El vacío de poder creado por la invasión de las fuerzas napoleónicas en España y el desarrollo de la resistencia popular contra ellas, durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) creó las condiciones para la aparición de los diferentes movimientos emancipadores en Hispanoamérica.
Las juntas que se fueron creando por toda la América
española a partir de 1810 no fueron más que la trasposición, al otro lado del
mar, del modelo organizativo que estaban desarrollando en la Península las juntas
provinciales, que coordinaban como podían la resistencia contra el invasor.
Y si en España esta guerra fortaleció, en general, a buena
parte de los poderes locales, en América lo hará con mucho mayor motivo aún,
dada la enorme extensión territorial del Imperio y la mayor complejidad étnica
que presentaba.
En nuestro artículo anterior dijimos que la Junta Central, que coordinaba la acción
de las fuerzas que luchaban contra los franceses
“El 29 de enero de 1810, desacreditada por las derrotas
militares, se disolvió y dio paso a una regencia, ejercida en nombre de
Fernando VII. Para reforzar su posición institucional y adquirir mayor
legitimidad, la regencia decidió convocar Cortes y tras un intenso debate
acordó que fueran unicamerales, y electas por sufragio censitario (sólo podían
votar quienes tuvieran un determinado nivel de renta) e indirecto. Se reunieron
por primera vez en Cádiz, en la Isla de León, el 24 de septiembre de 1810.”[1]
Las Cortes de Cádiz
decían representar “a los españoles de
los dos hemisferios”, y a todos ellos los convocaba para defender a la “nación española” en aquél crítico
momento. Como respuesta a ese llamamiento vemos constituirse a las juntas de
Buenos Aires, Caracas, Montevideo...
A partir de entonces los acontecimientos se precipitan. En
unos lugares fue la aparición de enviados del rey José el factor que
desencadena el enfrentamiento entre patriotas y afrancesados, en otros se actúa
siguiendo las directrices que vienen desde Cádiz. Los ingleses, por su parte,
se muestran especialmente activos en difundir por América las noticias de la
resistencia de los peninsulares contra Napoleón. En principio se decantan por
respaldar a la junta gaditana y sus directrices (necesitan su apoyo en las
acciones militares que están llevando a cabo tanto en España como en Portugal),
pero pronto se ve que su estrategia apunta hacia la independencia de las
provincias americanas.
No entraremos en el relato pormenorizado del desarrollo del
proceso independentista de las diferentes repúblicas, complejo, diverso, en el
que se da una casuística infinita, y donde los realistas no siempre estuvieron
a la defensiva, dándose poderosos contraataques, con frecuencia con importantes
apoyos nativos (no sólo defendieron al rey los peninsulares, también lo
hicieron muchos americanos, tanto indígenas como criollos). A grandes rasgos
podemos decir que hasta 1820 los dos virreinatos más antiguos (el de Nueva
España y el del Perú, ambos del siglo XVI) se mantienen leales a la corona,
mientras que en los más recientes (el del Río de la Plata y el de Nueva Granada
-los del siglo XVIII-) triunfan las fuerzas independentistas desde el primer
momento. Serán estos dos núcleos los que lideren esa lucha.
Desde las actuales Venezuela y Colombia, Simón Bolívar
se pondrá al frente de de los ejércitos de la Gran Colombia. Mientras
tanto, desde Buenos Aires, será José de San Martín el que encabece a los
rebeldes más meridionales. La situación se mantendrá muy abierta y fluida
durante toda la década que va desde 1810 hasta 1820. Durante ese tiempo se
alternan las ofensivas de los independentistas con las de las fuerzas
realistas, y cualquier posible desenlace militar parece viable, tanto a favor
de un bando como del contrario.
Pero el pronunciamiento -en Las Cabezas de San Juan
(Sevilla)- del Coronel Rafael de Riego, el 1 de enero de 1820, será
decisivo en el desenlace de la contienda. La llegada al poder de los liberales en España y y el relativo vacío
de poder que volvió a producirse en España durante el trienio
1820-1823 permitió que tanto los ejércitos de Bolívar como los de San
Martín se precipitaran sobre el Virreinato del Perú y que ambas fuerzas se
encontraran allí a mitad de camino, “liberando” Chile, Perú y Bolivia (Paraguay
y Uruguay eran independientes de facto desde 1810, a la sombra de la junta
bonaerense).
