viernes, 2 de noviembre de 2012

La independencia de Portugal


 Proclamación de D. João IV como rey de Portugal, pintado por Veloso Salgado (Museu Militar de Lisboa).

La única “pérdida” territorial con verdadera entidad que sufrió España en los diversos conflictos sostenidos a lo largo del siglo XVII fue la independencia de Portugal. Sin negar la importancia estratégica que tuvo (sobre todo por los caminos que cerró de cara al futuro) habría, no obstante, que contextualizarla adecuadamente para no sobrevalorarla. Hemos entrecomillado la palabra “pérdida” al referirnos a ella porque en realidad nuestro país no perdió nada, igual que tampoco lo hizo cuando sus ejércitos abandonaron los distintos territorios europeos no peninsulares sometidos a la autoridad de su monarca. No hay que confundir España con la superestructura política sometida a la autoridad de la rama española de los Habsburgo. Los autores que sostienen que lo que hoy llamamos España no existió en realidad hasta el siglo XVIII son legión y, aunque nosotros discrepamos con tales interpretaciones, no podemos dejar de reconocer que, en términos estrictamente jurídicos, así era.

Portugal no se perdió porque en realidad no se había integrado en la estructura política del estado español. Cuando todos los reinos peninsulares fueron unificados por Felipe II, en 1580, Portugal se incorporó, manteniendo intactas sus instituciones políticas, en una estructura de tipo confederal en la que varios reinos independientes compartían monarca. Así pues, en rigor, la independencia de Portugal significa, tan sólo, la ruptura del vínculo que unía a este estado con Felipe IV y, por generalización, con los Habsburgo aunque –obviamente- esto también significaba que dejaba de compartir su destino con el de los países que se mantuvieron leales a estos reyes y, desde ese punto de vista, reinició un proceso de evolución histórica que la alejaba del resto de pueblos ibéricos.

Pero los procesos históricos son mucho más complejos que todo esto y habría que tener en consideración las dinámicas históricas y las expectativas de futuro que los hombres albergan en sus mentes para tener un cuadro más completo de la verdadera trascendencia de los acontecimientos.

España, mucho antes de ser un estado, era un proyecto político compartido por todos los pueblos cristianos que vivían en la Península Ibérica. Era la utopía política de los cristianos medievales peninsulares que se fue construyendo paso a paso, ladrillo a ladrillo, por todos y cada uno de ellos. Utopía por la que murieron centenares de miles de personas a lo largo de los siglos medievales. España era la unidad, el futuro. Y se construyó libremente, por millones de hombres libres que nacieron, vivieron y murieron pensando que algún día sus descendientes vivirían en paz, protegidos por la fuerza de un gran estado unido en el que todos se incorporarían en pie de igualdad.

Y en pie de igualdad se fue construyendo este país. En el oeste gallegos, asturianos, leoneses, castellanos, cántabros, riojanos, vascos y gran cantidad de mozárabes se fueron uniendo para formar el gran reino bajomedieval del oeste español: el castellano-leonés. En el este catalanes, aragoneses y los mozárabes del levante –junto a sardos y sicilianos- hicieron lo propio y crearon el poderoso reino de Aragón, cuyos hombres se desplegaron por todo el Mediterráneo a partir del siglo XIII. Unos y otros –castellanos y aragoneses- decidieron unir sus destinos a finales del siglo XV, unión a la que se incorporaría el pequeño reino de Navarra pocos años después.

Para completar el cuadro sólo faltaba Portugal, que se agregaría, por fin, en 1580. Pero esta fecha era ya demasiado tardía para llegar a una unión efectiva. Antes habían sucedido algunas cosas que dificultaban bastante la consolidación de ese proceso.

Habría que comenzar remontándose a su primera independencia (1143). Este territorio fue, junto con Galicia, el de mayor presencia borgoñona en toda la Península Ibérica. Pero los borgoñones gallegos terminaron alcanzando el poder en el reino castellano-leonés, reintegrándose de esta manera -aunque fuera por motivos egoístas- a la gran marea unitaria que durante los siglos XI, XII y XIII llegó a alcanzar una potencia formidable, y que condujo a la creación de las otras dos grandes formaciones políticas bajomedievales ibéricas. Mientras castellano-leoneses y catalano-aragoneses se extendían hacia el sur –igual que los portugueses- se iban uniendo con sus vecinos occidentales y/o orientales aprovechando las fases expansivas de la “Reconquista”. Los colonos procedentes del norte, que repoblaron las nuevas tierras que se iban abriendo por el sur, se fueron mezclando en la frontera, barriendo sus diferencias de origen para identificarse con las nuevas identidades unitarias que iban creciendo conforme avanzaban los procesos históricos. En el oeste, los castellanos nuevos, manchegos, extremeños, andaluces, murcianos y canarios y en el este los valencianos y los isleños de las Baleares se sentían miembros de grandes estados donde se habían encontrado diferentes pueblos con diversas tradiciones culturales. La unión desde las diferencias previas era algo constitutivo de esta España emergente que surgía desde abajo.

