A lo largo del siglo XVII había ido quedando cada vez más patente el agotamiento del programa político de los Habsburgo españoles. Cada vez estaba más claro que había que cambiar de rumbo. Y la oportunidad se presentó tras la muerte -sin sucesor- de Carlos II (1700). Así pues el siglo XVIII vio la luz con una nueva dinastía instalada en el trono: La de los borbones, de origen francés, que trae con ella un replanteamiento global de todas las estrategias políticas. En ese momento asistimos a la refundación del estado español sobre nuevas bases.
Pero ¿quiénes eran los borbones? ¿Qué significado histórico tiene la llegada de esta familia al trono de España? ¿Qué podía esperarse de ella?
La Casa de Borbón -a la altura de 1700- llevaba algo más de un siglo en el trono francés. Su primer rey, Enrique IV –navarro y protestante-, tuvo que abjurar de su fe calvinista para poder acceder a la corona, practicando a continuación una política de reconciliación nacional que puso fin a los conflictos religiosos que habían azotado a Francia durante el siglo XVI. Los borbones significaron por tanto -en Francia- una solución de compromiso, la superación del problema religioso y la llegada de una nueva tolerancia ideológica que sería el preludio de la que se extendería por el resto del continente tras la Guerra de los Treinta Años. Esa tolerancia se abrió paso -por toda Europa- cuando les quedó claro a los dos bandos enfrentados que el intento de aniquilación del adversario era prácticamente imposible y que seguir insistiendo por esa vía podía tener como consecuencia inesperada la destrucción, no ya del agredido sino -más bien- del agresor. Todos nos terminamos volviendo tolerantes cuando descubrimos que los que pueden desaparecer -si continúa la violencia- somos nosotros.
La superación de los conflictos de tipo religioso tuvo, como no podía ser de otra manera, consecuencias en el terreno teológico y en la manera de vivir esa religiosidad que había conducido a los hombres a la guerra. Los monoteístas no pueden aceptar sin más que el otro tenga tanta legitimidad para existir y para expresar sus ideas como la que tienen ellos. Cuando tal reconocimiento se produce, tiene inevitables consecuencias doctrinales. La primera de ellas -y la más visible- es la relativización de la cuestión religiosa. Es evidente que, si mantenemos cotidianamente relaciones de tipo económico, social o político con personas que profesan una religión distinta de la nuestra, tenemos que establecer con ellas, de manera explícita o implícita, unas reglas de juego y unas autoridades que aceptemos todos y que obvien el hecho religioso. Esto trae como consecuencia, a largo plazo, el desarrollo de una moral no vinculada a la religión y de una ideología que niegue explícitamente ese carácter y que sustituya a las anteriores que nos condujeron al conflicto que pretendemos superar. El proceso, desde luego, no es totalmente incruento y, una vez superado el conflicto inter-confesional, es inevitable que surja otro intra-confesional entre moderados y radicales dentro de cada bando. Los primeros acusarán a los segundos de fanáticos que pretenden resucitar viejos conflictos y los segundos a los primeros de traidores que se han vendido al enemigo por puro oportunismo o interés material –como si el suyo fuera únicamente espiritual-. Son viejas historias que se repiten una y otra vez, siguiendo un guión antiguo en el que lo único que hay que cambiar, cada vez que se repiten, son los sustantivos asociados al caso concreto.
La aparición de un nuevo espacio ideológico extra-religioso es la expresión de una profunda revolución social de largo alcance que está asociada a nuevas realidades históricas. En el caso de la Europa de los siglos XVII y XVIII está inevitablemente vinculada a la nueva estructura de poder planetaria cuyos artífices primigenios son, paradójicamente, los españoles, portugueses y turcos que, sin embargo, son percibidos desde el corazón de ésta como unos elementos ideológicamente retrógrados y periféricos, lo que es una verdad a medias. Estos tres países constituyen una parte esencial de ese ecosistema. Hasta el punto de que su desaparición hubiera arrastrado tras de sí a todo el conjunto, que descansaba sobre la sólida plataforma que garantizaban. Es precisamente su consistencia la que da sensación de seguridad al resto de pueblos europeos y les permite considerarse a sí mismos “el centro del universo”. Por eso nos hemos permitido denominarlos “la torre de marfil europea”.
Pero dentro de ese contexto Francia es un país especial. Es una nación que lleva ya varios siglos cercada. Un pueblo sitiado que se ha visto obligado a transmutarse interiormente para sobrevivir a las formidables agresiones que, desde la Alta Edad Media, ha tenido que soportar y que, a partir de 1517, tienen a España como su principal agente. Francia ha madurado, ha crecido, se ha fortalecido, luchando contra España. En cierto modo es la respuesta a una agresión española.
Por todo esto es fácil comprender que la llegada de los borbones al trono español significa un replanteamiento de todas las relaciones de poder existentes en la ecúmene. Tiene hondas consecuencias históricas tanto dentro como fuera de la Península. La alarma cundió rápidamente por toda Europa en cuanto se visualizó que los dos grandes adversarios de los doscientos años anteriores podían acabar uniéndose bajo una única corona; que la camisa de fuerza francesa podía convertirse, de un día para otro, en una plataforma avanzada gala sobre territorio alemán. Si tal hecho se consumara sería el fin del equilibrio de fuerzas europeo y el comienzo de un futuro imperio continental que sometiera a los restantes países.
