En los últimos artículos hemos descrito como se produjo la gran ruptura en el seno de la cristiandad europea y también sus consecuencias históricas y políticas. Hoy nos vamos a centrar un poco más en sus facetas filosóficas, espirituales, vitales…
Ya vimos como cuando la violencia se extiende por un territorio y se mantiene durante suficiente tiempo, termina haciendo resucitar todos los fantasmas del pasado que existen en ese espacio geográfico. Hay unas estructuras sociales subyacentes, escondidas en algún resquicio de la mente humana, que van aflorando despacio, en un proceso involutivo en el que cada individuo va redescubriendo, paso a paso, su propio universo cultural.
Durante los siglos XVI y XVII, conforme arreciaba el enfrentamiento religioso, que fue la forma que adoptó la rebelión de los pueblos contra los poderes universales medievales, cada uno de los que formaban parte del Occidente Cristiano buscó, dentro de su propio bagaje histórico, las actitudes profundas que le permitieran encarar con éxito el nuevo tiempo en el que estaban entrando.
Retrocediendo en el tiempo volvieron hasta la Era Cristiana, reproduciendo -1.600 años después- las viejas fronteras políticas de entonces, transmutadas en fronteras religiosas. Y la cristiandad occidental se escindió entre católicos y protestantes.
El conflicto religioso –al que llamé “guerra civil”- desgarró a la sociedad europea, fragmentándola. Y la violencia generalizada, con sus terribles secuelas de hambre y de enfermedades, les transmitieron a los hombres el mensaje implícito de que la divinidad no aprobaba esa lucha. Una guerra religiosa que acaba en tablas, causando muerte y desolación por igual entre los dos bandos enfrentados, desautoriza a los teólogos. Si alguna de las dos partes hubiera derrotado a la otra con claridad, el resultado hubiera mostrado al mundo de qué parte estaba Dios. Pero se ve que ésta vez el demiurgo no estaba con ninguno.
Y Dios comunicó al mundo que las viejas religiones ya no servían. Lo hizo de manera práctica, empírica, evidente. No se apareció a ningún enviado para que transmitiera su mensaje. Sencillamente los desacreditó a todos a través de ese baño de sangre que fue la Guerra de los Treinta Años.
René Descartes
Y llegó el tiempo de los pueblos, y también el de los filósofos, los científicos, los inventores… el de la libertad de opinión y de pensamiento en el que cada cual podía hacer sus propias propuestas. En el que cada hombre podía actuar como si fuera un enviado, siquiera fuera parcial, de esa divinidad.
Algo había quedado claro: Había pasado el tiempo de los poderes universales, del Papado y del Imperio. El Papa había sido –implícitamente- desautorizado, pero no las tradiciones de los pueblos católicos (algunos de los cuales -como los españoles- se habían batido con entereza hasta el último segundo de esa guerra). Esto puede parecer una contradicción pero no lo es en absoluto, como iremos viendo en las próximas semanas.
Y florecieron mil escuelas de pensamiento, y cada hombre se sintió libre de opinar y de comunicar al mundo su particular parcela de la verdad. Europa entró en ebullición y millones de mentes, ocupándose cada una de una cuestión distinta, alumbraron un sinfín de soluciones pequeñas, cada una de las cuales venía a resolver un problema concreto. Y llegó la Era de las revoluciones: La Revolución Industrial, las revoluciones científica, filosófica, política… el liberalismo, la democracia, el socialismo… Todo esto fue la consecuencia de la derrota y el descrédito de los teólogos, de sus aliados y de sus afines.
Puede ser más o menos fácil derrotar a un grupo de clérigos empecinados en la defensa de un dogma anacrónico. Pero no lo es, en absoluto, acabar con la religión que, como la corteza terrestre, tiene múltiples sustratos, cada uno de los cuales tiene su propia lógica interna, su propio sistema de anclaje dentro de la sociedad de la que forma parte. Ya dije otro día que es el más poderoso marcador de etnicidad que existe, más que la lengua, que la raza o que la clase social.
Pero la religiosidad de los pueblos está dando sentido a la vida cotidiana de millones de personas. Está aportando los valores morales con los que cada padre tiene que educar a sus hijos. Está dando valor al que sabe que la vida se le escapa, insuflando energía a los que han entregado la suya al servicio de los demás. Esa “pequeña” religión del pueblo en realidad es la más grande, la que empuja a los individuos a realizar los actos más heroicos, la que hace aferrarse a la tradición al que no tiene otro clavo al que agarrarse. Esa parte de la religión nunca debe ser subestimada porque ha desbaratado ya demasiadas veces a los ambiciosos proyectos de los más grandes estadistas, ha reducido imperios a cenizas y también los ha forjado de la nada.
Esa religión sencilla, cotidiana, que ayuda a los humildes a encarar la adversidad, no sólo no se debilitó con esa cruenta guerra sino que salió reforzada. Era lo único que les quedaba a los que habían sobrevivido, era la fuente de su esperanza, la razón para seguir luchando. Se replegó hacia el interior de cada casa y se hizo fuerte en las distancias pequeñas.
Los clérigos del nuevo tiempo se agarraron a esa fe de los pueblos y se prepararon para hacer, junto a ella, la travesía del desierto. Para resistir a los nuevos sabios que se habían adueñado de la escena. Se encerraron en sus cuarteles de invierno, cediendo una parte de sus antiguos dominios para salvar el resto.