La Gran Colombia se descompondrá, poco después, en
las actuales repúblicas de Ecuador, Colombia y Venezuela.
En el norte, cuando el virrey de Nueva España, el conservador
Agustín de Iturbide, vio a los
liberales al frente del gobierno español será él el que anuncie la
independencia de México, donde será proclamado “emperador”. Así pues, en este
país, la independencia fue -paradójicamente- obra de los realistas. Poco
después se le segregarán -por el sur- las “Provincias
Unidas del Centro de América”, que se subdividirán -a su vez- en 1838, en
las actuales Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Panamá
será colombiana hasta 1903. La actual República
Dominicana -que España cedió a Francia en 1795- se independizará ¡¡de Haití!! en 1844. Cuba, Puerto
Rico y Filipinas aún mantendrán su vinculación política con España hasta la
Guerra hispano-norteamericana de 1898.
Acerca de la independencia de las provincias españolas de América
podemos hacer todas las valoraciones morales que nos apetezcan, y que serán –lógicamente-
reflejo de nuestra propia posición ideológica y/o procedencia geográfica. Visto
el asunto a dos siglos de distancia no nos queda hoy, independientemente de cuál
sea nuestra valoración del asunto, más que aceptar los hechos que el tiempo ha
consumado y no tienen, por tanto, vuelta atrás.
Pero es obvio que la élite dirigente española que consideró que
cambiar la Luisiana por el reino de Etruria -en Italia- era un acuerdo
ventajoso, que le pareció bien romper Portugal en tres trozos (uno para
Francia, otro para España y otro para Godoy), que puso a la armada española a
las órdenes de un almirante francés en 1805 o que dejó entrar a más de 100.000
soldados galos pacíficamente en España, con la excusa de que iban a conquistar
Portugal… esa clase dirigente –repito- no merecía gobernar en ningún país ni,
mucho menos, dirigir un imperio. Esos dirigentes no eran tales.
En política todos los vacíos se cubren, más bien pronto que tarde,
y aquél vacío que se produjo en España (el de 1808 fue político, pero era
consecuencia de un vacío intelectual muy anterior a él) lo cubrieron las clases
populares en unos lugares y las oligarquías locales en otros. Y en la América
española tuvieron como consecuencia la aparición de las actuales repúblicas
hispanoamericanas. En ese sentido no hay más que reconocer que las fuerzas
independentistas hicieron lo que tenían que hacer en aquella situación, ante la
absoluta dejación de responsabilidades que el poder imperial español venía
haciendo desde el cambio de siglo, por lo menos.
En realidad el Imperio español en América,
como dije otro día, no había sido construido por el estado sino por la sociedad española. Los conquistadores eran “empresarios
armados”[3],
como Restall los calificó, que actuaron
por su cuenta y riesgo. Eran legiones de hidalgos que buscaron en América una vía
de ascenso social. Estos individuos fueron los antepasados de los criollos que se
alzaron en armas contra la corona española. Eso podía haber
ocurrido en cualquier otro momento posterior a la conquista. De hecho si Cortés
no hubiera sabido neutralizar a las fuerzas de Narváez, consiguiendo que se unieran a él tal vez el conquistador
de México podía haberse convertido en el primer gobernante independiente de un
país de Hispanoamérica. Hubo conquistadores que actuaron como verdaderos
monarcas dentro de su propia jurisdicción. Si no rompieron con España fue
porque ni a ellos ni a la corona les interesó, porque supieron encontrar un modus vivendi que les permitió
reforzarse mutuamente.
Mientras en Europa los imperios que constituían el “Cordón Sanitario Europeo” (España, Austria
y Rusia) se dedicaban a proteger la ecúmene de la agresión turca, dejaban
expedito el camino a la expansión de los imperios ultramarinos europeos de la “segunda
generación” (Inglaterra, Francia y Holanda), a la que poco después se les
unirían las nuevas y flamantes “naciones” que acababan de surgir en Alemania y
en Italia. El desgaste sufrido por los primeros durante toda la Edad Moderna
permitió, durante el siglo XIX, alcanzar la independencia a las colonias
españolas y portuguesas en América y a los países balcánicos en Europa. Aquellas
abrirán la Caja de Pandora. Y la Primera Guerra Mundial representará el
último acto de este proceso en lo que a los turcos y los austriacos se refiere.
