Muralla de Cartagena de Indias (Andrea Gaetano)
El Istmo de Panamá era un punto neurálgico del Imperio
español. Tanto la monarquía católica como sus adversarios más enconados (la
flota inglesa) eran perfectamente conscientes de la importancia que tenía. Y
unos y otros dedicaron buena parte de sus esfuerzos a blindar o a atacar,
respectivamente, ese territorio.
Para defenderlo, aparte de reforzar las fortificaciones y las
guarniciones del Istmo propiamente dicho, pronto se vio la necesidad de
consolidar las posiciones españolas en la parte del continente que estaba en
contacto con él. El noroeste de Suramérica, la actual Colombia. Cerca de la
región panameña se fundó Cartagena de Indias, poderoso bastión militar
desde donde poder organizar la reconquista del Istmo ante un potencial ataque británico. Así el
tándem Cartagena-Portobelo constituía la primera línea del frente ante un
potencial ataque masivo de fuerzas invasoras. Y más atrás estaba el resto del
actual territorio colombiano, desde dónde podía organizarse una contraofensiva
de más largo alcance.
Colombia irá ganando peso, de manera paulatina, en el
Imperio español. Si en el siglo XVI sólo era la parte más septentrional del
Virreinato del Perú, en el XVIII ya era evidente que esta zona necesitaba un
tratamiento propio y diferenciado del que recibían sus vecinos meridionales por
parte de la corona española, culminando con la constitución, en 1717, del Virreinato
de Nueva Granada, formado por los actuales estados de Colombia, Venezuela,
Ecuador y Panamá, con capital en Santafé de Bogotá, ciudad situada a
2.600 metros de altitud, en un altiplano que vuelve el clima de la región mucho más templado que lo que le correspondería
por la baja latitud en la que se encuentra.
Hace tiempo que dijimos que el Imperio Español en América
fue un imperio de tierras altas, que los españoles (la mitad de los cuales
procedían de una meseta) se movían con relativa soltura en tales altitudes
(mucho mejor que la mayor parte de sus potenciales competidores de origen
europeo). Con los españoles sólidamente asentados en Colombia era bastante
complicado arrebatarles el Istmo de Panamá, el mayor nudo de comunicación del
Hemisferio Occidental. Esto se pudo visualizar con claridad durante la Guerra
del Asiento (1739-1748) o de la Oreja de Jenkins, especialmente
durante el intento de asalto a Cartagena de Indias (1741) que protagonizó el almirante
Vernon, en la que el general español Blas de Lezo infligió a la
flota británica una de las mayores derrotas que jamás haya sufrido.
Panamá y Colombia juntas e integradas en el esquema
defensivo español se fueron convirtiendo paulatinamente en una obsesión para
sus adversarios anglosajones. Para romper la integridad del Imperio español
había que empezar por ahí. Y fue precisamente en el Virreinato de Nueva
Granada (rebautizado por los bolivarianos como Gran Colombia) dónde
se jugaría el futuro del Imperio, durante las guerras de independencia de las
repúblicas hispanoamericanas. Simón Bolívar se convertirá en el artífice
principal de ese proceso.
Si este virreinato hubiera sido sometido por las tropas de
los condes de Calderón y de la Bisbal a partir de 1820 (que fue impedido por la
sublevación contra el absolutismo monárquico que tuvo lugar en las Cabezas
de San Juan (Sevilla), en enero de ese año, liderada por Rafael Riego),
estaríamos hoy en un universo alternativo en el que los países
hispanoamericanos habrían -igualmente- alcanzado finalmente su independencia,
pero tras un proceso mucho más largo y sangriento. Aquél ejército, como
sabemos, debía haber arribado a tierras de Venezuela, dónde le esperaban otros
contingentes realistas que combatían allí. Vemos, por tanto, como la “Gran
Colombia” resultó determinante en el proceso independentista del resto de
pueblos de Hispanoamérica.
