domingo, 11 de noviembre de 2012

Cambio de rumbo

 Felipe V

A lo largo del siglo XVII había ido quedando cada vez más patente el agotamiento del programa político de los Habsburgo españoles. Cada vez estaba más claro que había que cambiar de rumbo. Y la oportunidad se presentó tras la muerte -sin sucesor- de Carlos II (1700). Así pues el siglo XVIII vio la luz con una nueva dinastía instalada en el trono: La de los borbones, de origen francés, que trae con ella un replanteamiento global de todas las estrategias políticas. En ese momento asistimos a la refundación del estado español sobre nuevas bases.

Pero ¿quiénes eran los borbones? ¿Qué significado histórico tiene la llegada de esta familia al trono de España? ¿Qué podía esperarse de ella?

La Casa de Borbón -a la altura de 1700- llevaba algo más de un siglo en el trono francés. Su primer rey, Enrique IV –navarro y protestante-, tuvo que abjurar de su fe calvinista para poder acceder a la corona, practicando a continuación una política de reconciliación nacional que puso fin a los conflictos religiosos que habían azotado a Francia durante el siglo XVI. Los borbones significaron por tanto -en Francia- una solución de compromiso, la superación del problema religioso y la llegada de una nueva tolerancia ideológica que sería el preludio de la que se extendería por el resto del continente tras la Guerra de los Treinta Años. Esa tolerancia se abrió paso -por toda Europa- cuando les quedó claro a los dos bandos enfrentados que el intento de aniquilación del adversario era prácticamente imposible y que seguir insistiendo por esa vía podía tener como consecuencia inesperada la destrucción, no ya del agredido sino -más bien- del agresor. Todos nos terminamos volviendo tolerantes cuando descubrimos que los que pueden desaparecer -si continúa la violencia- somos nosotros.

La superación de los conflictos de tipo religioso tuvo, como no podía ser de otra manera, consecuencias en el terreno teológico y en la manera de vivir esa religiosidad que había conducido a los hombres a la guerra. Los monoteístas no pueden aceptar sin más que el otro tenga tanta legitimidad para existir y para expresar sus ideas como la que tienen ellos. Cuando tal reconocimiento se produce, tiene inevitables consecuencias doctrinales. La primera de ellas -y la más visible- es la relativización de la cuestión religiosa. Es evidente que, si mantenemos cotidianamente relaciones de tipo económico, social o político con personas que profesan una religión distinta de la nuestra, tenemos que establecer con ellas, de manera explícita o implícita, unas reglas de juego y unas autoridades que aceptemos todos y que obvien el hecho religioso. Esto trae como consecuencia, a largo plazo, el desarrollo de una moral no vinculada a la religión y de una ideología que niegue explícitamente ese carácter y que sustituya a las anteriores que nos condujeron al conflicto que pretendemos superar. El proceso, desde luego, no es totalmente incruento y, una vez superado el conflicto inter-confesional, es inevitable que surja otro intra-confesional entre moderados y radicales dentro de cada bando. Los primeros acusarán a los segundos de fanáticos que pretenden resucitar viejos conflictos y los segundos a los primeros de traidores que se han vendido al enemigo por puro oportunismo o interés material –como si el suyo fuera únicamente espiritual-. Son viejas historias que se repiten una y otra vez, siguiendo un guión antiguo en el que lo único que hay que cambiar, cada vez que se repiten, son los sustantivos asociados al caso concreto.

La aparición de un nuevo espacio ideológico extra-religioso es la expresión de una profunda revolución social de largo alcance que está asociada a nuevas realidades históricas. En el caso de la Europa de los siglos XVII y XVIII está inevitablemente vinculada a la nueva estructura de poder planetaria cuyos artífices primigenios son, paradójicamente, los españoles, portugueses y turcos que, sin embargo, son percibidos desde el corazón de ésta como unos elementos ideológicamente retrógrados y periféricos, lo que es una verdad a medias. Estos tres países constituyen una parte esencial de ese ecosistema. Hasta el punto de que su desaparición hubiera arrastrado tras de sí a todo el conjunto, que descansaba sobre la sólida plataforma que garantizaban. Es precisamente su consistencia la que da sensación de seguridad al resto de pueblos europeos y les permite considerarse a sí mismos “el centro del universo”. Por eso nos hemos permitido denominarlos “la torre de marfil europea”.

