En nuestro artículo “La religión pactada”[1] dijimos que tras el Concilio de Nicea (325) se produce la división, dentro del movimiento cristiano, entre la corriente trinitaria (mayoritaria y oficialista) y la arriana (minoritaria y disidente). Vimos como el arrianismo surgió como consecuencia de las predicaciones de Arrio, que vivió en Alejandría (Egipto) a principios del siglo IV de nuestra era.
Trescientos años después y a 1.500 kilómetros al
sureste del punto cero de este credo religioso, en las ciudades de La Meca y de
Medina (Península arábiga), Mahoma
predicará una nueva religión, el Islam, que se expandirá rápidamente por buena
parte de los territorios que, hasta ese momento, controlaban tanto el Imperio
Bizantino como el Sasánida. Desde Medina (622) hasta Gibraltar (711), los
árabes no pararon de avanzar hacia el oeste, conquistando una detrás de otra
todas las provincias bizantinas del norte de África. El encuentro con los
visigodos en la batalla de Guadalete representa el primer choque armado contra
un ejército de origen germánico.
El Islam se presenta a sí mismo como una nueva
etapa en el proceso evolutivo de las religiones monoteístas del Mediterráneo.
Se considera continuador de la tradición judeo-cristiana. Los musulmanes dicen
que Dios ha ido enviando a sus profetas a la tierra cada cierto tiempo para ir
revelando a los creyentes la verdad. Los profetas son cinco: Noé, Abraham,
Moisés, Jesús y Mahoma. En consecuencia consideran que, tanto el judaísmo como
el cristianismo, forman parte de la tradición religiosa verdadera, que conduce
hacia el Islam (a ambos credos los consideran las religiones del libro),
aunque se hayan quedado en un estadio evolutivo anterior y, por tanto, están
incompletos, al no haber incorporado a su bagaje teológico las enseñanzas de
Mahoma (y los judíos tampoco las de Jesús).
Esa vendría a ser, en resumen, la manera en la
que los primeros islamistas vendieron, a lo largo de los territorios bizantinos
recién conquistados -y, también, en la España visigoda- su propia fe. En las
tierras de los cristianos se presentaban como lo más evolucionado que había en
el cristianismo, pues Mahoma aceptaba como válido su mensaje, que él, por su
parte, venía a completar.
Olvídese de cualquier idea preconcebida que tenga
sobre los musulmanes, que será fruto, lógicamente, del desarrollo ulterior de
los procesos históricos. Un hombre del siglo XXI no puede juzgar objetivamente
a otro del VII porque sabe cosas que aquel no podía saber, por la sencilla
razón de que aún no habían ocurrido. El Islam era, en ese momento, una
propuesta de futuro que podía, potencialmente, evolucionar de mil maneras
distintas. Era algo fluido que los hombres de ese momento histórico estaban
construyendo paso a paso. Mahoma se dirige a sus contemporáneos de la Península
Arábiga, que -por cierto- eran paganos en su inmensa mayoría, y les da su
versión acerca de una tradición religiosa que, entonces, ya era más que
milenaria.
Esa península era una especie de agujero negro
que se había mantenido relativamente al margen de los procesos históricos que
habían venido afectando al resto de sus vecinos y que eran, por el noroeste,
los bizantinos, herederos de los romanos, de religión cristiana. Por el
noreste los sasánidas (los viejos persas), de religión mazdeísta, otra
gran tradición religiosa que también evolucionaba hacia el monoteísmo, como ya
explicamos en nuestro artículo “La religión pactada”[2].
Y por el suroeste, los etíopes, que también eran cristianos. Todos estos
vecinos suyos profesaban religiones que, o bien eran monoteístas (cristianos y
judíos) o bien henoteístas (expresión acuñada por Max Müller para clasificar al
mazdeísmo precisamente, que significa “la creencia en la existencia de un
dios principal pero que no es el único que existe”[3]).