En Portugal, en cambio, este proceso presentaba otro perfil diferente. La expansión del nuevo estado se produjo, de manera exclusiva, por conquista. De tal forma que su identidad étnica se fue acentuando con el tiempo y el ideal unitario -cada vez más poderoso en el resto de la Península- por el contrario, se debilitaba. A todo esto hay que añadir las consecuencias, a largo plazo, de la aplicación del programa político del “partido borgoñón”, una facción de la aristocracia sociológicamente extranjera, que no sentía una vinculación especial por este territorio más allá que la meramente instrumental que se derivaba del hecho de ser su fuente primaria de poder.

Y para reforzar todavía más la singularidad portuguesa hay que considerar, además, la relación de vasallaje existente, desde 1179, con respecto a la Santa Sede, que colocaba a este reino bajo la protección directa de Roma, lo que exponía a cualquier monarca fronterizo -de religión cristiana- que ordenara alguna incursión militar sobre territorio portugués a castigos sobrenaturales y a la excomunión, consiguiendo así los monarcas lusos convertir sus límites septentrionales y orientales en una de las fronteras terrestres más estables de... ¡toda la historia de la Humanidad!, a través de la coacción moral sobre un vecino hipersensible a los argumentos de tipo religioso.

Para los españoles el cristianismo actuaba como un marcador de etnicidad, como una identificación primaria que marcaba la diferencia entre “los nuestros” y “los otros” y que convertía, de entrada, a todos los cristianos en potenciales compatriotas. Esto ha generado, históricamente, una poderosa relación de empatía con todos los pueblos extranjeros con los que no existiera ningún contencioso previo. Es significativa la relación de estrecha colaboración entre el reino castellano y el aragonés durante los doscientos años anteriores a la unificación de ambos, pese a que, formalmente, eran dos estados independientes a los que, en principio, habría que aplicarles el calificativo de “extranjeros”. Sin embargo ambos se reconocían mutuamente como copartícipes de un proyecto compartido. Sólo de esta manera se explica la actuación del rey aragonés Jaime I en territorio castellano cuando se produjo la rebelión de los moros murcianos y la ulterior colonización –ratificada después por el monarca castellano- con catalanes de varias comarcas murcianas fronterizas con la región más meridional del reino de Aragón. En cualquier otro contexto histórico-geográfico esto hubiera generado un rechazo por parte del monarca del país que debía autorizar la repoblación, pues tales colonos serían considerados como una quinta columna potencial al servicio de un estado extranjero. En Castilla no fue así porque se daba por supuesto que la unión con Aragón era sólo cuestión de tiempo. Igualmente en esa misma atmósfera de colaboración hay que enmarcar la elección, por parte de una comisión creada expresamente por las diversas cortes aragonesas, del castellano Fernando de Antequera como rey de Aragón en 1412. Todos estos movimientos estaban preparando, varias generaciones antes, la futura unificación de ambos estados. 

Para los portugueses, en cambio, el cristianismo era un seguro de supervivencia política, su particular manera de desactivar potenciales agresiones militares que difícilmente podrían contener, dada la desproporción numérica con sus vecinos (de 4 a 1) y la ausencia de barreras naturales que le ayudaran a articular una resistencia militar consistente. Eran dos dinámicas divergentes que apuntaban sendos desarrollos históricos diferenciados.

De todas maneras estas tendencias históricas que hemos descrito son las dominantes dentro de cada una de las formaciones descritas, pero no las únicas. Durante la Baja Edad Media en Portugal se van desplegando, también, una serie de grupos sociales con un gran dinamismo que van abriendo su país al mundo y que ven la necesidad de superar su tradicional aislamiento. Son estas fuerzas las que están detrás de la expansión ultramarina portuguesa y las que se hallan convencidas de que su país tiene que redefinir su relación estructural con Castilla –primero- y con España –después-. Son las mismas que apostaron, en la guerra civil castellana de 1475-79, por el bando de Juana la Beltraneja con la esperanza de adelantarse ellos a la inminente fusión entre castellanos y aragoneses, dando así profundidad estratégica a la expansión ultramarina portuguesa. Como sabemos, en esa guerra ganaron los partidarios de la unión con Aragón, entre otras razones, porque tenían muchos más apoyos sociales dentro del país, porque esa unión estaba mucho más trabajada, mucho más madura que su alternativa portuguesa.