Pero dentro de ese contexto Francia es un país especial. Es una nación que lleva ya varios siglos cercada. Un pueblo sitiado que se ha visto obligado a transmutarse interiormente para sobrevivir a las formidables agresiones que, desde la Alta Edad Media, ha tenido que soportar y que, a partir de 1517, tienen a España como su principal agente. Francia ha madurado, ha crecido, se ha fortalecido, luchando contra España. En cierto modo es la respuesta a una agresión española.

Por todo esto es fácil comprender que la llegada de los borbones al trono español significa un replanteamiento de todas las relaciones de poder existentes en la ecúmene. Tiene hondas consecuencias históricas tanto dentro como fuera de la Península. La alarma cundió rápidamente por toda Europa en cuanto se visualizó que los dos grandes adversarios de los doscientos años anteriores podían acabar uniéndose bajo una única corona; que la camisa de fuerza francesa podía convertirse, de un día para otro, en una plataforma avanzada gala sobre territorio alemán. Si tal hecho se consumara sería el fin del equilibrio de fuerzas europeo y el comienzo de un futuro imperio continental que sometiera a los restantes países.

Como consecuencia, la respuesta del resto fue unánime y desencadenó el conflicto conocido como Guerra de Sucesión española (1701-1713). Antes de que falleciera Carlos II hubo varias reuniones secretas entre los representantes de Inglaterra, Francia, Holanda, Austria y otros estados menores para decidir cuál debía ser el futuro del Imperio Español. A espaldas de los españoles los negociadores habían prácticamente decidido repartirse los trozos de aquella superestructura política que todos veían como un agregado inconexo de países sin identidad. Cuando en la corte madrileña empieza a intuirse lo que está sucediendo fuera se decide nombrar sucesor a Felipe de Anjou, pero añadiendo una cláusula según la cual éste tenía que renunciar previamente a sus derechos sucesorios en Francia. Los consejeros del rey lo habían convencido para que testara así, asumiendo que era la única manera de conservar la unidad de los estados agrupados bajo el cetro de la “Monarquía Católica”.

Cuando murió el monarca, el rey francés Luis XIV –abuelo del candidato designado-, saltándose los compromisos previos que tenía con Inglaterra, respaldó el testamento pensando, probablemente, que así obtenía una nueva ventaja de cara a futuras negociaciones. Nada era considerado definitivo por ninguna de las partes, y la prueba más patente de que esto era así la dio el propio soberano galo, primero en el discurso en el que formalmente se adhirió al testamento del español, donde le dijo a su nieto: Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones. Pocas semanas después declaró que mantenía los derechos sucesorios de Felipe V a la corona de Francia e, inmediatamente, “tropas francesas comenzaron a establecerse en las plazas fuertes de los Países Bajos españoles, con el consentimiento y colaboración de las débiles fuerzas militares que las ocupaban”[1]. Estos gestos fueron considerados por el resto de países como una provocación en toda regla y desencadenaron la guerra.

El Archiduque Carlos de Austria, un Habsburgo de la rama austriaca, tenía lazos de parentesco con el fallecido comparables a los del Borbón, y fue proclamado rey de España por la coalición anti-francesa. A partir de ese momento el conflicto se extiende por Europa y pronto alcanza, también, a los territorios peninsulares, donde se transforma en una auténtica guerra civil en la que el antiguo reino de Castilla se decanta por el francés y el de Aragón lo hace por el austriaco. Los aragoneses consideraban que no sólo estaba en juego quien iba a gobernar España desde ese momento sino, sobre todo, cómo iba a gobernarse. La experiencia vivida sesenta años atrás les decía que un rey francés impondría aquí el mismo modelo centralista de gobierno que caracterizaba al país vecino y que, por tanto, corrían serio peligro sus viejos fueros y sus instituciones políticas, a los que el archiduque había jurado defender –manteniendo así las viejas tradiciones de los Habsburgo españoles-.