Venimos diciendo,
desde hace tres años, que la historia de las grandes religiones está asociada,
desde el principio, con la de los grandes imperios:
Mahoma, con su nueva religión, pretendía
estructurar un discurso que forjara ese cemento que debía dar cohesión interna
al nuevo imperio en ciernes que tenía en mente. Un imperio que surgió desde un
país tan árido que, pese a estar rodeado de todos los focos fundacionales de
las civilizaciones más antiguas de la Humanidad se había mantenido, sin
embargo, al margen de éstas.
Recordaré lo que dije hace tiempo sobre la
relación entre los orígenes de la civilización y los ecosistemas áridos:
La civilización surgió muy cerca del
desierto, y después se puso a buscar paisajes más húmedos dónde la vida fuera
más fácil de organizar. Pero, en esos focos originarios, la aparición de las
primeras ciudades-estado dio a los hombres una seguridad impensable sin su
concurso. Imaginemos como sería la vida en un oasis sin una estructura política
que lo defendiera, sería un continuo campo de batalla entre las tribus nómadas
del desierto circundante. El mejor lugar para vivir sería la tumba de los que
se atrevieran a establecerse en él, porque era también el lugar más disputado.
Al final serán los más grandes guerreros de la
región los que se adueñen del mismo. Y después les tocará defenderlo contra los
nuevos aspirantes a reemplazarlos. No podrán dormirse en los laureles. Aunque
la vida, dentro del oasis, sea más cómoda o más placentera que la de sus
vecinos del desierto, ellos tendrán que seguir entrenándose, peleando, auto
controlándose para conseguir que su conquista les dure. Construirán murallas
para defenderlo mejor, harán canales para llevar el agua lo más lejos posible,
para permitir vivir en ese lugar privilegiado al máximo número de personas, así
tendrán un ejército más numeroso y será más difícil derrotarlos. De esta manera
se fue fortaleciendo el estado. Este es, claramente, el caso de Egipto y de los
estados que fueron disputándose la hegemonía a lo largo del Creciente Fértil.
Durante buena parte de la Edad Antigua los
estados de la Ecúmene del Próximo Oriente se disputarán entre sí todos los
valles en los que se pudiera sostener una actividad agrícola significativa. En
la multitud de guerras que se libraron durante ese tiempo contrataron decenas
de miles de mercenarios para poder librarlas con posibilidades de éxito. Buscarán
a los mejores guerreros disponibles en la región, que eran aquellos capaces de
sobrevivir en las condiciones más adversas y que procedían, lógicamente, de los
lugares más inhóspitos. Los pueblos del desierto fueron, durante miles de años,
la cantera de las fuerzas de élite de los imperios de la zona. Y, pese a
mantenerse al margen de la evolución política e ideológica de los mismos
estaban, sin embargo, relativamente bien informados de lo que estaba sucediendo
en ellos, aunque carecieran de las categorías mentales precisas para captar ese
proceso en profundidad. Digamos que tenían una visión superficial pero amplia
de lo que ocurría en su entorno más cercano.
Como hemos ido viendo a lo largo de este blog, a
la ecúmene del Próximo Oriente la fue relevando la del Mediterráneo conforme
avanzaban los ejércitos romanos en el área de solape entre ambas. Y a los
romanos le reemplazaron los bizantinos, sus herederos directos en la zona
durante los primeros siglos medievales.
En la
árida periferia meridional del imperio romano-bizantino, al igual que en la
periferia germánica septentrional, en las canteras históricas de las fuerzas de
élite de los ejércitos imperiales, se fue tomando conciencia de la creciente
fragilidad militar de sus viejos patrones. Siguiendo la ley eterna de que todo
vacío se termina cubriendo, la debilidad del adversario actúa como estímulo
para la elaboración de un modelo alternativo (“llegado el momento, surge el
hombre”, tal y como dicen los protagonistas de una conocida superproducción
de Hollywood).