Ciertamente a esas alturas de la historia era ya evidente que sus estructuras
políticas no estaban preparadas para resistir un ataque en toda regla de las
nuevas fuerzas imperiales. Se acababa de consumar el penúltimo relevo en el
liderazgo político mundial. Algunos extrajeron de esos acontecimientos como
conclusión la existencia de una especie de predestinación cuasi genética que
empujaba a unas determinadas razas o culturas a imponerse sobre las otras,
siguiendo una especie de plan divino. Paradójicamente los designados ahora eran
los bárbaros de hace dos milenios, o sea que el hipotético Dios que ha señalado
con el dedo a sus elegidos cambia de opinión
con relativa frecuencia.
Pero miren por dónde el destino que siguieron españoles,
turcos y austriacos entre 1810 y 1918, lo sufrirían los ingleses, franceses y
holandeses después de la Segunda Guerra Mundial, y los soviéticos en la
década de los 90 del siglo XX. Aún no sabemos cuando les llegará el turno a los
norteamericanos, pero evidentemente llegará.
A estas alturas de la Historia, la desintegración del
Imperio español no nos parece tan catastrófica como en su día fue percibida por
las fuerzas políticas que la sufrieron. Es una realidad ya interiorizada y
consolidada que quedó fuera, hace tiempo, del debate político. En cualquier
caso, en la Era de la Democracia no se nos ocurre como podrían haberse
conciliado Democracia e Imperio en unos espacios geográficos tan vastos.
Desde ese punto de vista las dimensiones internas del conjunto de países que
reemplazaron a aquél conglomerado político parecen más idóneas para enfrentar
los retos que planteaban las siguientes fases de su proceso de evolución
histórica.
La independencia de las repúblicas iberoamericanas fue
precipitada por el vacío político que creó la invasión de la Península Ibérica
por parte de las tropas napoleónicas pero, en cualquier caso, tenía que haberse
producido a lo largo del siglo XIX o la primera mitad del XX. Si al Imperio
español le hubiera dado tiempo a reorganizarse, tras la citada invasión, las
fuerzas independentistas hubieran tenido que hacer frente a un ejército poderoso
y el conflicto habría sido posiblemente mucho más largo, correoso y sangriento.
En realidad no perdimos el imperio porque fuéramos más
retrógrados que los demás o menos capaces de mantenerlo unido -tal y como
pensaron nuestros antepasados, aunque nuestros gobernantes ayudaron
bastante- sino, sencillamente, porque estábamos en una fase de la evolución
histórica más madura históricamente que el resto: Los
que madrugaron a la hora de construir su imperio también lo hicieron a la hora
de perderlo. En su momento los políticos que vivieron esa pérdida y los
intelectuales que la percibieron como un verdadero drama nacional estaban
comparando a un imperio en descomposición con otros que se hallaban en la
cúspide de su poder, lo que -desde este lado de la orilla- se vio como algo
humillante[4].
Pocos consideraron entonces –aunque también los hubo[5]-
que lo que estos hechos reflejaban era que la familia hispana había madurado ya
lo suficiente como para que sus hijos pudieran emanciparse y comenzar así su
particular andadura histórica.
Doscientos años después esos acontecimientos se nos presentan
como el punto de partida de una gran familia de pueblos que comparten un
inmenso bagaje cultural y espiritual. Cuando los españoles viajan por
Hispanoamérica no se sienten extranjeros allí y lo mismo podemos decir a la
inversa. El creciente proceso de integración al que el mundo actual se
encuentra sometido y que hemos dado en llamar Globalización, al
obligarnos a todos a trascender el estrecho marco de la vieja nación-estado,
nos hace redescubrir a nuestros hermanos que hace dos siglos decidieron vivir
por su cuenta pero que construyeron su casa no demasiado lejos de la nuestra. En la era de Internet los
jóvenes hispanoamericanos están descubriendo que la vastedad de lo hispano no
es ninguna rémora sino, por el contrario, una fuente de oportunidades; que pese
al atraso relativo que nuestros pueblos acumulan, debido a la histórica
subordinación estructural en que hemos vivido con respecto a los centros de
decisión del mundo occidental, nuestra compacta identidad compartida se
convierte en una ventaja comparativa.