A finales del verano de 1706 la guerra estaba perdida en todos los frentes, hasta el punto de que Luis XIV le recomendó a su nieto que renunciara a la corona española y reconociera como vencedor al archiduque. Hasta ese momento el conflicto había sido llevado exclusivamente por militares profesionales. Pero ese fue, precisamente, el comienzo de una contraofensiva surgida desde Castilla y Extremadura y desplegada por nuevos ejércitos de voluntarios que van recuperando, de manera sistemática, todos los territorios peninsulares, infligiendo a los aliados derrotas tan rotundas como las de Almansa, Brihuega y Villaviciosa. Durante ese contraataque aparecen nuevas formaciones militares de tipo irregular, llamadas “cuerpos francos”, que son precursoras de las “guerrillas” que un siglo después articularán la resistencia contra el ejército napoleónico.

A lo largo del conflicto se fue produciendo una creciente identificación entre el joven rey y su nuevo país que llegaría a ser bastante sólida. Hasta el punto de que, amparándose en ella, éste empezó paulatinamente a desmarcarse de las directrices que su abuelo le trazaba desde Francia, y mientras en la Península los borbones llevaban la iniciativa militar, en el resto de frentes continentales la suerte les resultaba mucho menos favorable, lo que llevó a Luis XIV a iniciar una negociación bilateral de paz con Inglaterra, que condujo finalmente al armisticio entre estos dos países en abril de 1713, al que España se adhirió tres meses después. Poco después se hace extensiva la paz al resto de contendientes a través de una serie de tratados encadenados conocidos globalmente como Tratados de Utrecht y Rastadt o, simplemente, como Paz de Utrecht (1713).

Los cambios en el mapa político europeo fueron profundos. En lo que a España respecta el país salió de aquel conflicto, prácticamente, con las fronteras exteriores que aún conserva. Se había hundido toda la superestructura política extra peninsular de los Habsburgo. Las pérdidas territoriales sufridas en el Viejo Mundo pueden ser clasificadas en cuatro apartados, por el diferente significado que tienen cada uno de ellos.

En primer lugar está el conjunto de territorios que hemos dado en llamar la camisa de fuerza francesa que, básicamente, pasa a manos austriacas. Son los diferentes estados limítrofes o cercanos a la frontera oriental de Francia, que se extendían desde Milán hasta Bélgica, y cuya función era la de contener la expansión gala por el continente. La mayor parte de ellos formaron parte de la herencia borgoñona de Carlos I y constituyen la más clara demostración de la subordinación de los intereses de los pueblos peninsulares a la política dinástica de los Habsburgo. Su misión histórica, si para alguien no había quedado clara antes, se volvió evidente cuando todos descubrieron que podía ser invertida. En ese momento se visualizó que tales enclaves tenían que estar necesariamente vinculados con Austria. Mientras fueron españoles protegieron los flancos occidentales del Imperio Germánico con cargo a los presupuestos generales del estado gestionados desde Madrid, dejando las manos libres a la corte vienesa para que se empleara a fondo en Alemania y en los Balcanes. Con unos monarcas de la Casa de Borbón gobernando en la Península había que poner ya de una vez las cartas sobre la mesa y descubrir el verdadero juego de los Habsburgo. Esa vinculación política era también necesaria tanto para Holanda como para Inglaterra, pues al heredar Austria la función española liberaba a ambos países de servidumbres militares en el continente y les permitía volcar todas sus energías en su propia expansión ultramarina. En España la desvinculación de tales territorios era una verdadera necesidad nacional. No era posible construir nada serio conservándolos.