Durante los siglos del Bajo Imperio Romano
el cristianismo, es decir, la versión del monoteísmo que resultó triunfante en
la pugna que libraron las diversas propuestas alternativas que competían dentro
del mismo, se convirtió en la religión oficial del Imperio y desde él se
extendió por doquier. Una vez que ese credo religioso obtuvo el respaldo de la
potente estructura política romana, ésta actuó como amplificador que hizo
llegar su mensaje hasta los confines del mundo donde su influencia se notara de
alguna manera. Ya vimos como los misioneros cristianos convirtieron a los
pueblos germanos. Pues de la misma forma se repartieron por la árida periferia
meridional romana. Pronto Etiopía se
convirtió en un foco secundario del cristianismo en el África nororiental.
En los últimos artículos hemos visto el proceso de
divinización de Cristo que tuvo lugar a lo largo del siglo IV, cómo ese proceso
está íntimamente ligado a la “conversión” de Constantino, cómo provocó una
importante escisión dentro de los cristianos durante la citada centuria y cómo
los trinitarios se hicieron fuertes dentro del Imperio mientras los
arrianos se convirtieron en la opción mayoritaria fuera de él.
Este proceso de diferenciación geográfica del
cristianismo no fue algo casual, dijimos que “lo que hay en el
cielo es un reflejo de lo que hay en la tierra”. En el Imperio Romano el
emperador lo controlaba todo. Y se construye un cielo con estructura imperial.
Fuera de él, el emperador de Roma es la máxima autoridad del ejército enemigo.
El liderazgo político está muy disputado y hay que ganárselo a pulso en el
campo de batalla. Nadie está dispuesto a darle al líder circunstancial poderes
absolutos. De hecho ya vimos como el primer rey visigodo que consigue que su
hijo lo reemplace a la cabeza del estado fue Leovigildo. La monarquía visigoda,
como la mayor parte de las “monarquías” germánicas, es electiva. En ese
contexto político es lógico que la versión del cristianismo que se extienda sea
el arrianismo, puesto que los fieles de este credo consideran a Cristo un
enviado de Dios, pero que comparte con nosotros la naturaleza humana. El Dios único y
omnipotente es algo demasiado abstracto y alejado de los hombres. El rechazo a
la autoridad del emperador se complementa con el rechazo a la divinización de
Cristo.
Mahoma, un caravanero que se desenvuelve entre
dos mundos: la Península Arábiga, que se había mantenido relativamente
al margen de los procesos históricos de sus vecinos, y las provincias más
orientales del Imperio Bizantino, de religión cristiana, es un hombre
inquieto y curioso al que le preocupa el tema religioso. Estudia los textos
sagrados de la tradición judeo-cristiana, reflexionando sobre ellos, y termina
desarrollando una versión que adapta esa tradición a su país. Los aguerridos
árabes, al igual que los germanos trescientos años antes, van tomando
consciencia conforme avanzan los siglos medievales de que lo que tienen
enfrente ya es casi un cadáver político. Pero por muy debilitados que estén los
bizantinos, por muchas que fueran sus contradicciones internas, era necesario
alcanzar la unidad política en toda la Península si se quería atacar, con
ciertas posibilidades de éxito, a aquella formidable estructura.
Mahoma era un hombre que conocía muy bien a sus
vecinos y que, además de la comprensión empírica que pudo adquirir a través de
su relación con ellos, se había preocupado, además, de dominar relativamente
bien su argumentario. Era consciente de que había una relación entre el
discurso religioso y la estructura organizativa del Imperio y de que si quería
construir una alternativa tenía que integrarla en un proyecto global de
sociedad. También que si quería unir a los suyos tenía que elaborar un discurso
que recogiera lo esencial de aquel otro que había propiciado la unidad de sus
adversarios.
En los últimos artículos hemos ido viendo como el
monoteísmo se fue abriendo paso en el Imperio Romano venciendo multitud de
resistencias internas. Fue un proceso que duró siglos, aunque Constantino
tuviera la inteligencia de darle, durante su reinado, el impulso definitivo.