A estas alturas de la historia las diferencias regionales
que el mundo hispánico nos presenta se convierten en diferentes nichos a
explotar dentro del ecosistema de un mundo globalizado. Cada país tiene sus
propias especificidades que, si sabe aprovechar, se pueden convertir en
ventajas comparativas y transformarse en el motor de su propio desarrollo. La
integración económica y sociológica de la región se ve poderosamente favorecida
por la existencia de una lengua y de unas tradiciones culturales compartidas.
Toda la zona puede convertirse muy pronto en un crisol de pueblos cuya
avanzadilla ya podemos ver en los Estados Unidos de Norteamérica, donde
millones de hispanos, de diferentes orígenes, se están encontrando cada día en
sus calles y construyendo una nueva identidad que trasciende a las que cada
cual traía. Lo que está claro es que el pasado que compartimos, con sus luces y
sus sombras, es hoy un regalo inesperado. De lo que se trata ahora es de ponerse en marcha, de construir
nuestro futuro y olvidarse de las discusiones bizantinas. En esa onda, desde
luego, están las jóvenes generaciones.
La última generación ha representado una transformación
radical en el paisaje iberoamericano. Hemos visto caer, una tras otra, a las
distintas dictaduras militares que atenazaban el continente, consolidarse los
regímenes democráticos en los países que las sufrieron, contemplado la
creciente pérdida de influencia económica norteamericana en la región y la
aparición y/o consolidación de nuevos actores en la escena. Hemos visto surgir
poderosas corporaciones transnacionales endógenas en ese contexto y producirse
un importante crecimiento económico. Han aparecido nuevos liderazgos y hemos
podido observar como su influencia política y económica empieza a sentirse en
otras zonas del mundo. Se ha fortalecido la identidad común de los pueblos de
origen ibérico y ese sentimiento se está proyectando a través de nuevas
instituciones colectivas que los representan. Hemos visto –también-
incrementarse, de forma espectacular, las migraciones dentro de la región y
también hacia fuera.
Las naciones más desarrolladas de Iberoamérica están
abriéndose camino en el nuevo mundo en ciernes que está surgiendo y piden paso
en la primera división global. Brasil, Méjico, España, Chile, Colombia,
Argentina, Portugal… pisan cada vez más fuerte en los diferentes foros
internacionales. Pero, más allá de los méritos que puedan acreditar cada uno de
estos países por separado, el conjunto desprende una sensación de vitalidad, de
dinamismo, de energía interior, de consistencia, que los refuerza mutuamente y
los convierte en una fuerza emergente que puede resistir la comparación con
cualquiera de los grandes países de Asia. Estamos hablando de un conglomerado
de 600 millones de personas repartidas por un territorio de 20 millones de
kilómetros cuadrados, con una densidad de población media de 30 habitantes por
kilómetro cuadrado (Muy lejos por tanto de los 330 de Japón, 320 de la India,
135 de China, o los 120 que presenta la media europea –excluyendo a Rusia-).
También de una de las áreas culturales más compactas del planeta.
Quizá no seamos conscientes, pero está naciendo una nueva
civilización entre los pueblos de origen ibérico. Aunque de eso hablaremos otro
día.
[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Cortes_de_C%C3%A1diz.
[3] “La
Nueva Frontera”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/12/la-nueva-frontera.html
[4] También han tenido una difícil digestión las pérdidas
imperiales en Inglaterra y en Francia. Evocar el proceso que condujo a la
independencia de Argelia sigue siendo doloroso en este último país y algo
parecido sucede en el primero en el caso de la India.
[5]
El representante más destacado de este grupo fue, sin duda, el general Riego,
que tuvo una participación decisiva en el desarrollo de los acontecimientos. El
trienio liberal (1820-1823) -que él inspiró- fue determinante para la
consolidación de las jóvenes repúblicas hispano-americanas. La posterior
actuación de las fuerzas absolutistas no debe hacernos olvidar que en el
momento más crítico de la lucha por la independencia de estos jóvenes países
hubo un gobierno en España que no vio en ellos a un enemigo al que había que
combatir sino, por el contrario, a unos luchadores por la libertad que peleaban
en el mismo bando que los liberales de la Península.
No hay comentarios:
Publicar un comentario