La segunda área a considerar son los territorios meridionales italianos, mucho más ligados históricamente con España que los anteriores. Son tres: el reino de Nápoles y las islas de Sicilia y Cerdeña. El primero y la última fueron anexionados por Austria mientras que Sicilia pasaba a formar parte del reino de Saboya. Los tres países formaron parte de la herencia española de Carlos I. Su relación con España se enmarca dentro del contexto de la expansión aragonesa en el Mediterráneo y del posterior duelo hispano-turco. Por tanto hay una dinámica previa a la coronación de Carlos I y una lógica no dinástica detrás de su vinculación con nuestro país, que en el caso siciliano arranca en el siglo XIII, en el sardo lo hace en el XIV y en el napolitano en el XV. España no consideró la pérdida de estas provincias como definitiva. En 1717 reconquistará Cerdeña y en 1718 Sicilia. Las dos islas serán devueltas a sus respectivos “propietarios” pocos meses después como consecuencia de un acuerdo internacional. En 1720 Austria y Saboya se intercambiarán ambos territorios. Cerdeña permanecerá ya vinculada a Saboya hasta la unificación italiana pero, tanto en Sicilia como en Nápoles, los españoles volverán a atacar, esta vez con éxito, en 1734, creando un estado satélite cuyo primer rey sería Carlos VII -hijo de Felipe V- que en 1759 abdicaría en su hijo para poder así ser coronado como rey de España con el nombre de Carlos III. La rama española de los borbones se mantendrá en el poder en el reino -que desde 1816 pasará a llamarse “de las Dos Sicilias”- hasta la invasión italiana de 1861.

La tercera zona es el Oranesado. El territorio magrebí vertebrado por las ciudades de Orán y Mazalquivir que, desde 1507, constituyó la vanguardia de las líneas terrestres españolas en el norte de África frente a los dominios turcos administrados desde Argel. Éstos, como de costumbre, supieron aprovechar los conflictos europeos en los que España estaba implicada para arrebatarle las plazas más expuestas. Hay que subrayar que tal conquista, llevada a cabo en 1708, significa la penetración de los otomanos en un territorio nuevo para ellos, porque la presencia española en esta región es anterior a la llegada de los súbditos del Sultán al Magreb. Esta provincia, al igual que las citadas en el apartado anterior, era considerada por los españoles como parte integrante de su propio país. En consecuencia, los planes para recuperarla comenzaron a trazarse desde que llegaron las noticias de su pérdida. La reconquista se llevó a cabo en junio de 1732, permaneciendo desde entonces en manos españolas hasta que sus ejércitos se vieron envueltos en otro gran conflicto europeo, con motivo de un ataque masivo de los ejércitos franceses en la frontera pirenaica en 1792.

El cuarto espacio a considerar es el de las conquistas británicas en el Mediterráneo, en concreto de los enclaves de Gibraltar y Menorca, que se enmarcan en la lógica de la construcción de una ruta marítima inglesa hacia el Océano Índico. Para España, que seguía siendo una potencia marítima, estas pérdidas tienen un gran valor estratégico, muy superior a su importancia económica, demográfica o espacial. La presencia de guarniciones militares de un competidor directo -en el gran enfrentamiento ultramarino- en su hinterland nacional no podía dejar de tener consecuencias en la relación entre ambos países y, de hecho, los españoles han intentado varias veces recuperarlos desde entonces; de manera infructuosa en el caso de Gibraltar, pero Menorca, tras una ocupación española de seis años (1792-1798) será recuperada definitivamente en el Tratado de Amiens (1802).