Como consecuencia, la respuesta del resto fue unánime y desencadenó el conflicto conocido como Guerra de Sucesión española (1701-1713). Antes de que falleciera Carlos II hubo varias reuniones secretas entre los representantes de Inglaterra, Francia, Holanda, Austria y otros estados menores para decidir cuál debía ser el futuro del Imperio Español. A espaldas de los españoles los negociadores habían prácticamente decidido repartirse los trozos de aquella superestructura política que todos veían como un agregado inconexo de países sin identidad. Cuando en la corte madrileña empieza a intuirse lo que está sucediendo fuera se decide nombrar sucesor a Felipe de Anjou, pero añadiendo una cláusula según la cual éste tenía que renunciar previamente a sus derechos sucesorios en Francia. Los consejeros del rey lo habían convencido para que testara así, asumiendo que era la única manera de conservar la unidad de los estados agrupados bajo el cetro de la “Monarquía Católica”.
Cuando murió el monarca, el rey francés Luis XIV –abuelo del candidato designado-, saltándose los compromisos previos que tenía con Inglaterra, respaldó el testamento pensando, probablemente, que así obtenía una nueva ventaja de cara a futuras negociaciones. Nada era considerado definitivo por ninguna de las partes, y la prueba más patente de que esto era así la dio el propio soberano galo, primero en el discurso en el que formalmente se adhirió al testamento del español, donde le dijo a su nieto: “Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones”. Pocas semanas después declaró que mantenía los derechos sucesorios de Felipe V a la corona de Francia e, inmediatamente, “tropas francesas comenzaron a establecerse en las plazas fuertes de los Países Bajos españoles, con el consentimiento y colaboración de las débiles fuerzas militares que las ocupaban”[1]. Estos gestos fueron considerados por el resto de países como una provocación en toda regla y desencadenaron la guerra.
El Archiduque Carlos de Austria, un Habsburgo de la rama austriaca, tenía lazos de parentesco con el fallecido comparables a los del Borbón, y fue proclamado rey de España por la coalición anti-francesa. A partir de ese momento el conflicto se extiende por Europa y pronto alcanza, también, a los territorios peninsulares, donde se transforma en una auténtica guerra civil en la que el antiguo reino de Castilla se decanta por el francés y el de Aragón lo hace por el austriaco. Los aragoneses consideraban que no sólo estaba en juego quien iba a gobernar España desde ese momento sino, sobre todo, cómo iba a gobernarse. La experiencia vivida sesenta años atrás les decía que un rey francés impondría aquí el mismo modelo centralista de gobierno que caracterizaba al país vecino y que, por tanto, corrían serio peligro sus viejos fueros y sus instituciones políticas, a los que el archiduque había jurado defender –manteniendo así las viejas tradiciones de los Habsburgo españoles-.
A finales del verano de 1706 la guerra estaba perdida en todos los frentes, hasta el punto de que Luis XIV le recomendó a su nieto que renunciara a la corona española y reconociera como vencedor al archiduque. Hasta ese momento el conflicto había sido llevado exclusivamente por militares profesionales. Pero ese fue, precisamente, el comienzo de una contraofensiva surgida desde Castilla y Extremadura y desplegada por nuevos ejércitos de voluntarios que van recuperando, de manera sistemática, todos los territorios peninsulares, infligiendo a los aliados derrotas tan rotundas como las de Almansa, Brihuega y Villaviciosa. Durante ese contraataque aparecen nuevas formaciones militares de tipo irregular, llamadas “cuerpos francos”, que son precursoras de las “guerrillas” que un siglo después articularán la resistencia contra el ejército napoleónico.
A lo largo del conflicto se fue produciendo una creciente identificación entre el joven rey y su nuevo país que llegaría a ser bastante sólida. Hasta el punto de que, amparándose en ella, éste empezó paulatinamente a desmarcarse de las directrices que su abuelo le trazaba desde Francia, y mientras en la Península los borbones llevaban la iniciativa militar, en el resto de frentes continentales la suerte les resultaba mucho menos favorable, lo que llevó a Luis XIV a iniciar una negociación bilateral de paz con Inglaterra, que condujo finalmente al armisticio entre estos dos países en abril de 1713, al que España se adhirió tres meses después. Poco después se hace extensiva la paz al resto de contendientes a través de una serie de tratados encadenados conocidos globalmente como Tratados de Utrecht y Rastadt o, simplemente, como Paz de Utrecht (1713).
[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Sucesi%C3%B3n_Espa%C3%B1ola (27/5/2008).
[2] Este hecho, por ejemplo, impedía reclamar a nuestro aliado francés la provincia del Rosellón -la quinta provincia catalana-, anexionada en virtud de la Paz de los Pirineos (1659), lo que consolidaba el proceso de integración de ese territorio en el país vecino.
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