Pero podemos afirmar que éste era un proceso endógeno, que acompañó a la propia
evolución de la estructura imperial. Era una necesidad política. De hecho, el
salto en el vacío que Constantino se atrevió a dar en el siglo IV podemos decir
que fue su particular respuesta a una situación límite a través de la cual
pretendía salvar un mundo que se descomponía por momentos, algo que, en buena
medida, consiguió. Uno de sus antecesores en el cargo, Diocleciano (284-305),
había dividido el Imperio en dos partes: la oriental y la occidental,
vinculadas ambas políticamente, pero cada una con su propia cabeza visible.
Posteriormente, nombraría dos nuevos “césares” (año 293), formando así una
estructura colegiada de cuatro miembros conocida como “tetrarquía” (o gobierno
de cuatro). Constantino fue nombrado tetrarca en 306, pero nuestro hombre era
lo suficientemente osado y ambicioso como para ser capaz de invertir ese
proceso histórico y a través de aquel salto en el vacío que representó la
incorporación del grupo religioso más consistente y perseguido del imperio a
sus propias filas obtuvo un plus de legitimidad que le faltaba a sus “socios” y
pudo ir prescindiendo de ellos, uno detrás de otro, volviendo a establecer,
finalmente, la unidad de mando en el Imperio en 326.
A través de este proceso se puede ver con
bastante nitidez la estrecha relación que existe entre la evolución de las
distintas ideologías y el modelo organizativo de la estructura política vigente
en la sociedad.
Si la evolución ideológica hacia el monoteísmo se
abrió paso en Roma como algo necesario para poder seguir
sosteniendo la estructura imperial; entre sus enemigos, en cambio, lo hace para
dotarlos de los instrumentos precisos para poder derribarlos. Los germanos se
hicieron cristianos, así como los árabes musulmanes, para poderse dotar de las
herramientas ideológicas necesarias con las que poder construir el edificio
mínimo que pudiera reemplazar a la formidable estructura política que los
romano-bizantinos habían construido. Se hicieron monoteístas para poder
derrotar y, sobre todo, reemplazar a sus adversarios. Por tanto es un proceso
reactivo. Como dije cuando hablamos de los imperios coloniales europeos de la
segunda generación (franceses, ingleses, holandeses):
La conclusión a la que llegamos es que los procesos históricos
tienen su propia lógica interna, que trasciende y desborda a la intencionalidad
de sus protagonistas. Es más, los dirigentes más destacados suelen morir
convencidos (tanto ellos como sus seguidores) de que han “inventado” las
soluciones que, en realidad, le venían impuestas por las circunstancias.
Mahoma, cuando predica su nueva religión, la
presenta como una nueva fase del proceso evolutivo de la tradición
judeo-cristiana. Desde ese punto de vista el Islam es la continuación del
cristianismo... ¡arriano!, porque es
evidente que los musulmanes no se plantearon en ningún momento que Jesús
pudiera tener unas características que lo hicieran diferente ni, mucho menos,
superior al resto de profetas reconocidos por este credo religioso. Jesús es
colocado por los musulmanes en el mismo nivel que Noé, Abraham, Moisés o
Mahoma.
Una vez llegados a este punto podemos empezar a
comprender por qué hubo un sector importante de la aristocracia visigoda que se
mostró bastante receptiva ante el mensaje de renovación religiosa que los
musulmanes estaban difundiendo a principios del siglo VIII por todo el
occidente mediterráneo, hasta el punto de llegar a respaldarlo con las armas en
la mano. Pero de este asunto nos ocuparemos en nuestro próximo artículo.
[1]
http://polobrazo.blogspot.com.es/2014/05/la-religion-pactada.html
[4] “Reflexiones
sobre el monoteísmo”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/09/reflexiones-sobre-el-monoteismo.html
[5] “Las
otras transversalidades”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
[6] Ibíd.
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