Desde el punto de vista territorial las pérdidas sufridas en la Guerra de Sucesión Española fueron más severas que las experimentadas en la de los Treinta Años. Sin embargo la percepción subjetiva de la “derrota” fue mucho más liviana que la que tuvo lugar entonces. Hay incluso una sensación de victoria porque, al fin y al cabo, se habían derrotado las pretensiones del otro candidato, aunque el coste había sido importante. Los borbones españoles, desde su particular lógica dinástica –sin vínculos previos con la superestructura política de los austrias- no habían perdido nada sino, por el contrario, ganado todo un imperio. Era lógico que afrontaran la situación con optimismo y que asumieran las pérdidas con deportividad. Habían salido del conflicto con la íntima sensación de que el país tenía un gran potencial y de que la recuperación de las provincias mediterráneas extra peninsulares era sólo cuestión de tiempo como, en cierta medida, se demostró.

El optimismo borbónico se fue irradiando a los sectores sociales que estaban en contacto con ellos y fue descendiendo por la escala jerárquica hacia abajo, creando una nueva atmósfera general mucho menos mortificante que la que había impregnado a la España del siglo XVII. 

La guerra civil que había tenido lugar como prólogo al largo reinado de la joven dinastía había servido para tejer una nueva alianza entre los nuevos monarcas y un pueblo que se movilizó siguiendo patrones atávicos para defender su país. La penetración generalizada de ejércitos extranjeros desencadenó una movilización social que no se veía desde los siglos medievales. La sensación de estar construyendo juntos -de nuevo- el país compensó con creces las pérdidas territoriales sufridas y éste ganó en cohesión interna lo que había perdido en extensión territorial. La eliminación de los viejos fueros sufrida por los antiguos reinos que conformaron la Confederación catalano-aragonesa dejó secuelas entre los habitantes de la mitad oriental del país. Pero en la occidental este hecho vino a reforzar la autoridad del rey y se vio como algo positivo.

El sentimiento de nación salió reforzado y la unificación jurídica de los diferentes reinos peninsulares agilizó el proceso de toma de decisiones y simplificó las tareas del gobierno. El país se “modernizó” -a la francesa- y asumió nuevos roles en la relación con sus vecinos continentales de subordinación estructural con respecto a una Francia que se había convertido en la potencia hegemónica a nivel continental.

Sin embargo, el nuevo tiempo también tenía sus sombras, España seguía siendo un país fuertemente oligárquico, y el modelo que pretendía imitar –Francia- no lo era menos, por tanto la capacidad de recuperación que se abría ante sí tenía sus límites. Los borbones españoles, por su parte, también tenían pactos de familia con la rama francesa de la dinastía, lo que subordinaba la política exterior de nuestro país a los intereses de una potencia extranjera que era, además, una competidora directa en varias regiones geográficas a lo largo y ancho de todo el planeta y con la que arrastrábamos, incluso, contenciosos territoriales[2].

Pero había mucho más. El largo aprendizaje de los oligarcas españoles como agentes “europeizadores”, que hundía sus raíces en la Alta Edad Media y que se había visto reforzado poderosamente durante el reinado de los austrias, con los borbones alcanza su máxima expresión y sofisticación. Tan extranjero era este modelo de relaciones sociales -que nos llegaba ahora desde el país vecino- como lo había sido antes el de los austro-borgoñones; sólo que ahora los oligarcas tenían, además, donde elegir. Podían, si querían, resistirse a los vientos de cambio que soplaban desde Francia acogiéndose a una “tradición” que, pese a ser de origen extranjero, se presentaba ahora como la quintaesencia de la españolidad o bien plegarse a los mismos y montarse en el tren de la “modernidad” y de la “ilustración”, apareciendo así como unos nuevos salvadores que nos iban a rescatar del “atraso secular” en el que nos encontrábamos. El debate entre modernos y retrógrados era, además, europeo, con lo que se terminaba de asimilar conceptualmente lo que pasaba en nuestro país con lo que estaba sucediendo en el resto de la ecúmene. La constelación de los ultramontanos seguía siendo teledirigida –como siempre- desde Roma –y de manera creciente desde Viena-. Los “modernos”, en cambio, lo eran desde París. Conforme fue avanzando el siglo fue surgiendo, incluso, una segunda alternativa “moderna” cuyo epicentro estaba en Londres. Poco a poco irán surgiendo grupos conspirativos –secretos o discretos- alentados desde todos estos centros de poder continentales, que actuarán al servicio de cada uno de ellos y que con el tiempo se entremezclarán y evolucionarán conjuntamente como un ecosistema complejo en el que cada grupo representaba un nicho diferente.

