicada.
La población mexicana también lleva siglos creciendo, pero
éste incremento es básicamente de carácter endógeno, vegetativo. Aunque fue más
lento que el anglosajón desde principios del siglo XVIII hasta mediados del XX,
alcanzó su punto álgido precisamente al final de ese período y, aunque durante
las últimas generaciones esté disminuyendo en términos relativos, dada la masa
crítica que ya ha alcanzado, el crecimiento poblacional, medido en términos
absolutos, es formidable. Habiéndose convertido en un potente foco que sostiene
buena parte de las presiones migratorias hispanas sobre su frontera norte.
A mediados del siglo XIX los norteamericanos empujaban a los
mexicanos hacia el sur en las tierras de Texas, Nuevo México, California… Hoy
levantan muros y los llenan de cámaras de vigilancia, sensores de infrarrojos y
todo tipo de artificios para intentar frenar la avalancha humana que se les
viene encima. Todo esto nos recuerda bastante a la secuencia histórica que tuvo
lugar en el “Limes” septentrional romano durante los siglos III al V, que ya
sabemos cómo acabó.
México hoy es una caldera a presión que es el origen de un potente flujo demográfico que tiene
orientación sur-norte. Es un ariete que golpea sobre el Limes Hispano de Río
Grande, sobre la “Muralla de Adriano” electrónica que los anglos han edificado
para frenar su avance. Pero el problema lo tienen
los norteamericanos en casa, en su propia división interna. La competitividad
capitalista, planteada en términos individualistas, desarma a las sociedades que
han hecho del egoísmo personalista burgués el motor de todos los cambios. El
incremento de las desigualdades sociales está fragmentando a su sociedad, la
está desestructurando y debilitando. En ese contexto los marcadores de
etnicidad de las diferentes subculturas que coexisten allí pueden terminar
prefigurando las líneas de ruptura futuras de
su estado.
Nos encontramos pues en un escenario sociológico que guarda
grandes paralelismos con el Imperio Romano a finales del siglo IV de nuestra
era. Los dirigentes políticos imperiales hace tiempo que son conscientes de
ello y pretenden neutralizar su proceso de descomposición interna a través de
una estrategia muy agresiva y militarista. No pueden dejar de someter pueblos
con las armas porque el día que lo hagan perderán la iniciativa política y será
el principio del fin. Pero la constelación de fuerzas que se está formando a
escala mundial eleva paulatinamente los costes de tales agresiones. Llegará un
momento en el que no puedan sostener el pulso que libran con sus adversarios
exteriores de primer nivel, y cuando ese hecho se visualice empezará a
producirse el desenlace de esta historia. Será entonces cuando el ariete
mexicano alcance su máxima potencia y termine rompiendo el “Limes” de Río Grande.
No hay comentarios:
Publicar un comentario