Cuando hoy hablamos de “religión” nos estamos refiriendo a un “Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad” o a la “profesión y observancia de la doctrina religiosa”[1], pero hace varios siglos el campo de lo que abarcaba ésta era mucho más amplio, y en algunos pueblos antiguos o prehispánicos integraba prácticamente todo el saber de su tiempo. Los sacerdotes egipcios o los mayas eran, también, los científicos de su tiempo. No había separación entre sabiduría y fe. Este mundo compartimentado y estanco que los occidentales hemos creado es hijo del Equilibrio Europeo, de la milenaria lucha entre romanidad y germanidad, hijo de la Guerra de los Treinta Años. Es la manera de estructurarse que tiene este ecosistema y que hemos exportado al resto del mundo. Pero no es, en absoluto, la única manera posible de organizarse. Es más, arrastra un gran defecto intrínseco: la falta de perspectiva holística de sus mentes dirigentes y de sus grandes intelectuales, por eso todos los intentos hegemonistas han fracasado en este espacio geográfico, como ya vimos la semana pasada. Porque son incapaces de generar la solidaridad necesaria entre los hombres para hacer posibles los proyectos unificadores.
La religión forma parte del mundo de las ideas, de la superestructura ideológica como dijo Marx. Construye un conjunto de explicaciones para describirnos el medio que nos rodea y para inducirnos la manera más apropiada –de acuerdo con las diferentes tradiciones de los pueblos, de su propio bagaje histórico- de insertarnos en él. Ayuda a transmitir la ética necesaria para mantener el orden y la paz dentro de las distintas sociedades humanas. Esa ética, lógicamente, tiene que ser congruente con la forma de vivir de cada pueblo y con su experiencia acumulada.
Pero, en el ecosistema europeo, la religión no monopoliza ese espacio sino que lo comparte con el resto de segmentos de la intelectualidad y, en parte, compite con ellos. Y a partir del siglo XVII los teólogos tienen que disputar con los filósofos y con los científicos en el campo de las explicaciones sobre nuestros orígenes, sobre el sentido de nuestra presencia en la Tierra, sobre nuestro destino como especie, sobre los fundamentos últimos de la moral.
En realidad se está abriendo paso una nueva religión que, vestida con un ropaje cientifista, se enfrenta con la antigua y propone otro modelo de inserción de los humanos en su entorno natural, un modelo más activo, más agresivo con el medio, que no acepta el mundo tal y cual lo ha recibido sino que propone transformarlo para ponerlo al servicio de los humanos.
Y la conciencia de los europeos entró en crisis. Se escindió internamente, de su mente se apoderó la duda y ésta se convirtió en el motor de todos los descubrimientos. Algo atormentaba la conciencia de sus individuos y les impelía a buscar fuera las explicaciones que eran incapaces de encontrar dentro de su alma.
El descrédito de los teólogos llevó a los nuevos sabios a huir de todo lo que pudiera recordarlos, revistiendo de terminología técnica y cientifista su discurso. La ciencia y la filosofía estaban invadiendo una parte significativa del ámbito de lo sagrado.
La religión no es sólo metafísica, un territorio en el que los nuevos sabios se movían con soltura. También es la fuente de la moral, un espacio en el que es mucho más difícil “innovar”. El nuevo saber de los filósofos, de los científicos y de los técnicos se extendía sin problema y era igualmente aceptado por la mayoría de los países de la ecúmene europea, de los dos bandos que acababan de destrozarse entre sí en la cruenta Guerra de los Treinta Años. Ese saber era “universal” (en realidad era un saber europeo, pero como para los europeos el resto de la humanidad era casi invisible los dos términos -para ellos- vienen a ser sinónimos), era su punto fuerte y, a la vez, el más débil.
En un mundo que ha sido traumatizado y dividido por un terrible conflicto, en el que las heridas de la guerra se resisten a cicatrizar, las viejas religiones sirvieron ahora para resistir a las nuevas formas de la globalización, se aferraron a las tradiciones locales y desde ellas se aprestaron a articular la defensa de las diferentes identidades culturales.
El cristianismo, que había sido un factor de estandarización, uno de los dos grandes poderes universales -por obra y gracia del Papado- hasta la Guerra de los Treinta Años, se transformó, como consecuencia de ella, en el instrumento principal de la resistencia contra las nuevas formas de la globalización.
Como los nuevos discursos de los racionalistas y de los ilustrados tenían que sortear las fronteras religiosas para hacerse oír en todos los países de la ecúmene europea, tenían que obviar todos aquellos elementos que pudieran identificarlos con alguna de las partes que se habían batido en los campos de batalla. Tenían que huir de los marcadores de etnicidad, es decir, de los elementos con los que, de manera más sólida, se identifican los pueblos. Eso significaba que, en el plano de la moral, tenían que retroceder hasta el mínimo común denominador a todos ellos, lo que podía hacerlos pasar, en determinadas circunstancias, por hombres amorales. De esta manera estaban abonando el discurso de los nuevos teólogos que ahora podían sostener desde los púlpitos que las nuevas ideas eran promovidas por gentes impías que querían disolver todos los valores éticos de la sociedad.
Es obvio que los grupos sociales que se adscribieron con entusiasmo a las corrientes modernas de pensamiento eran, lógicamente, las que tenían algo que ganar con él: filósofos, científicos y técnicos por supuesto, pero también los grandes comerciantes, reyes y aristócratas de las naciones-estado, y los grandes banqueros que hacían negocios por toda Europa.
Los tradicionalistas serían, por contra, todos aquellos a los que había perjudicado el nuevo tiempo: los viejos señores feudales, el Papa y el Emperador, los príncipes de los mini estados de Alemania e Italia y la mayor parte del universo rural europeo, así como los individuos que estaban específicamente llamados a articular todo ese magma, los clérigos de las distintas confesiones.
De esta manera se fueron sentando las bases sociológicas para empezar a fabricar el combustible que alimentaría a los grandes conflictos del siglo XX.
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