Los Decretos de Nueva Planta transforman radicalmente la estructura política del país, imponiendo uniformidad jurídica y administrativa en casi todo el territorio, eliminando las particularidades forales de los diferentes reinos pero, también, buena parte de la autonomía que aún conservaban las ciudades. Recordemos que la intensa vida municipal, de la que se hacen eco obras como Fuenteovejuna (1618) de Lope de Vega o El Alcalde de Zalamea (1651) de Calderón, no vuelve a ser retratada más, con esa fuerza expresiva, en la literatura del país. Este dato no es, en absoluto, secundario. La manera de gobernar de los monarcas que lo rigieron a lo largo del siglo XVIII entra dentro de la gran corriente europea conocida como “Despotismo ilustrado” que, como su nombre indica, no dejaba de ser “despótico” por muy “ilustrado” que se presentara.

El proceso de evolución histórica en el que el país estaba inmerso fue olímpicamente ignorado. Todas las fuerzas sociales que se resistían a los cambios promovidos por los nuevos gobernantes fueron metidas en el mismo saco y consideradas como parte integrante de la “vieja España”, que englobaba en su seno desde los concejos municipales abiertos de las ciudades de Castilla hasta las veguerías catalanas, desde los estatutos de los indígenas americanos hasta la Inquisición o la utilización de las lenguas vernáculas por las diferentes instancias administrativas a lo largo de la Península. De esta manera consiguen poner en pie una heterogénea coalición de fuerzas cuyo denominador común era la resistencia ante los cambios, en la que coexisten oligarcas de rancia estirpe junto a los sectores más indefensos de la sociedad. Un mal precedente que no dejará de tener consecuencias históricas.

Hay hechos tan paradójicos como la implantación de la Ley Sálica, típicamente francesa, según la cual los “modernos” prohíben a las mujeres acceder al trono e, incluso, transmitir los derechos dinásticos a su descendencia. Una ley que iba en contra de las tradiciones jurídicas peninsulares. La situación era tan absurda que, si tal ley hubiera estado vigente en 1700, los borbones no hubieran tenido ningún argumento jurídico para reclamar el trono español. Si Felipe V hubiera aplicado su ley con efectos retroactivos debía de haber renunciado a la corona y con él todos los borbones. Un siglo largo después la Ley Sálica entraba, también, en el interminable catálogo de normas obsoletas de la “vieja España” que había que superar para poder construir así un país “moderno” (¿?).

El dato no es tan anecdótico como parece. Tiene un hondo significado cultural que en conexión con otros, como la democracia municipal española, el Estatuto jurídico de los indígenas americanos o la utilización de las lenguas vernáculas en la administración y la enseñanza, temas todos ellos que, de una o de otra manera, han llegado hasta nuestros días, nos pueden hacer reflexionar acerca de los elementos “modernos” que ya se daban en el Antiguo Régimen. Todos estos asuntos son de ida y vuelta. En todos ellos los “modernos” del siglo XVIII sostenían posiciones que hoy son consideradas más retrógradas que las que entonces sostenían los “retrógrados” de la época, y el ulterior desarrollo histórico ha terminado desmontando sus normas, aunque sea de manera parcial.



[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Sucesi%C3%B3n_Espa%C3%B1ola  (27/5/2008).
[2] Este hecho, por ejemplo, impedía reclamar a nuestro aliado francés la provincia del Rosellón -la quinta provincia catalana-, anexionada en virtud de la Paz de los Pirineos (1659), lo que consolidaba el proceso de integración de ese territorio en el país vecino.

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