Pese a este primer fracaso, que a largo plazo no cerraba las puertas de nada y que, en cambio, sentaba precedentes, las fuerzas unionistas siguieron trabajando -en ambos países- hasta 1580. Pero el rumbo que tomaron los acontecimientos en España a partir de 1517 empezaba a minar todo el trabajo hecho en esta dirección a lo largo de la Edad Media.

La llegada al poder de los Habsburgo en España significó la subordinación de los estados peninsulares a la estrategia imperial de la citada dinastía en el corazón del continente europeo. Si los territorios españoles fueron puestos al servicio de los intereses dinásticos de sus monarcas imagínese el lector cual era la posición estructural que estos asignaron a Portugal –el último país que se unió al grupo- dentro de su superestructura política.

Hay que tener en cuenta que, pese a la debilidad portuguesa derivada de su escasa demografía relativa dentro del ámbito peninsular, este país era –a la altura de 1580- sociológicamente muy compacto, con una identidad nacional muy acusada, que se había convertido en la cabeza de un imperio ultramarino relativamente poderoso, dadas las características del país. Era evidente que los portugueses no estaban dispuestos a aceptar cualquier papel que se les asignara dentro de la superestructura política de los austrias españoles, ni se hallaban dispuestos a dejar que se deterioraran las defensas de sus dominios ultramarinos. Portugal era un país ultra-periférico en el continente europeo pero que, sin embargo, estaba desempeñando un papel central en la construcción del nuevo orden global que se estaba forjando a escala planetaria. Era una cuestión de perspectiva: tan provincianos podían ser vistos los portugueses desde el corazón de Europa como los europeos desde un Portugal que estaba en contacto directo con China, Japón, La India, Persia, etc. Portugal era –y es- un país con una acusada personalidad. Así pues los Habsburgo pretendían convertir a la “cabeza de ratón” en una “cola de león”

La pluralidad cultural y étnica que los austrias se encontraron al llegar, en la Península ibérica, resultó para ellos providencial. Como líderes de un agregado multinacional de estados inconexos que eran, esta estructura se adaptaba bastante bien a su ideario político semi-feudal. La variedad de lenguas y de sistemas legales y económicos les permitían ejercer de árbitros en medio de una diversidad de poderes que se contrapesaban los unos a los otros. 

Pero esta política, que podía encajar más o menos bien dentro de la realidad “sincrónica” que encontraron, entraba en colisión directa con las viejas dinámicas medievales de los pueblos ibéricos –con su realidad “diacrónica”-. Por muy diversa que fuera la España del 1500, más lo era la del 1400 y más aún la del 1300. Los procesos históricos evolucionaban en sentido convergente y lo hacían de manera relativamente espontánea y natural, no forzada. Es más, evolucionaban en esa dirección a pesar de las interferencias del papado y de los intereses de la nobleza peninsular. Desde ese punto de vista los Habsburgo empezaron a convertir en un obstáculo lo que hasta entonces había sido una fuente de riqueza, de fuerza interior, de creatividad. Y en 1640 este nuevo problema, inexistente antes, que se había venido incubando desde 1517, dio la cara por primera vez, conduciendo a la independencia portuguesa y al intento de independencia catalana.

La rebelión de catalanes y portugueses, que la historiografía tradicional española ha descrito con tintes muy negativos tiene, para el resto de pueblos peninsulares, algunos elementos positivos. Tuvo la gran virtualidad de parar en seco una dinámica histórica que estaba llevando al país al desastre. Esta parada en seco de los motores de la aeronave obligó a los pilotos a buscar rápidamente una pista de aterrizaje para evitar males mayores. Cuando tomó tierra hubo forzosamente que pararse a evaluar las pérdidas sufridas en combate y hacer reparaciones. El último reinado de los Habsburgo, el de Carlos II, trajo por fin una relativa paz al país[1] y con ella el comienzo de la recuperación.

Los Habsburgo no habían apostado, en ningún momento, por una verdadera integración de los portugueses dentro de su proyecto político y un Portugal forzado a permanecer en España contra su voluntad era envenenar la relación entre dos pueblos vecinos de manera innecesaria, truncar las viejas dinámicas españolas de largo alcance, que nos conducen hacia la unidad desde la libre y soberana decisión de cada uno de sus pueblos, desde el respeto a su diversidad. ¿Se imagina a un Portugal sometido, sufriendo además el centralismo borbónico durante el siglo XVIII? Hubiera sido, probablemente, una continua fuente de conflictos que habría distraído una gran cantidad de recursos que se necesitaban en otras tareas. 



[1] La paz era sólo relativa, fundamentalmente porque, pese a la derrota formal de los españoles en los conflictos armados ya descritos, éstos seguían manteniendo sus guarniciones militares en Bélgica, el Franco Condado y el Milanesado y, aunque no quisieran entrar en ningún conflicto, los conflictos los buscaban a ellos. 

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