Posteriormente, la diplomacia anglosajona supo mover sus
hilos tanto en esta zona como en Centroamérica para atomizar aún más a las
repúblicas que rodeaban al Mar de las Antillas, culminando en 1903 con la
independencia de Panamá, lo que permitió al gobierno norteamericano controlar
el Istmo y el Canal homónimos y desde ahí ejercer una mayor influencia sobre el
resto de países de Centro y de Suramérica.
A finales del siglo XIX y principios del XX los estrategas
del Imperio norteamericano fueron trazando un plan cuyo objetivo consistía en
adueñarse paulatinamente de los territorios que rodeaban al Golfo de México y
al Mar de las Antillas. En él figuraban Cuba, Puerto Rico, República Dominicana
y Panamá como los puntos de máxima prioridad.
Panamá entró en la órbita del Imperio desde el primer
momento de su andadura como estado independiente. Aunque desde el punto de
vista cultural supo mantener, como Puerto Rico, su personalidad hispana. Pero al margen de la
resistencia cultural de los hispanos en Panamá, en Puerto Rico o en Cuba, el
control del canal por los norteamericanos era esencial para poder
ejercer un control efectivo sobre su “patio trasero” y mantener así su papel
hegemónico por todo el Hemisferio Occidental. La presión yanqui sobre toda
Centroamérica (desde Guatemala hasta Panamá) llegó a ser verdaderamente
asfixiante a lo largo del siglo XX. Sus embajadores ejercieron el papel de
gobernadores sobre el terreno. Quitaban y ponían gobiernos y, llegado el caso,
organizaban invasiones. Durante ese tiempo vimos desarrollarse movimientos
insurreccionales en Nicaragua, El Salvador y Guatemala.
Para poder ejercer dicha presión sobre esta zona era preciso
neutralizar a los dos grandes países que la limitan, tanto por el norte (México)
como por el sur (Colombia). De México ya hablamos en el artículo anterior.
Posee una potente demografía y es el gran vecino del sur de los EEUU. Las
relaciones entre norteamericanos y mexicanos a lo largo de los últimos
doscientos años han sido complejas y han atravesado momentos de gran tensión.
Colombia, aunque algo menos extensa y menos poblada que
México, está más alejada del Imperio, pero demasiado cerca del Canal de Panamá,
un punto tan neurálgico hoy como lo fue el Istmo en tiempos del Imperio
español. Un gobierno fuerte en este país, que defienda su integridad
territorial y vigile su hinterland es, obviamente, una
amenaza para la política hegemonista de los norteamericanos en la zona.
Colombia debía, por tanto, ser neutralizada. Había que agudizar al máximo sus
contradicciones internas para anular su posible influencia sobre el exterior. Los movimientos
guerrilleros, que han eternizado la guerra civil en este país, han venido a cumplir "casualmente" esa misión.
Ha habido otros países en Hispanoamérica que han
desarrollado movimientos guerrilleros, pero el desenlace de la acción de los
mismos se produjo en un tiempo razonable. En Colombia, durante el último medio siglo, en cambio, la guerra llegó a convertirse prácticamente en un modo de vida[2].
Mientras los colombianos se peleen entre ellos no ejercerán la
influencia exterior que de manera natural están llamados a ejercer, por su
propia envergadura y por la posición estratégica en la que se encuentran
situados.
Colombia es el centro de gravedad de Hispanoamérica, el país
que conecta las Antillas, Centro y Suramérica. Una potente demografía en el
corazón de la Ecúmene, que está llamada a hacer de punto de encuentro, de lazo
de unión entre todas las partes que componen a este grupo de naciones. Por eso
la gran batalla por la unidad de todos los pueblos hispanos comienza en sus
selvas y en sus montañas. La consolidación de la paz en Colombia es una parte vital para que ese proceso llegue a buen fin. Será condición necesaria (aunque no suficiente) para que la unidad de los pueblos americanos de origen ibérico cristalice alguna vez.
[2]
A la que habría que sumar la acción de los cárteles de la droga que han
sustraído, igualmente, a la autoridad del Estado una parte significativa del
territorio nacional.
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